Cuando se nos enseña que Cristo es la redención y que para redimirnos él mismo se entregó como precio, confesamos al mismo tiempo que, al constituirse en precio de cada una de las almas y otorgándonos la inmortalidad, nos ha convertido —a nosotros comprados por él dando vida por muerte— en posesión suya propia. Ahora bien, si somos propiedad del que nos redimió, sigamos incondicionalmente al Señor, de modo que ya no vivamos para nosotros, sino para el que nos compró al precio de su vida: pues ya no somos dueños de nosotros mismos; nuestro Señor es aquel que nos compró y nosotros estamos sometidos a su dominio. En consecuencia, su voluntad ha de ser la norma de nuestro vivir.
Y así como cuando la muerte nos oprimía con tiránica dominación, todo en nosotros lo disponía la ley del pecado, así ahora que estamos destinados a la vida es lógico que nos gobierne la voluntad del Todopoderoso, no sea que renunciando por el pecado a la voluntad de vivir, nuevamente caigamos por decisión propia bajo la impía dominación del pecado.
Esta reflexión nos unirá más estrechamente al Señor, sobre todo si escucháramos a Pablo llamarle unas veces Pascua, otras sacerdote: porque Cristo se inmoló por nosotros como verdadera Pascua, y, en calidad de sacerdote, el mismo Cristo se ofreció a Dios en sacrificio. Se entregó —dice— por nosotros como oblación y víctima de suave olor. Lo cual es una lección para nosotros. Pues quien ve que Cristo se ha entregado a Dios como oblación y víctima y se ha convertido en nuestra Pascua, él mismo presenta su cuerpo a Dios como hostia viva, santa, agradable, hecho un culto razonable. El modo de realizar el sacrificio es: no ajustarse a este mundo, sino transformarse por la renovación de la mente, para saber discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.
En efecto, la voluntad amorosa de Dios no puede manifestarse en la carne no sacrificada por la ley del espíritu, ya que la tendencia de la carne es rebelarse contra Dios, y no se somete a la ley de Dios. De donde se sigue que si antes no se ofrece la carne —mortificado todo lo terreno que hay en ella y con lo que condesciende con el apetito—como hostia viva, no puede llevarse a cabo sin dificultad en la vida de los creyentes la voluntad de Dios agradable y perfecta. Igualmente, la mera consideración de que Cristo se ha erigido en propiciación nuestra a partir de su sangre, nos induce a constituirnos en nuestra propia propiciación y, mortificando nuestros miembros, lograr la inmortalidad de nuestras almas.
Y cuando se dice que Cristo es el reflejo de la gloria de Dios e impronta de su ser, la expresión nos sugiere la idea de su adorable majestad. En efecto, Pablo inspirado por el Espíritu de Dios e instruido directamente por Dios, que en el abismo de generosidad, de sabiduría y conocimiento de Dios había rastreado lo arcano y recóndito de los misterios divinos; y, sintiéndose incapaz de expresar en lenguaje humano los esplendores de aquellas cosas que están más allá de toda indagación o investigación y que sin embargo le habían sido divinamente reveladas, para que los oídos de sus oyentes pudieran captar la inteligencia que él tenía del misterio, echa mano de algunas aproximaciones, hablando en tanto en cuanto sus palabras eran capaces de trasvasar su pensamiento.
Tratado sobre el perfecto modelo del cristiano (PG 46, 262263)
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