martes, 30 de septiembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

Cómo hemos de orar

Y ¿cómo hemos de orar? Quiero —dice el Apóstol—que sean los hombres los que recen en cualquier lugar, alzando las manos limpias de ira y divisiones. Por lo que toca a las mujeres, que vayan convenientemente adornadas, compuestas con decencia y modestia, sin adornos de oro en el peinado, sin perlas ni vestidos suntuosos; adornadas con buenas obras, como corresponde a mujeres que se profesan piadosas.

Sobre el modo de orar es instructivo también el siguiente texto: Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Pues ¿qué mejor ofrenda puede poner en el altar de Dios la naturaleza racional que el suave aroma de la plegaria presentada por un alma que no es consciente del desagradable olor de pecado personal alguno? Conociendo Pablo estos testimonios y muchos más que pudo espigar en la ley, en los profetas y en la plenitud evangélica y explicarlos uno por uno con variedad y abundancia; viendo después de todo cuán lejos estaba de saber qué hemos de pedir en la oración, dijo, y no sólo por modestia, sino con toda verdad: Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene. Pero señala a continuación cómo puede subsanar este defecto quien, consciente de su ignorancia, trata no obstante de hacerse digno de ver cancelada esta deficiencia. Dice, en efecto: Pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. El que escudriña los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios.

Ahora bien, el Espíritu que en el corazón de los bienaventurados grita: ¡Abba! (Padre), sabiendo muy bien que los gemidos lanzados por quienes cayeron o se hicieron reos de transgresión, lejos de mejorarla, agravan su situación, intercede ante Dios con gemidos inefables, haciendo suyos nuestros gemidos en su infinita bondad y misericordia. Y viendo, en su sabiduría, que nuestra alma se hunde en el polvo y está encarcelada en nuestra condición humilde, intercede ante Dios con gemidos, pero no con unos gemidos cualquiera, sino con unos gemidos inefables, es decir, afines a aquellas palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir.

Pero este Espíritu, no contento con interceder, intensifica y renueva con insistencia su oración, en favor de aquellos que —es mi opinión— salen vencedores. De estos tales era san Pablo cuando decía: Pero en todo esto vencemos fácilmente. Pero es probable que el Espíritu ore simplemente por aquellos que no dan la talla como para vencer fácilmente, pero tampoco para ser vencidos, sino que sencillamente vencen.

Además, el texto: Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, es similar a aquel: Quiero rezar llevado del Espíritu, pero rezar también con la inteligencia; quiero cantar llevado del Espíritu, pero cantar también con la inteligencia. En realidad, nuestra inteligencia es incapaz de rezar, si previamente y casi oyéndole ella, no ora el Espíritu; como tampoco puede cantar y alabar al Padre en Cristo con un cántico melodioso y rítmico y una voz armoniosa, si el Espíritu que todo lo penetra, hasta la profundidad de Dios no se anticipa a alabar y a celebrar a aquel cuya profundidad penetra y comprende como sólo él puede hacerlo.

Opúsculo sobre la oración (2: PG 11, 418-422)

lunes, 29 de septiembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

El servicio que nos prestan los ángeles no es sólo temporal, sino eterno

Dios esconde a sus elegidos en la Iglesia, los protege en su tienda el día del peligro, los defiende con la protección de los ángeles. Pone, a disposición de los suyos, ángeles en calidad de servidores y mensajeros, para que les ayuden a conseguir la salvación, le den cuenta de sus necesidades y le presenten sus peticiones. Y aun cuando Dios mismo vea y conozca la situación de cada uno, quiere no obstante que se la expongan los ángeles, para demostrar así su caridad y su condescendencia para con los hombres, y, en atención a unos mensajeros tan dignos y tan queridos, atenderlos más cumplidamente.

Nada tiene de extraño que ponga a disposición de los elegidos, en calidad de ministros, a sus propios ángeles cuando lo hace él mismo. El es, en efecto, el ángel del gran consejo, o sea, de nuestra redención y salvación, salvación que fue enviado a realizar en medio de la tierra. El nos sirve realmente con su vida y su humildad, ofreciéndonos en sí mismo un ejemplo de cómo ha de vivirse, haciéndose pequeño en medio de sus discípulos, para que también nosotros nos hagamos pequeños como él.

Nos sirvió hasta con su propia muerte, en la cual sufrió para que nosotros no tuviéramos que sufrir, y padeció la muerte temporal para librarnos a nosotros de la muerte eterna. Así pues, el Señor se puso a nuestro servicio en esta vida, y, de ésta, pasará a servirnos en aquel banquete, cuya dulzura será por partida doble: nos alimentará con la leche de su humanidad y con la miel de la divinidad. Incluso el ministerio que los ángeles nos prestan, es no sólo temporal, sino también eterno, pues mediante su ayuda actual conseguiremos la herencia y la salvación eternas y participaremos, en su compañía, de su gozo sin fin.

¿Y cómo hacernos una idea de lo que desean ellos nuestra salvación y hasta qué punto anhelan tenernos por compañeros? ¿Cómo calibrar la caridad y solicitud con que velan sobre quienes les han sido confiados? ¡Cómo estimulan a los perezosos y cómo animan a los diligentes y fervorosos para que progresen más y más! ¡Cómo, por una parte, saben excusar el mal cometido y, por otra, ponderar las obras buenas ante el divino acatamiento! ¡Cómo defienden y cómo saben impetrar la gracia! Y cuando ven un alma inflamada por un gran deseo y que suspira por Dios con pureza de intención ¿podemos nosotros imaginarnos cuánto la aman, cómo se congratulan con ella, con qué frecuencia la visitan y cómo median solícitos entre el alma y Dios? Como son los amigos del Esposo, ellos escuchan su voz y la hacen llegar al Esposo; sus voces son sus deseos: éstos son los que resuenan con vehemencia en los oídos del Esposo, éstos son los que escuchan los amigos, es decir, los ángeles; en ellos se deleitan, éstos son los que le anuncian. Ellos invitan al alma para que venga, la consuelan, la exhortan a buscar y a llamar, para que buscando encuentre y, llamando, se le abra.

Mientras tanto, los ángeles frecuentan y visitan al alma fervorosa, hasta que llegue el Esposo y, con un suplemento de gracia, preparan más a fondo al alma para la llegada del Esposo. Inducen su inteligencia a una mejor comprensión de su presencia y al conocimiento experimental de un trato familiar con ellos, para que, con esta experiencia, crezca y aumente la familiaridad con Dios. Yendo, pues, el alma en busca de Dios, es encontrada por los guardias que rondan la ciudad; y después de recorrer la ciudad, después de la búsqueda, tiene bien merecida la llegada de los santos ángeles, se da cuenta de ella y es recibida por los ángeles. Estos, en efecto, preceden al Esposo, manifiestan su propia presencia, se revelan: y como son ángeles de la luz, vienen con la Luz. Difundida esta luz, el alma es simultáneamente iluminada y como tocada, de manera que pueda advertir su llegada y sentir su presencia.

Comentario sobre el Cantar de los cantares (Cap 4: PL 196, 417-418)

domingo, 28 de septiembre de 2014

La oración es luz del alma

El sumo bien está en la plegaria y en el diálogo con Dios, porque equivale a una íntima unión con él: y así como los ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz, así también el alma dirigida hacia Dios se ilumina con su inefable luz. Una plegaria, por supuesto, que no sea de rutina, sino hecha de corazón; que no esté limitada a un tiempo concreto o a unas horas determinadas, sino que se prolongue día y noche sin interrupción.

Conviene, en efecto, que elevemos la mente a Dios no sólo cuando nos dedicamos expresamente a la oración, sino también cuando atendemos a otras ocupaciones, como el cuidado de los pobres o las útiles tareas de la munificencia, en todas las cuales debemos mezclar el anhelo y el recuerdo de Dios, de modo que todas nuestras obras, como si estuvieran condimentadas con la sal del amor de Dios, se conviertan en un alimento dulcísimo para el Señor. Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente de la abundancia que de Dios brota, si le dedicamos mucho tiempo.

La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo y abrace a Dios con inefables abrazos, apeteciendo la leche divina, como el niño que, llorando, llama a su madre; por la oración, el alma expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza visible.

Pues la oración se presenta ante Dios como venerable intermediaria, alegra nuestro espíritu y tranquiliza sus afectos. Me estoy refiriendo a la oración de verdad, no a las simples palabras: la oración que es un deseo de Dios, una inefable piedad, no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina, de la que también dice el Apóstol: Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables.

El don de semejante súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un alimento celestial que satura el alma; quien lo saborea se enciende en un deseo indeficiente del Señor, como en un fuego ardiente que inflama su alma.

Cuando quieras reconstruir en ti aquella morada que Dios se edificó en el primer hombre, adórnate con la modestia y la humildad y hazte resplandeciente con la luz de la justicia; decora tu ser con buenas obras, como con oro acrisolado, y embellécelo con la fe y la grandeza de alma, a manera de muros y piedras; y, por encima de todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, coloca la oración, a fin de preparar a Dios una casa perfecta y poderle recibir en ella como si fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por la gracia divina, es como si poseyeras la misma imagen de Dios colocada en el templo del alma.

Homilía 6 sobre la oración (PG 64, 462-463.466)

sábado, 27 de septiembre de 2014

Apresurémonos al encuentro de los que nos esperan

Otro tipo de santidad que, a lo que creo, ha de ser honrado de modo especial es el de los que vienen de la gran tribulación y han blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero: éstos, después de numerosos combates, triunfan ya coronados en el cielo, por haber competido según el reglamento. ¿Existe todavía un tercer género de santos? Sí, pero oculto. Porque hay santos que todavía militan, que todavía luchan; aún corren, sin haber logrado todavía el premio.

Quizá alguien me tache de temerario al llamar santos a estos tales; y sin embargo yo conozco a uno de éstos que no se avergonzó de decir a Dios: Protege mi vida, porque soy santo. Así también el Apóstol: confidente de los secretos divinos, dice más claramente: Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio para ser santos. He aquí la diversidad de nombres con que es denominada la santidad: unos son llamados santos porque han conseguido ya la perfección de la santidad; a otros, en cambio, se les llama santos por la sola predestinación a la santidad.

Una santidad de este tipo sólo Dios la conoce; está oculta, y ocultamente en cierto modo es celebrada. A decir verdad, el hombre no sabe si Dios lo ama o lo odia, y todo lo que el hombre tiene por delante resulta incierto. Celebremos, pues, a estos santos en el corazón de Dios, porque el Señor conoce a los suyos y sabe muy bien a quiénes eligió desde el principio. Celebrémosles también ante aquellos espíritus en servicio activo, que se envían en ayuda de los que han de heredar la salvación; pues a nosotros se nos prohíbe alabar a un hombre mientras vive. Y ¿cómo podría ser segura la alabanza, cuando ni la misma vida es segura? El atleta no recibe el premio si no compite conforme al reglamento, dice aquella celestial trompeta. Y escucha ahora las condiciones de la competición de boca del mismo Legislador: El que persevere hasta el final se salvará. No sabes quién va a perseverar, desconoces quién competirá conforme al reglamento, ignoras quién conseguirá la corona.

Alaba la virtud de aquellos cuya victoria es ya segura; ensalza con devotos cánticos a aquellos de cuyas coronas puedes con seguridad congratularte. Su recuerdo, cual otras tantas chispas, mejor dicho, como ardentísimas antorchas, enciende en las almas fervorosas un vivísimo deseo de verlos y abrazarlos.

Nos espera aquella asamblea de los primogénitos y nos despreocupamos de ella; nos desean los santos y no les hacemos ni caso; los justos nos esperan y nosotros conscientemente los ignoramos. Despertémonos, hermanos, de una vez; resucitemos con Cristo, busquemos los bienes de arriba, aspiremos a los bienes de arriba. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos al encuentro de los que nos esperan, anticipémonos con el deseo del alma a los que nos esperan.

Sermón 5 en la fiesta de Todos los Santos (2-3.6)

viernes, 26 de septiembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

El tiempo de las bodas es aquel en que, por el misterio de la encarnación, el Señor se unió a la Iglesia

El que nuestro Señor y Salvador, invitado a unas bodas, no sólo se dignara aceptar la invitación, sino que además hiciera allí un milagro para que continuase la alegría de los convidados, al margen del simbolismo de los celestes misterios, confirma incluso literalmente la fe de los que rectamente creen.

Efectivamente, si el tálamo inmaculado y unas bodas celebradas con la debida castidad implicasen culpabilidad, el Señor no habría acudido a ellas y menos habría querido consagrarlas con el primero de sus signos. Ahora bien, como quiera que la castidad conyugal es buena, la continencia vidual mejor, y óptima la perfección virginal, con el fin de dar su visto bueno a la libre elección de todos los estados, distinguiendo sin embargo el mérito de cada uno de ellos, se dignó nacer del inviolado seno de la virgen María, es bendecido poco después por las proféticas palabras de Ana, la viuda, y, ya joven, es invitado a la celebración de unas bodas, bodas que él honra con la exhibición de su poder.

Pero la alegría del celeste simbolismo va mucho más allá. En efecto, el Hijo de Dios, que había de obrar milagros en la tierra, acudió a unas bodas para enseñarnos que él en persona era aquel de quien bajo la figura del sol, había cantado el salmista: El sale como el esposo de su alcoba, contento como un héroe, a recorrer su camino. Asoma por un extremo del cielo, y su órbita llega al otro extremo. Y él mismo, en cierto pasaje, dice de sí mismo y de sus fieles: ¿Es que pueden guardar luto los amigos del novio, mientras el novio está con ellos? Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunarán.

Y realmente, la encarnación de nuestro Salvador, ya desde el momento en que comenzó a ser prometida a los padres, ha sido siempre esperada entre las lágrimas y el luto de muchos santos, hasta su venida. Paralelamente, una vez que, después de la resurrección, hubo subido al cielo, toda la esperanza de los santos está pendiente de su retorno. Y sólo durante el tiempo en que vivió entre los hombres, no pudieron éstos llorar ni guardar luto, puesto que tenían ya con ellos, incluso corporalmente, al que espiritualmente amaron. Así pues, el esposo es Cristo, su esposa es la Iglesia, los hijos del esposo, o sea, de su unión nupcial, son cada uno de sus fieles; el tiempo de las bodas es aquel en que, por el misterio de la encarnación, el Señor se unió a su Iglesia.

No fue, pues, por casualidad, sino debido a un auténtico misterio, por lo que acudió a unas bodas en la tierra, celebradas a estilo humano, el que descendió del cielo a la tierra para desposarse con la Iglesia por amor espiritual: su tálamo fue el seno de su madre virginal, en el que Dios se unió a la naturaleza humana, y del cual salió como el esposo a desposarse con la Iglesia. El primer lugar donde se celebraron los festejos nupciales fue Judea, en donde elHijo de Dios se dignó hacerse hombre, donde quiso consagrar a la Iglesia con la participación de su cuerpo, donde la confirmó en la fe con el don de su Espíritu; pero cuando todos los pueblos fueron llamados a la fe, el gozo festivo de estas mismas bodas alcanzó hasta los límites del orbe de la tierra.

Homilía 14 (CCL 122, 95-96)