Amadísimos: durante todo este tiempo que media entre la resurrección del Señor y su ascensión, la providencia de Dios se ocupó en demostrar, insinuándose en los ojos y en el corazón de los suyos, que la resurrección del Señor Jesucristo era tan real como su nacimiento, pasión y muerte.
Por esto, los apóstoles y todos los discípulos, que estaban turbados por su muerte en la cruz y dudaban de su resurrección, fueron fortalecidos de tal modo por la evidencia de la verdad que, cuando el Señor subió al cielo, no sólo no experimentaron tristeza alguna, sino que se llenaron de gran gozo.
Y es que en realidad fue motivo de una inmensa e inefable alegría el hecho de que la naturaleza humana, en presencia de una santa multitud, ascendiera por encima de la dignidad de todas las criaturas celestiales, para ser elevada más allá de todos los ángeles, por encima de los mismos arcángeles, sin que ningún grado de elevación pudiera dar la medida de su exaltación, hasta ser recibida junto al Padre, entronizada y asociada a la gloria de aquel con cuya naturaleza divina se había unido en la persona de su Hijo.
Ahora bien, como quiera que la ascensión de Cristo es nuestra propia exaltación y adonde ha precedido la gloria de la cabeza, allí es estimulada la esperanza del cuerpo, alegrémonos, amadísimos, con dignos sentimientos de júbilo y deshagámosnos en sentidas acciones de gracias. Pues en el día de hoy no sólo se nos ha confirmado la posesión del paraíso, sino que, en Cristo, hemos penetrado en lo más alto del cielo, consiguiendo, por la inefable gracia de Cristo, mucho más de lo que habíamos perdido por la envidia del diablo. En efecto, a los que el virulento enemigo había arrojado de la felicidad de la primera morada, a ésos, incorporados ya a Cristo, el Hijo de Dios los ha colocado a la derecha del Padre: con el cual vive y reina en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén.
Tratado 73 (4-5: CCL A, 452-454)
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