Lo mismo que Cristo fue conducido, en cierto sentido por nosotros al triunfo, cuando sufrió la muerte sobre el leño, y fue consumado por las torturas, de igual modo los apóstoles afirman que triunfan por causa de Cristo cuan-do se hacen presentes en todas partes, se crecen en las tribulaciones y vencen al mundo, porque están dispuestos a soportarlo todo —y, por supuesto, con sumo gusto— por el nombre de Cristo.
En efecto, participan realmente de sus padecimientos y se asocian a la gloria que habrá de revelarse en el futuro. Y si afirman que el triunfo les viene de Dios, no es por-que los expone a los tormentos o los abruma de calamidades, sino porque al predicar a Jesús, según su beneplácito, por todo el orbe de la tierra, se ven envueltos por su causa en todo género de pruebas.
Y cuál sea la fragancia del conocimiento de Dios Padre, difundido por medio de los apóstoles en todo el mundo o –como a ellos les gusta decir– en todo lugar, nos lo enseña en otro texto el mismo Pablo, cuando dice: No nos predicamos a nosotros, predicamos que Jesucristo es Señor, y nosotros siervos vuestros por Jesucristo. Y de nuevo: Pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y a éste crucificado.
Ahora bien, ¿cómo puede ser la fragancia del conocimiento de Dios Padre uno que ha nacido de mujer, que ha soportado la cruz, que fue entregado a la muerte, si bien luego retornó a la vida, si es que Cristo –como algunos piensan– ha de ser considerado como un simple hombre, en todo igual a nosotros y que, como a nosotros, Dios sopló en su nariz aliento de vida? ¿Es que Cristo no va a ser realmente Dios por naturaleza, por el hecho de que estemos convencidos de que el Verbo de Dios asumió la humanidad en orden a la redención?
Porque si no rebasa los límites de nuestra condición, Cristo no puede ser el portador del buen olor de la naturaleza de Dios Padre; ni podrá ser fragancia de inmortalidad el que ha sucumbido a la muerte. ¿En base a qué podría ser Cristo la fragancia del conocimiento del Padre, sino en cuanto se le reconoce y es realmente Dios, aunque por nosotros se haya manifestado en la carne? De no ser así, ¿cómo los predicadores lo hubieran' anunciado al mundo como verdadero Dios por naturaleza? O ¿cómo habrían reconocido a Jesús? ¿Cómo, finalmente, habrían podido afirmar los santos doctores que Dios Padre estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, si no hubiera asumido la humanidad para unirla con el Verbo nacido de Dios, como lo requería la sabia economía de la encarnación?
En efecto, los santos discípulos predican –con las palabras que el Espíritu pone en su boca– el Verbo de Dios, no como si habitara en un hombre, sino como hecho carne, es decir, como unido a una carne dotada de alma racional. De esta suerte, será Señor de la gloria precisamente el que fue crucificado.
Por lo tanto, ya se considere al Verbo de Dios en la carne o sin ella, separadamente o como viviendo entre nosotros, es la fragancia del conocimiento de Dios Padre, puesto que ha derramado en nosotros, mediante su propia naturaleza, el buen olor de aquel de quien procede.
Comentario sobre la segunda carta a los Corintios (cap 2,14: PG 74, 925-926)
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