lunes, 30 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Dios nos encargó el ministerio de la reconciliación

Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, por medio de Cristo y por un don de su liberalidad. Por medio de Cristo, Dios nos reconcilió consigo y nos encargó el ministerio de la reconciliación.

Este es el venero de todos los bienes. A quien nos ha hecho amigos de Dios, le debemos además todos los dones que Dios derrama sobre sus amigos. No nos ha colmado de todos estos bienes dejándonos en la enemistad con Dios, sino restituyéndonos su amistad. Cuando digo que Cristo es el autor de la reconciliación, quiero decir que también lo es el Padre; y cuando hablo de los dones del Padre no excluyo al Hijo, pues por su medio se hizo todo. Por tanto, es también el autor de este nuevo bien. No somos nosotros quienes nos hemos adelantado a su encuentro: no hemos hecho más que responder a su llamada.

Y ¿cómo nos ha llamado? Con el sacrificio de Cristo. Nos ha encargado el ministerio de la reconciliación. Pablo pone aquí en evidencia la dignidad de los apóstoles, mostrando la grandeza de la misión encomendada a ellos por el inmenso amor de Dios hacia nosotros. Aun habiendo los hombres rehusado escuchar al que les había invitado, Dios no dio libre curso a su ira ni los rechazó para siempre, sino que continúa llamándoles bien directamente, bien por medio de sus ministros.

¿Quién será capaz de exaltar convenientemente tanta solicitud? Inmolaron al Hijo enviado para reparar sus ofensas, al Hijo único y consustancial, y el Padre no ha rechazado a sus asesinos. No dijo: les envié a mi Hijo y, no contentos con no escucharle, le han condenado a muerte y le han crucificado; justo es, pues, que yo les abandone. Hizo más bien todo lo contrario. Y una vez que Cristo abandonó la tierra, nos encargó que le sustituyéramos: Nos encargó el ministerio de la reconciliación. Es decir, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados.

¡Oh caridad infinita! ¡Tú superas toda comprensión! ¿Quién es el ofendido? Dios mismo. ¿Quién dio el primer paso para la reconciliación? También Dios.

El Hijo, es cierto, es su enviado, pero no habla por su cuenta: es el Padre quien habla por él. Por eso dice el Apóstol: Dios mismo estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo, es decir, actúa por medio de Cristo. Pablo ha dicho: Nos encargó el ministerio de la reconciliación; ahora parece corregirse y decir: No penséis que esta autoridad reside esencialmente en nosotros; nosotros somos únicamente los depositarios. Es Dios quien lo ha hecho todo y quien ha reconciliado consigo al mundo en su Hijo único. Y ¿qué hizo para reconciliarlo consigo?

Lo más admirable no es que lo haya admitido a su amistad, sino que lo haya unido íntimamente a sí. ¿De qué modo? Perdonándole los pecados. De lo contrario la unión hubiera sido imposible.

Dice en efecto: Sin pedirle cuentas de sus pecados. Si hubiera querido pedirnos cuentas, todo se hubiera acabado para nosotros, pues que todos estábamos muertos. Pues bien: no obstante el gran número de nuestros pecados, no sólo no nos ha obligado a sufrir la pena, sino que además ha querido reconciliarse con nosotros: no contento con abonarnos la deuda, no la ha tenido ni en cuenta.

¡Este es el modo en que debemos perdonar a nuestros enemigos, si queremos asegurarnos el perdón de Dios!

Él nos encargó el ministerio de la reconciliación. De hecho, nosotros no estamos aquí para imponeros nuevas cargas, sino para haceros a todos amigos de Dios. El nos dice: no me escucharon a mí; insistid vosotros hasta que logréis convencerlos con vuestras exhortaciones. Si no, atended al sentido de las palabras de Pablo: Nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por nuestro medio. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios.

San Juan Crisóstomo
Homilía 11 sobre la segunda carta a los Corintios (2: PG 61, 476-477)

domingo, 29 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Las dos venidas de Cristo

Anunciamos la venida de Cristo, pero no una sola, sino también una segunda, mucho más magnífica que la anterior. La primera llevaba consigo un significado de sufrimiento; esta otra, en cambio, llevará la diadema del reino divino.

Pues casi todas las cosas son dobles en nuestro Señor Jesucristo. Doble es su nacimiento: uno, de Dios, desde toda la eternidad; otro, de la Virgen, en la plenitud de los tiempos. Es doble también su descenso: el primero, silencioso, como la lluvia sobre el vellón; el otro, manifiesto, todavía futuro.

En la primera venida fue envuelto con fajas en el pesebre; en la segunda se revestirá de luz como vestidura. En la primera soportó la cruz, sin miedo a la ignominia; en la otra vendrá glorificado, y escoltado por un ejército de ángeles.

No pensamos, pues, tan sólo en la venida pasada; esperamos también la futura. Y habiendo proclamado en la primera: Bendito el que viene en nombre del Señor, diremos eso mismo en la segunda; y saliendo al encuentro del Señor con los ángeles, aclamaremos, adorándolo: Bendito el que viene en nombre del Señor.

El Salvador vendrá, no para ser de nuevo juzgado, sino para llamar a su tribunal a aquellos por quienes fue llevado a juicio. Aquel que antes, mientras era juzgado, guardó silencio refrescará la memoria de los malhechores que osaron insultarle cuando estaba en la cruz, y les dirá: Esto hicisteis y yo callé.

Entonces, por razones de su clemente providencia, vino a enseñar a los hombres con suave persuasión; en esa otra ocasión, futura, lo quieran o no, los hombres tendrán que someterse necesariamente a su reinado.

De ambas venidas habla el profeta Malaquías: De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis. He ahí la primera venida.

Respecto a la otra, dice así: El mensajero de la alianza que vosotros deseáis: miradlo entrar —dice el Señor de los ejércitos—. ¿ Quién podrá resistir el día de su venida, ¿quién quedará en pie cuando aparezca? Será un fuego de fundidor, una lejía de lavandero: se sentará como un fundidor que refina la plata.

Escribiendo a Tito, también Pablo habla de esas dos venidas en estos términos: Ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres; enseñándonos a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo. Ahí expresa su primera venida, dando gracias por ella; pero también la segunda, la que esperamos.

Por esa razón, en nuestra profesión de fe, tal como la hemos recibido por tradición, decimos que creemos en aquel que subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.

Vendrá, pues, desde los cielos, nuestro Señor Jesucristo. Vendrá ciertamente hacia el fin de este mundo, en el último día, con gloria. Se realizará entonces la consumación de este mundo, y este mundo, que fue creado al principio, será otra vez renovado.

San Cirilo de Jerusalén
Catequesis 15 (1-3: PG 33, 870-874)

sábado, 28 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Toda la alabanza del Padre viene del Hijo

Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra gire me encomendaste.Toda la gloria del Padre viene del Hijo, pues todas las cosas en que fuere alabado el Hijo redundarán en gloria del Padre. En efecto, el Hijo hace todo lo que quiere el Padre. El Hijo de Dios nace hombre, pero en el parto de la Virgen está la fuerza de Dios. El Hijo de Dios es visto como hombre, pero en las obras del hombre está presente Dios. El Hijo de Dios es crucificado, pero en la cruz Dios vence la muerte del hombre. Muere Cristo, el Hijo de Dios, pero en Cristo todo hombre es vivificado. El Hijo de Dios desciende a los infiernos, mientras el hombre es conducido al cielo. Cuanto más se alabaren estos triunfos de Cristo, tanta más alabanza reportará aquel por quien Cristo es Dios.

Así pues, de todos estos modos glorifica el Padre al Hijo sobre la tierra; y a la inversa, el Hijo glorifica con las obras de sus virtudes a aquel de quien procede, ante la ignorancia de los paganos y la estulticia del siglo. En realidad, este intercambio de glorificación no cede en provecho de la divinidad, sino en aquel honor que se derivaba del conocimiento de los ignorantes. En efecto, ¿de qué no andaba sobrado el Padre, de quien proceden todas las cosas? ¿O de qué podía estar falto el Hijo, en quien quiso Dios que residiera toda la plenitud? Por consiguiente, es glorificado el Padre sobre la tierra, porque ha coronado la obra que le encomendó.

Veamos cuál es la glorificación que el Hijo espera del Padre, y pasamos a otro tema. Y ahora, Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti antes que el mundo existiese. He manifestado tu nombre a los hombres. Por tanto, el Padre es glorificado con las obras del Hijo: al ponerse de manifiesto que es Dios, al aparecer como Padre del Dios unigénito, al determinar que, para nuestra salvación, su Hijo naciera incluso de una Virgen, en cuya pasión reciben su pleno cumplimiento todos los mecanismos que se pusieron en marcha con el parto de la Virgen.

Así pues, como quiera que el Hijo de Dios es absolutamente perfecto y nacido, antes de la aurora de los tiempos, en la plenitud de la divinidad, ahora, hombre desde el momento de su encarnación, era consumado hasta la muerte. Pide ser glorificado cerca de Dios, lo mismo que él había glorificado al Padre sobre la tierra: pues en ese instante el poder de Dios se hacía patente en la carne al mundo que lo ignoraba.

Ahora bien, ¿qué glorificación espera cerca del Padre? Sencillamente la gloria que tenía cerca de él antes que el mundo existiese. Tenía la plenitud de la divinidad, y la tiene, pues es Hijo de Dios. Pero el que era Hijo de Dios, había comenzado a ser también hijo del hombre; era efectivamente el Verbo encarnado. No había perdido lo que era, pero había comenzado a ser lo que no era; no había renunciado a la propia gloria, pero asumió lo que era nuestro; el incremento que recibió, era exigido por su propia gloria, de la que jamás se vio privado.

Por tanto, como el Hijo es el Verbo, y el Verbo se hizo carne, y Dios era el Verbo, y el Verbo en el principio estaba junto a Dios, y el Verbo era Hijo antes de la creación del mundo: ahora el Hijo, hecho carne, rogaba que la carne comenzara a ser para el Padre lo que era para el Verbo; que lo que comenzó a existir en el tiempo recibiera la gloria de la luz intemporal; que fuera absorbida la corruptibilidad de la carne, transformada ahora en fuerza de Dios e incorrupción del espíritu.

Esta es, pues, la oración de Dios; ésta es la confesión del Hijo al Padre, ésta es la súplica de la carne: en la cual lo verán todos el día del juicio traspasado y reconoscible por la cruz; en la cual fue transfigurado en la montaña; en la cual fue elevado al cielo; en la cual se sentó a la derecha de Dios.

San Hilario de Poitiers
Tratado sobre la Trinidad (Lib 3, 15-16: PL 10, 84-85)

viernes, 27 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Mucha paz tienen los que aman tu nombre, Señor

Gran felicidad es ésta, amadísimos hermanos, para la que se prepara un premio tan grande. Pues, ¿qué significa tener limpio el corazón, sino desear las virtudes de que antes hemos hablado? ¿Qué inteligencia puede llegar a concebir, o qué palabras lograrán explicar la grandeza de una felicidad que consiste en ver a Dios? Y es esto precisamente lo que se realizará cuando la naturaleza humana se transforme, y podamos contemplar la divinidad no confusamente en un espejo, sino cara a cara, viendo tal como es a aquel a quien ningún hombre jamás contempló; entonces lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar, lo alcanzaremos en el gozo inefable de una contemplación eterna.

Con toda razón se promete a los limpios de corazón la bienaventuranza de la vida divina. Nunca una vida manchada podrá contemplar el esplendor de la luz verdadera, pues aquello mismo que constituirá el gozo de las almas limpias será el castigo de las que están manchadas. Que huyan, pues, las tinieblas de la vanidad terrena y que los ojos del alma se purifiquen de las inmundicias del pecado, para que así puedan saciarse gozando en paz de la magnífica visión de Dios.

Pero para merecer este don es necesario lo que a continuación sigue: Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los hijos de Dios. Esta bienaventuranza, amadísimos, no puede referirse a cualquier clase de concordia o armonía humana, sino que debe entenderse precisamente de aquella a la que alude el Apóstol cuando dice: Estad en paz con Dios, o a la que se refiere el salmista al afirmar: Mucha paz tienen los que aman tu nombre, nada les hace tropezar.

Esta paz no se logra ni con los lazos de la más íntima amistad ni con una profunda semejanza de carácter, si todo ello no está fundamentado en una total comunión de nuestra voluntad con la voluntad de Dios. Una amistad fundada en deseos pecaminosos, en pactos que arrancan de la injusticia y en el acuerdo que parte de los vicios nada tiene que ver con el logro de esta paz. El amor del mundo y el amor de Dios no concuerdan entre sí, ni puede uno tener su parte entre los hijos de Dios si no se ha separado antes del consorcio de los que viven según la carne. Mas los que sin cesar se esfuerzan por mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz jamás se apartan de la ley divina, diciendo por ello fielmente en la oración: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.

Estos son los que obran la paz, éstos los que viven santamente unánimes y concordes, y por ello merecen ser llamados con el nombre eterno de hijos de Dios y coherederos con Cristo; todo ello lo realiza el amor de Dios y el amor del prójimo, y de tal manera lo realiza que ya no sienten ninguna adversidad ni temen ningún tropiezo, sino que, superando el combate de todas las tentaciones, descansan tranquilamente en la paz de Dios, por nuestro Señor Jesucristo, que, con el Padre y el Espíritu Santo, vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

San León Magno
Sermón 95 sobre las bienaventuranzas (8-9: CCL 138 A, 588-590)

jueves, 26 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Feliz el alma que ambiciona este manjar

Después de esto, el Señor prosiguió, diciendo: Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados. Esta hambre no desea nada corporal, esta sed no apetece nada terreno; el bien de que anhela saciarse consiste en la justicia, y el objeto por el que suspira es penetrar en el conocimiento de los misterios ocultos, hasta saciarse del mismo Dios.

Feliz el alma que ambiciona este manjar y anhela esta bebida; ciertamente no la desearía si no hubiese gustado ya antes de su suavidad. De esta dulzura, el alma recibió ya una pregustación, al oír al profeta que le decía: Gustad y ved qué bueno es el Señor; con esta pregustación, tanto se inflamó en el amor de los placeres castos que, abandonando todas las cosas temporales, sólo puso ya su afecto en comer y beber la justicia, adhiriéndose a aquel primer mandamiento que dice: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Porque amar la justicia no es otra cosa sino amar a Dios.

Y como este amor de Dios va siempre unido al amor que se interesa por el bien del prójimo, el hambre de la justicia se ve acompañada de la virtud de la misericordia; por ello, se añade a continuación: Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Reconoce, oh cristiano, la altísima dignidad de esta tu sabiduría, y entiende bien cuál ha de ser tu conducta y cuáles los premios que se te prometen. La misericordia quiere que seas misericordioso, la justicia desea que seas justo, pues el Creador quiere verse reflejado en su criatura, y Dios quiere ver reproducida su imagen en el espejo del corazón humano, mediante la imitación que tú realizas de las obras divinas. No quedará frustrada la fe de los que así obran, tus deseos llegarán a ser realidad, y gozarás eternamente de aquello que es el objeto de tu amor.

Y porque todo será limpio para ti, a causa de la limosna, llegarás también a gozar de aquella otra bienaventuranza que te promete el Señor, como consecuencia de lo que hasta aquí se te ha dicho: Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios.

San León Magno
Sermón 95 sobre las bienaventuranzas (6-7: CCL 138A, 587-588)

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

La dicha del reino de Cristo

Después de hablar de la pobreza, que tanta felicidad proporciona, siguió el Señor diciendo: Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Queridísimos hermanos, el llanto al que está vinculado un consuelo eterno es distinto de la aflicción de este mundo. Los lamentos que se escuchan en este mundo no hacen dichoso a nadie. Es muy distinta la razón de ser de los gemidos de los santos, la causa que produce lágrimas dichosas. La santa tristeza deplora el pecado, el ajeno y el propio. Y la amargura no es motivada por la manera de actuar de la justicia divina, sino por la maldad humana. Y, en este sentido, más hay que deplorar la actitud del que obra mal que la situación del que tiene que sufrir por causa del malvado, porque al injusto su malicia le hunde en el castigo; en cambio, al justo su paciencia lo lleva a la gloria.

Sigue el Señor: Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Se promete la posesión de la tierra a los sufridos y mansos, a los humildes y sencillos y a los que están dispuestos a tolerar toda clase de injusticias. No se ha de mirar esta herencia como vil y deleznable, como si estuviera separada de la patria celestial; de lo contrario no se entiende quién podría entrar en el reino de los cielos. Porque la tierra prometida a los sufridos, en cuya posesión han de entrar los mansos, es la carne de los santos. Esta carne vivió en humillación, por eso mereció una resurrección que la transforma y la reviste de inmortalidad gloriosa, sin temer nada que pueda contrariar al espíritu, sabiendo que van a estar siempre de común acuerdo.

Porque entonces el hombre exterior será la posesión pacífica e inadmisible del hombre interior. Y así, los sufridos heredarán en perpetua paz y sin mengua alguna la tierra prometida, cuando esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad. Entonces, lo que fue riesgo será premio, y lo que fue gravoso se convertirá en honroso.

San León Magno
Sermón 95 sobre las bienaventuranzas (4-5: CCL 138A, 585-587)

martes, 24 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Dichosos los pobres en el espíritu

No puede dudarse de que los pobres consiguen con más facilidad que los ricos el don de la humildad, ya que los pobres, en su indigencia, se familiarizan fácilmente con la mansedumbre y, en cambio, los ricos se habitúan fácilmente a la soberbia. Sin embargo, no faltan tampoco ricos adornados de esta humildad y que de tal modo usan de sus riquezas que no se ensoberbecen con ellas, sino que se sirven más bien de ellas para obras de caridad, considerando que su mejor ganancia es emplear los bienes que poseen en aliviar la miseria de sus prójimos.

El don de esta pobreza se da, pues, en toda clase de hombres y en todas las condiciones en las que el hombre puede vivir, pues pueden ser iguales por el deseo incluso aquellos que por la fortuna son desiguales, y poco importan las diferencias en los bienes terrenos si hay igualdad en las riquezas del espíritu. Bienaventurada es, pues, aquella pobreza que no se siente cautivada por el amor de bienes terrenos ni pone su ambición en acrecentar las riquezas de este mundo, sino que desea más bien los bienes del cielo.

Después del Señor, los apóstoles fueron los primeros que nos dieron ejemplo de esta magnánima pobreza, pues, al oír la voz del divino Maestro, dejando absolutamente todas las cosas, en un momento pasaron de pescadores de peces a pescadores de hombres y lograron, además, que muchos otros, imitando su fe, siguieran esta misma senda. En efecto, muchos de los primeros hijos de la Iglesia, al convertirse a la fe, no teniendo más que un solo corazón y una sola alma, dejaron sus bienes y posesiones y, abrazando la pobreza, se enriquecieron con bienes eternos y encontraban su alegría en seguir las enseñanzas de los apóstoles, no poseyendo nada en este mundo y teniéndolo todo en Cristo.

Por eso, el bienaventurado apóstol Pedro, cuando, al subir al templo, se encontró con aquel cojo que le pedía limosna, le dijo: No tengo plata ni oro, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo, echa a andar.

¿Qué cosa más sublime podría encontrarse que esta humildad? ¿Qué más rico que esta pobreza? No tiene la ayuda del dinero, pero posee los dones de la naturaleza. Al que su madre dio a luz deforme, la palabra de Pedro lo hace sano; y el que no pudo dar la imagen del César grabada en una moneda a aquel hombre que le pedía limosna, le dio, en cambio, la imagen de Cristo al devolverle la salud.

Y este tesoro enriqueció no sólo al que recobró la facultad de andar, sino también a aquellos cinco mil hombres que, ante esta curación milagrosa, creyeron en la predicación de Pedro. Así, aquel pobre apóstol, que no tenía nada que dar al que le pedía limosna, distribuyó tan abundantemente la gracia de Dios que dio no sólo el vigor a las piernas del cojo, sino también la salud del alma a aquella ingente multitud de creyentes, a los cuales había encontrado sin fuerzas y que ahora podían ya andar ligeros siguiendo a Cristo.

Sermón 95 sobre las bienaventuranzas (2-3: CCL 138A, 584-585)

lunes, 23 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Meteré mi ley en su pecho

Amadísimos hermanos: Al predicar nuestro Señor Jesucristo el Evangelio del reino, y al curar por toda Galilea enfermedades de toda especie, la fama de sus milagros se había extendido por toda Siria, y, de toda la Judea, inmensas multitudes acudían al médico celestial. Como a la flaqueza humana le cuesta creer lo que no ve y esperar lo que ignora, hacía falta que la divina sabiduría les concediera gracias corporales y realizara visibles milagros, para animarles y fortalecerles, a fin de que, al palpar su poder bienhechor, pudieran reconocer que su doctrina era salvadora.

Queriendo, pues, el Señor convenir las curaciones externas en remedios internos y llegar, después de sanar los cuerpos, a la curación de las almas, apartándose de las turbas que lo rodeaban, y llevándose consigo a los apóstoles, buscó la soledad de un monte próximo. Quería enseñarles lo más sublime de su doctrina, y la mística cátedra y demás circunstancias que de propósito escogió daban a entender que era el mismo que en otro tiempo se dignó hablar a Moisés. Mostrando, entonces, más bien su terrible justicia; ahora, en cambio, su bondadosa clemencia. Y así se cumplía lo prometido, según las palabras de Jeremías: Mirad que llegan días —oráculo del Señor— en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. Después de aquellos días —oráculo del Señor—meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones.

Así, pues, el mismo que habló a Moisés fue el que habló a los apóstoles, y era también la ágil mano del Verbo la que grababa en lo íntimo de los corazones de sus discípulos los decretos del nuevo Testamento; sin que hubiera, como en otro tiempo, densos nubarrones que lo ocultaran, ni terribles truenos y relámpagos que aterrorizaran al pueblo, impidiéndole acercarse a la montaña, sino una sencilla charla que llegaba tranquilamente a los oídos de los circunstantes. Así era como el rigor de la ley se veía suplantado por la dulzura de la gracia, y el espíritu de hijos adoptivos sucedía al de esclavitud en el temor.

Las mismas divinas palabras de Cristo nos atestiguan cómo es la doctrina de Cristo, de modo que los que anhelan llegar a la bienaventuranza eterna puedan identificar los peldaños de esa dichosa subida. Y así dice: Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Podría no entenderse de qué pobres hablaba la misma Verdad, si, al decir: Dichosos los pobres, no hubiera añadido cómo había de entenderse esa pobreza; porque podría parecer que para merecer el reino de los cielos basta la simple miseria en que se ven tantos por pura necesidad, que tan gravosa y molesta les resulta. Pero, al decir: Dichosos los pobres en el espíritu, da a entender que el reino de los cielos será de aquellos que lo han merecido más por la humildad de sus almas que por la carencia de bienes.

Sermón 95 sobre las bienaventuranzas (1-2: CCL 138A, 582-584)

domingo, 22 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Venga a nosotros tu reino

Si, como dice nuestro Señor y Salvador, el reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí, sino que el reino de Dios está dentro de nosotros, pues la palabra está cerca de nosotros, en los labios y en el corazón, sin duda, cuando pedimos que venga el reino de Dios, lo que pedimos es que este reino de Dios, que está dentro de nosotros, salga afuera, produzca fruto y se vaya perfeccionando. Efectivamente, Dios reina ya en cada uno de los santos, ya que éstos se someten a su ley espiritual, y así Dios habita en ellos como en una ciudad bien gobernada. En el alma perfecta está presente el Padre, y Cristo reina en ella, junto con el Padre, de acuerdo con aquellas palabras del Evangelio: Vendremos a él y haremos morada en él.

Este reino de Dios que está dentro de nosotros llegará, con nuestra cooperación, a su plena perfección cuando se realice lo que dice el Apóstol, esto es, cuando Cristo, una vez sometidos a él todos sus enemigos, entregue a Dios Padre su reino, y así Dios lo será todo para todos. Por esto, rogando incesantemente con aquella actitud interior que se hace divina por la acción del Verbo, digamos a nuestro Padre que está en los cielos: Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino.

Con respecto al reino de Dios, hay que tener también esto en cuenta: del mismo modo que no tiene que ver la luz con las tinieblas, ni la justicia con la maldad, ni pueden estar de acuerdo Cristo y el diablo, así tampoco pueden coexistir el reino de Dios y el reino del pecado.

Por consiguiente, si queremos que Dios reine en nosotros, procuremos que de ningún modo el pecado siga dominando nuestro cuerpo mortal, antes bien, mortifiquemos todo lo terreno que hay en nosotros y fructifiquemos por el Espíritu; de este modo, Dios se paseará por nuestro Interior como por un paraíso espiritual y reinará en nosotros él solo con su Cristo, el cual se sentará en nosotros a la derecha de aquella virtud espiritual que deseamos alcanzar: se sentará hasta que todos sus enemigos que hay en nosotros sean puestos por estrado de sus pies, y sean reducidos a la nada en nosotros todos los principados, todos los poderes y todas las fuerzas.

Todo esto puede realizarse en cada uno de nosotros, y el último enemigo, la muerte, puede ser reducido a la nada, de modo que Cristo diga también en nosotros: ¿Dónde está, muerte, su victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Ya desde ahora este nuestro ser, corruptible, debe revestirse de santidad y de incorrupción, y este nuestro ser, mortal, debe revestirse de la inmortalidad del Padre, después de haber reducido a la nada el poder de la muerte, para que así, reinando Dios en nosotros, comencemos ya a disfrutar de los bienes de la regeneración y de la resurrección.

Opúsculo sobre la oración (Cap 25: PG 11, 495-499)

sábado, 21 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Cristo se hizo carne para hacernos a nosotros espirituales

Es bueno considerar quiénes somos los que reflexionamos sobre estos temas. No hay duda de que venimos de la gentilidad, y no es menos cierto que nuestros antepasados adoraron al leño y a la piedra. ¿De dónde, pues, nos viene a nosotros la posibilidad de explorar aquellos misterios del profeta Ezequiel, tan profundos que ni siquiera los hebreos han conseguido hasta la fecha explicar? Demos, pues, gracias al único que llevó a la práctica todo cuanto de él estaba escrito en la sagrada Escritura, de modo que lo que no era posible entender con la simple escucha, quedase patente a los testigos oculares.

Allí, efectivamente, se contiene la encarnación, allí la pasión, la resurrección y la ascensión de Cristo. Pero, ¿quién de nosotros hubiera dado fe a estas cosas por el simple testimonio del oído, si no le constase de su realización? El león de la tribu de Judá abrió, pues, el rollo sellado, como leemos en el Apocalipsis de Juan, rollo que nadie podía abrir y ver su contenido, porque en su pasión y resurrección nos reveló todos sus misterios. Y al tomar sobre sí los males de nuestra debilidad, nos mostró los bienes de su poder y claridad.

En efecto, él se hizo carne para hacernos a nosotros espirituales, en su bondad se rebajó para enaltecernos, salió para hacernos entrar, apareció visible para mostrarnos lo invisible, aguantó la flagelación para sanarnos, soportó los ultrajes y las burlas para liberarnos del eterno oprobio, murió para darnos la vida. Demos, pues, gracias al muerto y dador de vida, y tanto más dador de vida cuanto que fue muerto. Por eso, Isaías, que había contemplado claramente nuestra salvación y su pasión, dice: El Señor se alzará para ejecutar su obra, obra extraña; para cumplir su tarea, tarea inaudita.

Ahora bien, la obra de Dios es reunir las almas que él creó y conducirlas a los goces de la luz eterna. En cambio, ser flagelado, cubierto de salivazos, crucificado, muerto y sepultado, esto no es en absoluto obra de Dios, sino obra del hombre pecador, quien mereció todo esto por el pecado. Jesús, cargado de nuestros pecados, subió al leño. Y el que en su naturaleza permanece incomprensible, en nuestra naturaleza se ha dignado ser comprendido y flagelado, pues de no haber asumido lo que es propio de nuestra debilidad, jamás nos habría sublimado a la fortaleza de su poder.

Así pues, el Señor se alzará para ejecutar su obra, obra extraña; para cumplir su tarea, tarea inaudita, pues Dios se encarnó para cobijarnos al amparo de su justicia; por nosotros quiso ser azotado como un hombre pecador. Ejecutó la obra ajena, para realizar la propia, ya que al asumir nuestra debilidad y soportar nuestra taras, nos condujo, a nosotros, que somos criaturas suyas, a la gloria de su fortaleza, en la que vive y reina con Dios Padre en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén.

Homilía sobre el libro del profeta Ezequiel (Lib 2, Hom 4, 19-20: CCL 142, 271-273)

viernes, 20 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Todos los buenos pastores se identifican con el único pastor

Cristo apacienta a sus ovejas debidamente, discierne a las que son suyas de las que no lo son. Mis ovejas escuchan mi voz —dice— y me siguen.

En estas palabras descubro que todos los buenos pastores se identifican con este único pastor. No es que falten buenos pastores, pero todos son como los miembros del único pastor. Si hubiera muchos pastores, habría división, y, porque aquí se recomienda la unidad, se habla de un único pastor. Si se silencian los diversos pastores y se habla de un único pastor, no es porque el Señor no encontrara a quien encomendar el cuidado de sus ovejas, pues cuando encontró a Pedro las puso bajo su cuidado. Pero incluso en el mismo Pedro el Señor recomendó la unidad. Eran muchos los apóstoles, pero sólo a Pedro se le dice: Apacienta mis ovejas. Dios no quiera que falten nunca buenos pastores, Dios no quiera que lleguemos a vernos faltos de ellos; ojalá no deje el Señor de suscitarlos y consagrarlos.

Ciertamente que, si existen buenas ovejas, habrá también buenos pastores, pues de entre las buenas ovejas salen los buenos pastores. Pero hay que decir que todos los buenos pastores son, en realidad, como miembros del único pastor y forman una sola cosa con él. Cuando ellos apacientan, es Cristo quien apacienta. Los amigos del esposo no pretenden hacer oír su propia voz, sino que se complacen en que se oiga la voz del esposo. Por esto, cuando ellos apacientan, es el Señor quien apacienta; aquel Señor que puede decir por esta razón: «Yo mismo apaciento», porque la voz y la caridad de los pastores son la voz y la caridad del mismo Señor. Esta es la razón por la que quiso que también Pedro, a quien encomendó sus propias ovejas como a un semejante, fuera una sola cosa con él: así pudo entregarle el cuidado de su propio rebaño, siendo Cristo la cabeza y Pedro como el símbolo de la Iglesia que es su cuerpo; de esta manera, fueron dos en una sola carne, a semejanza de lo que son el esposo y la esposa.

Así, pues, para poder encomendar a Pedro sus ovejas, sin que con ello pareciera que las ovejas quedaban encomendadas a otro pastor distinto de sí mismo, el Señor le pregunta: «Pedro, ¿me amas?» El respondió: «Te amo». Y le dice por segunda vez: «¿Me amas?» Y respondió: «Te amo». Y le pregunta aún por tercera vez: «¿Me amas?» Y respondió: «Te amo». Quería fortalecer el amor para reforzar así la unidad. De este modo, el que es único apacienta a través de muchos, y los que son muchos apacientan formando parte del que es único.

Y parece que no se habla de los pastores, pero sí se habla. Los pastores pueden gloriarse, pero el que se gloría que se gloríe del Señor. Esto es hacer que Cristo sea el pastor, esto es apacentar para Cristo, esto es apacentar en Cristo, y no tratar de apacentarse a sí mismo al margen de Cristo. No fue por falta de pastores —como anunció el profeta que ocurriría en futuros tiempos de desgracia—que el Señor dijo: Yo mismo apacentaré a mis ovejas, como si dijera: «No tengo a quien encomendarlas». Porque, cuando todavía Pedro y los demás apóstoles vivían en este mundo, aquel que es el único pastor, en el que todos los pastores son uno, dijo: Tengo otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor.

Que todos se identifiquen con el único pastor y hagan oír la única voz del pastor, para que la oigan las ovejas y sigan al único pastor, y no a éste o a aquél, sino al único. Y que todos en él hagan oír la misma voz, y que no tenga cada uno su propia voz: Os ruego, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo: poneos de acuerdo y no andéis divididos. Que las ovejas oigan esta voz, limpia de toda división y purificada de toda herejía, y que sigan a su pastor, que les dice: Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen.

Sobre los pastores (Sermón 46, 29-30: CCL 41, 555-557)

jueves, 19 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Apacentaré a mis ovejas en ricos pastizales

Las sacaré de entre los pueblos, las congregaré de los países, las traeré a su tierra, las apacentaré en los montes de Israel. Compara a los autores de las sagradas Escrituras con los montes de Israel. En ellas habéis de apacentaros para pacer con seguridad. Saboread bien cuanto en ellas oigáis; rechazad cuanto venga de fuera. Para no extraviaros en la tiniebla, escuchad la voz del pastor. Recogeos en los montes de la sagrada Escritura. En ella se encuentran las delicias de vuestro corazón, en ella no hay nada venenoso, nada extraño; son pastos ubérrimos. Lo único que tenéis que hacer, las que estáis sanas, es acudir a apacentaros en los montes de Israel.

En las cañadas y en los poblados del país. Porque de los montes de los que hemos hablado manaron los ríos de la predicación evangélica, ya que a toda la tierra alcanza su pregón, y la tierra entera se volvió abundante y fecunda para pasto de las ovejas.

Las apacentaré en ricos pastizales, tendrán sus dehesas en los montes más altos de Israel, o sea, donde puedan descansar y decir: «Se está bien»; donde digan: «Es verdad, está claro, no nos han engañado». Descansarán en la gloria de Dios, como si fueran sus dehesas. Se recostaran, es decir, descansarán, en fértiles dehesas.

Y pastarán pastos jugosos en los montes de Israel. Ya hablé de los montes de Israel, de los buenos montes a los que levantamos nuestros ojos para que desde ellos descienda sobre nosotros el auxilio. Pero nuestro auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra. Por eso, para que nuestra esperanza no se detuviese en los montes, por buenos que fueran, después de decir: Apacentaré a mis ovejas en los montes de Israel, añadió en seguida, para que no te quedases en los montes: Yo mismo apacentaré a mis ovejas. Levanta tus ojos hacia los montes, de donde habrá de venir tu auxilio, pero escúchale decir: Yo mismo las apacentaré. Porque tu auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

Y concluye así: Y las apacentaré como es debido. Es el único que las apacienta, y que las apacienta como es debido. ¿Qué hombre puede juzgar debidamente a otro hombre? No hay por todas partes más que juicios temerarios. Aquel del que desesperábamos cambia de repente y se convierte en el mejor. Aquel, por el contrario, del que tanto esperábamos falla súbitamente y se vuelve el peor. Ni nuestro temor ni nuestro amor son siempre acertados.

Lo que hoy es cada uno, apenas si uno mismo lo sabe. Aunque, en definitiva, puede llegar a saberlo. Pero, lo que va a ser mañana, ni uno mismo lo sabe. Aquél, en cambio, apacienta a sus ovejas como es debido, dándoles a cada una lo suyo; esto a éstas, aquello a aquéllas, pero siempre a cada una lo que es debido, pues sabe lo que hace. Apacienta como es debido a los que redimió después de haberlos juzgado. Eso es lo que quiere decir que los apacienta como es debido.


Sobre los pastores (Sermón 46, 24-25.27: CCL 41.551-553)

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Haced lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen

or eso, pastores, escuchad la palabra del Señor. ¿Pero qué es lo que tienen que escuchar? Esto dice el Señor: «Me voy a enfrentar con los pastores; les reclamaré mis ovejas». Oíd y aprended, ovejas de Dios: Dios reclama sus ovejas a los malos pastores y los culpa de su muerte. Pues, por boca del mismo profeta, dice en otra ocasión: A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al malvado: «¡Malvado, eres reo de muerte!», y tú no hablas poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; pero, si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida.

¿Qué significa esto, hermanos? ¿Os dais cuenta lo peligroso que puede resultar callarse? El malvado muere, y muere con razón; muere en su pecado y en su. impiedad; pero lo ha matado la negligencia del mal pastor. Pues podría haber encontrado al pastor que vive y que dice: Por mi vida, oráculo del Señor; pero, como fue negligente el que recibió el encargo de amonestarlo y no lo hizo, él morirá con razón, y con razón se condenará el otro. En cambio, como dice el texto sagrado: «Si advirtieses al impío, al que yo hubiese amenazado con la muerte: Eres reo de muerte, y él no se preocupa de evitar la espada amenazadora, y viene la espada y acaba con él, él morirá en su pecado, y tú, en cambio, habrás salvado tu alma". Por eso precisamente, a nosotros nos toca no callarnos; mas vosotros, en el caso de que nos callemos, no dejéis de escuchar las palabras del Pastor en las sagradas Escrituras.

Veamos, pues, ahora, ya que así lo había yo propuesto, si va a quitarles las ovejas a los malos pastores y a dárselas a los buenos. Y veo, efectivamente, que se las quita a los malos. Esto es lo que dice: «Me voy a enfrentar con los pastores; les reclamaré mis ovejas, los quitaré de pastores de mis ovejas. Porque, cuando digo que apacienten a mis ovejas, se apacientan a sí mismos, y no a mis ovejas: Los quitaré de pastores de mis ovejas».

¿Y cómo se las quita, para que no las apacienten? Haced lo que os digan, pero no hagáis lo que hacen. Como Si dijera: «Dicen mis cosas, pero hacen las suyas». Cuando no hacéis lo que hacen los malos pastores, no son ellos los que os apacientan; cuando, en cambio, hacéis lo que os dicen, soy yo vuestro pastor.

Sobre los pastores (Sermón 46, 20-21: CCL 41, 546-548)

martes, 17 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

La Iglesia, como una vid que crece y se difunde por doquier

Mis ovejas se desperdigaron y vagaron sin rumbo por montes y altos cerros; mis ovejas se dispersaron por toda la tierra. ¿Qué quiere decir: Se dispersaron por toda la tierra? Son las ovejas que apetecen las cosas terrenas y, porque aman y están prendadas de las cosas que el mundo estima, se niegan a morir, para que su vida quede escondida en Cristo. Por toda la tierra, porque se trata del amor de los bienes de la tierra, y de ovejas que andan errantes por toda la superficie de la tierra. Se encuentran en distintos sitios; pero la soberbia las engendró a todas como única madre, de la misma manera que nuestra única madre, la Iglesia católica, concibió a todos los fieles cristianos esparcidos por el mundo entero.

No tiene, por tanto, nada de sorprendente que la soberbia engendre división, del mismo modo que la caridad engendra la unidad. Sin embargo, es la misma madre católica y el pastor que mora en ella quienes buscan a los descarriados; fortalecen a los débiles, curan .a los enfermos y vendan a los heridos, por medio de diversos pastores, aunque unos y otros no se conozcan entre sí. Pero ella sí que los conoce a todos, puesto que con todos está identificada.

Efectivamente, la Iglesia es como una vid que crece y se difunde por doquier; mientras que las ovejas descarriadas son como sarmientos inútiles, cortados a causa de su esterilidad por la hoz del labrador, no para destruir la vid, sino para purificarla. Los sarmientos aquellos, allí donde fueron podados, allí se quedan. La vid, en cambio, sigue creciendo por todas partes, sin ignorar ni uno solo de los sarmientos que permanecen en ella, de los que junto a ella quedaron podados.

Por eso, precisamente, sigue llamando a los alejados, ya que el Apóstol dice de las ramas arrancadas: Dios tiene poder para injertarlos de nuevo. Lo mismo si te refieres a las ovejas que se alejaron del rebaño, que si piensas en las ramas arrancadas de la vid, Dios no es menos capaz de volver a llamar a las unas y de volver a injertar a las otras, porque él es el supremo pastor, el verdadero labrador. Mis ovejas se dispersaron por toda la tierra, sin que nadie, de aquellos malos pastores, las buscase siguiendo su rastro.

Por eso, pastores, escuchad la palabra del Señor: ¡Lo juro por mi vida! —oráculo del Señor—. Fijaos cómo comienza. Es como si Dios jurase con el testimonio de su vida. ¡Lo juro por mi vida! —oráculo del Señor—. Los pastores murieron, pero las ovejas están seguras, porque el Señor vive. Por mi vida —oráculo del Señor—. ¿Y quiénes son los pastores que han muerto? Los que buscaban su interés y no el de Cristo. ¿Pero es que llegará a haber y se podrá encontrar pastores que no busquen su propio interés, sino el de Cristo? Los habrá sin duda, se los encontrará con seguridad, ni faltan ni faltarán.

Sobre los pastores (Sermón 46, 18-19: CCL 41, 544-546)

lunes, 16 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Insiste a tiempo y a destiempo

No recogéis a las descarriadas, ni buscáis a las perdidas. En este mundo andamos siempre entre las manos de los ladrones y los dientes de los lobos feroces, y, a causa de estos peligros nuestros, os rogamos que oréis. Además, las ovejas son obstinadas. Cuando se extravían y las buscamos, nos dicen, para su error y perdición, que no tienen nada que ver con nosotros: «¿Para qué nos queréis? ¿Para qué nos buscáis?» Como si el hecho de que anden errantes y en peligro de perdición no fuera precisamente la causa de que vayamos tras de ellas y las busquemos. «Si ando errante —dicen—, si estoy perdida, ¿para qué me quieres? ¿Para qué me buscas?» Te quiero hacer volver precisamente porque andas extraviada; quiero encontrarte porque te has perdido.

«¡Pero si yo quiero andar así, quiero así mi perdición!» ¿De veras así quieres extraviarte, así quieres perderte? Pues tanto menos lo quiero yo. Me atrevo a decirlo, estoy dispuesto a seguir siendo inoportuno. Oigo al Apóstol que dice: Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo.

¿A quiénes insistiré a tiempo, y a quiénes a destiempo? A tiempo, a los que quieren escuchar; a destiempo, a quienes no quieren. Soy tan inoportuno que me atrevo a decir: «Tú quieres extraviarte, quieres perderte, pero yo no quiero». Y, en definitiva, no lo quiere tampoco aquel a quien yo temo. Si yo lo quisiera, escucha lo que dice, escucha su increpación: No recogéis a las descarriadas, ni buscáis a las perdidas. ¿Voy a temerte más a ti que a él mismo? Todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo.

De manera que seguiré llamando a las que andan errantes y buscando a las perdidas. Lo haré, quieras o no quieras. Y, aunque en mi búsqueda me desgarren las zarzas del bosque, no dejaré de introducirme en todos los escondrijos, no dejaré de indagar en todas las matas; mientras el Señor a quien temo me dé fuerzas, andaré de un lado a otro sin cesar. Llamaré mil veces a la errante, buscaré a la que se halla a punto de perecer. Si no quieres que sufra, no te alejes, no te expongas a la perdición. No tiene importancia lo que yo sufra por tus extravíos y tus riesgos. Lo que temo es llegar a matar a la oveja sana, si te descuido a ti. Pues oye lo que se dice a continuación: Matáis las ovejas más gordas. Si echo en olvido a la que se extravía y se expone a la perdición, la que está sana sentirá también la tentación de extraviarse y de ponerse en peligro de perecer.

Sobre los pastores (Sermón 46, 14-15: CCL 41, 541-542)

domingo, 15 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Los cristianos débiles

No fortalecéis a las ovejas débiles, dice el Señor. Se lo dice a los malos pastores, a los pastores falsos, a los pastores que buscan su interés y no el de Jesucristo, que se aprovechan de la leche y la lana de las ovejas, mientras que no se preocupan de ellas ni piensan en fortalecer su mala salud. Pues me parece que hay alguna diferencia entre estar débil, o sea, no firme —ya que son débiles los que padecen alguna enfermedad—, y estar propiamente enfermo, o sea, con mala salud.

Desde luego que estas ideas que nos estamos esforzando por distinguir las podríamos precisar, por nuestra parte, con mayor diligencia, y por supuesto que lo haría mejor cualquier otro que supiera más o fuera más fervoroso; pero, de momento, y para que no os sintáis defraudados, voy a deciros lo que siento, como comentario a las palabras de la Escritura. Es muy de temer que al que se encuentra débil no le sobrevenga una tentación y le desmorone. Por su parte, el que está enfermo es ya esclavo de algún deseo que le está impidiendo entrar por el camino de Dios y someterse al yugo de Cristo.

Pensad en esos hombres que quieren vivir bien, que han determinado ya vivir bien, pero que no se hallan tan dispuestos a sufrir males, como están preparados a obrar el bien. Sin embargo, la buena salud de un cristiano le debe llevar no sólo a realizar el bien, sino también a soportar el mal. De manera que aquellos que dan la impresión de fervor en las buenas obras, pero que no se hallan dispuestos o no son capaces de sufrir los males que se les echan encima, son en realidad débiles. Y aquellos que aman el mundo y que por algún mal deseo se alejan de las buenas obras, éstos están delicados y enfermos, puesto que, por obra de su misma enfermedad, y como si se hallaran sin fuerza alguna, son incapaces de ninguna obra buena.

En tal disposición interior se encontraba aquel paralítico al que, como sus portadores no podían introducirle ante la presencia del Señor, hicieron un agujero en el techo, y por allí lo descolgaron. Es decir, para conseguir lo mismo en lo espiritual, tienes que abrir efectivamente el techo y poner en la presencia del Señor el alma paralítica, privada de la movilidad de sus miembros y desprovista de cualquier obra buena, gravada además por sus pecados y languideciendo a causa del morbo de su concupiscencia. Si, efectivamente, se ha alterado el uso de todos sus miembros y hay una auténtica parálisis interior, si es que quieres llegar hasta el médico —quizás el médico se halla oculto, dentro de ti: este sentido verdadero se halla oculto en la Escritura—, tienes que abrir el techo y depositar en presencia del Señor al paralítico, dejando a la vista lo que está oculto.

En cuanto a los que no hacen nada de esto y descuidan hacerlo, ya habéis oído las palabras que les dirige el Señor: No curáis a las enfermas, ni vendáis sus heridas; ya lo hemos comentado. Se hallaba herida por el miedo a la prueba. Había algo para vendar aquella herida; estaba aquel consuelo: Fiel es Dios, y no permitirá él que la prueba supere vuestras fuerzas. No, para que sea posible resistir, con la prueba dará también la salida.

San Agustín de Hipona
Sobre los pastores (Sermón 46, 13: CCL 41, 539-540)

sábado, 14 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Ofrece el alivio de la consolación

El Señor, dice la escritura, castiga a sus hijos preferidos. Y tú te atreves a decir: «Quizás seré una excepción». Si eres una excepción en el castigo, quedarás igualmente exceptuado del número de los hijos. «¿Es cierto —preguntarás— que castiga a cualquier hijo?» Cierto que castiga a cualquier hijo, y del mismo modo que a su Hijo único. Aquel Hijo, que había nacido de la misma substancia del Padre, que era igual al Padre por su condición divina, que era la Palabra por la que había creado todas las cosas, por su misma naturaleza no era susceptible de castigo. Y, precisamente, para no quedarse sin castigo, se vistió de la carne de la especie humana. ¿Con que va a dejar sin castigo al hijo adoptado y pecador, el mismo que no dejó sin castigo a su único Hijo inocente? El Apóstol dice que nosotros fuimos llamados a la adopción. Y recibimos la adopción de hijos para ser herederos junto con el Hijo único, para ser incluso su misma herencia: Pídemelo: te daré en herencia las naciones. En sus sufrimientos, nos dio ejemplo a todos nosotros.

Pero, para que el débil no se vea vencido por las futuras tentaciones, no se le debe engañar con falsas esperanzas, ni tampoco desmoralizarlo a fuerza de exagerar los peligros. Dile: Prepárate para las pruebas, y quizá comience a retroceder, a estremecerse de miedo, a no querer dar un paso hacia adelante. Tienes aquella otra frase: Fiel es Dios, y no permitirá él que la prueba supere vuestras fuerzas. Pues bien, prometer y anunciar las tribulaciones futuras es, efectivamente, fortalecer al débil. Y, si al que experimenta un temor excesivo, hasta el punto de sentirse aterrorizado, le prometes la misericordia de Dios, y no porque le vayan a faltar las tribulaciones, sino porque Dios no permitirá que la prueba supere sus fuerzas, eso es, efectivamente, vendar las heridas.

Los hay, en efecto, que, cuando oyen hablar de las tribulaciones venideras, se fortalecen más, y es como si se sintieran sedientos de la que ha de ser su bebida. Piensan que es poca cosa para ellos la medicina de los fieles y anhelan la gloria de los mártires. Mientras que otros, cuando oyen hablar de las tentaciones que necesariamente habrán de sobrevenirles, aquellas que no pueden menos de sobrevenirle al cristiano, aquellas que sólo quien desea ser verdaderamente cristiano puede experimentar, se sienten quebrantados y claudican ante la inminencia de semejantes situaciones.

Ofréceles el alivio de la consolación, trata de vendar sus heridas. Di: «No temas, que no va a abandonarte en la prueba aquel en quien has creído. Fiel es Dios, y no permitirá él que la prueba supere sus fuerzas». No son palabras mías, sino del Apóstol, que nos dice: Tendréis la prueba que buscáis de que Cristo habla por mí. Cuando oyes estas cosas, estás oyendo al mismo Cristo, estás oyendo al mismo pastor que apacienta a Israel. Pues a él le fue dicho: Nos diste a beber lágrimas, pero con medida. De modo que el salmista, al decir con medida, viene a decir lo mismo que el Apóstol: No permitirá él que la prueba supere vuestras fuerzas. Sólo que tú no has de rechazar al que te corrige y te exhorta, te atemoriza y te consuela, te hiere y te sana.

Sobre los pastores (Sermón 46, 11-12: CCL 41, 538-539)

viernes, 13 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Prepárate para las pruebas

Ya habéis oído lo que los malos pastores aman. Ved ahora lo que descuidan. No fortalecéis a las débiles, ni curáis a las enfermas, ni vendáis a las heridas, es decir, a las que sufren; no recogéis a las descarriadas, ni buscáis las perdidas, y maltratáis brutalmente a las fuertes, destrozándolas y llevándolas a la muerte. Decir que una oveja ha enfermado quiere significar que su corazón es débil, de tal manera que puede ceder ante las tentaciones en cuanto sobrevengan y la sorprendan desprevenida.

El pastor negligente, cuando recibe en la fe a alguna de estas ovejas débiles, no le dice: Hijo mío, cuando te acerques al temor de Dios, prepárate para las pruebas; mantén el corazón firme, sé valiente. Porque quien dice tales cosas, ya está confortando al débil, ya está fortaleciéndole, de forma que, al abrazar la fe, dejará de esperar en las prosperidades de este siglo. Ya que, si se le induce a esperar en la prosperidad, esta misma prosperidad será la que le corrompa; y, cuando sobrevengan las adversidades, lo derribarán y hasta acabarán con él.

Así, pues, el que de esa manera lo edifica, no lo edifica sobre piedra, sino sobre arena. Y la roca era Cristo. Los cristianos tienen que imitar los sufrimientos de Cristo, y no tratar de alcanzar los placeres. Se conforta a un pusilánime cuando se le dice: «Aguarda las tentaciones de este siglo, que de todas ellas te librará el Señor, si tu corazón no se aparta lejos de él. Porque precisamente para fortalecer tu corazón vino él a sufrir, vino él a morir, a ser escupido y coronado de espinas, a escuchar oprobios, a ser, por último, clavado en una cruz. Todo esto lo hizo él por ti, mientras que tú no has sido capaz de hacer nada, no ya por él, sino por ti mismo».

¿Y cómo definir a los que, por temor de escandalizar a aquellos a los que se dirigen, no sólo no los preparan para las tentaciones inminentes, sino que incluso les prometen la felicidad en este mundo, siendo así que Dios mismo no la prometió? Dios predice al mismo mundo que vendrán sobre él trabajos y más trabajos hasta el final, ¿y quieres tú que el cristiano se vea libre de ellos? Precisamente por ser cristiano tendrá que pasar más trabajos en este mundo.

Lo dice el Apóstol: Todo el que se proponga vivir piadosamente en Cristo será perseguido. Y tú, pastor que tratas de buscar tu interés en vez del de Cristo, por más que aquél diga: Todo el que se proponga vivir piadosamente en Cristo será perseguido, tú insistes en decir: «Si vives piadosamente en Cristo, abundarás en toda clase de bienes. Y si no tienes hijos, los engendrarás y sacarás adelante a todos, y ninguno se te morirá». ¿Es ésta tu manera de edificar? Mira lo que haces, y dónde construyes. Aquel a quien tú levantas está sobre arena. Cuando vengan las lluvias y los aguaceros, cuando sople el viento, harán fuerza sobre su casa, se derrumbará, y su ruina será total.

Sácalo de la arena, ponlo sobre la roca; aquel que tú deseas que sea cristiano, que se apoye en Cristo. Que piense en los inmerecidos tormentos de Cristo, que piense en Cristo, pagando sin pecado lo que otros cometieron, que escuche la Escritura que le dice: El Señor castiga a sus hijos preferidos. Que se prepare a ser castigado, o que renuncie a ser hijo preferido.

Sobre los pastores (Sermón 46, 10-11: CCL 41, 536-538)

jueves, 12 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Sé un modelo para los fieles

Después de haber hablado el Señor de lo que estos pastores aman, habla de lo que desprecian. Son muchos los defectos de las ovejas, y las ovejas sanas y gordas son muy pocas, es decir, las que se hallan robustecidas con el alimento de la verdad, alimentándose de buenos pastos por gracia de Dios. Pues bien, aquellos malos pastores no las apacientan. No les basta con no curar a las débiles y enfermas, con no cuidarse de las errantes y perdidas. También hacen todo lo posible por acabar con las vigorosas y cebadas. A pesar de lo cual, siguen viviendo. Siguen viviendo por pura misericordia de Dios. Pero, por lo que toca a los malos pastores, no hacen sino matar. «¿Y cómo matan?», me preguntarás. Matan viviendo mal, dando mal ejemplo. Pues no en vano se le dice a aquel siervo de Dios, que destaca entre los miembros del supremo Pastor: Preséntate en todo como un modelo de buena conducta, y también: Sé un modelo para los fieles.

Porque, la mayor parte de las veces, aun la oveja sana, cuando advierte que su pastor vive mal, aparta sus ojos de los mandatos de Dios y se fija en el hombre, y comienza a decirse en el interior de su corazón: «Si quien está puesto para dirigirme vive así, ¿quién soy yo para no obrar como él obra?» Así el mal pastor mata a la oveja sana. Y si mató a la que estaba fuerte, ¿qué va a ser lo que haga con las otras, si con el ejemplo de su vida acaba de matar a la que él no había fortalecido, sino que la había encontrado ya fuerte y robusta?

Os aseguro, hermanos queridos, que, aunque las ovejas sigan viviendo, y estén firmes en la palabra del Señor, y se atengan a lo que escucharon de sus labios: Haced lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen; sin embargo, quien vive de mala manera a los ojos del pueblo, por lo que a él se refiere, está matando a los que lo ven. Y que no se tranquilice diciéndose que la oveja no ha muerto. Es verdad que no ha muerto, pero él es un homicida. Es lo mismo que cuando un hombre lascivo mira a una mujer con mala intención: aunque ella se mantenga casta, él, en cambio, ha pecado. La palabra de Dios es verdadera e inequívoca: El que mira a una mujer casada, deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior. No ha penetrado hasta su habitación, pero la ha deseado en su propia habitación interior.

Así, pues, todo aquel que vive mal a la vista de quienes son sus subordinados, por lo que a él toca, mata hasta a los fuertes. Quien lo imita muere, mientras que quien no lo imita vive. Pero él, por su parte, ha matado a ambos. Matáis las más gordas —dice el profeta— y, las ovejas, no las apacentáis.

Sobre los pastores (Sermón 46, 9: CCL 41, 535-536)

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Martín, pobre y humilde

Martín conoció con mucha antelación su muerte y anunció a sus hermanos la proximidad de la disolución de su cuerpo. Entretanto, por una determinada circunstancia, tuvo que visitar la diócesis de Candes. Existía en aquella Iglesia una desavenencia entre los clérigos, y, deseando él poner paz entre ellos, aunque sabía que se acercaba su fin, no dudó en ponerse en camino, movido por este deseo, pensando que si lograba pacificar la Iglesia sería éste un buen colofón a su vida.

Permaneció por un tiempo en aquella población o comunidad, donde había establecido su morada. Una vez restablecida la paz entre los clérigos, cuando ya pensaba regresar a su monasterio, de repente empezaron a faltarle las fuerzas; llamó entonces a los hermanos y les indicó que se acercaba el momento de su muerte. Ellos, todos a una, empezaron a entristecerse y a decirle entre lágrimas:

«¿Por qué nos dejas, padre? ¿A quién nos encomiendas en nuestra desolación? Invadirán tu grey lobos rapaces; ¿quién nos defenderá de sus mordeduras, si nos falta el pastor? Sabemos que deseas estar con Cristo, pero una dilación no hará que se pierda ni disminuya tu premio; compadécete más bien de nosotros, a quienes dejas».

Entonces él, conmovido por este llanto, lleno como estaba siempre de entrañas de misericordia en el Señor, se cuenta que lloró también; y, vuelto al Señor, dijo tan sólo estas palabras en respuesta al llanto de sus hermanos:

«Señor, si aún soy necesario a tu pueblo, no rehúyo el trabajo; hágase tu voluntad».

¡Oh varón digno de toda alabanza, nunca derrotado por las fatigas ni vencido por la tumba, igualmente dispuesto a lo uno y a lo otro, que no tembló ante la muerte ni rechazó la vida! Con los ojos y las manos continuamente levantados al cielo, no cejaba en la oración; y como los presbíteros que por entonces habían acudido a él le rogasen que aliviara un poco su cuerpo cambiando de posición, les dijo:

«Dejad, hermanos, dejad que mire al cielo y no a la tierra, y que mi espíritu, a punto ya de emprender su camino, se dirija al Señor».

Dicho esto, vio al demonio cerca de él, y le dijo:

«¿Por qué estas aquí, bestia feroz? Nada hallarás en mí, malvado; el seno de Abrahán está a punto de acogerme».

Con estas palabras entregó su espíritu al cielo. Martín, lleno de alegría, fue recibido en el seno de Abrahán; Martín, pobre y humilde, entró en el cielo, cargado de riquezas.

Carta 3 (6.9-10.11.14-17.21: SC 133, 336-344)

martes, 10 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

El ejemplo de Pablo

En una ocasión en que Pablo se encontraba en una gran indigencia, preso por la confesión de la verdad, los hermanos le enviaron con qué remediar su indigente necesidad. El les dio las gracias y les dijo: Al socorrer mis necesidades, habéis obrado bien. Yo he aprendido a arreglarme en toda circunstancia. Sé vivir en pobreza y abundancia. Todo lo puedo en aquel que me conforta. En todo caso, hicisteis bien en compartir mi tribulación.

Porque trataba de darles a entender lo que se proponía, a propósito del bien que ellos habían hecho, y no quería ser entre ellos uno de esos que se apacientan a sí mismos en vez de a las ovejas; por eso, más que alegrarse de que hubiesen acudido a remediar su necesidad, quiso congratularse de su fecundidad en buenas obras. ¿Qué era entonces lo que pretendía? No es que yo busque regalos, busco que los intereses se acumulen en vuestra cuenta. «Y no para quedar yo repleto —venía a decirles—, sino para que vosotros no os quedéis desprovistos».

Así, pues, quienes no puedan, como Pablo, sostenerse con el trabajo de sus manos, no duden en aceptar la leche de las ovejas, para sustentarse en sus necesidades, pero que no se olviden de las ovejas débiles. No han de buscar esto como ventaja suya, como si anunciasen el Evangelio para remedio de su pobreza, sino con el fin de poder entregarse a la preparación de la palabra de verdad con la que han de iluminar a los hombres. Pues son como luminarias, según está dicho: Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas; y: No se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.

Si en tu casa se encendiera una lámpara, ¿no le pondrías aceite para que no se apagara? Y si, después de ponerle aceite, la lámpara no alumbrara, no se la colocaría en el candelero, sino que inmediatamente se la tiraría. La necesidad autoriza, pues, a aceptar, y la caridad, a dar los medios necesarios para la subsistencia. Y ello no porque el Evangelio sea algo banal, como si lo recibido como medio de vida por quienes lo anuncian fuera su precio. Si así lo estuvieran vendiendo, lo estarían malvendiendo. En efecto, si el sustento de sus necesidades han de recibirlo del pueblo, el premio de su entrega es de Dios de quien tienen que aguardarlo. Pues el pueblo no puede otorgar la recompensa a quienes le sirven en la caridad del Evangelio. Estos no aguardan su premio sino del mismo Señor, de quien el pueblo espera su salvación.

Entonces, ¿por qué se increpa y acusa a aquellos pastores? Porque, mientras bebían la leche y se vestían con la lana de las ovejas, no se ocupaban de ellas. Buscaban, pues, su interés, no el de Jesucristo.

San Agustín de Hipona
Sobre los pastores (Sermón 46, 4-5 CCL 41, 531-533)

lunes, 9 de noviembre de 2015

Todos, por el bautismo, hemos sido hechos templos de Dios

Hoy, hermanos muy amados, celebramos con gozo y alegría, por la benignidad de Cristo, la dedicación de este templo; pero nosotros debemos ser el templo vivo y verdadero de Dios. Con razón, sin embargo, celebran los pueblos cristianos la solemnidad de la Iglesia madre, ya que son conscientes de que por ella han renacido espiritualmente. En efecto, nosotros, que por nuestro primer nacimiento fuimos objeto de la ira de Dios, por el segundo hemos llegado a ser objeto de su misericordia.

El primer nacimiento fue para muerte; el segundo nos restituyó a la vida.

Todos nosotros, amadísimos, antes del bautismo, fuimos lugar en donde habitaba el demonio; después del bautismo, nos convertimos en templos de Cristo. Y, si pensamos con atención en lo que atañe a la salvación de nuestras almas, tomamos conciencia de nuestra condición de templos verdaderos y vivos de Dios. Dios habita no sólo en templos construidos por hombres ni en casas hechas de piedra y de madera, sino principalmente en el alma hecha a imagen de Dios y construida por él mismo, que es su arquitecto. Por esto, dice el apóstol Pablo: El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros.

Y ya que Cristo, con su venida, arrojó de nuestros corazones al demonio para prepararse un templo en nosotros, esforcémonos al máximo, con su ayuda, para que Cristo no sea deshonrado en nosotros por nuestras malas obras. Porque todo el que obra mal deshonra a Cristo. Como antes he dicho, antes de que Cristo nos redimiera éramos casa del demonio; después hemos llegado a ser casa de Dios, ya que Dios se ha dignado hacer de nosotros una casa para sí.

Por esto, nosotros, carísimos, si queremos celebrar con alegría la dedicación del templo, no debemos destruir en nosotros, con nuestras malas obras, el templo vivo de Dios. Lo diré de una manera inteligible para todos: debemos disponer nuestras almas del mismo modo como deseamos encontrar dispuesta la iglesia cuando venimos a ella.

¿Deseas encontrar limpia la basílica? Pues no ensucies tu alma con el pecado. Si deseas que la basílica esté bien iluminada, Dios desea también que tu alma no esté en tinieblas, sino que sea verdad lo que dice el Señor: que brille en nosotros la luz de las buenas obras y sea glorificado aquel que está en los cielos. Del mismo modo que tú entras en esta iglesia, así quiere Dios entrar en tu alma, como tiene prometido: Habitaré y caminaré con ellos.

San Cesáreo de Arlés
Sermón 229 (1-3: CCL 104, 905-908)

viernes, 6 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Viene el Deseado de todas las naciones

Quiero que sepáis, carísimos hermanos, que así como Dios es todopoderoso por naturaleza, por naturaleza es también benigno y clemente; es extremadamente fuerte y sabio en sus acciones, y rico en misericordia. El solo lo gobierna, rige y conserva todo, y es cariñoso con todas sus criaturas.

Por eso, el Dios benigno y clemente, contemplando la inacabable esclavitud del género humano, con que el antiguo enemigo cruelmente le oprimía, y resuelto como estaba a liberarlo misericordiosamente, lo consuela por medio del profeta, diciendo: Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes. Decid a los cobardes de corazón: «Sed fuertes, no temáis: mirad a vuestro Dios que trae el desquite». Se refiere al yugo de la dura esclavitud, al yugo de la miseria y de la infelicidad, con que le había esclavizado el antiguo enemigo por culpa del primer hombre.

Efectivamente, aquel autor de toda malignidad había tan cruelmente afligido al género humano, que ni la oblación, ni el sacrificio, ni el holocausto de ningún patriarca o profeta había conseguido liberarlo del poder del infierno. Por eso, Isaías, en son de queja, dice: Nuestra justicia era un paño manchado.

Pero, previendo el tiempo de la humana liberación de este durísimo yugo, nuevamente decía el profeta, en son de congratulación: Arrancarán el yugo de tu cuello. También Jeremías preveía que un día el género humano sería liberado del dominio del antiguo enemigo y sometido al servicio de Dios, cuando proclamaba por orden de Dios: Aquel día —oráculo del Señor de los ejércitos romperé el yugo de tu cuello y haré saltar las correas; ya no servirán a extranjeros, servirán al Señor, su Dios, y a David, el rey que les nombraré, es decir, Cristo. David, en efecto, ya había muerto, pero de su linaje había de nacer Cristo. Pues también David fue deseable, puntualizando que fue deseable en su estirpe, prefigurando a aquel de quien canta el profeta, cuando dice: Vendrá el Deseado de todas las naciones, a saber, el Hijo de Dios, que, en espíritu, había sido previamente revelado a los padres del antiguo Testamento.

Beato Martín de León
Sermón 2 en el adviento del Señor (PL 208, 37-39)

jueves, 5 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Cristo, en cuanto Hijo y Señor, se ha convertido en administrador del nuevo Testamento

Se nos ha aparecido el Señor Dios, como leemos en las Escrituras, y por obra suya fue capturado y uncido a la gracia por la fe el rebaño de los que andaban errantes. El era el esperado de las naciones, y por medio de él Dios Padre recondujo a la luz de la verdad a los que se revolcaban en las tinieblas y en la oscuridad de la mente y de la inteligencia. Nos aclaró esto en pocas palabras, cuando dijo Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he cogido de la mano, te he formado, y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos saques a los cautivos de la prisión y de la mazmorra a los que habitan las tinieblas. Así pues, nuestro Señor Jesucristo ha sido puesto por Dios Padre como alianza de su pueblo, me refiero a los israelitas según la carne: a los cuales Dios incluso les renovó la promesa por medio de uno de sus profetas, cuando dijo: Mirad que llegan días —oráculo del Señor— en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva, no como la que hice con vuestros padres.

En efecto, Moisés era el ministro divino de la sombra y del tipo, haciendo las veces de intercesor dentro del marco de sus competencias; Cristo, en cambio, en cuanto Hijo y Señor, se ha convertido en administrador del nuevo Testamento. Y digo nuevo porque nos reconduce a la novedad de una vida santa, porque transforma al hombre, y porque, mediante una vida evangélica, hace del hombre un adorador probado y verdadero. Dios —dice—es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad. Ha sido puesto, pues, como alianza de un pueblo, como luz de las naciones, para que abra los ojos de los ciegos y saque a los cautivos de la prisión. Porque Satanás, príncipe y cabeza de los malvados, había envuelto en tinieblas el corazón de los paganos. Su razonar acabó en vaciedades, y alardeando de sabios, resultaron unos necios que cambiaron la gloria del Dios inmortal por imágenes del hombre mortal, de pájaros, cuadrúpedos y reptiles

Pero nos ha nacido la luz verdadera, esto es, Cristo, como lucero inteligible, como sol de justicia, que, irradiando el esplendor del verdadero conocimiento de Dios, disipó las tinieblas del diabólico error, que envolvían a los habitantes de la tierra, liberando de la cárcel a quienes estaban prisioneros de las inevitables cadenas de sus delitos.

San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 4, Sermón 1: PG 70, 858-859)

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

La renovación ha sido llevada a cabo en Cristo

En Cristo todas las cosas se renovaron. Lo confirma san Pablo, cuando escribe: El que es de Cristo es una criatura nueva: lo antiguo ha pasado. Escribe también a los llamados al nuevo género de vida, es decir, a la vida según el espíritu: Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto. Hemos, pues, sido renovados en Cristo por la santificación, habiendo regresado por él y en él a la antigua belleza de la naturaleza, es decir, de aquella naturaleza que fue plasmada a imagen del que la creó. Y, depuesto el pecado y toda viciosa costumbre, se nos instruye en orden al nuevo género de vida y como echando mano de ciertos rudimentos, nos despojamos de la vieja condición humana corrompida al soplo de las concupiscencias del error, y nos revestimos de la nueva condición, que se va renovando como imagen de su creador.

Por lo demás, en Cristo se operó la reforma y la llamada nueva criatura: novedad que nos viene no de una semilla corruptible, sino de la palabra de Dios viva y permanente. Pues bien, este pueblo, congregado de los cuatro puntos cardinales y que lleva mi nombre, no fue una persona cualquiera, sino que he sido yo el que, por mi gloria, lo he creado, lo he formado, lo he hecho.

Y precisamente en función de la gloria de Dios Padre, nos es lícito hablar del Hijo, pues por él y en él es el Padre gloriosamente exaltado, según aquello: Yo te he glorificado sobre la tierra, como expresamente dice el mismo Hijo. Que quienes creemos en Cristo hemos sido formados por él, lo sabemos con tanta mayor certeza cuanto que somos imagen suya y poseemos la belleza de la naturaleza divina, que resplandece en nuestras almas.

Algo por el estilo dijo también el divino salmista: Quede esto escrito para la generación futura, y el pueblo que será creado alabará al Señor. Y al añadir: Saqué a un pueblo ciego, muestra claramente la superioridad de su poder, realmente admirable y que ningún discurso humano puede explicar. Hubo, efectivamente, un tiempo en que a aquellos cuya mente y cuyo corazón estaban envueltos en la niebla y en el error de la diabólica perversidad, a éstos los convirtió en luminosos y radiantes, naciendo para ellos cual un lucero o como el sol de justicia, y haciendo de ellos no ya hijos de la noche y de las tinieblas, sino más bien de la luz y del día, según la afirmación del sapientísimo Pablo.

Que sacó a un pueblo ciego, no hay mortal que se atreva a dudarlo. Y así como, cuando vivían en el error, estaban envueltos en inmensas y profundas tinieblas, así ahora su naturaleza se revistió de un nuevo esplendor y se convirtió en extraordinariamente blanca y luminosa. Es exactamente lo que dijo Pablo: Si creció el pecado, más desbordante fue la gracia.

San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 4, Sermón 1: PG 70, 891-894)

martes, 3 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Nuestra gloria, posesión y reino es Cristo

Desde el comienzo de los siglos, Cristo padece en todos los suyos. El es, en efecto, el principio y el fin, velado en la ley, revelado en el evangelio, Señor siempre admirable, paciente y triunfante en sus santos: asesinado por el hermano en Abel, ridiculizado por el hijo en Noé, peregrino en Abrahán, ofrecido como víctima en Isaac, puesto a servir en Jacob, vendido en José, expósito y fugitivo en Moisés, lapidado y aserrado en los profetas, lanzado por tierra y mar en los Apóstoles, y frecuentemente matado en las abundantes y variadas cruces de los santos mártires.

Es, pues, él quien todavía hoy sigue soportando nuestros sufrimientos y nuestros dolores, precisamente porque él es el hombre constantemente expuesto por nosotros al dolor, el hombre acostumbrado al sufrimiento, sufrimiento que, sin él, nosotros no podríamos ni sabríamos soportar. Es él —repito— quien todavía hoy, por nosotros y en nosotros, sostiene el mundo, para destruirlo con su paciencia, y así la fuerza se realice en la debilidad. Él es también el que en ti sufre ultrajes, y a él es a quien, en ti, odia el mundo.

Pero demos gracias a aquel que en el juicio sale vencedor, y, como tienes escrito, el Señor triunfa en nosotros cuando, tomando la condición de siervo, consigue para sus siervos la gracia de la libertad. Y esto lo hizo mediante ese misterio de su piedad, por el que tomó la condición de esclavo y se dignó rebajarse hasta la muerte de cruz, para realizar en nuestro corazón, por medio de una humillación visible, aquella celestial sublimación, para nosotros invisible. Considera, pues, de qué altura nos precipitamos desde el principio, y comprenderás que por voluntad de la divina sabiduría y por su bondad somos restituidos a la vida. Efectivamente, en Adán caímos en la soberbia; por eso somos humillados en Cristo, para poder cancelar la antigua culpa con el remedio de la virtud contraria, de modo que los que con la soberbia ofendimos a Dios, le aplaquemos poniéndonos a su servicio.

Alegrémonos, y gocémonos en aquel que nos ha hecho objeto de su lucha y de su victoria, diciendo: Tened valor: yo he vencido al mundo. Y entonces, el invencible peleará por nosotros y vencerá en nosotros. Entonces el príncipe de estas tinieblas será echado fuera, aunque no ciertamente fuera del mundo, sino fuera del hombre, cuando, al penetrar en nosotros la fe, es obligado a salir fuera y dejar libre el puesto a Cristo, cuya presencia pone en fuga al pecado y significa el destierro de la derrotada serpiente.

Que los oradores se guarden para sí su elocuencia, los filósofos su sabiduría, los ricos sus riquezas y los reyes sus reinos; nuestra gloria, posesión y reino es Cristo; nuestra sabiduría está en la locura de la predicación, nuestra fuerza en la debilidad de la carne, nuestra gloria en el escándalo de la cruz, en la cual el mundo está muerto para mí, y yo para el mundo, para así vivir para Dios: pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.

San Paulino de Nola
Carta 38 (3-4.6: CSEL 29, 326-327.329)

lunes, 2 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Muramos con Cristo, y viviremos con él

Vemos que la muerte es una ganancia, y la vida un sufrimiento. Por esto, dice san Pablo: Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir. Cristo, a través de la muerte corporal, se nos convierte en espíritu de vida. Por tanto, muramos con él, y viviremos con él.

En cierto modo, debemos irnos acostumbrando y disponiendo a morir, por este esfuerzo cotidiano que consiste en ir separando el alma de las concupiscencias del cuerpo, que es como irla sacando fuera del mismo para colocarla en un lugar elevado, donde no puedan alcanzarla ni pegarse a ella los deseos terrenales, lo cual viene a ser como una imagen de la muerte, que nos evitará el castigo de la muerte. Porque la ley de la carne está en oposición a la ley del espíritu e induce a ésta a la ley del error. ¿Qué remedio hay para esto? «¿Quién me librará de este cuerpo presa de la muerte? Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias.

Tenemos un médico, sigamos sus remedios. Nuestro remedio es la gracia de Cristo, y el cuerpo presa de la muerte es nuestro propio cuerpo. Por lo tanto, emigremos del cuerpo, para no vivir lejos del Señor; aunque vivimos en el cuerpo, no sigamos las tendencias del cuerpo ni obremos en contra del orden natural, antes busquemos con preferencia los dones de la gracia.

¿Qué más diremos? Con la muerte de uno solo fue redimido el mundo. Cristo hubiese podido evitar la muerte, si así lo hubiese querido; mas no la rehuyó como algo inútil, sino que la consideró como el mejor modo de salvarnos. Y, así, su muerte es la vida de todos.

Hemos recibido el signo sacramental de su muerte, anunciamos y proclamamos su muerte siempre que nos reunimos para ofrecer la eucaristía; su muerte es una victoria, su muerte es sacramento, su muerte es la máxima solemnidad anual que celebra el mundo.

¿Qué más podremos decir de su muerte, si el ejemplo de Cristo nos demuestra que ella sola consiguió la inmortalidad y se redimió a sí misma? Por esto, no debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación para todos; no debemos rehuirla, puesto que el Hijo de Dios no la rehuyó ni tuvo en menos el sufrirla.

Además, la muerte no formaba parte de nuestra naturaleza, sino que se introdujo en ella; Dios no instituyó la muerte desde el principio, sino que nos la dio como un remedio. En efecto, la vida del hombre, condenada, por culpa del pecado, a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de lástima: era necesario dar fin a estos males, de modo que la muerte restituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia.

Nuestro espíritu aspira a abandonar las sinuosidades de esta vida y los enredos del cuerpo terrenal y llegar a aquella asamblea celestial, a la que sólo llegan los santos, para cantar a Dios aquella alabanza que, como nos dice la Escritura, le cantan al son de la cítara: Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de los siglos! ¿Quien no temerá, Señor, y glorificará tu nombre? Porque tú solo eres santo, porque vendrán todas las naciones y se postrarán en tu acatamiento; y también para contemplar, Jesús, tu boda mística, cuando la esposa, en medio de la aclamación de todos, será transportada de la tierra al cielo— a ti acude todo mortal, libre ya de las ataduras de este mundo y unida al espíritu.

Este deseo expresaba, con especial vehemencia, el salmista, cuando decía: Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida y gozar de la dulzura del Señor.

San Ambrosio de Milán
Libro 2 sobre la muerte de su hermano Sátiro (40.41.46.47.132.133)

domingo, 1 de noviembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Apresurémonos hacia los hermanos que nos esperan

¿De qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta misma solemnidad que celebramos? ¿De qué les sirven los honores terrenos, si reciben del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente el Hijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que, al pensar en ellos, se enciende en mí un fuerte deseo.

El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires, con la asociación de los confesores, con el coro de las vírgenes; para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de los primogénitos, y nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos atención.

Despertémonos, por fin, hermanos; resucitemos con Cristo, busquemos los bienes de arriba, pongamos nuestro corazón en los bienes del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye peligro alguno el anhelo de compartir su gloria.

El segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los santos es que, como a ellos, también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también nosotros con él, revestidos de gloria. Entretanto, aquel que es nuestra cabeza se nos representa no tal como es, sino tal como se hizo por nosotros, no coronado de gloria, sino rodeado de las espinas de nuestros pecados. Teniendo a aquel que es nuestra cabeza coronado de espinas, nosotros, miembros suyos, debemos avergonzarnos de nuestros refinamientos y de buscar cualquier púrpura que sea de honor y no de irrisión. Llegará un día en que vendrá Cristo, y entonces ya no se anunciará su muerte, para recordarnos que también nosotros estamos muertos y nuestra vida está oculta con él. Se manifestará la cabeza gloriosa y, junto con él, brillarán glorificados sus miembros, cuando transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante a la cabeza, que es él.

Deseemos, pues, esta gloria con un afán seguro y total. Mas, para que nos sea permitido esperar esta gloria y aspirar a tan gran felicidad, debemos desear también, en gran manera, la intercesión de los santos, para que ella nos obtenga lo que supera nuestras fuerzas.

Sermón 2 (Opera omnia, ed. Cister. 5, 1968, 364-368)