sábado, 31 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Yo pienso designios de paz

Después de la magnificencia del resucitado, después de la gloria del que ascendió a los cielos, después de la sublimidad del que está sentado a la derecha del Padre, no restaba sino que se cumpliera la feliz expectación de los justos y los hombres celestes fueran colmados de los dones del cielo. Pues bien, fíjate si mucho antes no predijo Isaías todo esto tanto con el peso mismo de las sentencias como con el orden mismo de las palabras: En aquel día, el vástago del Señor será magnífico y glorioso, fruto del país, honor y ornamento para los supervivientes de Israel.

El vástago del Señor es Cristo Jesús, el único concebido de un germen purísimo, porque si bien fue enviado en una carne semejante a la del pecado, estuvo, sin embargo, exento de todo pecado; y aunque es hijo de Adán según la carne, no es, sin embargo, hijo de la transgresión de Adán, pues que él no fue por naturaleza hijo de la ira, como todos los demás, que hemos nacido en la culpa.

Pues bien, este vástago, que brotó del tocón de Jesé con virginal verdor, estuvo magnífico cuando resucitó de entre los muertos. Entonces, Señor, Dios mío, fuiste grandemente magnificado, vistiéndote de belleza y majestad, envuelto en la luz como en un manto. Venga, pues, Señor Jesús, la alegría para los supervivientes de Israel, para tus Apóstoles, a quienes elegiste antes de crear el mundo. Venga tu Espíritu bueno que lave la suciedad e infunda las virtudes en la justicia y en el amor.

Ea, pues, hermanos, meditemos en todo cuanto la Trinidad ha hecho en nosotros y por encima de nosotros desde el principio del mundo hasta el final de los tiempos, y veamos cuán solícita estuvo aquella majestad, a quien incumbe a la vez la administración y el gobierno de los siglos, de que no nos perdiéramos para siempre. La verdad es que lo había poderosamente creado todo y todo sabiamente lo gobernaba: y de ambas cosas, poder y sabiduría, teníamos señales evidentísimas en la creación y en la conservación de la máquina mundial.

Había indudablemente bondad en Dios y una bondad extraordinaria, pero permanecía oculta en el corazón del Padre, esperando a ser derramada a su debido tiempo sobre el linaje de los hijos de Adán. Decía, no obstante, el Señor: Yo pienso designios de paz, porque tenía la intención de enviarnos a aquel que es nuestra paz, el cual hizo de los dos pueblos una sola cosa, para darnos ya paz sobre paz: paz a los de lejos, paz también a los de cerca.

Así pues, fue la propia benignidad la que invitó al Verbo de Dios, que moraba en las sublimidades del cielo, a bajar hasta nosotros, la misericordia lo arrastró, la fidelidad a su promesa de venir lo empujó, la pureza de un seno virginal lo recibió, salva la integridad de la Virgen, el poder lo edujo, la obediencia lo condujo por doquier, la paciencia lo armó, la caridad lo manifestó con palabras y milagros.

San Bernardo de Claraval
Sermón 2 en el día de Pentecostés (1-2: Opera onmia, Edit Cist t 5, 1968, 165-166)

viernes, 30 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Sé benigno con los hermanos desgraciados

Nunca faltan huéspedes y exilados; por todas partes pueden verse manos tendidas implorando una limosna. A éstos, el aire libre, bajo un cielo estrellado, les sirve de techo; los pórticos, las encrucijadas de los caminos y los rincones más apartados de las plazas les ofrecen cobijo. A imitación de lechuzas y búhos, se ocultan en las cavernas. Se cubren con vestidos andrajosos, desgastados y rotos. Los productos del campo son para ellos la bondad de aquellos que se compadecen de su miseria: su alimento es lo que lograren recaudar de las personas a quienes se acercan; su bebida es la misma de los seres irracionales, es decir, las fuentes; su vaso son las cuencas de las manos; su alforja es el mismo seno, mientras no esté totalmente roto, incapaz de cobijar las cosas que en él se echen. Su mesa son las rodillas juntas; su lecho, el suelo; su baño, el que Dios proporcionó a todos, construido sin intervención del humano ingenio: el río o el lago. Llevan una vida vagabunda y agreste, y no porque inicialmente optaron por este estilo de vida, sino porque las calamidades y la necesidad les han obligado a ello.

Tú que ayunas, proporciónales lo necesario para el sustento. Sé benigno con los hermanos desgraciados. Lo que sustraes al estómago, dáselo al que tiene hambre. Que el justo temor de Dios actúe de rasero igualitario. Mediante una modesta templanza, combina y modera dos tendencias entre sí contrarias: tu saciedad y el hambre del hermano. Que la razón abra a los pobres las puertas de los ricos. Que la prudencia deje expedito al necesitado el acceso al opulento. Que no sea el cálculo humano el que abastezca a los indigentes, sino sea más bien la palabra eterna de Dios la que les suministre casa, lecho y mesa. Con palabras rebosantes de dulzura y humanismo, suministra de tus bienes lo necesario para la vida. Que la muchedumbre de pobres y de enfermos encuentre en ti un seguro refugio. Que cada cual se cuide con toda diligencia de sus vecinos. No consientas que nadie se te anticipe en la solicitud, digna de recompensa, para con los allegados. Mira de no dejarte arrebatar el tesoro que te está reservado.

Abraza, como al oro, al hombre flagelado por la calamidad. Envuelve en tales cuidados la precaria salud del pobre, como si de ella dependiese tu bienestar, la salud de tu mujer, la de tus hijos, la de tus siervos, en una palabra, la salud de toda tu familia. Pues si es verdad que todos los pobres han de ser atendidos y ayudados, hemos de rodear de una especialísima atención a los enfermos. Pues el que es a la vez indigente y enfermo, está aquejado de una doble pobreza. En efecto, los pobres que poseen un cuerpo vigoroso, yendo de puerta en puerta, acabarán finalmente encontrando quien algo les dé. Además, se sitúan en los lugares concurridos, dirigiéndose a todos los transeúntes implorando ayuda. En cambio, los pobres que no gozan de buena salud, se hallan recluidos en un mísero tugurio, o incluso en un angosto ángulo del tugurio, como Daniel en el foso de los leones, y te esperan, cual otro Habacuc, a ti lleno de bondad, de preocupación y de amor hacia los pobres.

Por lo cual, hazte, mediante la limosna, colega del profeta; acude prestamente y sin ningún tipo de pereza a remediar al indigente. No temas, no padecerás merma en tus intereses. Pues de la limosna se deriva un variado y sustancioso provecho. Siembra el beneficio, para que puedas cosechar el fruto y llenar tu casa de buenas gavillas.

San Gregorio de Nisa
Homilía 1 sobre el amor a los pobres (PG 46, 458-459)

jueves, 29 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Muy a gusto hemos de presumir de nuestras debilidades, para que así resida en nosotros la fuerza de Dios

El Señor es el lote de mi heredad. Y ¿cuál es la heredad del Señor, sino aquella de que está escrito: Pídemelo: te daré en herencia las naciones? Pues los pecadores de las naciones creen en aquel que es capaz de absolver al culpable. Y si la gloria de los paganos no procede de los hombres, sino de Dios, también Cristo es rey de estos judíos. Porque ser judío no está en lo exterior, ni circuncisión es tampoco la exterior en el cuerpo. Entonces, ¿qué? ¿Es que no fueron muchos los que creyeron procedentes de aquella circuncisión? No cabe duda de que fueron muchos los que creyeron, pero una vez que, colocados en pie de igualdad con los paganos, reconocieron su condición de pecadores y de esta forma merecieron la misericordia, como nos enseña Pablo escribiendo a los Gálatas: Si tú, siendo judío, vives a lo gentil, ¿cómo fuerzas a los gentiles a las prácticas judías? Nosotros, judíos por naturaleza y no pecadores procedentes de la gentilidad, sabemos que ningún hombre se justifica por cumplir la ley. Por tanto, deseando ser ganado por Cristo tomó conciencia de su ser de pecador, puesto que Cristo vino a llamar no a los justificados, sino a los pecadores. Por esta razón, incluso los que creyeron procedentes de la circuncisión hecha por mano de hombres, creyeron después de haberse rebajado al nivel de la gentilidad pecadora, para ser todos la herencia de Cristo: y no de entre aquellos que piensan ser justificados en atención a sus propias obras, sino de entre aquellos que son justificados por la gratuita gracia de Dios.

Habiendo, pues, Dios salvado por su gracia a aquellos a quienes él dio en herencia, realmente el Señor es el lote de su heredad. El Hijo conservó el obsequio, para no proclamar que su herencia la adquirió él al precio de su sangre, sino que confiesa habérsela dado Dios, reconociendo que el Señor es el lote de su copa, esto es, de su pasión. Efectivamente, si es verdad que los gentiles fueron redimidos por la pasión del Señor, no debemos olvidar que la misma pasión de Cristo es obra de la voluntad del Padre, como lo atestigua el evangelio, cuando dice: Padre, pase de mí este cáliz. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres.

Por tanto, si consideras la voluntad del Señor, él mismo confesó diciendo: Si es posible, pase de mí este cáliz. Por consiguiente, incluso la redención de los paganos radica no en la voluntad del Hijo, sino en la voluntad del Padre. No se haga —dice— lo que yo quiero, sino lo que tú quieres. Esta es la razón por la que la misma gracia en virtud de la cual, y mediante su muerte, fueron redimidos los gentiles, el hijo no se la adjudica a sí mismo, sino al Padre. Por eso afirma que el Señor es el lote de su heredad y su copa.

Hemos, pues, de aceptar en este mundo la plebeyez, la infamia, la debilidad, la estulticia y otras cosas por el estilo, para llegar de este modo a la nobleza, a la gloria, a la fuerza, a la sabiduría. Cualidades todas que recibiremos cuando lleguemos allí donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Se nos siembra en miseria, para que resucitemos en gloria; se nos siembra en mortalidad, para que resucitemos en inmortalidad. Por lo cual, también nosotros y, con mucho gusto, hemos de presumir de nuestras debilidades, para que así resida en nosotros la fuerza de Dios. De momento, que el Padre esté a nuestra derecha, para que no vacilemos: más tarde vendrá a trasladarnos a su derecha, a las riquezas de nuestro Señor Jesucristo, de quien es la gloria. Amén.

San Hilario de Poitiers
Tratado sobre el salmo 15 (3.7.11: PL 9, 892.894.896.897)

miércoles, 28 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Judas quiso saber por qué Jesús se manifestaba a los discípulos y no al mundo

Con las preguntas formuladas por los discípulos y las respuestas dadas por Jesús, el Maestro, es como si nosotros aprendiéramos a la par de ellos cuando leemos o escuchamos el santo evangelio. Habiendo, pues, dicho el Señor: Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis, le dijo Judas —no el Iscariote—: «Señor, ¿qué ha sucedido para que te muestres a nosotros y no al mundo?» Considerémonos también nosotros del número de los discípulos que le interrogan, y escuchemos al Maestro común. Judas, el apóstol santo, no el inmundo, no el perseguidor, preguntó por qué motivo se había Jesús de manifestar a los suyos y no al mundo; por qué dentro de poco el mundo ya no lo vería, mientras que los discípulos sí le verían.

Respondió Jesús y les dijo: «El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Aquí se nos expone la razón por la que se manifestará a los suyos y no a los ajenos, comprendidos bajo la denominación de «mundo». La razón es que los primeros le aman, y los segundos, no. Es la misma razón invocada por el sagrado salmo: Hazme justicia, Señor, defiende mi causa contra la gente sin piedad. Los que lo aman, son elegidos precisamente porque lo aman; en cambio, los que no lo aman, aunque hablen las lenguas de los hombres y de los ángeles, no pasan de ser un metal que resuena o unos platillos que aturden; y aun cuando tuvieran el don de predicción y conocieran todos los secretos y todo el saber; aunque tuvieran fe como para mover montañas, no son nada; y aunque repartieran en limosnas todo lo que tienen y se dejaran quemar vivos, de nada les sirve.

El amor distingue del mundo a los santos, y hace que vivan armónicamente en una misma casa. Y en esta casa establecen el Padre y el Hijo su morada: ellos son los que ahora gratifican con la dilección a quienes, al final del mundo, les gratificarán con su misma manifestación. De esta manifestación interrogó el discípulo a su Maestro, de modo que no sólo los que entonces le escuchaban de viva voz, sino también nosotros que lo escuchamos por mediodel evangelio, pudiéramos conocer la respuesta del Maestro sobre este particular.

Judas centró su pregunta sobre el tema de la manifestación, y escuchó una respuesta que hablaba de amor y de inhabitación. Existe, pues, una cierta manifestación interior de Dios, absolutamente desconocida de los impíos, quienes no poseen ninguna manifestación de Dios Padre y del Espíritu Santo, por más que pudieran tenerla del Hijo, aunque sólo fuera en la carne. Pero una tal manifestación es muy diferente de aquella interior; de todas formas, y sea cual fuere esta manifestación, en ellos no puede ser permanente, sino por breve tiempo; y esto para condenación no para gozo; para tormento y no para premio.

San Agustín de Hipona
Tratado 76 sobre el evangelio de san Juan (1-2: CCL 36, 517-518)

martes, 27 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

No hubo tiempo alguno en que Dios no llamase a todos a la salvación

Nuestro Señor, movido por ese amor con que envuelve a los hombres, no dejó transcurrir tiempo alguno sin llamar a todos los hombres a la salvación. En ocasiones, sin embargo, decía reprendiendo con mayor dureza a los que descaradamente huían: ¿Puede un etíope cambiar de piel o una pantera de pelaje? Igual vosotros: ¿podéis enmendaron, habituados al mal? De hecho, el padre de todo pecado dominaba hasta tal punto al género humano, que eran realmente pocos los adoradores de Dios, persuadidos como estaban del deber de recordar al supremo legislador.

Así pues, como el pecado tiranizaba a todos los humanos y cual densa oscuridad cubría toda la tierra, los santos rogaban al Verbo de Dios que bajara a nosotros y, con su saludable luz, iluminara las mentes de todos. Claman pues, a él diciendo: Envía tu luz y tu verdad. Y efectivamente, nos fue enviada la luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo, esto es, el Verbo de Dios, Dios mismo, que habiendo asumido nuestra condición y engendrado por la Virgen santa, trajo la salvación al género humano, instaurando la antigua incorruptibilidad de la naturaleza, como lo afirma Pablo: Renovando para nosotros un nuevo camino, unió el cielo y la tierra, derribando con su cuerpo el muro que los separaba: el odio. Él ha abolido la ley con sus mandamientos y reglas.

Al mostrarnos, pues, Cristo, nuestro Salvador, benignamente un afecto tan personal y soportar la cruz por nuestra causa, fueron desatadas las cadenas de la muerte complicadas por multitud de nudos y fueron enjugadas las lágrimas de todos los rostros, como dice el profeta: Convertiré su tristeza en gozo. En cuanto al Salvador, se le acomoda perfectamente aquel dicho: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Habiendo, pues, proclamado tanto a los espíritus encarcelados como a los que estaban cautivos: «Salid», y a los que estaban en tinieblas: «Venid a la luz», él mismo resucitó su templo reconstruido en tres días, preparó además a la naturaleza una nueva ascensión a los cielos, ofreciéndose a sí mismo al Padre como primicias del género humano y otorgando a los que vivían en la tierra la comunicación del Espíritu Santo, cual prenda de la gracia.

San Cirilo de Alejandría
Homilía pascual 2 (8: PG 77, 447-450)

lunes, 26 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Aplastar bajo los pies a todos los prisioneros de la tierra

Tu tesoro es la fe, la piedad, la misericordia; tu tesoro es Cristo. No lo consideres terreno, esto es, como una criatura cualquiera, pues es el Señor de toda criatura. Maldito —dice— quien confía en el hombre; y sin embargo, la salvación me vino por medio de un hombre. Mira, no obstante, lo que dice el antiguo Testamento: hombre es, ¿quién lo entenderá? Pues bien, aquel hombre me perdonó todos los pecados no con poder humano, sino con potestad divina, pues era Dios encarnado en el Señor Jesús, reconciliando al mundo consigo y redimiéndolo de la culpa.

Nuestro precioso tesoro es la inteligencia. Si la inteligencia fuera terrena y frágil, acabará siendo consumida por la carcoma de la herejía y por la polilla de la impiedad. Elevemos, pues, y levantemos nuestros sentidos, ni juzguemos imposible que esta debilidad del cuerpo humano sea promovida al conocimiento de los celestes misterios, dado que el Señor Jesús, en quien estaban encerrados todos los tesoros del saber y del conocer, por su divina misericordia descendió a nosotros, para abrir lo que estaba cerrado, descubrir lo que estaba escondido, revelar lo que estaba oculto. Ven, pues, Señor Jesús, ábrenos también a nosotros la puerta de este profético discurso, pues para muchos está cerrada, aunque a primera vista se nos antoje abierta.

Dice: Tu palabra, Señor, es eterna, más estable que el cielo. Fíjate cómo debe también permanecer en ti, puesto que permanece y persevera en el cielo. Conserva, pues, la palabra de Dios, consérvala en tu corazón, y consérvala de modo que no se te olvide. Observa la ley del Señor, medítala; y que los decretos del Señor no se borren de tu corazón. La interpretación de la letra te urge a que lo observes con diligencia. Te lo urge el profeta cuando dice en los versículos siguientes: Si tu voluntad no fuera mi delicia, ya habría perecido en mi desgracia; jamás olvidaré sus decretos. Así pues, la meditación de la ley nos abre a la posibilidad de soportar y tolerar los momentos de tribulación, los momentos en que nos sentimos abatidos por la adversidad, de suerte que no nos dejemos hundir ni por la excesiva humillación ni por el desánimo. En realidad, el Señor no quiere que seamos abatidos por la humillación hasta la desesperación, sino hasta la corrección.

Por eso, el profeta Jeremías, en los Trenos, dice bajo esta misma letra: Aplastar bajo los pies a todos los prisioneros de la tierra, negar su derecho al pobre, en presencia del Altísimo, defraudar a alguien en un proceso: eso no lo aprueba el Señor. Y más abajo: De la boca del Altísimo no proceden las desventuras. Por tanto, la humillación que viene de Dios está llena de justicia, llena de equidad, pues de la boca del Señor no puede salir el mal. Finalmente, aquel que era humillado por el Señor exclama: Estando yo sin fuerzas me salvó.

San Ambrosio de Milán
Comentario sobre el salmo 118 (Sermón 12, 3-6: PL 15, 1361-1362)

domingo, 25 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

El vástago legítimo es el Verbo, coeterno siempre con Dios Padre

El profeta Jeremías, carísimos hermanos, descendiente de una familia sacerdotal, antes de formarse en el vientre fue conocido por el Señor, que llama a la existencia lo que no existe; antes de salir del seno materno fue consagrado, fue advertido de que debía permanecer virgen, y fue destinado a profetizar no sólo a los judíos, sino también a los paganos. Fue en su misión profética verídico; en sus exhortaciones a la penitencia dirigidas a los judíos, severo; en su llanto por los pecados del pueblo, piadoso; en la previsión de males futuros, agudo; en tolerar las adversidades, paciente y enérgico; en el trato con sus conciudadanos, apacible.

Pues bien, este tan santo varón, intuyendo el tiempo de la restauración humana y previendo —iluminado por el Espíritu Santo— la venida del Hijo de Dios, para consuelo del humano linaje, habla, inspirado por Dios, diciendo: Mirad que llegan días —oráculo del Señor— en que suscitaré a David un vástago legítimo; reinará como rey prudente, hará justicia y derecho en la tierra. Y lo llamarán con este nombre: «El Señor-nuestra-justicia».

El vástago legítimo es el Verbo, coeterno siempre con Dios Padre; en cambio, en el tiempo se encarnó de María, la Virgen, que desciende de la raíz de David. Y con razón se le llama también Vástago legítimo, de cuya justicia habla así el Profeta: El Señor es justo y ama la justicia, y los buenos verán su rostro. De él está escrito: Dios es un juez justo, fuerte y paciente. Lucha, pues, por librarnos de nuestros enemigos: es paciente aguantando lo que contra él hemos pecado.

Todos cuantos, por la fe en Cristo, son llamados hijos de Dios testimonian con asidua alabanza que él es el Rey de reyes y Señor de señores. Reinará, pues, como rey prudente, hará justicia y derecho en la tierra; pues en el juicio no despreciará al pobre, ni honrará al rico.

Por lo cual, nosotros, hermanos y señores míos, mientras vivimos todavía en el cuerpo, lavemos con lágrimas nuestros vicios y pecados; procuremos mejorar nuestra conducta; mostremos a nuestros prójimos una auténtica caridad; esforcémonos por cumplir sin fraude las promesas hechas a Dios; levantemos con gemidos nuestros corazones al mismo Hijo de Dios, que en su primera venida nos redimió y que en su segunda venida lo esperamos como juez de todos los hombres, a fin de que en aquella su terrible y gloriosísima venida no permita que perezcamos con los pecadores, sino merezcamos más bien oír de su boca, con los elegidos, aquella dulcísima voz: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Lo cual se digne concedernos el que con el mismo Padre y el Espíritu Santo, en Trinidad perfecta, vive y reina, Dios por todos los siglos de los siglos. Amén.

Beato Martín de León
Sermón 1 en el adviento del Señor (PL 208, 31-33.38)

sábado, 24 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Yo instruiré a mis profetas

Escucha, hijo mío, mis palabras, palabras suavísimas, que trascienden toda la ciencia de los filósofos y letrados de este mundo. Mis palabras son espíritu y son vida, y no se pueden ponderar partiendo del criterio humano.

No deben usarse con miras a satisfacer la vana complacencia, sino oírse en silencio, y han de recibirse con humildad y gran afecto del corazón. Y dije: Dichoso el hombre a quien tú educas, al que enseñas tu ley, dándole descanso tras los años duros; para que no viva desolado aquí en la tierra.

Yo —dice el Señor— instruí a los profetas desde antiguo, y no ceso de hablar a todos hasta hoy; pero muchos se hacen sordos a mi palabra y se endurecen en su corazón.

Los más oyen de mejor grado al mundo que a Dios, y más fácilmente siguen las apetencias de la carne que el beneplácito divino. Ofrece el mundo cosas temporales y efímeras, y, con todo, se le sirve con ardor. Yo prometo lo sumo y eterno, y los corazones de los hombres languidecen presa de la inercia. ¿Quién me sirve y obedece a mí con tanto empeño y diligencia como se sirve al mundo y a sus dueños?

Sonrójate, pues, siervo indolente y quejumbroso, de que aquéllos sean más solícitos para la perdición que tú para la vida. Más se gozan ellos en la vanidad que tú en la verdad. Y, ciertamente, a veces quedan fallidas sus esperanzas; en cambio, mi promesa a nadie engaña ni deja frustrado al que funda su confianza en mí. Yo daré lo que tengo prometido, lo que he dicho lo cumpliré. Pero a condición de que mi siervo se mantenga fiel hasta el fin.

Yo soy el remunerador de todos los buenos, así como el fuerte que somete a prueba a todos los que llevan una vida de intimidad conmigo. Graba mis palabras en tu corazón y medítalas una y otra vez con diligencia, porque tendrás gran necesidad de ellas en el momento de la tentación.

Lo que no entiendas cuando leas lo comprenderás el día de mi visita. Porque de dos medios suelo usar para visitar a mis elegidos: la tentación y la consolación.

Y dos lecciones les doy todos los días: una consiste en reprender sus vicios, otra en exhortarles a progresar en la adquisición de las virtudes. El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo juzgue en el último día.

Tomás de Kempis
Del libro de la Imitación de Cristo (Lib 3, cap 3)

viernes, 23 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

¿Quién es capaz de conocer el pensamiento de Dios?

Dios no consiente que los llamados a la conversión, a la redención y a la purificación de los pecados desconfíen de la gracia que nos viene de Cristo. Esto es lo que hicieron los israelitas. Porque, mientras Dios les invitaba a la conversión y al arrepentimiento, cuando se sentían compungidos y como lacerados por los remordimientos de la propia conciencia, en el momento en que se veían absolutamente incapaces de lavar las inmundicias de su viciosa conducta decían: Nuestros errores están dentro de nosotros y en ellos hemos nacido, ¿cómo, pues, seguir viviendo?

A lo cual responde Dios: Convertíos seriamente de vuestros caminos, casa de Israel, y vuestras injusticias no se traducirán en castigo para vosotros. Por consiguiente, cuando vosotros —dice— desconfiáis, mientras yo, que todo lo puedo, afirmo categóricamente: Os libraré de toda mancha y os haré inmunes a los delitos inveterados, reflexionad entonces quién soy yo y quiénes sois vosotros, pensad en la diferencia existente entre mis caminos y vuestros caminos, entre vuestros planes y mis planes, cuánta sea también la diferencia de las naturalezas. Pues vosotros sois hombres, yo soy Dios. Inmensa es, pues, la distancia, y las cosas de Dios no tienen punto referencial de comparación. Nos gana, efectivamente, en fortaleza, en gloria, en clemencia: nada existe en la naturaleza que pueda adecuarse a su excelencia o que pueda parecer que se le aproxima un tanto.

En efecto, los hombres están sujetos a la ira; pues bien, lo característico de la naturaleza divina, que a todas supera, es no dejarse dominar por la ira. El hombre es cruel y propenso a la maldad; en cambio Dios es bueno por naturaleza, más aún: es la mismísima bondad. Perdonará, pues, como Dios, y justificará al impío, echando en olvido los traspiés debidos a la ignorancia y borrando las máculas del error.

Añade también esto a la precedente consideración: antiguamente la multitud de los pueblos era ignorante y fácilmente eran los hombres arrastrados a todo género de torpezas y empujados a hacer cosas tales, que la lengua se resiste a decir. Pero después de que, impulsados por la fe, buscaron a Dios y lo invocaron, abandonando su anterior conducta y sus perversas maquinaciones, consiguieron la misericordia de Dios y se sintieron como transformados y trasladados a otra vida: se convirtieron en sabios en cuanto partícipes de la sabiduría, conocedores de toda cosa buena; sacudieron el yugo del prístino error, vencieron el pecado y en lo sucesivo se despojaron de su ánimo voluble e inconstante, y se hicieron con un ánimo firme y esforzado, pronto a ejecutar lo que es agradable a Dios. Por eso dice: cuando prometo todo esto, no desconfiéis, ni penséis que soy de ánimo voluble. Pues mis planes no son vuestros planes, ni mis caminos son vuestros caminos.

San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 5, t 2: PG 70, 1230-1231)

jueves, 22 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Sobre los grados de la contemplación

Vigilemos en pie, apoyándonos con todas nuestras fuerzas en la roca firmísima que es Cristo, como está escrito: Afianzó mis pies sobre roca, y aseguró mis pasos.

Apoyados y afianzados en esta forma, veamos qué nos dice y qué decimos a quien nos pone objeciones.

Amadísimos hermanos, éste es el primer grado de la contemplación: pensar constantemente qué es lo que quiere el Señor, qué es lo que le agrada, qué es lo que resulta aceptable en su presencia. Y, pues todos faltamos a menudo, y nuestro orgullo choca contra la rectitud de la voluntad del Señor, y no puede aceptarla ni ponerse de acuerdo con ella, humillémonos bajo la poderosa mano del Dios altísimo y esforcémonos en poner nuestra miseria a la vista de su misericordia, con estas palabras: Sáname, Señor, y quedaré sano; sálvame y quedaré a salvo. Y también aquellas otras: Señor, ten misericordia, sáname, porque he pecado contra ti.

Una vez que se ha purificado la mirada de nuestra alma con esas consideraciones, ya no nos ocupamos con amargura en nuestro propio espíritu, sino en el espíritu divino, y ello con gran deleite. Y ya no andamos pensando cuál sea la voluntad de Dios respecto a nosotros, sino cuál sea en sí misma.

Y, ya que la vida está en la voluntad del Señor, indudablemente lo más provechoso y útil para nosotros será lo que está en conformidad con la voluntad del Señor. Por eso, si nos proponemos de verdad conservar la vida de nuestra alma, hemos de poner también verdadero empeño en no apartarnos lo más mínimo de la voluntad divina.

Conforme vayamos avanzando en la vida espiritual, siguiendo los impulsos del Espíritu, que ahonda en lo más íntimo de Dios, pensemos en la dulzura del Señor, qué bueno es en sí mismo. Pidamos también, con el salmista, gozar de la dulzura del Señor, contemplando, no nuestro propio corazón, sino su templo, diciendo con el mismo salmista: Cuando mi alma se acongoja, te recuerdo.

En estos dos grados está todo el resumen de nuestra vida espiritual: Que la propia consideración ponga inquietud y tristeza en nuestra alma, para conducirnos a la salvación, y que nos hallemos como en nuestro elemento en la consideración divina, para lograr el verdadero consuelo en el gozo del Espíritu Santo. Por el primero, nos fundaremos en el santo temor y en la verdadera humildad; por el segundo, nos abriremos a la esperanza y al amor.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Me pondré de centinela para escuchar lo que me dice

Leemos en el Evangelio que en cierta ocasión, al predicar el Salvador y al exhortar a sus discípulos a participar de su pasión comiendo sacramentalmente su carne, hubo quienes dijeron: Este modo de hablar es duro. Y dejaron ya de ir con él. Preguntados los demás discípulos si también ellos querían marcharse, respondieron: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna.

Lo mismo os digo yo, queridos hermanos. Hasta ahora, para algunos es evidente que las palabras que dice Cristo son espíritu y son vida, y por eso lo siguen. A otros, en cambio, les parecen inaceptables y tratan de buscar al margen de él un mezquino consuelo. Está llamando la sabiduría por las plazas, en el espacioso camino que lleva a la perdición, para apartar de él a los que por él caminan.

Finalmente, dice: Durante cuarenta años aquella generación me asqueó, y dije: «Es un pueblo de corazón extraviado». Y en otro salmo se lee: Dios ha hablado una vez. Es cierto: una sola vez. Porque siempre está hablando, ya que su palabra es una sola, sin interrupción, constante, eterna.

Esta voz hace reflexionar a los pecadores. Acusa los desvíos del corazón: y en él vive, y dentro de él habla. Está realizando, efectivamente, lo que manifestó por el profeta, cuando decía: Hablad al corazón de Jerusalén.

Ved, queridos hermanos, qué provechosamente nos advierte el salmista que, si escuchamos hoy su voz, no endurezcamos nuestros corazones. Casi idénticas palabras encontramos en el Evangelio y en el salmista. El Señor nos dice en el Evangelio: Mis ovejas escuchan mi voz. Y el santo David dice en el salmo: Su pueblo (evidentemente el del Señor), el rebaño que él guía, ojalá escuchéis hoy su voz: "No endurezcáis el corazón".

Escucha, finalmente, las palabras del profeta Habacuc. No usa de eufemismos, sino de expresiones claras, pero que expresan solicitud, para dirigirse a su pueblo: Me pondré de centinela, en pie vigilaré, velaré para escuchar lo que me dice, qué responde a mis quejas. También nosotros, queridos hermanos, pongámonos de centinela, porque es tiempo de lucha.

Adentrémonos en lo íntimo del corazón, donde vive Cristo. Permanezcamos en la sensatez, en la prudencia, sin poner la confianza en nosotros, fiándonos de nuestra débil guardia.

San Bernardo de Claraval
Sermón 5 sobre diversas materias (1-4)

martes, 20 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Amemos el camino angosto y trillado que conduce a la verdadera vida

Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos. Y no solamente está cerca, sino que está dentro de nosotros. El reino de los cielos—vuelve a decir el Señor—está dentro de vosotros. Y no solamente está dentro de nosotros, sino que incluso no mucho después manifiesta su verdad destruyendo todo principado, potestad y fuerza, opuesta solamente a aquellos que viven según Dios y se conducen piadosamente aquí en la tierra. Así pues, cuando el reino de los cielos se proclama cercano es que todavía no esta dentro de nosotros; pero poco después hace acto de presencia, invitándonos a hacernos dignos de él mediante obras de penitencia, a hacernos violencia en orden a amputar las depravadas costumbres y los incalificables comportamientos, ya que el reino de los cielos hace fuerza y los esforzados se apoderan de él.

Emulemos la paciencia, la humildad y la misma fe de nuestros santos padres: Fijaos en el desenlace de su vida e imitad su fe. Demos muerte a todo lo terreno que hay en nosotros. Porque si, con honda preocupación, la gracia del espíritu nos puso al corriente del futuro y horrible juicio de Dios, si a continuación sacó a relucir el exilio de Adán, si finalmente nos hizo patente una solidísima fe, fue para que temiendo aquél y deplorando ésta, no pactemos con el desenfreno, ni, cediendo a un apetito insaciable, abramos las puertas a todos los vicios o nos hagamos cómplices del desorden, y hasta merodeemos por plazas y mercados. Antes bien amemos el camino angosto y trillado que conduce a la verdadera vida, cuyo principio y primer hito es el ayuno.

Ahora bien, si toda la vida del hombre es momento oportuno para conseguir la salvación, ¡cuánto más el tiempo de ayuno! Por eso, Cristo, príncipe y caudillo de nuestra salvación, comenzó su vida con un ayuno, y mientras ayunaba, venció y cubrió de ignominia al diablo, artífice de vicios que le arremetió con toda su batería. Pues así como la ausencia de templanza en la mesa, al subvertir las virtudes, se constituye en madre de la perturbación, al borrar las manchas de la incontinencia, se constituye en madre de la tranquilidad. Pues bien, si cuando el alma está aún libre de vicios, la intemperancia la trae y la lleva, ¿cómo no se crecerá y se robustecerá una vez el alma sea presa de los vicios, lo mismo que, si la intemperancia decrece, será barrida por el ayuno? En realidad, ayuno y templanza son dos realidades íntimamente ligadas entre sí, si bien la segunda sobrepuja a veces a los que se conducen con cautela.

Gregorio de Palamás
Homilía 10 (PG 151, 111-114)

lunes, 19 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Los santos profetas se han convertido en ojos para nosotros

Los profetas se han convertido en ojos para nosotros, porque previeron en la fe el misterio del Verbo. Si anunciaron a su posteridad las cosas futuras, a nosotros, sin embargo, no sólo nos anunciaron lo que ya había sucedido —como si hubieran sido profetas únicamente en función de una sola generación—, sino que también a nosotros nos anunciaron cosas que habían todavía de suceder en beneficio de todos. Debía, en efecto, ser llamado profeta quien realmente era profeta.

Todos estos hombres, fortalecidos con el espíritu de profecía y dignamente honrados por la misma palabra de Dios, algunos de ellos unidos como las cuerdas de una cítara tocada por el plectro, nos anunciaban lo que Dios quería. Pues no profetizaron nada por propio impulso, con el propósito de engañarte. Ni predicaban lo que querían, sino que, primeramente y mediante la palabra, llegaban a una recta inteligencia, y después, a través de visiones, se les enseñaba a ser mejores. De esta forma, cuando recibían el mandato, expresaban correctamente la revelación que sólo a ellos les hacía Dios. De otra suerte, ¿cómo hubieran podido profetizar como profetas?

Lo que del futuro preveían bajo el impulso del Espíritu nos lo anunciaban a nosotros; y ciertamente no se limitaban a decir cosas relativas al pasado, cosas que todo el mundo podía ver, sino que realmente nos anunciaron el futuro. Por esta razón fueron considerados como profetas. También por esta razón, ya desde el principio, los profetas fueron llamados «previdentes». Instruidos por los que de entre ellos han hablado correctamente, también nosotros predicamos. Y no es que, basados en nuestra propia sabiduría, nos lancemos a difundir cosas nuevas, sino que las palabras que desde el principio fueron pronunciadas y escritas, nosotros las recibimos en la plenitud de los tiempos y las ilustramos en beneficio de aquellos a quienes les fue dado creer rectamente, a fin de que a ambos sirvan de común utilidad: a aquellos que son atentos les manifestamos correctamente las cosas futuras, y a aquellos que presten oído a nuestras palabras les manifestaremos la fuerza de los dichos proféticos.

San Hipólito de Roma
Tratado sobre el fin de los tiempos (2, 55)

domingo, 18 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Este día os trajo el comienzo de toda gracia

Escucha, hijo: voy a exponerte la razón por la cual se nos ha transmitido el mandato de guardar el día del Señor y abstenernos de trabajar. Cuando el Señor confió el misterio a sus discípulos, tomando el pan lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: Tomad, comed: esto es mi cuerpo, que se parte por vosotros para el perdón de los pecados. Del mismo modo les dio la copa, diciendo: Bebed todos: ésta es mi sangre, sangre de la nueva alianza, que se derrama por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados. Haced esto —dice-- en conmemoración mía.

Así pues, el sagrado día del Domingo es la conmemoración del Señor. Por eso se le llama Domingo, como principio de los días. Pues con anterioridad a la pasión del Señor no se le llamaba Domingo, sino día primero. En este día el Señor dio comienzo a las primicias de la resurrección o creación del mundo; en este mismo día donó al mundo las primicias de la resurrección; en este día —como acabamos de decir— nos mandó, asimismo, celebrar los sagrados misterios. Por tanto, este día nos trajo el comienzo de toda gracia: el comienzo de la creación del mundo, el comienzo de la resurrección, el comienzo de la semana. Al comprender este día tres comienzos, nos muestra a un mismo tiempo el primado de la santísima Trinidad.

No por otra razón observamos el Domingo, sino para introducir una pausa en el trabajo y dedicarnos a la oración. Si pues, interrumpiendo el trabajo, no acudes a la iglesia, no sacas ganancia alguna; más aún, te has perjudicado, y no poco, a ti mismo. Muchos son los que esperan el domingo, pero no todos con idéntico motivo. Los que temen al Señor, esperan el domingo para elevar a Dios sus plegarias y recrearse con el cuerpo y sangre preciosos; los apáticos y negligentes esperan el domingo para no trabajar y entregarse a una conducta incalificable.

¿Qué es lo que contemplan los que van a la iglesia? Te lo voy a decir: a Cristo, el Señor, yacente sobre la mesa sagrada, el himno santo de los serafines cantado tres veces, la presencia y la venida del Espíritu Santo, al profeta y rey David entonando salmos, al bendito Apóstol inculcando su doctrina en el ánimo de todos, el himno angélico y el asiduo aleluya, las voces evangélicas, las admoniciones del Señor, la instrucción y exhortación de los venerables obispos y presbíteros: todo cosas espirituales, todo cosas celestiales, todo cosas que nos procuran la salvación y el reino de los cielos. Esto es lo que escucha, esto es lo que contempla todo el que va a la iglesia.

Porque este día se te ha dado para la oración y el descanso: Este es, pues, el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo; y al que, en este día, resucitó démosle gloria juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

San Eusebio de Alejandría
Sermón 6 (1.3.6: PG 86, 415-418.422)

martes, 13 de octubre de 2015

El que tenga sed que venga a mí y que beba

Amadísimos hermanos, escuchad nuestras palabras, pues vais a oír algo realmente necesario; y mitigad la sed de vuestra alma con el caudal de la fuente divina, de la que ahora pretendemos hablaros. Pero no la apaguéis del todo: bebed, pero no intentéis saciaros completamente. La fuente viva, la fuente de la vida nos invita ya a ir a él, diciéndonos: El que tenga sed que venga a mí y que beba.

Tratad de entender qué es lo que vais a beber. Que os lo diga Jeremías. Mejor dicho, que os lo diga el que es la misma fuente: Me abandonaron a mí, fuente de agua viva —oráculo del Señor—. Así, pues, nuestro Señor Jesucristo en persona es la fuente de la vida. Por eso, nos invita a ir a él, que es la fuente, para beberlo. Lo bebe quien lo ama, lo bebe quien trata de saciarse de la palabra de Dios. El que tiene suficiente amor también tiene suficiente deseo. Lo bebe quien se inflama en el amor de la sabiduría.

Observad de dónde brota esa fuente. Precisamente de donde nos viene el pan. Porque uno mismo es el pan y la fuente: el Hijo único, nuestro Dios y Señor Jesucristo, de quien siempre hemos de tener hambre. Aunque lo comamos por el amor, aunque lo vayamos devorando por el deseo, tenemos que seguir con ganas de él, como hambrientos. Vayamos a él, como a fuente, y bebamos, tratando de excedernos siempre en el amor; bebamos llenos de deseo y gocemos de la suavidad de su dulzura.

Porque el Señor es bueno y suave; y, por más que lo bebamos y lo comamos, siempre seguiremos teniendo hambre y sed de él, porque esta nuestra comida y bebida no puede acabar nunca de comerse y beberse; aunque se coma, no se termina, aunque se beba, no se agota, porque este nuestro pan es eterno y esta nuestra fuente esperenne y esta nuestra fuente es dulce. Por eso, dice el profeta:

Sedientos todos, acudid por agua. Porque esta fuente es para los que tienen sed, no para los que ya la han apagado. Y, por eso, llama a los que tienen sed, aquellos mismos que en otro lugar proclama dichosos, aquellos que nunca se sacian de beber, sino que, cuanto más beben, más sed tienen.

Con razón, pues, hermanos, hemos de anhelar, buscar y amar a aquel que es la Palabra de Dios en el cielo, la fuente de la sabiduría, en quien, como dice el Apóstol, están encerrados todos los tesoros del saber y el conocer, tesoros que Dios brinda a los que tienen sed.

Si tienes sed, bebe de la fuente de la vida; si tienes hambre, come el pan de la vida. Dichosos los que tienen hambre de este pan y sed de esta fuente; nunca dejan de comer y beber y siempre siguen deseando comer y beber. Tiene que ser muy apetecible lo que nunca se deja de comer y beber, siempre se apetece y se anhela, siempre se gusta y siempre se desea; por eso, dice el rey profeta: Gustad y ved qué dulce, qué bueno es el Señor.

San Columbano
Instrucción 13 sobre Cristo, fuente de vida (1-2: Opera, Dublín 1957.pp. 116-118)

lunes, 12 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Dios prefirió que la salvación del hombre viniese por el camino de la fe, más que por el de las obras

Mira: yo pongo mis palabras en tu boca, hoy te establezco sobre pueblos y reyes, para arrancar y arrasar, para destruir y demoler, para edificar y plantar. Pues si bien Dios habló en distintas ocasiones por los profetas, no obstante ¿por quién habló más claramente que por su Hijo, el cual, expresando todo el poder del Padre, dijo: Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado? Por tanto, no fue Jeremías —que padeció el destierro durante la cautividad—, sino el Señor Jesús quien, con sus palabras, erradicó de lo más íntimo del corazón los vicios de los gentiles, destruyó la perfidia de los pueblos y las perversas maquinaciones de los malvados, y abolió toda huella de iniquidad. Seguidamente, infundió la fe y la disciplina de la continencia, para evitar que, como en una vasija corrompida, se echara a perder la santidad de las virtudes con el confusionismo de los vicios.

Por eso, bellamente te dice el Apóstol: Pero la muerte reinó desde Adán hasta Moisés. ¿Qué otra cosa representa Moisés sino la ley, puesto que él es el intérprete de la ley? Pero el fin de la ley es Cristo Jesús. Así pues, reinó el pecado en el mundo y, en el pecado, la muerte, cual cruel e intolerable castigo del pecado.

Moisés, es verdad, nos enseñó a levantar las manos hacia el Señor, instituyendo el culto religioso. Pero la ayuda de la ley hubiera sido aún insuficiente, de no venir a la tierra Jesús en persona a cargar con nuestras enfermedades, el único que no podía ser abrumado por nuestros pecados, ni nuestras faltas eran capaces de abatir las manos de aquel que se rebajó incluso a la muerte, y una muerte de cruz, en la cual, extendiendo las manos, mantuvo en pie al orbe entero que estaba a punto de perecer, levantó a los que yacían, y se granjeó la confianza de todas las gentes, diciendo al hombre: Hoy estarás conmigo en el Paraíso. En esto consiste, pues, arrasar y plantar: desarraigar lo vicioso y plantar en el corazón de los individuos lo mejor. Hermosamente dice de él Moisés en el cántico del Éxodo: Lo introduces y lo plantas en el monte de tu heredad, lugar del que hiciste tu trono, pidiendo al Señor que introduzca a su pueblo en aquel vivero de preclara virtud y sabiduría, para radicarlo en su obra e instruirlo en las disciplinas de los preceptos celestiales, preparándose de esta forma una morada para su santidad. Todo esto, el Señor tiene a bien concedérnoslo no en virtud de un derecho hereditario, ni en atención a nuestros méritos, sino por sola su gracia. ¿Cómo si no podríamos regresar allí donde no pudimos permanecer, a no ser sostenidos por el privilegio de la redención eterna?

Por lo cual, nuestros padres, en cuanto descendientes directos y herederos de los patriarcas, plantados en la tierra de la promesa, se cuidaron muy bien de atribuirlo a sus propios méritos. Por eso no fue Moisés quien los introdujo, para que no se adjudicase este hecho a la ley, sino a la gracia; pues la ley examina los méritos, mientras que la gracia considera la fe. Esta es la razón por la que el Apóstol, imitador de la fe de los padres, dice claramente: El que planta no significa nada ni el que riega tampoco; cuenta el que hace crecer, o sea, Dios.

Ni te inquietes porque más arriba dijo: Tú mismo con tu mano desposeíste a los gentiles y los plantaste a ellos. De donde puedes deducir que no todo el que planta o riega puede hacer crecer; en cambio, quien es capaz de hacer crecer puede también plantar, como se dice del Señor que ha plantado a los pueblos. Efectivamente, plantó el mismo que dio fecundidad a la plantación, si bien sólo en aquellos que, mediante la fe de Cristo, merecieron agradar al Señor. Únicamente a él le dice Dios Padre: Tú eres mi Hijo, mi preferido. Por consiguiente, quienes son partícipes de Cristo, de él obtienen la gracia de agradar a Dios. Y bellamente dice: Te agradó en ellos, para que se vea observada la debida distancia. Y con razón se complace Dios en el Hijo, pues es igual al Padre y en nada inferior a él, pues se complace en razón de la naturaleza divina y de la unidad de sustancia.

Cristo agradó en nosotros a Dios, por ser él quien nos otorgó la posibilidad de agradarle. Conviene realmente que agrade a Dios en aquellos que él hizo a su semejanza y que él quiso que, por su imagen, gozaran de la prerrogativa de la gracia celestial. Así pues, Dios se complace en su imagen; en cambio, Cristo agrada a Dios en aquellos que fueron creados a su imagen. En ellos Dios derrama sus regalos y sus dones, que serán desvelados cuando llegue lo perfecto, pues cuando se manifieste lo que seremos, nos asemejaremos a él. Por tanto, la salvación se le confiere al hombre no en razón de sus obras, sino en virtud del mandato divino. Pues Dios prefirió que la salvación del hombre viniese por el camino de la fe, más que por el de las obras, para que nadie se gloríe en sus acciones e incurra en pecado. Porque quien se gloría en el Señor, consigue el fruto de la piedad y evita el pecado de presunción.

San Ambrosio de Milán
Comentario sobre el salmo 43 (10-14: CSEL 64, 268-272)

domingo, 11 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

El resto de Israel pastará y se tenderá sin sobresaltos

Yo soy el buen Pastor. Es evidente que el oficio de pastor compete a Cristo, pues, de la misma manera que el rebaño es guiado y alimentado por el pastor, así Cristo alimenta a los fieles espiritualmente y también con su cuerpo y su sangre. Andabais descarriados como ovejas —dice el Apóstol—, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras vidas.

Pero ya que Cristo, por una parte, afirma que el pastor entra por la puerta y, en otro lugar, dice que él es la puerta, y aquí añade que él es el pastor, debe concluirse, de todo ello, que Cristo entra por sí mismo. Y es cierto que Cristo entra por sí mismo, pues él se manifiesta a sí mismo, y por sí mismo conoce al Padre. Nosotros, en cambio, entramos por él, pues por él alcanzamos la felicidad.

Pero, fíjate bien: nadie que no sea él es puerta, porque nadie sino él es luz verdadera, a no ser por participación: No era él —es decir, Juan Bautista— la luz, sino testigo de la luz. De Cristo, en cambio, se dice: Era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Por ello, de nadie puede decirse que sea puerta; esta cualidad Cristo se la reservó para sí; el oficio, en cambio, de pastor lo dio también a otros y quiso que lo tuvieran sus miembros: por ello, Pedro fue pastor, y pastores fueron también los otros apóstoles, y son pastores todos los buenos obispos. Os daré —dice la Escritura— pastores a mi gusto. Pero, aunque los prelados de la Iglesia, que también son hijos, sean todos llamados pastores, sin embargo, el Señor dice en singular: Yo soy el buen Pastor; con ello quiere estimularlos a la caridad, insinuándoles que nadie puede ser buen pastor, si no llega a ser una sola cosa con Cristo por la caridad y se convierte en miembro del verdadero pastor.

El deber del buen pastor es la caridad; por eso dice: El buen pastor da la vida por las ovejas. Conviene, pues, distinguir entre el buen pastor y el mal pastor: el buen pastor es aquel que busca el bien de sus ovejas, en cambio, el mal pastor es el que persigue su propio bien.

A los pastores que apacientan rebaños de ovejas no se les exige exponer su propia vida a la muerte por el bien de su rebaño, pero, en cambio, el pastor espiritual sí que debe renunciar a su vida corporal ante el peligro de sus ovejas, porque la salvación espiritual del rebaño es de más precio que la vida corporal del pastor. Es esto precisamente lo que afirma el Señor: El buen pastor da la vida —la vida del cuerpo— por las ovejas, es decir, por las que son suyas por razón de su autoridad y de su amor. Ambas cosas se requieren: que las ovejas le pertenezcan y que las ame, pues lo primero sin lo segundo no sería suficiente.

De este proceder Cristo nos dio ejemplo: Si Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos.

Santo Tomás de Aquino
Comentario sobre el evangelio de san Juan (Cap 10, lección 3)

sábado, 10 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

La esperanza de la tierra nueva

No conocemos ni el tiempo de la nueva tierra y de la nueva humanidad, ni el modo en que el universo se transformará. Se termina ciertamente la representación de este mundo, deformado por el pecado, pero sabemos que Dios prepara una nueva morada y una nueva tierra, en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y sobrepasará todos los deseos de paz que brotan en el corazón del hombre. Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que se había sembrado débil y corruptible se vestirá de incorrupción y, permaneciendo la caridad y sus frutos, toda la creación, que Dios creó por el hombre, se verá libre de la esclavitud de la vanidad.

Aunque se nos advierta que de nada le vale al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo, sin embargo, la esperanza de la tierra nueva no debe debilitar, al contrario, debe excitar la solicitud de perfeccionar esta tierra, en la que crece el cuerpo de la nueva humanidad, que ya presenta las esbozadas líneas de lo que será el siglo futuro. Por eso, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Dios, con todo, el primero, por lo que puede contribuir a una mejor ordenación de la humana sociedad, interesa mucho al bien del reino de Dios.

Los bienes que proceden de la dignidad humana, de la comunión fraterna y de la libertad, bienes que son un producto de nuestra naturaleza y de nuestro trabajo, una vez que, en el Espíritu del Señor y según su mandato, los hayamos propagado en la tierra, los volveremos a encontrar limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo devuelva a su Padre un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz. En la tierra este reino está ya presente de una manera misteriosa, pero se completará con la llegada del Señor.

Constitución pastoral Gaudium et spes
Concilio Vaticano II (Núm. 39)

viernes, 9 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Volved a mí, dice el Señor

Nosotros, amadísimos hermanos, que somos filósofos no de palabra sino con los hechos, que a la apariencia preferimos la verdad de la sabiduría, que hemos conocido el profundo sentido de la virtud más que su ostentación, que no hablamos de cosas sublimes sino que las vivimos, cual siervos y adoradores de Dios, debemos dar pruebas, mediante obsequios espirituales, de la paciencia que hemos aprendido del. magisterio celestial.

Porque esta virtud nos es común con Dios. De aquí arranca la paciencia, de aquí toma su origen, su esplendor y su dignidad. El origen y la grandeza de la paciencia tiene a Dios por autor. Digna cosa de ser amada por el hombre es la que tiene gran precio para Dios: la majestad divina recomienda el bien que ella misma ama. Si Dios es nuestro Señor y nuestro Padre, imitemos la paciencia a la vez del Señor y del Padre, pues es bueno que los siervos sean obsequiosos y que los hijos no sean degenerados.

Cuál y cuán grande no será la paciencia de Dios que, soportando con infinita tolerancia los templos profanos, los ídolos terrenos y los santuarios sacrilegos erigidos por los hombres como un ultraje a su majestad y a su honor, hace nacer el día y brillar la luz del sol lo mismo sobre los buenos que sobre los malos, y, cuando con la lluvia empapa la tierra, nadie queda excluido de sus beneficios, sino que manda indistintamente las lluvias lo mismo sobre los justos que sobre los injustos. Y aun cuando es provocado por frecuentes o, mejor, continuas ofensas, refrena su indignación y espera pacientemente el día de la retribución establecido de una vez para siempre; y estando en su mano el vengarse, prefiere escudarse largo tiempo en la paciencia, aguantando benignamente y dando largas, en la eventualidad de que la malicia, largamente prolongada, acabe finalmente cambiando, y el hombre, después de haber sido el juguete del error y del crimen, si bien tarde, se convierta al Señor, escuchando la admonición del Señor que dice: No quiero la muerte del malvado, sino que cambie de conducta y viva. Y de nuevo: Volved a mí, dice el Señor, volved al Señor, vuestro Dios, porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad, y se arrepiente de las amenazas.

San Cipriano de Cartago
Sobre los bienes de la paciencia (3-4: CSEL 3, 398-399)

jueves, 8 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Cristo reconcilió el mundo con Dios por su propia sangre

Cristo, que reconcilió el mundo con Dios, personalmente no tuvo necesidad de reconciliación. El, que no tuvo ni sombra de pecado, no podía expiar pecados propios. Y así, cuando le•pidieron los judíos la didracma del tributo que, según la ley, se tenía que pagar por el pecado, preguntó a Pedro: «¿Qué te parece, Simón? Los reyes del mundo, ¿a quién le cobran impuestos y tasas, a sus hijos o a los extraños?» Contestó: «A los extraños». Jesús le dijo: «Entonces, los hijos están exentos. Sin embargo, para no escandalizarlos, ve al lago, echa el anzuelo, coge el primer pez que pique, ábrele la boca y encontrarás una moneda de plata. Cógela y págales por mí y por ti».

Dio a entender con esto que él no estaba obligado a pagar para expiar pecados propios; porque no era esclavo del pecado, sino que, siendo como era Hijo de Dios, estaba exento de toda culpa. Pues el Hijo libera, pero el esclavo está sujeto al pecado. Por tanto, goza de perfecta libertad y no tiene por qué dar ningún precio en rescate de sí mismo. En cambio, el precio de su sangre es más que suficiente para satisfacer por los pecados de todo el mundo. El que nada debe está en perfectas condiciones para satisfacer por los demás.

Pero aún hay más. No sólo Cristo no necesita rescate ni propiciación por el pecado, sino que esto mismo lo podemos decir de cualquier hombre, en cuanto que ninguno de ellos tiene que expiar por sí mismo, ya que Cristo es propiciación de todos los pecados, y él mismo es el rescate de todos los hombres.

¿Quién es capaz de redimirse con su propia sangre, después que Cristo ha derramado la suya por la redención de todos? ¿Qué sangre puede compararse con la de Cristo? ¿O hay algún ser humano que pueda dar una satisfacción mayor que la que personalmente ofreció Cristo, el único que puede reconciliar el mundo con Dios por su propia sangre? ¿Hay alguna víctima más excelente? ¿Hay algún sacrificio de más valor? ¿Hay algún abogado más eficaz que el mismo que se ha hecho propiciación por nuestros pecados y dio su vida por nuestro rescate?

No hace falta, pues, propiciación o rescate para cada uno, porque el precio de todos es la sangre de Cristo. Con ella nos redimió nuestro Señor Jesucristo, el único que de hecho nos reconcilió con el Padre. Y llevó una vida trabajosa hasta el fin, porque tomó sobre sí nuestros trabajos. Y así decía: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré.

San Ambrosio de Milán
Comentario sobre el salmo 48 (14-15: CSEL 64, 368-370)

miércoles, 7 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Me casaré contigo en misericordia y en fidelidad

Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Y añade: Y escuché una voz potente que decía desde el trono: «Esta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos». ¿Para qué? Pienso que para adquirirse una esposa de entre los hombres. ¡Cosa admirable! Venía a la esposa y no venía sin la esposa. Buscaba a la esposa y la esposa estaba con él. ¿No serán dos? En absoluto. Una sola —dice— es mi paloma. Sino que así como de los diversos rebaños de ovejas quiso hacer uno solo, de modo que haya un solo rebaño y un solo pastor, así también aunque tenía unida a sí como esposa desde el principio a la multitud de los ángeles, tuvo a bien convocar asimismo de entre los hombres a la Iglesia y unirla a la Iglesia del cielo, a fin de que haya una sola esposa y un solo esposo.

Tienes, pues, que ambos descienden del cielo: Jesús, el esposo, y la esposa, Jerusalén. Y él, precisamente para que pudiéramos verlo, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Pero ella, ¿en qué forma o aspecto, en qué atavío pensamos que la vio descender aquél que la vio? ¿Quizá en la muchedumbre de ángeles, que vio subir y bajar sobre el Hijo del hombre?

Sin embargo, será más correcto decir que vio a la esposa en el momento mismo en que contempló a la Palabra hecha carne, reconociendo a los dos en una sola carne. Porque cuando aquel divino Emmanuel trajo a la tierra el magisterio de la doctrina celestial, cuando en Cristo y por su medio nos fue revelada una cierta imagen visible de la Jerusalén de arriba, que es nuestra madre, y una visión de su dechado de belleza, ¿qué hemos contemplado sino a la esposa en el esposo, admirando al único e idéntico Señor de la gloria: al esposo ornado con la corona y a la esposa adornada con su joyas?

Así pues, el que bajó es el mismo que subió, para que nadie suba al cielo, sino el que bajó del cielo, el único y mismo Señor, esposo en la cabeza y esposa en el cuerpo. Y no en vano apareció en la tierra el hombre celestial, ya que de los terrenos hizo muchos hombres celestes, semejantes a él, para que se cumpla lo que leemos: Igual que el celestial son los hombres celestiales.

Desde entonces se vive en la tierra según el modelo del cielo, mientras a semejanza de aquella soberana y dichosa criatura, también ésta que vino desde los confines de la tierra, para escuchar la sabiduría de Salomón, se una —aunque con amor casto— al varón celestial, y si bien todavía no se una, como aquélla, movida por la belleza, no obstante está desposada en fidelidad, según la promesa de Dios que dice por boca del profeta: Me casaré contigo en misericordia y compasión, me casaré contigo en fidelidad. En consecuencia, se esfuerza más y más por adaptarse al modelo que le viene dado del cielo, aprendiendo a padecer y a compadecer, aprendiendo finalmente a ser mansa y humilde de corazón. Por eso, con un comportamiento tal procura agradar, aunque ausente, a aquel a quien los ángeles ansían contemplar, para que mientras arde en deseos angélicos, se comporte como ciudadana del pueblo de Dios y miembro de la familia de Dios, se comporte como la amada, se comporte como la esposa.

San Bernardo de Claraval
Sermón 27 sobre el Cantar de los Cantares (4.6-7)

martes, 6 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Vamos a subir al monte del Señor

Lo que habíamos oído lo hemos visto. ¡Oh bienaventurada Iglesia! En un tiempo oíste, en otro viste. Oíste en el tiempo de las promesas, viste en el tiempo de su realización; oíste en el tiempo de las profecías, viste en el tiempo del Evangelio. En efecto, todo lo que ahora se cumple había sido antes profetizado. Levanta, pues, tus ojos y esparce tu mirada por todo el mundo; contempla la heredad del Señor difundida ya hasta los confines del orbe; ve cómo se ha cumplido ya aquella predicción: Que se postren ante él todos los reyes, y que todos los pueblos le sirvan. Y aquella otra: Elévate sobre el cielo, Dios mío, y llene la tierra tu gloria. Mira a aquel cuyas manos y pies fueron traspasados por los clavos, cuyos huesos pudieron contarse cuando pendía en la cruz, cuyas vestiduras fueron sorteadas; mira cómo reina ahora el mismo que ellos vieron pendiente de la cruz. Ve cómo se cumplen aquellas palabras: Lo recordarán y volverán al Señor hasta de los confines del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los pueblos. Y, viendo esto, exclamó lleno de gozo: Lo que habíamos oído lo hemos visto.

Con razón se aplican a la Iglesia llamada de entre los gentiles las palabras del salmo: Escucha, hija, mira: olvida tu pueblo y la casa paterna. Escucha y mira: primero escuchas lo que no ves, luego verás lo que escuchaste. Un pueblo extraño —dice otro salmo— fue mi vasallo; me escuchaban y me obedecían. Si obedecían porque escuchaban es señal de que no veían. ¿Y cómo hay que entender aquellas palabras: Verán algo que no les ha sido anunciado y entenderán sin haber oído? Aquellos a los que no habían sido enviados los profetas, los que anteriormente no pudieron oírlos, luego, cuando los oyeron, los entendieron y se llenaron de admiración. Aquellos otros, en cambio, a los que habían sido enviados, aunque tenían sus palabras por escrito, se quedaron en ayunas de su significado y, aunque tenían las tablas de la ley, no poseyeron la heredad. Pero nosotros, lo que habíamos oído lo hemos visto.

En la ciudad del Señor de los ejércitos, en la ciudad de nuestro Dios. Aquí es donde hemos oído y visto. Dios la ha fundado para siempre. No se engrían los que dicen: El Mesías está aquí o está allí. El que dice: Está aquí o está allí induce a división. Dios ha prometido la unidad: los reyes se alían, no se dividen en facciones. Y esta ciudad, centro de unión del mundo, no puede en modo alguno ser destruida: Dios la ha fundado para siempre. Por tanto, si Dios la ha fundado para siempre, no hay temor de que cedan sus cimientos.

San Agustín de Hipona
Comentario sobre el salmo 47 (7: CCL 38, 543-545)

lunes, 5 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Uno solo es el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús

El hermano no rescata, un hombre rescatará; nadie puede rescatarse a sí mismo, ni dar a Dios un precio por su vida; esto es, ¿por qué habré de temer los días aciagos? Pues, ¿qué es lo que puede perjudicarme? No necesito yo redención. Al contrario, yo mismo soy el único redentor de todos. En mis manos está la libertad de los demás; y ¿yo voy a echarme a temblar por mí? Voy a hacer algo nuevo, que trascienda el amor fraternal y todo afecto de piedad. A quien no puede redimir a su propio hermano, nacido de un mismo seno materno, lo redimirá aquel hombre de quien está escrito: Les enviará el Señor un hombre que los salvará; aquel que, hablando de sí mismo, afirma: Tratáis de matarme a mí, el hombre que os ha hablado de la verdad.

Pero, aunque se trate de un hombre, ¿quién será capaz de conocerlo? ¿Por qué no podrá nadie conocerlo? Porque, así como Dios es uno solo, así también uno solo es el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús. Sólo él podrá redimir al hombre, aventajando en amor fraternal a los propios hermanos. Porque él, por los que no eran de su propia familia, derramó su propia sangre, cosa que no se hace ni por los propios hermanos. Y así, no tuvo consideración con su propio cuerpo, a fin de redimirnos de nuestros pecados, y se entregó en rescate por todos. Así lo afirma el apóstol Pablo, su testigo veraz, como se califica a sí mismo cuando dice: Digo la verdad, no miento.

Y ¿por qué sólo él es capaz de redimir? Porque nadie puede tener un amor como el suyo, hasta dar la vida por sus mismos siervos; ni una santidad como la de él, porque todos están sujetos al pecado, todos sufriendo las consecuencias del de Adán. Sólo puede ser designado Redentor aquel que no podía estar sometido al pecado de origen. Al hablar, pues, del hombre, nos referimos a nuestro Señor Jesucristo, que tomó naturaleza humana para crucificar en su carne el pecado de todos y borrar con su sangre el protocolo que nos condenaba.

Alguno podría replicar: «¿Por qué se dice que el hermano no rescatará, siendo así que él mismo dijo: Contaré tu fama a mis hermanos?» Pero es que, si pudo perdonar nuestros pecados, no es precisamente porque era hermano nuestro, sino porque era el hombre Cristo Jesús, en el cual estaba Dios. Por eso está escrito: Dios mismo estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo; en aquel Cristo Jesús, el único de quien pudo decirse: La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Por eso, al hacerse carne, acampó entre nosotros en cuanto Dios, no en cuanto hermano.

San Ambrosio de Milán
Comentario sobre el salmo 48 (13-14: CSEL 64, 367-368)

domingo, 4 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Es éste un gran misterio

Se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron para ponerlo a prueba: ¿Es lícito a uno despedir a su mujer por cualquier motivo? Nuevamente lo ponen a prueba los fariseos, nuevamente los que leen la ley no entienden la ley, nuevamente los que se dicen intérpretes de la ley necesitan de otros maestros. No bastaba con que los saduceos le hubieran tendido una trampa a propósito de la resurrección, que los letrados le interrogaran sobre la perfección, los herodianos a propósito del impuesto, y otros sobre las credenciales de su poder. Todavía hay quien quiere sondearlo a propósito del matrimonio, a él que no es susceptible de ser tentado, a él que instituyó el matrimonio, a él que creó todo este género humano a partir de una primera causa.

Y él, respondiéndoles, les dijo: ¿No habéis leído que el Creador en el principio los creó hombre y mujer? Entiendo que este problema que me habéis planteado —dijo—, concierne a la estima y al honor de la castidad, y requiere una respuesta humana y justa. Pues observo que sobre esta cuestión hay muchos mal predispuestos y que acarician ideas injustas e incoherentes.

Porque ¿qué razón hay para usar la coacción contra la mujer, mientras se es indulgente con el marido, al que se le deja en libertad? En efecto, si una mujer hubiere consentido en deshonrar el tálamo nupcial, quedaría obligada a expiar su adulterio, penalizándola legalmente con durísimas sanciones; ¿por qué, pues, el marido que hubiera violado con el adulterio la fidelidad prometida a su mujer queda absuelto de toda condena? Yo no puedo en modo alguno dar mi aprobación a esta ley, estoy en completa disconformidad con dicha tradición.

Los que sancionaron esta ley eran hombres, y por eso fue promulgada en contra de la mujer; y como quiera que pusieron a los hijos bajo la patria potestad, dejaron al sexo débil en la ignorancia y el abandono. ¿Dónde está, pues, la equidad de la ley? Uno es el creador del varón y de la mujer, ambos fueron formados del mismo barro, una misma es la imagen, única la ley, única la muerte, una misma la resurrección. Todos hemos sido procreados por igual de un varón y de una mujer: uno e idéntico es el deber que tienen los hijos para con sus progenitores.

¿Con qué cara exiges, pues, una honestidad con la que tú no correspondes? ¿Cómo pides lo que no das? ¿Cómo puedes establecer una ley desigual para un cuerpo dotado de igual honor? Si te fijas en la culpabilidad: pecó la mujer, mas también Adán pecó: a ambos engañó la serpiente, induciéndolos al pecado. No puede decirse que una era más débil y el otro más fuerte. ¿Prefieres hacer hincapié en la bondad? A ambos salvó Cristo con su pasión. ¿O es que se encarnó sólo por el hombre? No, también por la mujer. ¿Padeció la muerte sólo por el hombre? También a la mujer le deparó la salvación mediante su muerte.

Pero me replicarás que Cristo es proclamado descendiente de la estirpe de David y quizá concluirás de aquí que a los hombres les corresponde el primado en el honor. Lo sé, pero no es menos cierto que nació de la Virgen, lo que es válido igualmente para las mujeres. Serán, pues —dice—, los dos una sola carne: por consiguiente, la carne, que es una sola, tenga igual honor.

Ahora bien, san Pablo —incluso con su ejemplo— da a la castidad carácter de ley. Y ¿qué es lo que dice y en qué se funda? Es éste un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia. Es hermoso para una mujer reverenciar a Cristo en su marido; es igualmente hermoso para el marido no menospreciar a la Iglesia en su mujer. Que la mujer —dice— respete al marido, como a Cristo. Por su parte, que el marido dé a su esposa alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia.

San Gregorio de Nacianzo
Sermón 37, sobre Mateo 19, 1-12 (5-7: PG 36, 287-291)

sábado, 3 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Seremos posesión y herencia de Dios

Señor, Dios nuestro, tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizas tú. ¡Señor, Dios nuestro, poséenos!, no conocemos a otro fuera de ti, e invocamos tu nombre. Los santos profetas tenían por costumbre elevar preces en favor de Israel, pues eran amigos de Dios y estaban maravillosamente coronados con los ornamentos de la piedad. Pues desde el momento en que procedían de la raíz de Abrahán y de la sangre de los santos padres, era natural que se doliesen de la suerte de sus tribus de Israel, al verlas perecer a causa de su impiedad para con Cristo. De aquí que también ahora el bienaventurado profeta Isaías abra la boca y diga: Señor, Dios nuestro, tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizas tú.

Que es como si dijera: Si nos dieras la paz, abundaríamos en toda clase de bienes, y nos convertiríamos en partícipes de todos tus dones. Pero conviene saber de qué paz se trata. Pues o bien estas palabras piden al mismo Cristo, ya que, según las Escrituras, él es nuestra paz, y mediante él nos asociamos también al Padre por un parentesco espiritual; o bien intentan decir otra cosa distinta: porque quienes todavía no poseen la fe y no han rechazado ni alejado de sí la marca del pecado, viven apartados de Dios y con toda razón son contados en el número de los enemigos, son del gremio de los de dura cerviz y combaten contra las mismas leyes del Señor. En cambio, los que son morigerados, dóciles al freno y prontos para todo cuanto es del agrado de Dios, rebosan amor y están en paz con él.

Por lo demás, la paz es realmente un don de Dios, derivada de su soberana munificencia. Concédenos, pues, Señor, estar en paz contigo y, quitado del medio el impío y detestable pecado, haz que nos podamos espiritualmente unir a ti por mediación de Cristo, como muy bien dice san Pablo: Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estemos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Conseguido lo cual, seremos posesión y herencia de Dios.

Por eso, sabiamente trae a colación aquello: ¡Señor, poséenos!, no conocemos a otro fuera de ti, e invocamos tu nombre. En efecto, los que están en paz con Dios es necesario que sean semejantes a él en su conducta, estén en constante comunión con él, hasta el punto de conocerlo sólo a él y no poder tener, ni siquiera en la lengua, el nombre de cualquier otro dios ficticio. Pues sólo él ha de ser invocado, ya que él es el único Dios nuestro por naturaleza y de verdad. Es lo que nos predica la ley del sapientísimo Moisés: Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto y a su nombre.

San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 3, t 1: PG 70, 579-582)

viernes, 2 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Se nos llama cristianos o pueblo de Dios

De oriente conduciré a tu descendencia y de occidente te reuniré. El Verbo unigénito de Dios se apareció a los que vivían en la tierra en nuestra condición, es decir, hecho hombre, para conducir a griegos y judíos —caídos en la apostasía y defección del Creador común a causa de sus muchas y variadas culpas— al verdadero e incontaminado conocimiento de Dios, congregarlos en una comunión espiritual por medio de la fe y de la santificación maravillosamente consumada, y, por último hacerlos dignos de su unión con él, y de este modo unirlos a Dios Padre por mediación suya. Que por esta razón Cristo se hizo hombre no es difícil deducirlo de las sagradas páginas del evangelio.

En efecto, Lázaro resucitó de entre los muertos de un modo maravilloso y en contra de la común estimación. Pues bien, la muchedumbre de los impíos judíos y la secta de los fariseos odiosa a Dios, convocaron el sanedrín y dijeron: ¿Qué estamos haciendo? Este hombre hace muchos milagros. Si lo dejamos seguir, vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación. Entonces, uno de ellos, Caifás, les dijo: Vosotros no entendéis ni palabra: no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera. A estas palabras añade seguidamente el divino evangelista: Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos.

Pues por lo que se refiere a la primera creación del hombre y al propósito del que lo creó, todos eran hijos suyos. Pero Satanás los dispersó a todos, precipitándolos en una multitud de pecados y, una vez los hubo inducido al error, los separó de la unión que con Dios tenían. Pero Cristo los redujo nuevamente a la unidad, pues vino a buscar lo que estaba perdido.

Y cuando le oímos llamar hijos e hijas a los que vienen corriendo procedentes de los cuatro puntos cardinales, manifiesta el tiempo de la venida de Cristo, tiempo en que a los habitantes de la tierra les fue otorgada la gracia de la adopción por la santificación en el Espíritu. Y que la vocación no es exclusiva de un solo pueblo, sino común y única para todos, lo insinuó al decir: Todos cuantos lleven mi nombre. Se nos llama cristianos o pueblo de Dios. Dice efectivamente Pedro en una carta enviada a los que han sido llamados por medio de la fe: Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que os llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa. Antes erais «no pueblo», ahora sois «Pueblo de Dios».

San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 4, Sermón 1: PG 70, 887-890)

jueves, 1 de octubre de 2015

Una Meditación y una Bendición

En nuestra Pascua, Cristo es inmolado no en figura, sino en realidad

Ya sabéis, carísimos hermanos, que en esta vida mortal nos es imposible celebrar la Pascua sin verduras amargas, es decir, sin la amargura de la vida. Como muy bien sabe vuestra caridad, Pascua significa «paso». Si no me falla la memoria, en las sagradas Escrituras encontramos un triple paso, correspondiente a tres pascuas. En efecto, cuando Israel salió de Egipto, se celebró la Pascua, realizándose el paso de los judíos a través del Mar Rojo, de la esclavitud a la libertad, de las ollas de carne al maná de los ángeles.

Se celebró otra Pascua cuando, no sólo los judíos, sino todo el género humano pasó de la muerte a la vida, del yugo del diablo al yugo de Cristo, de la esclavitud de las tinieblas a la libertad de la gloria de los hijos de Dios, del alimento inmundo de los vicios a aquel pan verdadero, verdadero pan de los ángeles, que dice de sí mismo: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo.

Se celebrará gozosamente una tercera Pascua, cuando demos el paso de la mortalidad a la inmortalidad, de la corrupción a la incorrupción, de la miseria a la felicidad, de la fatiga al descanso, del temor a la seguridad. La primera es la pascua de los judíos, la segunda la de los cristianos, la tercera la de los santos y perfectos. En la pascua de los judíos se inmoló un cordero, en nuestra pascua es inmolado Cristo, finalmente, en la pascua de los santos y de los perfectos Cristo es glorificado. Considerad los grados y diferencias de estas solemnidades, considerad cómo Cristo opera nuestra salvación, él que alcanza con vigor de extremo a extremo y gobierna el universo con acierto.

Pues en la pascua judía se inmoló un cordero, pero según un lenguaje figurativo y arcano, en ese cordero es inmolado Cristo. En nuestra Pascua, Cristo es inmolado no en figura, sino en realidad. En la pascua de los santos y de los perfectos, Cristo ya no es inmolado, sino que más bien será manifestado. En aquella primera pascua estaba prefigurada la pasión de Cristo, en la segunda se lleva a cabo la pasión, en la tercera se pone de manifiesto el fruto de dicha pasión en la potencia de la resurrección. De esta forma, la sabiduría vence a la malicia.

En efecto, mi Señor Jesús, fuerza de Dios y sabiduría de Dios, venció con sabiduría, suavidad y vigor la malicia de aquella antigua serpiente. Porque la malicia es una taimada astucia, que genera y comprende dos vicios: la soberbia y la envidia. La soberbia es el origen de todo pecado y por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo. Pues bien, a esta malicia que echó a perder todo el género humano, Cristo Jesús, mi Señor, sabiamente la venció por completo y de modo no menos fuerte que suave.

Beato Elredo de Rievaulx
Sermón en el día de Pascua (Edit. C.H. Talbot, SSOC, vol 1, 94-95)