Exultemos, amadísimos, con gozo espiritual y, alegrándonos ante Dios con una digna acción de gracias, elevemos libremente los ojos del corazón hacia aquellas alturas donde se encuentra Cristo. Que los deseos terrenos no consigan deprimir a quienes tienen vocación de excelsitud, ni las cosas perecederas atraigan a quienes están predestinados a las eternas; que los falaces incentivos no retrasen a los que han emprendido el camino de la verdad. Pues de tal modo los fieles han de pasar por estas cosas temporales, que se consideren como peregrinos en el valle de este mundo. En el cual, aunque les halaguen ciertas comodidades, no han de entregarse a ellas desenfrenadamente, sino superarlas con valentía.
A una tal devoción nos incita efectivamente el bienaventurado apóstol Pedro. El, situado en la línea de aquella dilección que sintió renacer en su corazón al socaire de la trina profesión de amor al Señor, que le capacitaba para apacentar el rebaño de Cristo, nos hace esta recomendación: Queridos hermanos, os recomiendo que os apartéis de los deseos carnales, que os hacen la guerra. ¿A las órdenes de quién, sino a las del diablo, hacen la guerra los deseos carnales? El se empeña en uncir a los deleites de los bienes corruptibles a las almas que tienden a los bienes del cielo, tratando de alejarlas de las sedes de que él fue arrojado. Contra cuyas insidias debe todo fiel vigilar sabiamente, para que consiga rechazar a su enemigo sirviéndose de su misma tentación.
Queridos hermanos, nada hay más eficaz contra los engaños del diablo que la benignidad de la misericordia y la generosidad de la caridad, por la que se evita o vence cualquier pecado. Pero la sublimidad de esta virtud no se consigue sin antes eliminar lo que le es contrario. ¿Y hay algo más opuesto a la misericordia y a las obras de caridad que la avaricia, de cuya raíz procede el germen de todos los males? Por lo que si no se sofoca la avaricia en sus mismos incentivos, es inevitable que en el campo del corazón de aquel en quien la planta de este mal crece con toda pujanza, nazcan más bien las espinas y abrojos de los vicios, que semilla alguna de una verdadera virtud.
Resistamos, pues, amadísimos, a este pestífero mal y cultivemos la caridad, sin la que ninguna virtud puede resplandecer. De suerte que por este camino del amor, que Cristo recorrió para bajar a nosotros, podamos también nosotros subir hasta él. A él el honor y la gloria, juntamente con Dios Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
Tratado 74 (5: CCL 138 A, 459-461)
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