Desde la feliz y gloriosa resurrección de nuestro Señor Jesucristo, con que el verdadero templo de Dios, destruido por la impiedad judaica, fue reconstruido en tres días por el divino poder, hoy se cumple, amadísimos, la sagrada cuarentena dispuesta por la divina economía y previsoramente utilizada para nuestra instrucción: de modo que al prolongar durante este tiempo su presencia corporal, dé el Señor la necesaria solidez a la fe en la resurrección con la aportación de las oportunas pruebas.
La muerte de Cristo había, en efecto, turbado profundamente el corazón de los discípulos y, viendo el suplicio de la cruz, la exhalación del último aliento, y la sepultura del cuerpo exánime, un cierto abatimiento difidente se había insinuado en los corazones apesadumbrados por la tristeza. Tanto que, cuando las santas mujeres anunciaron —como nos narra la historia evangélica— que la piedra del sepulcro estaba corrida, que la tumba estaba vacía y que habían visto ángeles que atestiguaban que el Señor vivía, estas palabras les parecieron a los apóstoles y demás discípulos afirmaciones rayanas con el delirio. Nunca el Espíritu de verdad hubiera permitido que una tal hesitación, tributo de la humana debilidad, prendiese en el corazón de sus predicadores, si aquella titubeante solicitud y aquella curiosa circunspección no hubiera servido para echar los cimientos de nuestra fe. En los apóstoles eran anticipadamente curadas nuestras turbaciones y nuestros peligros: en aquellos hombres éramos nosotros entrenados contra las calumnias de los impíos y contra las argucias de la humana sabiduría. Su visión nos instruyó, su audición nos adoctrinó, su tacto nos confirmó. Demos gracias por la divina economía y por la necesaria torpeza de los santos padres. Dudaron ellos, para que no dudáramos nosotros.
Por tanto, amadísimos, aquellos días que transcurrieron entre la resurrección del Señor y su ascensión no se perdieron ociosamente, sino que durante ellos se confirmaron grandes sacramentos, se revelaron grandes misterios.
En aquellos días se abolió el temor de la horrible muerte, y no sólo se declaró la inmortalidad del alma, sino también la de la carne. Durante estos días, el Señor se juntó, como uno más, a los dos discípulos que iban de camino y los reprendió por su resistencia en creer, a ellos, que estaban temerosos y turbados, para disipar en nosotros toda tiniebla de duda. Sus corazones, por él iluminados, recibieron la llama de la fe y se convirtieron de tibios en ardientes, al abrirles el Señor el sentido de las Escrituras. En la fracción del pan, cuando estaban sentados con él a la mesa, se abrieron también sus ojos, con lo cual tuvieron la dicha inmensa de poder contemplar su naturaleza glorificada, inmensamente mayor que la que tuvieron nuestros primogenitores, confusos por la propia prevaricación.
Tratado 73 (1-2: CCL 138 A, 450-452)
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