Si nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya. Comprendamos que nuestra vieja condición ha sido crucificada con Cristo, quedando destruida nuestra personalidad de pecadores y nosotros, libres de la esclavitud del pecado; porque el que muere ha quedado absuelto del pecado.
Por esta razón afirma asimismo el Apóstol que estamos muertos al pecado, y que los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Ahora escribe que nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, añadiendo que si participamos de una muerte como la suya, por la que él murió al pecado, podemos esperar participar también de una resurrección como la suya.
Cómo pueda realizarse esto, lo demuestra diciendo que nuestra vieja condición debe ser crucificada juntamente con Cristo. Por vieja condición se entiende la vida de pecado que anteriormente llevamos, a la que pusimos fin –y, en cierto modo, dimos muerte- cuando recibimos la fe en la cruz de Cristo, mediante la cual de tal modo queda destruida nuestra personalidad de pecadores, que nuestros miembros, esclavos antes del pecado, no sirvan ya al pecado, sino a Dios.
Pero retomando el hilo del discurso, veamos ahora qué quiere decir ser injertados en una muerte como la de Cristo. El Apóstol nos presenta la muerte de Cristo comparándola a la planta de un árbol cualquiera, en la que nos quiere injertos, de modo que chupando nuestra raíz la savia de su raíz, produzca ramas de justicia y dé frutos de vida.
Y si quieres saber, mediante el testimonio de las Escrituras, cuál sea la planta en la que hemos de ser injertados y de qué clase ha de ser ese árbol, escucha lo que se escribe en la Sabiduría: Es árbol de vida –dice– para los que la cogen, son dichosos los que la retienen. Así pues, Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios, es el árbol de la vida, en que debemos estar injertos; y, por un nuevo y amable don de Dios, su muerte se ha convertido para nosotros en el árbol de la vida. Con razón, pues, el Apóstol, consciente de que en el presente texto no es su propósito hablar de la muerte, tributo común de la condición humana, sino de la muerte al pecado, no dijo: Si hemos quedado incorporados a su muerte, sino a una muerte como la suya. Pues de tal suerte Cristo murió de una vez al pecado, que no cometió pecado alguno ni encontraron engaño en su boca.
Impecabilidad radical que en vano buscaríamos en cualquier otro hombre. Nadie está limpio de pecado, ni siquiera el hombre de un solo día. Por consiguiente, nosotros, es verdad, no podemos morir –de modo que no conozcamos el pecado– con la misma muerte con que Jesús murió al pecado, de modo que en absoluto pudiera cometer el pecado; podemos, no obstante, obtener una cierta aproximación si imitándole y siguiendo sus huellas, nos abstenemos de pecado.
Esto es lo único de que es capaz la naturaleza humana: morir de una muerte como la suya al no pecar a imitación suya. Y fíjate en la oportunidad del simbolismo de la planta. Toda planta, después de la muerte del invierno, espera la resurrección de la primavera. Por tanto, si también nosotros somos injertados en la muerte de Cristo en el invierno de este mundo y de la vida presente, nos encontraremos con que en la primavera futura, producimos frutos de justicia succionados de la savia de su raíz; y si estamos injertados en Cristo, preciso será que, como a los sarmientos de la vid verdadera, nos pode el Padre, que es el labrador, para que demos fruto abundante.
Comentario sobre la carta a los Romanos (Lib 5,9: PG 14,1043-1044)
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