Como bien sabéis, el pueblo hebreo celebraba la Pascua con la inmolación del cordero y con los ázimos. En este rito, el cordero simboliza a Cristo y los ázimos, la vida nueva, es decir, sin la vejez de la levadura. Por eso nos dice el Apóstol: Barred la levadura vieja para ser una masa nueva, ya que sois panes ázimos. Porque ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo.
Así pues, en aquel antiguo pueblo se celebraba ya la Pascua, pero no se celebraba todavía en la luz refulgente, sino en la sombra significante. Y a los cincuenta días de la celebración de la Pascua, se le dio la ley en el monte Sinaí, escrita de la mano de Dios.
Viene la verdadera Pascua y Cristo es inmolado: da el paso de la muerte a la vida. En hebreo, Pascua significa paso; lo pone de manifiesto el evangelista cuando dice: Sabiendo Jesús que había llegado la hora de «pasar» de este mundo al Padre. Se celebra, pues la Pascua, resucita el Señor, da el paso de la muerte a la vida: tenemos la Pascua. Se cuentan cincuenta días, viene el Espíritu Santo, la mano de Dios.
Pero ved cómo se celebraba entonces y cómo se celebra ahora. Entonces el pueblo se quedó a distancia, reinaba el temor, no el amor. Un temor tan grande, que llega-ron a decir a Moisés: Háblanos tú; que no nos hable Dios, que moriremos. Descendió, pues, Dios sobre el Sinaí en forma de fuego, como está escrito, pero aterrorizando al pueblo que se mantenía a distancia y escribiendo con su mano en las losas, no en el corazón.
Ahora, en cambio, cuando viene el Espíritu Santo, encuentra a los fieles reunidos en un mismo sitio; no los atemorizó desde la montaña, sino que entró en la casa. De improviso se oyó en el cielo un estruendo como de viento impetuoso; resonó, pero nadie se espantó. Oíste el estruendo, mira también el fuego: también en la montaña aparecieron ambos, el fuego y el estruendo; pero allí había además humo, aquí sólo un fuego apacible.
Vieron aparecer –dice la Escritura– unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. Escucha a uno hablando lenguas y reconoce al Espíritu que escribe no sobre losas, sino sobre el corazón. Por tanto, la ley vivificante del Espíritu está escrita en el corazón, no en losas; en Cristo Jesús, en el que se celebra realmente la Pascua auténtica, te ha librado de la ley del pecado y de la muerte.
Y el Señor nos dice por boca del profeta: Mirad que llegan días –oráculo del Señor– en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No como la que hice con vuestros padres, cuando los tomé de la mano para sacar-los de Egipto. Y a continuación señala claramente la diferencia existente: Meteré mi ley en su pecho. La escribiré –recalca– en sus corazones. Si, pues, la ley de Dios está escrita en tu corazón, no te aterre desde afuera, sino estimúlete desde dentro. Entonces la ley vivificante del Espíritu te habrá librado, en Cristo Jesús, de la ley del pecado y de la muerte.
Sermón 155 (5-66: PL 38, 843-844)
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