jueves, 31 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Me llamaste Señor


Tú, Señor, me sacaste de los lomos de mi padre; tú me formaste en el vientre de mi madre; tú me diste a luz niño y desnudo, puesto que las leyes de la naturaleza siguen tu mandatos.
Con la bendición del Espíritu Santo preparaste mi creación y mi existencia, no por voluntad de varón, ni por deseo carnal, sino por una gracia tuya inefable. Previniste mi nacimiento con un cuidado superior al de las leyes naturales; pues me sacaste a la luz adoptándome como hijo tuyo y me contaste entre los hijos de tu Iglesia santa e inmaculada.
Me alimentaste con la leche espiritual de tus divinas enseñanzas. Me nutriste con el vigoroso alimento del cuerpo de Cristo, nuestro Dios, tu santo Unigénito, y me embriagaste con el cáliz divino, o sea, con su sangre vivificante, que él derramó por la salvación de todo el mundo.
Porque tú, Señor, nos has amado y has entregado a tu único y amado Hijo para nuestra redención, que él aceptó voluntariamente, sin repugnancia; más aún, puesto que él mismo se ofreció, fue destinado al sacrificio como cordero inocente, porque, siendo Dios, se hizo hombre y con su voluntad humana se sometió, haciéndose obediente a ti, Dios, su Padre, hasta la muerte, y una muerte de cruz.
Así, pues, oh Cristo, Dios mío, te humillaste para cargarme sobre tus hombros, como oveja perdida, y me apacentaste en verdes pastos; me has alimentado con las aguas de la verdadera doctrina por mediación de tus pastores, a los que tú mismo alimentas para que alimenten a su vez a tu grey elegida y excelsa.
Por la imposición de manos del obispo, me llamaste para servir a tus hijos. Ignoro por qué razón me elegiste; tú solo lo sabes.
Pero tú, Señor, aligera la pesada carga de mis pecados, con los que gravemente te ofendí; purifica mi corazón y mi mente. Condúceme por el camino recto, tú que eres una lámpara que alumbra.
Pon tus palabras en mis labios; dame un lenguaje claro y fácil, mediante la lengua de fuego de tu Espíritu, para que tu presencia siempre vigile.
Apaciéntame, Señor, y apacienta tú conmigo, para que mi corazón no se desvíe a derecha ni izquierda, sino que tu Espíritu bueno me conduzca por el camino recto y mis obras se realicen según tu voluntad hasta el último momento.
Y tú, cima preclara de la más íntegra pureza, excelente congregación de la Iglesia, que esperas la ayuda de Dios, tú, en quien Dios descansa, recibe de nuestras manos la doctrina inmune de todo error, tal como nos la transmitieron nuestros Padres, y con la cual se fortalece la Iglesia.

De la Declaración de la fe, de san Juan Damasceno, Cap. 1: PG 95, 417-419

miércoles, 30 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


¿Cómo podemos complacermos en la injusticia?


Pero indaguemos todavía cómo es que siendo muchas las prerrogativas de Cristo —de él se dice que es la sabiduría, la virtud, la justicia, la palabra, la verdad, la vida—, el Apóstol haga especialísima mención de la resurrección de Cristo como apoyo de nuestra fe. Pues en otro sitio dices el Apóstol que Dios nos ha resucitado con Cristo y nos ha sentado en el cielo con él.

Lo que quiere decirnos es esto: Si creéis que Cristo ha resucitado de entre los muertos, creed que también vosotros habéis resucitado juntamente con él; y si creéis que en el cielo está sentado a la derecha del Padre, creeos también vosotros mismos colocados no ya en la tierra, sino en los cielos; y si creéis que habéis muerto con Cristo, creed que viviréis juntamente con él; y si creéis que Cristo murió al pecado y vive para Dios, estad también vosotros muertos al pecado y vivid para Dios. Esto es lo que con autoridad apostólica atestigua diciendo: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra; pues el que esto hace, con su misma conducta confiesa creer en el que resucitó a nuestro Señor Jesucristo de entre los muertos, y a éste sí que la fe se le cuenta en su haber.

Pues resulta imposible que quien retenga en sí aunque sea sólo una mínima dosis de injusticia, la justicia se le cuente en su haber, aun cuando crea en el que resucitó al Señor Jesús de entre los muertos. Pues la injusticia nada puede tener en común con la justicia, como tampoco la luz con las tinieblas, la vida con la muerte. Así pues, a los que creyendo en Cristo no se despojan del hombre viejo, con sus obras injustas, la fe no se les puede contar en su haber.

De igual modo podemos decir, que como al injusto no se le puede contar la justicia en su haber, lo mismo ocurre con el impío, mientras no se despoje de la inveterada costumbre del vicio y se revista del hombre nuevo, que se va renovando como imagen de su Creador, hasta llegar a conocerlo. Por eso, hablando del Señor Jesús, añade: Que fue entregado –dice– por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación. Con lo cual quiere darnos a entender que hemos de detestar y rechazar todo aquello por lo que Cristo fue entregado.

Y si estamos convencidos de que fue entregado por nuestros pecados, ¿cómo no considerar como enemigo y contrario todo pecado, teniendo en cuenta que fue el pecado el que entregó a Cristo a la muerte? Ya que si en lo sucesivo mantenemos cualquier tipo de comunión o amistad con el pecado, estaríamos diciendo que nos importa un bledo la muerte de Cristo, aliándonos y secundando lo que él combatió y venció.

Y si estoy convencido de esto, ¿cómo es que amo lo que a Cristo le llevó a la muerte? Si estoy convencido de que Cristo resucitó para la justificación, ¿cómo puedo complacerme en la injusticia? Así pues, Cristo justifica solamente a quienes, a ejemplo de su resurrección, inician una vida nueva y deponen los antiguos hábitos de la injusticia y de la iniquidad, que son los causantes de su muerte.

Orígenes, Comentario sobre la carta a los Romanos (Lib 4, 7: PG 14, 985-986)

martes, 29 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


El sufrimiento cambia el mundo


A los que llamó, los justificó. Los justificó por el baño regenerador. A los que justificó, los glorificó. Los glorificó por la gracia, por la adopción. ¿Cabe decir más? Que es como si dijera: No me hables más de peligros ni de insidias tramadas por todos. Pues si es verdad que hay quienes' no tienen fe en los bienes futuros, no pueden negar sin embargo la evidencia de los bienes ya recibidos: por ejemplo, el amor que Dios te ha mostrado, la justificación, la gloria.

Y todo esto se te ha concedido en atención a lo que parecía molesto: y todo aquello que tú considerabas deshonroso: cruz, las torturas, las cadenas, fue lo que restableció el orden en todo el mundo. Y así como él se sirvió de su pasión, es decir de aquello que se presentaba como sufrimiento, para restablecer la libertad y la salvación de toda la naturaleza humana, así obra contigo: cuando sufres, se sirve de este sufrimiento para tu salvación y para tu gloria.

Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? ¿Quién no está contra nosotros?, se pregunta. Pues hemos de admitir que todo el mundo, dictadores, pueblos, parientes y conciudadanos están contra nosotros. Sin embargo, todos esos que están contra nosotros están tan lejos de hacernos mal que hasta son agentes involuntarios de nuestras victorias y de los beneficios mil que nos vienen, pues la sabiduría de Dios troca sus asechanzas en salvación y gloria para nosotros.

¿Ved cómo nadie está contra nosotros? Pues lo que más renombre dio a Job fue precisamente que el diablo en persona tomó las armas contra él: se valió contra él de sus amigos, de su esposa, de las llagas, de los criados, urdiendo contra él mil otras maquinaciones. Y no obstante no le sucedió ningún mal. Si bien todo esto, con ser una gran cosa, no es la mayor: lo realmente extraordinario es que todo esto se trocó en bien y en una ganancia. Como Dios estaba de su parte, todo lo que parecía conspirar contra él, cedía en favor suyo.

Les pasó lo mismo a los apóstoles: judíos, paganos, falsos hermanos, príncipes, pueblos, hambre, pobreza y otras muchas cosas se pusieron en contra suya. Pero nada pudo contra ellos. Y lo más maravilloso era que todo esto les hacía más espléndidos, ilustres y dignos de alabanza ante Dios y los hombres. Por eso dice: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?

Y no contento con lo dicho, te pone en seguida ante la mayor prueba de amor de Dios para con nosotros, prueba sobre la que insiste una y otra vez: la muerte del Hijo. No sólo —dice— nos justificó, nos glorificó y nos predestinó a ser imagen suya, sino que no perdonó a su Hijo por ti. Por eso añadió: El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Cómo podrá abandonarnos quien por nosotros no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros? Piensa en el gran peso de bondad que supone no perdonar asu propio Hijo, sino entregarlo y entregarlo por todos, por los hombres viles, ingratos, enemigos y blasfemos. ¿cómo no nos dará todo con él? Es como decir: si nos ha dado a su Hijo, y no sólo nos lo ha dado, sino que lo entregó a la muerte, ¿cómo puedes dudar de lo demás, si has recibido al Señor? ¿Cómo puedes abrigar dudas respecto a las posesiones, poseyendo al Señor?

San Juan Crisóstomo, Homilía 15 sobre la carta a los Romanos (2: PG 60, 542-543)

lunes, 28 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


En la cruz hallamos el ejemplo de todas las virtudes


¿Era necesario que el Hijo de Dios padeciera por nosotros? Lo era, ciertamente, y por dos razones fáciles de deducir: la una, para remediar nuestros pecados; otra, para darnos ejemplo de cómo hemos de obrar.

Para remediar nuestros pecados, en efecto, porque en la pasión de Cristo encontramos el remedio contra todos los males que nos sobrevienen a causa del pecado.

La segunda razón tiene también su importancia, ya que la pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida. Pues todo aquel que quiera llevar una vida perfecta no necesita hacer otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y apetecer lo que Cristo apeteció. En la cruz hallamos el ejemplo de todas las virtudes.

Si buscas un ejemplo de amor: Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos. Esto es lo que hizo Cristo en la cruz. Y, por esto, si él entregó su vida por nosotros, no debemos considerar gravoso cualquier mal que tengamos que sufrir por él.

Si buscas un ejemplo de paciencia, encontrarás el mejor de ellos en la cruz. Dos cosas son las que nos da la medida de la paciencia: sufrir pacientemente grandes males, o sufrir, sin rehuirlos, unos males que podrían evitarse. Ahora bien, Cristo, en la cruz, sufrió grandes males y los soportó pacientemente, ya que en su pasión no profería amenazas; como cordero llevado al matadero, enmudecía y no abría la boca. Grande fue la paciencia de Cristo en la cruz: Corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia.

Si buscas un ejemplo de humildad, mira al crucificado: él, que era Dios, quiso ser juzgado bajo el poder de Poncio Pilato y morir.

Si buscas un ejemplo de obediencia, imita a aquel que se hizo obediente al Padre hasta la muerte: Si por la desobediencia de uno –es decir, de Adán– todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos se convertirán en justos.

Si buscas un ejemplo de desprecio de las cosas terrenales, imita a aquel que es Rey de reyes y Señor de señores, en quien están encerrados todos los tesoros del saber y el conocer, desnudo en la cruz, burlado, escupido, flagelado, coronado de espinas, a quien finalmente, dieron a beber hiel y vinagre.

No te aficiones a los vestidos y riquezas, ya que se repartieron mis ropas; ni a los honores, ya que él experimentó las burlas y azotes; ni a las dignidades, ya que le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado; ni a los placeres, ya que para mi sed me dieron vinagre.

Santo Tomás de Aquino, Conferencia 6 sobre el Credo

domingo, 27 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Hoy habla el Señor


"Jesús volvió a Galilea, con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan"(Lc 4, 14-15).

Cuando lees: Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan, cuida de no juzgarlos dichosos únicamente a ellos, creyéndote privado de doctrina. Porque si es verdad lo que está escrito, el Señor no hablaba sólo entonces en las sinagogas de los judíos, sino que hoy, en esta reunión, habla el Señor. Y no sólo en ésta, sino también en cualquiera otra asamblea y en toda la tierra enseña Jesús, buscando los instrumentos adecuados para transmitir su enseñanza. ¡Orad para que también a mí me encuentre dispuesto y apto para ensalzarlo!

"Después fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido"(Lc 4, 16-18). No fue mera casualidad, sino providencia de Dios, el que, desenrollando el libro, diera con el capítulo de Isaías que hablaba proféticamente de él. Pues si, como está escrito, ni un solo gorrión cae en el lazo sin que lo disponga vuestro Padre (Mt 10, 29) y si los cabellos de la cabeza de los apóstoles están todos contados (Lc 12, 7), posiblemente tampoco el hecho de que diera precisamente con el libro del profeta Isaías y concretamente no con otro pasaje, sino con éste, que subraya el misterio de Cristo: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido (Is 61, 1)—no olvidemos que es el mismo Cristo quien proclama este texto—, hay que pensar que no sucedió porque sí o fue producto del juego de la casualidad, sino que ocurrió de acuerdo con la economía y la providencia divina.

Terminada la lectura, Jesús, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó . Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él (Lc 4, 20). También ahora, en esta sinagoga, en esta asamblea, podéis —si así lo deseáis— fijar los ojos en el Salvador. Desde el momento mismo en que tú dirijas la más profunda mirada de tu corazón a la Sabiduría, a la Verdad y al Unigénito de Dios, para sumergirte en su contemplación, tus ojos están fijos en Jesús. ¡Dichosa la asamblea, de la que la Escritura atestigua que los ojos de todos estaban fijos en él! ¡Qué no daría yo porque esta asamblea mereciera semejante testimonio, de modo que los ojos de todos: catecúmenos y fieles, hombres, mujeres y niños, tuvieran en Jesús fijos los ojos! Y no los ojos del cuerpo, sino los del alma. En efecto, cuando vuestros ojos estuvieren fijos en él, su luz y su mirada harán más luminosos vuestros rostros, y podréis decir: "La luz de tu rostro nos ha marcado, Señor" (Sal 4, 7). A él corresponde la gloria y el poder por los siglos de los siglos Amén.

Orígenes, Homilía 32 sobre el evangelio de san Lucas (2-6: SC 87, 386-392)

sábado, 26 de enero de 2013

El que sabe mis pensamientos y los guarda, ése me ama"


¡Oh Señor Jesús, qué gran suavidad en el amarte, cuánta tranquilidad en la suavidad, y cuánta seguridad en la tranquilidad! No yerra la elección del que te ama, pues nada hay mejor que tú; ni la esperanza falla, pues nada se ama con mayor provecho. No hay miedo a excederse en la medida, pues la medida de amarte es amarte sin medida. No cabe el temor a la muerte que roba la mundana amistad, pues la vida no muere. En amarte no hay lugar a la ofensa, que no existe si no se desea más que el amor. No se insinúa suspicacia alguna, pues juzgas según el testimonio de tu propia conciencia. Aquí mora la suavidad, pues se excluye el temor. Aquí reina la tranquilidad, pues se mantiene a raya la ira. Aquí se goza de seguridad, pues se desprecia el mundo.

Al oír esto, alma mía, has de ser como un cacharro inútil, de modo que desconfiando de ti misma y poniendo toda tu confianza en Dios, no sepas vivir para ti misma, sino para el que por ti murió y resucitó. ¡Quién me diera embriagarme con esta copa de salvación, sentir este sopor invadiendo mi alma, adormilarme con este suavísimo letargo, para que amando al Señor mi Dios con todo mi corazón, con toda mi alma, con todo mi ser, nunca busque mi interés sino el de Jesucristo! ¡Amando al prójimo como a mí mismo, no busque mi provecho, sino el provecho del otro! ¡Oh Verbo plenificante, devorado por la justicia, Verbo de caridad, Verbo de la perfección consumada, Verbo de la dulzura! ¡Oh Verbo plenificante, al que nada puede faltarle! ¡Oh Verbo, compendio de la ley entera y de los profetas!

Quién sea el feliz poseedor de un tal amor, lo declara abiertamente la Verdad cuando dice: "El que sabe mis pensamientos y los guarda, ése me ama"(Jn 14, 21). Así pues, quien conserva los mandamientos de Dios en la memoria y los observa en la vida; quien los lleva en la boca y los pone por obra; quien los acoge escuchando y los observa operando; o quien los observa operando y los observa perseverando  ése ama a Dios. El amor hay que demostrarlo en las obras, para que el nombre no esté desposeído de contenido.

Conviene saber que el amor de Dios no se valora atendiendo a los sentimientos momentáneos, sino más bien por la calidad estable de la propia voluntad. Pues el hombre debe sintonizar su voluntad con la voluntad de Dios, de suerte que cuanto la voluntad divina ordenare lo acepte de buen grado la voluntad humana. Así no se registrarán ni diversidad ni contraposición de opiniones, no se preguntará por qué esto o aquello, sino que la razón última de actuar es el convencimiento de que así lo quiere Dios. Esto es amar a Dios de verdad. Pues la misma voluntad se ha identificado con el amor. Y lo mismo da decir buenas o malas voluntades que buenos o malos amores.

De aquí que esta voluntad habrá que cualificarla de acuerdo con un doble criterio: la acción y la pasión. Esto es, si soporta pacientemente lo que Dios mandare o permitiere y cumple con fervor cuanto le ordenare. Cualquier voluntad en sintonía con la voluntad de Dios soporta pacientemente lo que Dios mandare y ejecuta fervorosamente lo que le ordenare. De éste se puede afirmar que ama a Dios con todas sus fuerzas.

Pero como quiera, Señor Dios, que nadie por sus propias fuerzas o por sus méritos y sin tu gracia, es capaz de sintonizar con tu voluntad o de amarte, nos vemos precisados a implorar el auxilio de tu gracia con una intensa y continuada insistencia.

san Elredo de Rievaulx, Sermón sobre el amor de Dios (CCL CM 1, 243-244)

viernes, 25 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Creer y sentir que creemos


Confesamos que la doctrina que Cristo enseñó a sus discípulos al confiarles el misterio del amor, es el fundamento y la raíz de una fe firme y salutífera, y creemos no haber nada más sublime, más seguro ni más cierto que esta tradición.

La doctrina del Señor es ésta: "Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19). Con el don de la santísima Trinidad, participan de su poder vivificante cuantos renacen de la muerte a la vida eterna, y el don de la fe les hace dignos de esta gracia. Por lo mismo, queda imperfecta la gracia si en el bautismo que confiere la salvación es omitido uno de los nombres de la santísima Trinidad, no importa cuál. De hecho, el sacramento de la regeneración no puede correctamente conferirse sólo en el nombre del Padre y del Hijo sin el Espíritu Santo; y si es silenciado el Hijo, el bautismo no podrá otorgarnos la vida perfecta mencionando sólo al Padre y al Espíritu Santo. La misma gracia de la resurrección no alcanza su perfección en el Padre y el Hijo, si se omite el Espíritu Santo. Por consiguiente, toda la esperanza y seguridad de la salvación de nuestras almas se cimenta en las tres Personas que nos son conocidas bajo estos nombres. Creemos en el Padre de nuestro Señor Jesucristo, fuente de la vida; creemos en el Hijo unigénito del Padre, autor de la vida según enseña el Apóstol (Hch 3, 13); creemos en el Espíritu Santo de Dios, del cual dice el Señor: "El Espíritu es quien da vida" (Jn 6, 63).

Ahora bien: como a nosotros, redimidos de la muerte, se nos da en el santo bautismo la gracia de la inmortalidad mediante la fe en el Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo, apoyados en esta convicción creamos que nada servil, creado o indigno de la majestad del Padre puede hallarse en la Trinidad. Una es la vida que hemos recibido por la fe en la santísima Trinidad: emana del Señor, Dios del universo como de su principio fontal, el Hijo la comunica y llega a su plenitud por obra del Espíritu Santo.

En fuerza de esta seguridad y convicción fuimos bautizados según nos fue mandado: creamos de acuerdo con nuestro bautismo y sintamos como creemos, de suerte que no haya discrepancia alguna entre bautismo, fe y modo de sentir respecto del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Gregorio de Nisa, Carta 6 (PG 46, 1030-1031)

jueves, 24 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Cristo se ofreció a sí mismo por nosotros


Señor, el verdadero mediador que por tu secreta misericordia revelaste a los humildes, y lo enviaste para que con su ejemplo aprendiesen la misma humildad, ese mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, apareció en una condición que lo situaba entre los pecadores mortales y el Justo inmortal: pues era mortal en cuanto hombre, y era justo en cuanto Dios. Y así, puesto que la justicia origina la vida y la paz, por medio de esa justicia que le es propia en cuanto que es Dios destruyó la muerte de los impíos al justificarlos, esa muerte que se dignó tener en común con ellos.

¡Oh, cómo nos amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu Hija único, sino que lo entregaste por nosotros, que éramos impíos! ¡Cómo nos amaste a nosotros, por quienes tu Hijo no hizo alarde de ser igual a ti, al contrario, se rebajó hasta someterse a una muerte de cruz! Siendo como era el único libre entre los muertos, tuvo poder para entregar su vida y tuvo poder para recuperarla. Por nosotros se hizo ante ti vencedor y víctima: vencedor, precisamente por ser víctima; por nosotros se hizo ante ti sacerdote y sacrificio: sacerdote, precisamente del sacrificio que fue él mismo. Siendo tu Hijo, se hizo nuestro servidor, y nos transformó, para ti, de esclavos en hijos.

Con razón tengo puesta en él la firme esperanza de que sanarás todas mis dolencias por medio de él, que está sentado a tu diestra y que intercede por nosotros; de otro modo desesperaría. Porque muchas y grandes son mis dolencias; sí, son muchas y grandes, aunque más grande es tu medicina. De no haberse tu Verbo hecho carne y habitado entre nosotros, hubiéramos podido juzgarlo apartado de la naturaleza humana y desesperar de nosotros.

Aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mis miserias, había meditado en mi corazón y decidido huir a la soledad; mas tú me lo prohibiste y me tranquilizaste, diciendo: Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió por ellos.

He aquí, Señor, que ya arrojo en ti mi cuidado, a fin de que viva y pueda contemplar las maravillas de tu voluntad. Tú conoces mi ignorancia y mi flaqueza: enséñame y sáname. Tu Hijo único, en quien están encerrados todos los tesoros del saber y del conocer, me redimió con su sangre. No me opriman los insolentes; que yo tengo en cuenta mi rescate, y lo como y lo bebo y lo distribuyo y, aunque pobre, deseo saciarme de él en compañía de aquellos que comen de él y son saciados por él. Y alabarán al Señor los que le buscan.

San Agustín, obispo, Confesiones, Libro 10,43,68-70

miércoles, 23 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Jesucristo mediador y plenitud de toda la revelación


En la Catequesis del pasado miércoles, el Papa explicó un tema clave para la fe del creyente:
En el Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la Divina Revelación, Dei Verbum, afirma que “la verdad íntima de toda la revelación de Dios brilla para nosotros " “en Cristo, que es al mismo tiempo el mediador y la plenitud de toda la Revelación" (n. 2)”.
Se refirió al hecho de que el Antiguo Testamento narra cómo Dios, después de la creación, “a pesar del pecado original y de la arrogancia del hombre de querer ponerse en el lugar de su Creador, ofrece de nuevo la posibilidad de su amistad, especialmente a través de la alianza con Abraham y el camino de un pequeño pueblo, el de Israel, que Él elige no con los criterios del poder terrenal, sino simplemente por amor”.
La historia del pueblo de Israel, dice Papa, “es un largo camino en el que Dios se da a conocer, se revela, entra en la historia con palabras y con acciones”. Y explicó que para cumplir con esta tarea, Él se sirve de mediadores como Moisés, los profetas, los jueces, “personas que comunican al pueblo su voluntad, recordando la necesidad de ser fieles a la alianza y de mantener viva la esperanza de la plena y definitiva realización de las promesas divinas”.
Con las fiestas recientes de la Navidad, continuó, podemos ver que “la revelación de Dios... llega a su punto máximo, a su plenitud”. Porque en Jesús de Nazaret, “Dios realmente visita a su pueblo, visita a la humanidad de una manera que va más allá de todas las expectativas: envía a su Hijo unigénito, Dios mismo se hizo hombre”.
Pero Jesús “no nos dice cualquier cosa de Dios, no habla simplemente del Padre, sino que es la revelación de Dios, porque es Dios, y nos revela así el rostro de Dios”, 
Este "revelar el rostro de Dios", el papa lo encuentra de modo muy claro en Jesús, quien “al acercarse a la pasión (...) reafirma a sus discípulos, exhortándoles a no tener miedo y a tener fe; después establece un diálogo con ellos en el que habla Dios Padre (cf. Jn. 14,2-9)”.
Basó esto en el pasaje del evangelista Juan, donde el apóstol Felipe le pide a Cristo: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”, que recibe como toda respuesta del Maestro: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (cf. Jn. 14,8.9). Esta expresión, “contiene de modo sintético la novedad del Nuevo Testamento, aquella novedad que se apareció en la gruta de Belén: Dios se puede ver, Dios ha mostrado su rostro, es visible en Jesucristo”.
Hizo referencia al “rostro” de Dios en el Antiguo Testamento, lo que da a entender al creyente que Dios tiene un rostro, que es visible… Recordó aquella oración de bendición de Números 6,24-26, en que dice: "El Señor te bendiga y te guarde; que ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz", lo que deja claro que “el esplendor del rostro divino es la fuente de la vida, es aquello que nos permite ver la realidad, (es) la luz de su rostro es la guía de la vida”.
El santo padre enseñó que “algo nuevo sucede con la Encarnación... La búsqueda del rostro de Dios recibe un cambio inimaginable, porque ahora se puede ver este rostro: el de Jesús, del Hijo de Dios que se hizo hombre”.
En Cristo, “se cumple el camino de la revelación de Dios iniciado con la llamada de Abraham, Él es la plenitud de esta revelación, porque él es el Hijo de Dios, y es a la vez "mediador y plenitud de toda la revelación" (Const. Dogm. Dei Verbum, 2)”.
Es por eso que en Cristo “el contenido de la Revelación y el Revelador coinciden”, evidencia que se basa en la oración sacerdotal de Jesús en la Última Cena, cuando le dice al Padre: "He manifestado tu Nombre a los hombres... Yo les he dado a conocer tu nombre" (cf. Jn. 17,6.26).
Es así que, “en Jesús la mediación entre Dios y el hombre también encuentra su plenitud”, para Benedicto XVI, aún cuando en el Antiguo Testamento hay una gran cantidad de figuras que han sido mediadores, “Cristo no es simplemente uno de los mediadores entre Dios y el hombre, sino que es el mediador de la nueva y eterna alianza" (cf. Hb. 8,6; 9.15, 12.24).
El deseo de conocer a Dios verdaderamente, “que es ver el rostro de Dios, está presente en todos los hombres, incluso en los ateos”, aseguró el papa, porque todos tenemos, a veces sin saberlo, “este deseo de ver quién es Él, lo que es, quién es para nosotros”.
En el caso de Cristo, explicó, “lo importante es que (le) sigamos; no solo en el momento en el que tenemos necesidad, y cuando encontramos un lugar en nuestras tareas diarias, sino con nuestra vida como tal”. Porque la vida del hombre debe dirigirse “hacia el encuentro con Jesucristo, a amarlo; y, en ella, debe tener un lugar central el amor al prójimo, aquel amor que, a la luz del Crucifijo, nos hace reconocer el rostro de Jesús en los pobres, en los débiles, en los que sufren”.
Los discípulos de Emaús, dijo, “que reconocen a Jesús al partir el pan, preparados durante el camino por Él”, así para el cristiano, “la Eucaristía es la gran escuela en la que aprendemos a ver el rostro de Dios, entramos en una relación íntima con Él; y aprendemos al mismo tiempo a dirigir la mirada hacia el momento final de la historia, cuando Él nos llenará con la luz de su rostro”.

martes, 22 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Cristo asumió nuestra carne en obediencia al Padre.


Cuando nuestro Señor Jesucristo se decidió a asumir nuestra carne para purificarla en sí mismo, ¿qué es lo que primero debió abolir sino el contagio del primer pecado? Y comoquiera que la culpa había penetrado por el camino de la desobediencia, al transgredir los mandatos divinos lo primero que había que restaurar es la obediencia, para destruir de este modo el foco del error. En ella residía, en efecto, la raíz del pecado. Por eso, como buen médico, debió proceder primeramente a amputar las raíces del mal para que los bordes de la herida pudieran percibir el saludable remedio de los medicamentos. De poco serviría curar el exterior de la herida, si en el interior campan los gérmenes del contagio; más aún, la herida empeora si se cierra en el exterior, mientras en el interior los virus desencadenan los ardores de la fiebre. Porque ¿de qué serviría el perdón del pecado, si el afecto permanece intacto? Sería como cerrar una herida sin haberla sanado.
Quiso desinfectar la herida, para sanar el afecto y no dejar alternativa alguna a la desobediencia. Asumió él la obediencia para inoculárnosla a nosotros. Esto es lo que convenía, pues ya que por la desobediencia de uno la gran mayoría se convirtió en pecadora, viceversa, por la obediencia de uno, muchos se convirtieran en justos.
De donde se deduce que yerran gravemente quienes afirman que Cristo asumió la realidad de la carne humana, pero no sus tendencias; y van contra el designio del mismo Señor Jesús, quienes intentan separar al hombre del hombre, puesto que no puede existir el hombre desposeído del afecto del hombre. Pues la carne que no es sujeto de pasiones, sería inmune tanto al premio como al castigo. Debió asumir y sanar lo que en el hombre es el hontanar de la culpa, a fin de destruir la fuente del error y cerrar aquellas puertas por las que irrumpe el delito.
¿Cómo podría yo hoy reconocer al hombre Cristo Jesús, cuya carne no veo, pero cuyas pasiones leo: cómo —repito— sabría que es hombre si no hubiera sentido hambre y sed, si no hubiera llorado, si no hubiera dicho: Me muero de tristeza? Precisamente a través de todas estas manifestaciones se nos revela el hombre, que por su obras divinas es considerado superhombre. Hasta tal punto, siendo Dios, quería que se le reconociese como hombre, que él mismo se llamó hombre cuando dijo: ¿por qué tratáis de matarme a mi un hombre que os ha hablado de la verdad? El es, pues, ambas cosas en una única e indivisible unidad, recognoscible por la distinción de las obras, no por la variedad de personas. Pues no es un ser el nacido del Padre y otro el nacido de María; sino que el que procedía del Padre, tomó carne de la Virgen: asumió el afecto de la madre, para tomar sobre sí nuestras dolencias.
Así que, como hombre estuvo sujeto a la enfermedad y al dolor; y nosotros lo hemos visto hombre en el sufrimiento: pero como vencedor de las enfermedades, no vencido por las enfermedades, sufría por nosotros, no por él; se sometió a la enfermedad no a causa de sus pecados, sino a causa de los nuestros, para curarnos con sus cicatrices. Asumió nuestros pecados, para cargarlos sobre sí y para expiarlos. Por eso le dará una multitud como parte y tendrá como despojo una muchedumbre.
El cargar con nuestros pecados es para su perdón; el expiarlos, para nuestra corrección. Asumió, pues, nuestra compasión, asumió nuestra sujeción. El someterse todas las cosas es prerrogativa de su poder, el estar sometido es propio de nuestra naturaleza.

San Ambrosio de Milan, Comentario sobre el salmo 61 (4-6: PL 14, 1224-1225)

lunes, 21 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba

Como quiera que el Espíritu Santo es el donador de la caridad de que hablamos, oye al Apóstol que dice: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.
¿Por qué el Señor, sólo después de su resurrección, quiso darnos el Espíritu, de quien derivan a nosotros los mayores beneficios, ya que por él el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones? ¿Qué es lo que quiso darnos a entender? Que en la resurrección nuestra caridad ha de ser ardiente, que nos aparte del amor al mundo y corra apasionadamente hacia Dios. Aquí nacemos y morimos: no amemos esto. Emigremos por la caridad,habitemos allá arriba por la caridad. Por la misma caridad con que amamos a Dios. 
Durante nuestra presente peregrinación, pensemos continuamente que nuestra permanencia en esta vida es transitoria, y así, con una vida santa, nos iremos preparando un puesto allí de donde nunca habremos de emigrar. Pues nuestro Señor Jesucristo, una vez resucitado, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él,según dice el Apóstol. Esto es lo que hemos de amar.
Si vivimos, si tenemos fe en el resucitado, él nos dará, no lo que aquí aman los hombres que no aman a Dios, o que aman tanto más, cuanto menos le aman. Pero veamos qué es lo que nos ha prometido: no riquezas temporales y terrenas ni honores o ejecutorias de poder en este mundo, pues ya veis que todo esto se da también a los hombres malos, para que no sea sobrevalorado por los buenos. Ni, por último, la misma salud corporal; y no es que no la dé, sino que, como veis, se la da también al ganado. Ni una larga vida. ¿Cómo llamar largo lo que un día se acaba? Ni como algo extraordinario, nos prometió a nosotros los creyentes, la longevidad o una decrépita ancianidad, a la que todos aspiran antes de llegar y de la que todos se lamentan una vez que han llegado. Ni la belleza corporal, que la enfermedad o la deseada ancianidad hacen desaparecer.
Querer ser hermoso, querer ser anciano: he aquí dos deseos imposible de armonizar. Si eres anciano, no serás hermoso, pues cuando llega la ancianidad, huye la hermosura. Ni pueden coexistir en una misma persona el vigor de la hermosura y los lamentos de la ancianidad. Así que no es esto lo que nos prometió el que dijo: El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba: de sus entrañas manarán torrentes de agua viva.
Prometió la vida eterna, donde no hemos de temer, donde no seremos perturbados, de donde no emigraremos, en donde no moriremos; donde ni se llorará al predecesor ni se esperará al sucesor. Y por ser de este orden las cosas que prometió a los que le amamos y a los que nos urge la caridad del Espíritu Santo, por eso no quiso darnos el Espíritu hasta ser glorificado. De este modo, en su propio cuerpo pudo mostrarnos la vida, que ahora no tenemos, pero que esperamos en la resurrección.

San Agustín de Hipona, Tratado 33 sobre el evangelio de san Juan (9: CCL 36, 305-306)

domingo, 20 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Lo antiguo ha cesado, lo nuevo ha comenzado

Oportunamente comienza Cristo a realizar milagros, aun cuando la ocasión de iniciar su obra de taumaturgo parezca ofrecida por circunstancias casuales. Pues como se celebraban unas bodas —castas y honestas bodas, es verdad—, a las que está presente la madre del Salvador, vino también él con sus discípulos aceptando una invitación, no tanto para participar en el banquete, cuanto por hacer el milagro, y de esta forma santificar la fuente misma de la generación humana, en lo que concierne sobre todo a la carne.
Era efectivamente muy conveniente que quien venía a renovar la misma naturaleza humana y a reconducirla en su totalidad a un nivel más elevado, no se limitara a impartir su bendición a los que ya habían nacido, sino que preparase la gracia también para aquellos que habían de nacer, santificando su nacimiento. Con su presencia cohonestó las nupcias, él que es el gozo y la alegría de todos, para alejar del alumbramiento la inveterada tristeza.El que es de Cristo es una criatura nueva. Y Pablo insiste: Lo antiguo ha cesado, lo nuevo ha comenzado. Vino, pues, con sus discípulos a las bodas. Convenía, en efecto, que acompañasen al taumaturgo los que tan aficionados a lo maravilloso eran, para que recogieran como alimento de su fe la experiencia del portento.
En eso, comienza a faltar el vino de los convidados, y su madre le ruega quiera poner en juego su acostumbrada bondad y benignidad. Le dice: No les queda vino. Le exhorta a realizar el milagro, dando por supuesto que tiene el poder de hacer cuanto quisiera. 
Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora. Respuesta del Salvador perfectamente calculada. Pues no era oportuno que Jesús se apresurara a realizar milagros ni que espontáneamente se ofreciera a hacerlos, sino que el milagro debería ser fruto de la condescendencia a una petición, teniendo en cuenta, al conceder la gracia, más la utilidad real, que la admiración de los espectadores. Además, las cosas deseadas resultan más gratas, si no se conceden inmediatamente. De esta suerte, al ser diferida un tanto la concesión, la esperanza sublima la petición. Por otra parte, Cristo nos demostró con su ejemplo el gran respeto que se debe a los padres, al acceder, en atención a su madre, a hacer lo que hacer no quería. 

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 2: PG 73, 223-226)

sábado, 19 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


No he venido a Llamar justos, sino pecadores

El catecismo de la Iglesia Catolica (CIC) en su número 545 dice: Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: "No he venido a llamar a justos sino a pecadores" (Mc 2, 17; cf. 1Tim 1, 15). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos (cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa "alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta" (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida "para remisión de los pecados" (Mt 26, 28). También el C.I.C en su número 589, continua diciendo Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos (cf. Mt 9, 13; Os 6, 6). Llegó incluso a dejar entender que compartiendo la mesa con los pecadores (cf. Lc 15, 1-2), los admitía al banquete mesiánico (cf. Lc 15, 22-32). Pero es especialmente al perdonar los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas dicen, justamente asombradas, "¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?" (Mc 2, 7). Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios (cf. Jn 5, 18; 10, 33) o bien dice verdad y su Persona hace presente y revela el Nombre de Dios (cf. Jn 17, 6. 26).

Paralelamente podemos citar a san Efren el sirio cuando habla de la conversión de San Mateo es una gran enseñanza siempre actual. Todos somos pecadores. Comenta san Efrén:

«Él escogió a Mateo el publicano (Mt 9,9-13) para estimular a sus colegas a venirse con él. Él ve a los pecadores y los llama, y les hace sentarse a su lado. ¡Espectáculo admirable; los ángeles están de pie temblando, mientras los publicanos, sentados, gozan; los ángeles temen, a causa de su grandeza, y los pecadores comen y beben con Él; los escribas rabian de envidia y los publicanos exultan y se admiran de su misericordia!
Los cielos viven este espectáculo y se admiran, los infiernos lo vieron y deliraron. Satanás lo vio ardiendo de furor, la muerte lo vio y experimentó su debilidad; los escribas lo vieron y quedaron ofuscados por ello. Hubo gozo en los cielos y alegría en los ángeles, porque los rebeldes eran dominados, los indóciles sometidos, los pecadores enmendados, y porque los publicanos eran justificados. A pesar de las exhortaciones de sus amigos, Él no renunció a la ignominia de la cruz y, a pesar de las burlas de los enemigos, no renunció a la compañía de los publicanos. Él ha despreciado la burla y desdeña las alabanzas, así contribuía mejor a la utilidad de los hombres»

(Comentario sobre el Diatesarón 5,17. SC 121).

viernes, 18 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Resplandecer en Cristo


No podemos negar que la carne puede ser humillada de muchas maneras: circunstancias de lugar, de intensidad seductora, de la misma fragilidad que da paso a la culpa. Y aun cuando fue engañado por un adversario nada despreciable, la serpiente, gozaba no obstante de una gracia singular antes de caer en el pecado: Adán vivía en presencia de Dios, en el paraíso habitaba en plena lozanía, estaba iluminado por una gracia celestial, hablaba con Dios. ¿Has leído que fuera humillado antes de que los humillara su propia prevaricación? La herencia de este vicio ha pasado hasta nosotros, de modo que mientras vivimos en esta envoltura corporal, no queremos desterrarnos del cuerpo y vivir junto al Señor. Y obrando así, humillamos nuestra alma que pugna por elevarse hacia Dios. Pero este nuestro cuerpo corruptible grava el alma y predomina el apego a la morada terrestre, hasta el punto de que el alma consagrada a Dios se inclina una y otra vez a las cosas del siglo sin lograr vivir sumisa a Dios, pues la sabiduría de la carne no sabe de sumisión, sabiduría que condiciona toda nuestra afectividad.
Si esto decimos de nosotros, ¿qué diremos de la carne de nuestro Señor Jesucristo? El, es verdad, asumió toda la realidad de esta carne, por lo cual se rebajó hasta someterse a la muerte, y a una muerte de cruz (Flp 2, 8). Presta atención y sopesa cada palabra. Observa que asumió voluntariamente esta nuestra condición humana, con las obligaciones inherentes a tu condición de esclavo, y hecho semejante a cualquier hombre; no semejante a la carne, sino semejante al hombre pecador, ya que todo hombre nace bajo el dominio del pecado. Y así pasó por uno de tantos. Por eso se escribió de él: Es hombre: ¿Quién lo entenderá? (Cf. Jr 17, 9).
Hombre según la carne; superhombre según su situación. Como hombre -dice— se humilló a sí mismo, pues Dios vino a liberar a los que habían caído en la abyección. Así que él mismo se humilló por nosotros.
Por tanto, su cuerpo no es un cuerpo de muerte. ¡Todo lo contrario! Es un cuerpo de vida. Y su carne no es sombra de muerte; al revés, era fulgor de la gloria. Ni en él hay lugar para la aflicción, ya que en su cuerpo reside la gracia de la consolación para todos. Escúchale si no cuando dice: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29). El se humilló, para que tú fueras exaltado porque el que se humilla será enaltecido (Lc 14, 11). Pero no todos los que son humillados serán enaltecidos, pues a muchos el crimen los humilla para la ruina. El Señor se humilló hasta someterse a la muerte, para ser enaltecido en el mismo umbral de la muerte.
Contempla la gracia de Cristo, reflexiona sobre sus beneficios. Después de la venida de Cristo, esta carne que era sombra de muerte, comenzó a resplandecer y a tener luz propia gracias al Señor. Por eso se ha dicho: La lámpara del cuerpo es el ojo( Mt 6, 22).

San Ambrosio de MilánComentario sobre el salmo 43 (75-77: PL 14,1125-1126)

jueves, 17 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Súbdito de la sabiduría de Dios


Sé súbdito del Señor e invócale (Sal 36, 7). No sólo se te aconseja que estés sujeto a Dios, sino que invoques al Señor y así puedas llevar a feliz término tu deseo de sujeción a Dios. Pues añade: Encomienda tu camino al Señor, confía en él (Sal 36, 5). No sólo te conviene encomendar a Dios tu camino sino también confiar en él. La verdadera sumisión no es ni abyecta ni vil, sino gloriosa y sublime, pues está sujeto a Dios, quien hace la voluntad del Señor.
Además, ¿hay alguien que ignore que la sabiduría del espíritu es superior a la sabiduría de la carne? La sabiduría del espíritu está sujeta a la ley de Dios; la sabiduría de la carne no le está sometida. Sé, pues, súbdito, es decir, próximo a Cristo: así podrás cumplir la ley. Pues Cristo, cumplió la ley haciendo la voluntad del Padre. Por eso Cristo es el fin de la ley, como es la plenitud de la caridad: pues amando al Padre, centró todo su afecto en hacer su voluntad. Por eso escribió el Apóstol en elogio suyo: Y, cuando todo esté sometido, entonces también el Hijo se someterá a Dios, al que se lo había sometido todo. Y así Dios lo será todo para todos (1Cor 15, 28). Y Cristo mismo dice de sí: Sólo en Dios descansa mi alma, porque de él viene mi salvación (Sal 61, 2).
Finalmente, estaba sujeto a sus padres, José y María, no por debilidad, sino por devoción filial. La máxima gloria de Cristo radica en insinuarse en el corazón de todos los hombres, apartándolos de la impiedad de la perfidia y de afición al paganismo, y sometérselos a sí.
Y cuando se lo hubiere sometido todo, entrare el conjunto de los pueblos y se salvare Israel, y en todo el orbe no hubiere más que un solo cuerpo en Cristo, entonces también él se someterá al Padre, ofreciéndole en don, como príncipe de todos los sacerdotes, su propio cuerpo sobre el altar celestial. La fe de todos será el sacrificio. Por tanto, esta sumisión es una sumisión de piedad filial, pues el Señor Jesús será sometido a Dios en el cuerpo. Y nosotros somos su cuerpo y miembros de su cuerpo. Sé, pues, un hombre sujeto a Cristo, esto es, súbdito de la sabiduría de Dios, súbdito del Verbo, súbdito de la justicia, súbdito de la virtud, pues todo esto es Cristo. Que todo hombre se someta a Dios. Pues no sólo a uno, sino a todos les aconseja que sometan su corazón, su alma, su carne, para que Dios lo sea todo en todos. Sujeto es, pues, quien está lleno de gracia, quien acepta el yugo de Cristo, quien animosa y decididamente observa los mandamientos del Señor.

San Ambrosio de MilánComentario sobre el salmo 36 (16: PL 14, 973-974)

miércoles, 16 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


A los que perseveran en hacer el bien, Dios les dará la vida eterna.


La perseverancia en hacer el bien es evidente en quienes afrontaron luchas y combates por la fe: claramente se alude aquí a los cristianos, entre los que los mártires abundan. Lo demuestra asimismo lo que el Señor dice a los apóstoles: En el mundo tendréis luchas (Jn 16,33); el mundo estará alegre, vosotros lloraréis (Jn 16, 20). Y poco después añade: Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas( Lc 21, 19). Es propio de los cristianos padecer tribulaciones en este mundo y llorar, pero suya es la vida eterna.
¿Y quieres saber que la vida eterna está reservada para sólo el que cree en Cristo? Escucha la voz del mismo Señor que lo declara expresamente en el evangelio: Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo (Jn 17, 3). Así pues, quien no reconozca al Padre, único Dios verdadero, y a su Hijo, Jesucristo, está excluido de la eternidad de la vida. Este mismo conocimiento y esta fe son reconocidos como vida eterna. Tenemos pues, aquí el primer grado jerárquico de los cristianos, a quienes por la perseverancia en hacer el bien, porque buscaban contemplar su gloria y superar la muerte, les dará la vida eterna (Rm 2, 7) indudablemente aquel que dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida (Jn 14, 6). Y en Cristo, que es la vida eterna, está la plenitud de todos los bienes.
Una segunda categoría comprende a los que, porfiados, se rebelan contra la verdad y se rinden a la injusticia. A éstos les amenaza un castigo implacable, es decir, a todo malhechor, primero al judío, pero también al griego ( Rm 2, 8-9). A estos mismos, sin embargo –pero situados en una tercera categoría–, se les promete una retribución de bienes, cuando dice: Gloria, honor y paz a todo el que practica el bien, en primer lugar al judío, pero también al griego (Rm 2, 10). Esto se refiere, a mi modo de ver, a los judíos y a los griegos que todavía no han abrazado la fe.
Ahora bien: si, a lo que parece, el Apóstol condena a los paganos porque, habiendo llegado al conocimiento de Dios mediante sus luces naturales, no le dieron la gloria que como Dios se merecía, ¿cómo no pensar que hubiera podido, mejor, debido, alabarlos, caso de que entre ellos hubiera quienes, conociendo a Dios, como a Dios le hubieran glorificado? Me parece fuera de toda duda que si alguien mereciera ser condenado por sus malas obras, éste mismo sería acreedor a una remuneración por sus buenas obras caso de que hubiera obrado el bien. Atiende a lo que dice el Apóstol: Todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo para recibir premio o castigo por lo que hayamos hecho mientras teníamos nuestro cuerpo (Rm 14, 12). Que viene a ser lo que dice en este mismo texto: Porque Dios no es parcial con nadie (Rm 2, 11).

OrígenesComentario sobre la carta a los Romanos (Lib 2, 7: PG 14, 887-889)

martes, 15 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Capacidad de amar


El amor de Dios no es algo que pueda aprenderse con unas normas y preceptos. Así como nadie nos ha enseñado a gozar de la luz, a amar la vida, a querer a nuestros padres y educadores, así también, y con mayor razón, el amor de Dios no es algo que pueda enseñarse sino que, desde que empieza a existir este ser vivo que llamamos hombre, es depositada en él una fuerza espiritual, a manera de semilla, que encierra en sí misma la facultad y la tendencia al amor. Esta fuerza seminal es cultivada diligentemente y nutrida sabiamente en la escuela de los divinos preceptos y así, con la ayuda de Dios, llega a su perfección. Por esto, nosotros, dándonos cuenta de vuestro deseo por llegar a esta perfección, con la ayuda de Dios y de vuestras oraciones, nos esforzaremos, en la medida en que nos lo permita la luz del Espíritu Santo, por avivar la chispa del amor divino escondida en vuestro interior.

Digamos, en primer lugar, que Dios nos ha dado previamente la fuerza necesaria para cumplir todos los mandamientos que él nos ha impuesto, de manera que no hemos de apenarnos como si se nos exigiese algo extraordinario, ni hemos de enorgullecernos como si devolviésemos a cambio más de lo que se nos ha dado. Si usamos recta y adecuadamente de estas energías que se nos han otorgado, entonces llevaremos con amor una vida llena de virtudes; en cambio, si no las usamos debidamente, habremos viciado su finalidad.

En esto consiste precisamente el pecado, en el uso desviado y contrario a la voluntad de Dios de las facultades que él nos ha dado para practicar el bien; por el contrario, la virtud, que es lo que Dios pide de nosotros, consiste en usar de esas facultades con recta conciencia, de acuerdo con los designios del Señor.

Siendo esto así, lo mismo podemos afirmar de la caridad. Habiendo recibido el mandato de amar a Dios, tenemos depositada en nosotros, desde nuestro origen, una fuerza que nos capacita para amar; y ello no necesita demostrarse con argumentos exteriores, ya que cada cual puede comprobarlo por sí mismo y en sí mismo. En efecto, un impulso natural nos inclina a lo bueno y a lo bello, aunque no todos coinciden siempre en lo que es bello y bueno; y, aunque nadie nos lo ha enseñado, amamos a todos los que de algún modo están vinculados muy de cerca a nosotros, y rodeamos de benevolencia, por inclinación espontánea, a aquellos que nos complacen y nos hacen el bien.

Y ahora yo pregunto, ¿qué hay más admirable que la belleza de Dios? ¿Puede pensarse en algo más dulce y agradable que la magnificencia divina? ¿Puede existir un deseo más fuerte e impetuoso que el que Dios infunde en el alma limpia de todo pecado y que dice con sincero afecto: Desfallezco de amor? El resplandor de la belleza divina es algo absolutamente inefable e inenarrable.

Regla mayor, respuesta 2,1

lunes, 14 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Partícipes de la naturaleza divina


Si es verdad que la Palabra se hizo carne y que nosotros, en la cena del Señor, comemos esta Palabra hecha carne, ¿cómo no será verdad que habita en nosotros con su naturaleza aquél que, por una parte, al nacer como hombre, asumió la naturaleza humana como inseparable de la suya y, por otra, unió esta misma naturaleza a su naturaleza eterna en el sacramento en que nos dio su carne? Por eso todos nosotros llegamos a ser uno, porque el Padre está en Cristo y Cristo está en nosotros; por ello, si Cristo está en nosotros y nosotros estamos en él, todo lo nuestro está, con Cristo, en Dios.
Hasta qué punto estamos nosotros en él por el sacramento de la comunión de su carne y de su sangre, nos lo atestigua él mismo al decir: El mundo no me verá, pero vosotros me veréis; y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, y vosotros conmigo, y yo con vosotros. Si hubiera querido que esto se entendiera solamente de la unidad de la voluntad, ¿por qué señaló como una especie de gradación y de orden en la realización de esta unidad? Lo hizo, sin duda, para que creyéramos que él está en el Padre por su naturaleza divina, mientras que nosotros estamos en él por su nacimiento humano y él está en nosotros por la celebración del sacramento: así se manifiesta la perfecta unidad realizada por el Mediador, porque nosotros habitamos en él y él habita en el Padre y, permaneciendo en el Padre, habita también en nosotros. Así es como vamos avanzando hacia la unidad con el Padre, pues, en virtud de la naturaleza divina, Cristo está en el Padre y, en virtud de la naturaleza humana, nosotros estamos en Cristo y Cristo está en nosotros.
El mismo Señor habla de lo natural que es en nosotros esta unidad cuando afirma: El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí, y yo en él. Nadie podrá, pues, habitar en él, sino aquel en quien él haya habitado, es decir, Cristo asumirá solamente la carne de quien haya comido la suya.
Ya con anterioridad había hablado el Señor del misterio de esta perfecta unidad al decir: El Padre que vive me ha enviado, y yo viva por el Padre; del mismo modo el que me come, vivirá por mí. Él vive, pues, por el Padre, y, de la misma manera que él vive por el Padre, nosotros vivimos por su carne.
Toda comparación trata de dar a entender algo, procurando que el ejemplo propuesto ayude a la comprensión de la cuestión. Aquí, por tanto, trata el Señor de hacernos comprender que la causa de nuestra vida está en que Cristo, por su carne, habita en nosotros, seres carnales, para que por él nosotros lleguemos a vivir de modo semejante a como él vive por el Padre.

Del tratado de San Hilario de Poitiers, obispo, sobre la Trinidad
Libro 8,13-16

domingo, 13 de enero de 2013

El Bautismo de Cristo


Cristo es iluminado: dejémonos iluminar junto con él; Cristo se hace bautizar: descendamos al mismo tiempo que él, para ascender con él.
Juan está bautizando, y Cristo se acerca; tal vez para santificar al mismo por quien va a ser bautizado; y sin duda para sepultar en las aguas a todo el viejo Adán, santificando el Jordán antes de nosotros y por nuestra causa; y así, el Señor, que era espíritu y carne, nos consagra mediante el Espíritu y el agua.
Juan se niega, Jesús insiste. Entonces: Soy yo el que necesito que tú me bautices,,le dice la lámpara al Sol, la voz a la Palabra, el amigo al Esposo, el mayor entre los nacidos de mujer al Primogénito de toda la creación, el que había saltado de júbilo en el seno materno al que había sido ya adorado cuando estaba en él, el que era y habría de ser precursor al que se había manifestado y se manifestará. Soy yo el que necesito que tú me bautices; y podría haber añadido: «Por tu causa». Pues sabía muy bien que habría de ser bautizado con el martirio; o que, como a Pedro, no sólo le lavarían los pies.
Pero Jesús, por su parte, asciende también de las aguas; pues se lleva consigo hacia lo alto al mundo, y mira cómo se abren de par en par los cielos que Adán había hecho que se cerraran para sí y para su posteridad, del mismo modo que se había cerrado el paraíso con la espada de fuego.
También el Espíritu da testimonio de la divinidad, acudiendo en favor de quien es su semejante; y la voz desciende del cielo, pues del cielo procede precisamente Aquel de quien se daba testimonio; del mismo modo que la paloma, aparecida en forma visible, honra el cuerpo de Cristo, que por deificación era también Dios. Así también, muchos siglos antes, la paloma había anunciado el fin del diluvio.
Honremos hoy nosotros, por nuestra parte, el bautismo de Cristo, y celebremos con toda honestidad su fiesta.
Ojalá que estéis ya purificados, y os purifiquéis de nuevo. Nada hay que agrade tanto a Dios como el arrepentimiento y la salvación del hombre, en cuyo beneficio se han pronunciado todas las palabras y revelado todos los misterios; para que, como astros en el firmamento, os convirtáis en una fuerza vivificadora para el resto de los hombres; y los esplendores de aquella luz que brilla en el cielo os hagan resplandecer, como lumbreras perfectas, junto a su inmensa luz, iluminados con más pureza y claridad por la Trinidad, cuyo único rayo, brotado de la única Deidad, habéis recibido inicialmente en Cristo Jesús, Señor nuestro, a quien le sean dados la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.

San Gregorio NaciancenoSermón 39, en las sagradas Luminarias (14-16.20: PG 36, 350-351.354.358-359)

sábado, 12 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios


La obra doctrinal más famosa del santo obispo de Alejandría, san Atanasio en el tratado Sobre la encarnación del Verbo, el Logos divino que se hizo carne, llegando a ser como nosotros, por nuestra salvación. En esta obra, san Atanasio afirma, con una frase que se ha hecho justamente célebre, que el Verbo de Dios “se hizo hombre para que nosotros llegáramos a ser Dios; se hizo visible corporalmente para que nosotros tuviéramos una idea del Padre invisible, y soportó la violencia de los hombres para que nosotros heredáramos la incorruptibilidad” (54, 3). Con su resurrección, el Señor destruyó la muerte como si fuera “paja en el fuego” (8, 4). La idea fundamental de toda la lucha teológica de san Atanasio era precisamente la de que Dios es accesible. No es un Dios secundario, es el verdadero Dios, y a través de nuestra comunión con Cristo nosotros podemos unirnos realmente a Dios. Él se ha hecho realmente “Dios con nosotros”.

Juan el bautista, en el evangelio de hoy, responde a quien esta confundido ante la presencia del Mesias, ante ese Dios con nosotros: “No soy yo”.  Él  descubre su propia identidad, a pesar de ser el más grande nacido de Mujer (Mt 11, 11) sin pretender apropiarse de la identidad de quien venía anunciando, él es la voz que clama en el desierto (Jn 1, 23). Él confiesa la propia nada ante el ungido de Dios y para ello se exige verdad y valor, honestidad y coherencia. Es ese confesar sí,cuando es sí, y no cuando es no (Mt 5, 37) que enseña  Jesús.

Tanta palabrería vana se apropia a veces de nuestro obrar, tanto discurso inútil en nuestras vidas, que nos olvidamos de nuestro desvalimiento, de nuestra identidad, y que somos, aquello que no somos, imagen de Dios.

La maravilla conciliadora e integradora del cristianismo está en el “no soy” que lleva implícito el “Yo Soy”. No soy en mí, por mí, para mí, pero Soy con Él, en Él, para Él, y con los demás por Aquel que nos conduce a los verdes prados del amor, la dicha y la libertad del salmo 23. La meta es el "Yo Soy";  El Salmo 82 dice "Sois dioses” y el mismo Jesús nos recuerda: “vosotros sois dioses” (Jn 10, 34). Al “Yo Soy” se llega por el “no soy”: negarse a uno mismo, perder la vida, el mundo entero, para ganar el alma (Mt 16, 24-26). Un ejemplo a seguir es Juan el Bautista, el precursor, la voz que clama en el desierto y prepara el camino al Señor, el que se alegra con la voz del esposo y no pretende ser el esposo, sino el que ha de menguar para que éste crezca.

Como dice san Ireneo de Lyon, “Jesucristo que, a causa de su amor superabundante, se convirtió en lo que nosotros somos para hacer de nosotros lo que él es”. El hombre debería asumir en sí a Cristo como Cristo asume al hombre en si. Dios, diría San Atanasio, “se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios.”

viernes, 11 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


...ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés para darles testimonio


Verdadero sacrificio es toda obra que se hace con el fin de unirnos a Dios en santa sociedad, es decir, toda obra relacionada con aquel supremo bien, mediante el cual llegamos a la verdadera felicidad. Por ello, incluso la misma misericordia que nos mueve a socorrer al hermano, si no se hace por Dios, no puede llamarse sacrificio. Porque, aun siendo el hombre quien hace o quien ofrece el Sacrificio éste, sin embargo, es una acción divina, como nos lo indica la misma palabra con la cual llamaban los antiguos latinos a esta acción. Por ello, puede afirmarse que incluso el hombre es verdadero sacrificio cuando está consagrado a Dios por el bautismo y está dedicado al Señor, ya que entonces muere al mundo y vive para Dios. Esto, en efecto, forma parte de aquella misericordia que cada cual debe tener para consigo mismo, según está escrito: Ten compasión de tu alma agradando a Dios.

Si, pues, las obras de misericordia para con nosotros mismos o para con el prójimo, cuando están referidas a Dios, son verdadero sacrificio, y, por otra parte, sólo son obras de misericordia aquellas que se hacen con el fin de librarnos de nuestra miseria y hacernos felices (cosa que no se obtiene sino por medio de aquel bien, del cual se ha dicho: Para mí lo bueno es estar junto a Dios), resulta claro que toda la ciudad redimida, es decir, la congregación o asamblea de los santos, debe ser ofrecida a Dios como un sacrificio universal por mediación de aquel gran sacerdote que se entregó a sí mismo por nosotros, tomando la condición de esclavo, para que nosotros llegáramos ser cuerpo de tan sublime cabeza. Ofreció esta forma esclavo y bajo ella se entregó a sí mismo, porque sólo según ella pudo ser mediador, sacerdote y sacrificio.

Por esto, nos exhorta el Apóstol a que ofrezcamos nuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable, y a que no nos conformemos con este siglo, sino que nos reformemos en la novedad de nuestro espíritu. Y para probar cuál es la voluntad de Dios y cuál el bien y el beneplácito y la perfección, ya que todo este sacrificio somos nosotros, dice: Por la gracia de Dios que me ha sido dada os digo a todos y a cada uno de vosotros: No os estiméis en más de lo que conviene, sino estimaos moderadamente, según la medida de la fe que Dios otorgó a cada uno. Pues así como nuestro cuerpo, en unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros. Los dones que poseemos son diferentes, según la gracia que se nos ha dado.

Éste es el sacrificio de los cristianos: la reunión de muchos, que formamos un solo cuerpo en Cristo. Este misterio es celebrado también por la Iglesia en el sacramento del altar, del todo familiar a los fieles, donde se de muestra que la Iglesia, en la misma oblación que hace, se ofrece a sí misma.

San Agustín, obispo, la Ciudad de Dios Libro 10,6

jueves, 10 de enero de 2013

Efusión del Espíritu Santo


Cuando el Creador del universo decidió restaurar todas las cosas en Cristo, dentro del más maravilloso orden, y devolver a su anterior estado la naturaleza del hombre, prometió que, al mismo tiempo que los restantes bienes, le otorgaría también ampliamente el Espíritu Santo, ya que de otro modo no podría verse reintegrado a la pacífica y estable posesión de aquellos bienes.
Determinó, por tanto, el tiempo en que el Espíritu Santo habría de descender hasta nosotros, a saber, el del advenimiento de Cristo, y lo prometió al decir: En aquellos días —se refiere a los del Salvador— derramaré mi Espíritu sobre toda carne.
Y cuando el tiempo de tan gran munificencia y libertad produjo para todos al Unigénito encarnado en el mundo, como hombre nacido de mujer —de acuerdo con la divina Escritura—, Dios Padre otorgó a su vez el Espíritu, y Cristo, como primicia de la naturaleza renovada, fue el primero que lo recibió. Y esto fue lo que atestiguó Juan Bautista cuando dijo: He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo y se posó sobre él.
Decimos que Cristo, por su parte, recibió el Espíritu, en cuanto se había hecho hombre, y en cuanto convenía que el hombre lo recibiera; y, aunque es el Hijo de Dios Padre, engendrado de su misma substancia, incluso antes de la encarnación —más aún, antes de todos los siglos—, no se da por ofendido de que el Padre le diga, después que se hizo hombre: Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy.
Dice haber engendrado hoy a quien era Dios, engendrado de él mismo desde antes de los siglos, a fin de recibirnos por su medio como hijos adoptivos; pues en Cristo, en cuanto hombre, se encuentra significada toda la naturaleza: y así también el Padre, que posee su propio Espíritu, se dice que se lo otorga a su Hijo, para que nosotros nos beneficiemos del Espíritu en él. Por esta causa perteneció a la descendencia de Abrahán, como está escrito, y se asemejó en todo a sus hermanos.
De manera que el Hijo unigénito recibe el Espíritu Santo no para sí mismo —pues es suyo, habita en él, y por su medio se comunica, como ya dijimos antes—, sino para instaurar y restituir a su integridad a la naturaleza entera, ya que, al haberse hecho hombre, la poseía en su totalidad. Puede, por tanto, entenderse —si es que queremos usar nuestra recta razón, así como los testimonios de la Escritura— que Cristo no recibió el Espíritu para sí, sino más bien para nosotros en sí mismo: pues por su medio nos vienen todos los bienes.

San Cirilo de AlejandríaComentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 2, cap 2: PG 73, 751-754)

Una Meditación y una Bendición


miércoles, 9 de enero de 2013

Una Meditación y una Bendición


El misterio de nuestra salvación

No nos resulta difícil sopesar la diversidad de naturalezas en Cristo. En efecto: uno es el nacimiento o la naturaleza en que, en frase de san Pablo, nació de una mujer, nació bajo la ley; otra por la que en el principio estaba junto a Dios; una es la naturaleza por la que, engendrado de la virgen María, vivió humilde en la tierra, y otra por la que, eterno y sin principio, creó el cielo y la tierra; una es la naturaleza en la que se afirma que fue presa de la tristeza, que el cansancio le rindió, que padeció hambre, que lloró, y otra en virtud de la cual curó paralíticos, hizo caminar a los tullidos, dio la vista al ciego de nacimiento, calmó con su imperio las turgentes olas, resucitó muertos.
Siendo así las cosas, es necesario que quien desee llevar el nombre de cristiano con coherencia y sin perjuicio personal, confiese que Cristo, en quien reconocemos dos naturalezas, es a la vez verdadero Dios y hombre verdadero. Así, una vez asegurada la verdad de las dos naturalezas, la fe verdadera no confunda ni divida a Cristo, verdadero en los dolores de su humanidad y verdadero en los poderes de su divinidad. Pues en él la unidad de persona no tolera división y la realidad de la doble naturaleza no admite confusión. En él no subsisten separados Dios y hombre, sino que Cristo es al mismo tiempo Dios y hombre. Efectivamente, Cristo es el mismo Dios que con su divinidad destruyó la muerte; el mismo Hijo de Dios que no podía morir en su divinidad, murió en la carne mortal que el Dios inmortal había asumido; y este mismo Cristo Hijo de Dios, muerto en la carne, resucitó, pues muriendo en la carne, no perdió la inmortalidad de su divinidad.
Sabemos con plena certeza que, siendo pecadores por el primer nacimiento, el segundo nos ha purificado; siendo cautivos por el primer nacimiento, el segundo nos ha liberado; siendo terrenos por el primer nacimiento, el segundo nos hace celestes; siendo carnales por el vicio del primer nacimiento, el beneficio del segundo nacimiento nos hace espirituales; por el primer nacimiento somos hijos de ira, por el segundo nacimiento somos hijos de gracia. Por tanto, todo el que atenta contra la santidad del bautismo, sepa que está ofendiendo al mismo Dios, que dijo: El que no nazca de agua y Espíritu no puede entrar en el reino de Dios.
Constituye, por tanto, una gracia de la doctrina de la salvación, conocer la profundidad del misterio del bautismo, del que el Apóstol afirma: Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él. Conmorir y ser sepultados con Cristo tiene como meta poder resucitar con él, poder vivir con él.

Fulberto de Chartres, Carta 5 (PL 141, 198-199)