Después de la sagrada unción, pasamos a la mesa santa, que es el fin y la meta de esta vida de que estamos tratando. Lograda la cual, nada faltará a la felicidad tan buscada y anhelada. En ella no recibimos ya la muerte, la sepultura, ni siquiera la participación de una vida mejor, sino al mismo Resucitado; ni recibimos tampoco los dones del Espíritu en la medida en que pueden ser participados, sino al mismo Bienhechor, al templo mismo en el que se encierra la multitud de todas las gracias. Cristo, es verdad, está presente en cada uno de los sacramentos, y cabría decir que en él somos ungidos y lavados o, mejor, que él es nuestra unción y nuestra ablución, como es también nuestra comida.
Sin embargo está especialmente presente en los que son iniciados y a ellos les confiere sus dones; pero no a todos de igual modo, sino que, lavando, purifica del fango de los vicios e imprime en el bautizado su propia imagen; y, ungiéndole, lo dinamiza y lo hace esforzado para las obras del Espíritu Santo, de las que, por su encarnación, se ha convertido él en tesorero.
Admitido luego el iniciado a la mesa, es decir, a nutrirse de los dones de su cuerpo, lo cambia totalmente, transformándolo en sí mismo. Por eso la Eucaristía es el sacramento supremo, que cierra toda ulterior progresión y cualquier posible adición.
Al ser bautizados, este sacramento nos confiere todas las gracias que le son propias: pero todavía no hemos tocado las cimas de la perfección. En efecto, todavía no poseemos los dones del Espíritu Santo, que se nos confieren con el sagrado crisma. Sobre los bautizados por Felipe, no por eso había descendido el Espíritu Santo: fue necesaria la imposición de manos de Pedro y Juan. Dice la Escritura: Aún no había bajado sobre ninguno el Espíritu Santo, estaban sólo bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo.
A algunos de aquellos que estaban llenos del Espíritu, que profetizaban, que poseían el don de lenguas y que estaban revestidos de otros carismas, les faltaba mucho, sin embargo, para ser totalmente hombres de Dios, movidos por el Espíritu, y se hallaban enredados en envidias, ambiciones, rivalidades inútiles y otros vicios por el estilo. Pablo se lo echaba en cara cuando les decía: Todavía sois carnales y os guían los bajos instintos. Y sin embargo eran espirituales por lo que se refiere a cierto sector de la gracia, pero no lo suficiente para erradicar del alma cualquier asomo de maldad.
Nada de esto ocurre en la Eucaristía. Aquellos en quienes el pan de vida ha activado los mecanismos liberadores de la muerte y, al participar en la sagrada Cena, no son conscientes de pecado alguno ni lo cometieron con posterioridad, a éstos nadie podrá tacharles de espirituales a medias. Pues es imposible, lo repito, absolutamente imposible que este sacramento obre con toda su eficacia y no consiga liberar a los iniciados de cualquier imperfección.
Y esto ¿por qué? Pues porque un sacramento es eficaz cuando comunica a quienes lo reciben todos los efectos que pueda causar. La promesa de la Eucaristía nos hace habitar en Cristo y a Cristo en nosotros. Leemos en efecto: Habita en mí y yo en él. Si Cristo habita en nosotros, ¿qué más podemos buscar? Y si moramos en Cristo, ¿qué más podemos desear? El es a la vez nuestro huésped y nuestra morada. ¡Dichosos nosotros por una tal inhabitación! ¡Doblemente dichosos nosotros por habernos convertido en moradores de semejante casa! Pues en el mismo instante se espiritualizan nuestra alma y nuestro cuerpo y todas las facultades, porque el alma se compenetra con su alma, el cuerpo con su cuerpo y la sangre con su sangre. ¿Con qué resultado? Con el resultado de que lo más noble prevalece sobre lo más humilde, lo humano es superado por lo divino, y —lo que san Pablo escribe de la resurrección— lo mortal queda absorbido por la vida. Y en otro lugar dice también: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.
De la vida en Cristo (Lib 4: PG 150, 582-583)
No hay comentarios:
Publicar un comentario