sábado, 25 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

Partícipes de la pasión de Cristo

Los hijos de Zebedeo apremian a Cristo, diciéndole: Ordena que se siente uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. ¿Qué les responde el Señor? Para hacerles ver que lo que piden no tiene nada de espiritual y que, si hubieran sabido lo que pedían, nunca se hubieran atrevido a hacerlo, les dice: No sabéis lo que pedís, es decir: «No sabéis cuán grande, cuán admirable, cuán superior a los mismos coros celestiales es esto que pedís». Luego añade: ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar? Es como si les dijera: «Vosotros me habláis de honores y de coronas, pero yo os hablo de luchas y fatigas. Este no es tiempo de premios, ni es ahora cuando se ha de manifestar mi gloria; la vida presente es tiempo de muertes, de guerra y de peligros».

Pero fijémonos cómo la manera de interrogar del Señor equivale a una exhortación y a un aliciente. No dice: «¿Podéis soportar la muerte? ¿Sois capaces de derramar vuestra sangre?», sino que sus palabras son: ¿Sois capaces de beber el cáliz? Y, para animarlos a ello, añade: que yo he de beber; de este modo, la consideración de que se trata del mismo cáliz que ha de beber el Señor había de estimularlos a una respuesta más generosa. Y a su pasión le da el nombre de «bautismo», para significar, con ello, que sus sufrimientos habían de ser causa de una gran purificación para todo el mundo. Ellos responden: Lo somos. El fervor de su espíritu les hace dar esta respuesta espontánea, sin saber bien lo que prometen, pero con la esperanza de que de este modo alcanzarán lo que desean.

¿Qué les dice entonces el Señor? El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizarán con el bautismo con que yo me voy a bautizar. Grandes son los bienes que les anuncia, esto es: «Seréis dignos del martirio y sufriréis lo mismo que yo, vuestra vida acabará con una muerte violenta, y así seréis partícipes de mi pasión. Pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre». Después que ha levantado sus ánimos y ha provocado su magnanimidad, después que los ha hecho capaces de superar el sufrimiento, entonces es cuando corrige su petición.

Los otros diez se indignaron contra los dos hermanos. Ya veis cuán imperfectos eran todos, tanto aquellos que pretendían una precedencia sobre los otros diez, como también los otros diez, que envidiaban a sus dos colegas. Pero —como ya dije en otro lugar— si nos fijamos en su conducta posterior, observamos que están ya libres de esta clase de aspiraciones. El mismo Juan, uno de los protagonistas de este episodio, cede siempre el primer lugar a Pedro, tanto en la predicación como en la realización de los milagros, como leemos en los Hechos de los apóstoles. En cuanto a Santiago, no vivió por mucho tiempo; ya desde el principio se dejó llevar de su gran vehemencia y, dejando a un lado toda aspiración humana, obtuvo bien pronto la gloria inefable del martirio.

Homilía 65 sobre el evangelio de san Mateo (2-4: PG 58, 619-622)

jueves, 23 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

Santa Brígida, copatrona de Europa

Brígida, nació en una familia aristocrática el año 1303 en Finsta, en la región sueca de Uppland. Es conocida sobre todo como mística y fundadora de la orden del Santísimo Salvador. Pero no se ha de olvidar que vivió la primera parte de su vida como una laica felizmente casada con un cristiano piadoso, con el que tuvo ocho hijos. Al proponerla como patrona de Europa, pretendo que la sientan cercana no solamente quienes han recibido la vocación a una vida de especial consagración, sino también aquellos que han sido llamados a las ocupaciones ordinarias de la vida laical en el mundo y, sobre todo, a la alta y difícil vocación de formar una familia cristiana. Sin dejarse seducir por las condiciones de bienestar de su clase social, vivió con su marido Ulf una experiencia de matrimonio en la que el amor conyugal se conjugaba con la oración intensa, el estudio de la sagrada Escritura, la mortificación y la caridad. Juntos fundaron un pequeño hospital, donde asistían frecuentemente a los enfermos. Brígida, además, solía servir personalmente a los pobres. Al mismo tiempo, fue apreciada por sus dotes pedagógicas, que tuvo ocasión de desarrollar durante el tiempo en que se solicitaron sus servicios en la corte de Estocolmo. Esta experiencia hizo madurar los consejos que daría en diversas ocasiones a príncipes y soberanos para el correcto desempeño de sus tareas. Pero los primeros en beneficiarse de ello fueron, como es obvio, sus hijos, y no es casualidad que una de sus hijas, Catalina, sea venerada como santa.

Este período de su vida familiar fue sólo una primera etapa. La peregrinación que hizo con su marido Ulf a Santiago de Compostela en 1341 cerró simbólicamente esta fase, preparando a Brígida para su nueva vida, que comenzó algunos años después, cuando, a la muerte de su esposo, oyó la voz de Cristo que le confiaba una nueva misión, guiándola paso a paso con una serie de gracias místicas extraordinarias.

Brígida, dejando Suecia en 1349, se estableció en Roma, sede del Sucesor de Pedro. El traslado a Italia fue una etapa decisiva para ampliar los horizontes, no sólo geográficos y culturales, sino sobre todo espirituales de su mente y su corazón. Muchos lugares de Italia la vieron, aún peregrina, deseosa de venerar las reliquias de los santos. De este modo visitó Milán, Pavía, Asís, Ortona, Bari, Benevento, Pozzuoli, Nápoles, Salerno, Amalfi o el santuario de San Miguel Arcángel en el monte Gargano. La última peregrinación, realizada entre 1371 y 1372, la llevó a cruzar el Mediterráneo, en dirección a Tierra Santa, lo que le permitió abrazar espiritualmente, además de tantos lugares sagrados de la Europa católica, las fuentes mismas del cristianismo en los lugares santificados por la vida y la muerte del Redentor.

En realidad, más aún que con este devoto peregrinar, Brígida se hizo partícipe de la construcción de la comunidad eclesial con el sentido profundo del misterio de Cristo y de la Iglesia, en un momento ciertamente crítico de su historia. En efecto, la íntima unión con Cristo fue acompañada de especiales carismas de revelación, que hicieron de ella un punto de referencia para muchas personas de la Iglesia de su tiempo. En Brígida se observa la fuerza de la profecía. A veces, su tono parece un eco del de los antiguos profetas. Habla con seguridad a príncipes y pontífices, desvelando los designios de Dios sobre los acontecimientos históricos. No escatima severas amonestaciones también en lo referente a la reforma moral del pueblo cristiano y del clero mismo (cf. Revelationes, IV, 49; también IV, 5). Algunos aspectos de su extraordinaria producción mística suscitaron en aquel tiempo dudas razonables, sobre las que se realizó un discernimiento eclesial, remitiéndose a la única revelación pública, que tiene su plenitud en Cristo y su expresión normativa en la sagrada Escritura. En efecto, tampoco las experiencias de los grandes santos están exentas de los límites inherentes a la recepción humana de la voz de Dios.

No hay duda, sin embargo, de que al reconocer la santidad de Brígida, la Iglesia, aunque no se pronuncia sobre cada una de las revelaciones que tuvo, ha acogido la autenticidad global de su experiencia interior. Aparece así como un testimonio significativo del lugar que puede tener en la Iglesia el carisma vivido en plena docilidad al Espíritu de Dios y en total conformidad con las exigencias de la comunión eclesial. Por eso, al haberse separado de la comunión plena con la sede de Roma las tierras escandinavas, patria de Brígida, durante las tristes vicisitudes del siglo XVI, la figura de la santa sueca representa un precioso «vínculo» ecuménico, reforzado también por el compromiso en este sentido llevado a cabo por su orden.

San Juan Pablo II
Carta Apostólica Spe AEdificandi, 4-5

miércoles, 22 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros

Yo y el Padre vendremos y haremos morada en él. Que cuando venga encuentre, pues, tu puerta abierta, ábrele tu alma, extiende el interior de tu mente para que pueda contemplar en ella riquezas de rectitud, tesoros de paz, suavidad de gracia. Dilata tu corazón, sal al encuentro del sol de la luz eterna que alumbra a todo hombre. Esta luz verdadera brilla para todos, pero el que cierra sus ventanas se priva a sí mismo de la luz eterna. También tú, si cierras la puerta de tu alma, dejas afuera a Cristo. Aunque tiene poder para entrar, no quiere, sin embargo, ser inoportuno, no quiere obligar a la fuerza.

El salió del seno de la Virgen como el sol naciente, para iluminar con su luz todo el orbe de la tierra. Reciben esta luz los que desean la claridad del resplandor sin fin, aquella claridad que no interrumpe noche alguna. En efecto, a este sol que vemos cada día suceden las tinieblas de la noche; en cambio, el Sol de justicia nunca se pone, porque a la sabiduría no sucede la malicia.

Dichoso, pues, aquel a cuya puerta llama Cristo. Nuestra puerta es la fe, la cual, si es resistente, defiende toda la casa. Por esta puerta entra Cristo. Por esto, dice la Iglesia en el Cantar de los cantares: Oigo a mi amado que llama a la puerta. Escúchalo cómo llama, cómo desea entrar: ¡Ábreme, mi paloma sin mancha, que tengo la cabeza cuajada de rocío, mis rizos, del relente de la noche!

Considera cuándo es principalmente que llama a tu puerta el Verbo de Dios, siendo así que su cabeza está cuajada del rocío de la noche. El se digna visitar a los que están tentados o atribulados, para que nadie sucumba bajo el peso de la tribulación. Su cabeza, por tanto, se cubre de rocío o de relente cuando su cuerpo está en dificultades. Entonces, pues, es cuando hay que estar en vela, no sea que cuando venga el Esposo se vea obligado a retirarse. Porque, si estás dormido y tu corazón no está en vela, se marcha sin haber llamado; pero si tu corazón está en vela, llama y pide que se le abra la puerta.

Hay, pues, una puerta en nuestra alma, hay en nosotros aquellas puertas de las que dice el salmo: ¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria. Si quieres alzar los dinteles de tu fe, entrará a ti el Rey de la gloria, llevando consigo el triunfo de su pasión. También el triunfo tiene sus puertas, pues leemos en el salmo lo que dice el Señor Jesús por boca del salmista: Abridme las puertas del triunfo.

Vemos, por tanto, que el alma tiene su puerta, a la que viene Cristo y llama. Abrele, pues; quiere entrar, quiere hallar en vela a su Esposa.´

San Ambrosio de Milán
Comentario sobre el salmo 118 (12, 13.14: CSEL 62, 258-259)

martes, 21 de julio de 2015

Acerca de la eucaristía

Respecto a la acción de gracias, lo haréis de esta manera: Primeramente sobre el cáliz:

Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa viña de David, tu siervo, la que nos diste a conocer por medio de tu siervo Jesús. A ti sea la gloria por los siglos.

Luego sobre el pan partido:

Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que nos manifestaste por medio de tu siervo Jesús. A ti sea la gloria por los siglos. Como este pan estaba disperso por los montes y después, al ser reunido, se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de latierra en tu reino. Porque tuya es la gloria y el poder por Jesucristo eternamente.

Pero que de vuestra acción de gracias coman y beban sólo los bautizados en el nombre del Señor, pues acerca de ello dijo el Señor: No deis lo santo a los perros.

Después de saciaros, daréis gracias de esta manera:

Te damos gracias, Padre santo, por tu santo nombre, que hiciste morar en nuestros corazones, y por el conocimiento y la fe y la inmortalidad que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu siervo. A ti sea la gloria por los siglos. Tú, Señor omnipotente, creaste todas las cosas por causa de tu nombre y diste a los hombres comida y bebida para que disfrutaran de ellas. Pero, además, nos has proporcionado una comida y bebida espiritual y una vida eterna por medio de tu Siervo. Ante todo, te damos gracias porque eres poderoso. A ti sea la gloria por los siglos.

Acuérdate, Señor, de tu Iglesia, para librarla de todo mal y hacerla perfecta en tu amor, y congrégala de los cuatro vientos, ya santificada, en el reino que has preparado para ella. Porque tuyo es el poder y la gloria por siempre.

Que venga tu gracia y que pase este mundo. ¡Hosanna al Dios de David! El que sea santo, que se acerque. El que no lo sea, que se arrepienta. Marana tha. Amén.

Reunidos cada domingo, partid el pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro.

Pero todo aquel que tenga alguna contienda con su compañero, no se reúna con vosotros, sin antes haber hecho la reconciliación, a fin de que no se profane vuestro sacrificio. Porque éste es el sacrificio del que dijo el Señor: En todo lugar y en todo tiempo se me ofrecerá un sacrificio puro, porque yo soy rey grande, dice el Señor, y mi nombre es admirable entre las naciones.

Doctrina de los doce apóstoles
(Caps 9, 1-10, 6; 14, 1-3: Funk 2, 19-22.26)

lunes, 20 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

Los de fuera, lo quieran o no, son hermanos nuestros

Leed los escritos del Apóstol, y veréis que, cuando dice: «hermanos» sin más, se refiere únicamente a los cristianos: Tú, ¿por qué juzgas a tu hermano?, o ¿por qué desprecias a tu hermano? Y dice también en otro lugar: Sois injustos y ladrones, y eso con hermanos vuestros.

Esos, pues, que dicen: «No sois hermanos nuestros», nos llaman paganos. Por esto, quieren bautizarnos de nuevo, pues dicen que nosotros no tenemos lo que ellos dan. Por esto, es lógico su error, al negar que nosotros somos sus hermanos. Mas, ¿por qué nos dijo el profeta: Decidles: «Sois hermanos nuestros», sino porque admitimos como bueno su bautismo y por esto no lo repetimos? Ellos, al no admitir nuestro bautismo, niegan que seamos hermanos suyos; en cambio, nosotros, que no repetimos su bautismo, porque lo reconocemos igual al nuestro, les decimos: Sois hermanos nuestros.

Si ellos nos dicen: «¿Por qué nos buscáis, para qué nos queréis?», les respondemos: Sois hermanos nuestros. Si dicen: «Apartaos de nosotros, no tenemos nada que ver con vosotros», nosotros sí que tenemos que ver con ellos: si reconocemos al mismo Cristo, debemos estar unidos en un mismo cuerpo y bajo una misma cabeza.

Os conjuramos, pues, hermanos, por las entrañas de caridad, con cuya leche nos nutrimos, con cuyo pan nos fortalecemos, os conjuramos por Cristo, nuestro Señor, por su mansedumbre, a que usemos con ellos de una gran caridad, de una abundante misericordia, rogando a Dios por ellos, para que les dé finalmente un recto sentir, para que reflexionen y se den cuenta que no tienen en absoluto nada que decir contra la verdad; lo único que les queda es la enfermedad de su animosidad, enfermedad tanto mas débil cuanto más fuerte se cree. Oremos por los débiles, por los que juzgan según la carne, por los que obran de un modo puramente humano, que son, sin embargo, hermanos nuestros, pues celebran los mismos sacramentos que nosotros, aunque no con nosotros, que responden un mismo Amén que nosotros, aunque no con nosotros; prodigad ante Dios por ellos lo más entrañable de vuestra caridad.

San Agustín de Hipona
Comentario sobre el salmo 32 (29: CCL 38, 272-273)

domingo, 19 de julio de 2015

Llora Cristo por la sinagoga, a la que tanto amaba

Lloró amargamente el patriarca Abrahán la muerte de Sara, su mujer, e Isaac la muerte de su madre. Lloró el pueblo de Israel la muerte del sumo sacerdote Aarón y Moisés, el gran profeta. Lloró David la muerte de Saúl y la de su hijo Absalón; deplora asimismo Cristo la suerte de Jerusalén. ¿Quién ignora que, en las Escrituras santas, la sinagoga es llamada esposa de Dios? Cristo es Dios; Jerusalén es la sinagoga.

Ve Cristo ya próxima la muerte de su esposa y, por eso, al ver la ciudad lloró por ella. De igual modo llora David a Absalón: ¡Hijo mío, Absalón, hijo mío! ¡Hijo mío, Absalón ¡Ojalá hubiera muerto yo en vez de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío! Y Cristo le dice a Jerusalén: ¡Ojalá hubiera muerto yo en vez de ti, Jerusalén! Pues estoy dispuesto a morir por ti, con tal de que tú te salves. David amaba tiernamente a su hijo Absalón, a pesar de ser un impío y no obstante tramar la muerte de su padre para usurparle el reino: por eso lloraba, por eso deseaba morir en su lugar; lo mismo Cristo a Jerusalén: la amaba tiernamente y por eso llora por ella, porque, lo mismo que Absalón, estaba a punto de perecer. Llora por ella Cristo, y no solamente desea morir por su salvación, sino que de hecho muere. Pero el profundo dolor de Cristo estribaba en que ciertamente iba a morir en Jerusalén por su salvación, pero, por su culpa, la muerte de Cristo no había de ser para ella fuente de salvación, sino causa de una más grave condena.

Al ver la ciudad lloró por ella. En la pasión sobre la cruz, Cristo se dolía no tanto de las penas y de su propia muerte cuanto de saber que los hombres no habrían de valorar este beneficio: ¡Si al menos tú —dice— comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Nacemos todos hijos de la ira y enemigos de Dios; y Dios nos concede todo el tiempo de la presente vida para hacer las paces, para conseguir la gracia de Dios, para que, por fin, consigamos la gloria. Pero, por desgracia, es en lo que menos pensamos; al contrario, recayendo diariamente en el pecado nos vamos haciendo cada vez más enemigos de Dios. Y esto ocurre porque está escondido a nuestros ojos el fruto de la gracia y el fruto del pecado, que es la muerte eterna.

Sin embargo, ¡oh cristianos!, sabemos ciertamente esto: que el cielo y la tierra pueden ciertamente pasar, pero que las palabras de Cristo no pasarán. Conminó Cristo a Jerusalén con la total desolación y le predijo su destrucción a manos de los enemigos, y así sucedió. Nos predice a nosotros la condenación eterna, si no hacemos penitencia: Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos; si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera, como en el diluvio y como perecieron en el fuego de la Pentápolis los hombres pecadores. Y ¿qué hacemos nosotros? ¿Penitencia por los pecados? ¿O más bien acumulamos pecados más graves a los ya cometidos? ¡Deplorable ceguera la nuestra!

Al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad lloró porque no reconoció el momento de su venida. Por su entrañable misericordia nos visitó Dios para iluminarnos: anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados; nos visitó para salvarnos de nuestros pecados: para concedernos que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días. Pero, por favor, hermanos, si queremos obrar de este modo, debemos tener siempre presente nuestro fin. De esta forma, teniendo presente la muerte, sabremos discernir las falacias del mundo y dirigiremos nuestra vida por caminos de santidad y justicia.

San Lorenzo de Brindisi
Homilía 2 en el domingo noveno de Pentecostés (6-7: Opera omnia, t. 8, 514-517)

sábado, 18 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

Mi sacrificio es un espíritu quebrantado

Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón.

¿Quieres aplacar a Dios? Conoce lo que has de hacer contigo mismo para que Dios te sea propicio. Atiende a lo que dice el mismo salmo: Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Por tanto, ¿es que has de prescindir del sacrificio? ¿Significa esto que podrás aplacar a Dios sin ninguna oblación? ¿Qué dice el salmo? Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Pero continúa y verás que dice: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Dios rechaza los antiguos sacrificios, pero te enseña qué es lo que has de ofrecer. Nuestros padres ofrecían víctimas de sus rebaños, y éste era su sacrificio. Los sacrificios no te satisfacen, pero quieres otra clase de sacrificios.

Si te ofreciera un holocausto —dice—, no lo querrías. Si no quieres, pues, holocaustos, ¿vas a quedar sin sacrificios? De ningún modo. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Este es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mí un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro, hay que quebrantar antes el impuro.

Sintamos disgusto de nosotros mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y ya que no estamos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a él le disgusta. Así tu voluntad coincide en algo con la de Dios, en cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor.

San Agustín de Hipona
Sermón 19 (2-3: CCL 41, 252-254)

viernes, 17 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

Reconoce el mal que has hecho, ahora que es el tiempo propicio

Si hay aquí alguno que esté esclavizado por el pecado, que se disponga por la fe a la regeneración que nos hace hijos adoptivos y libres; y así, libertado de la pésima esclavitud del pecado y sometido a la dichosa esclavitud del Señor, será digno de poseer la herencia celestial. Despojaos, por la confesión de vuestros pecados, del hombre viejo, viciado por las concupiscencias engañosas, y vestíos del hombre nuevo que se va renovando según el conocimiento de su creador. Adquirid, mediante vuestra fe, las arras del Espíritu Santo, para que podáis ser recibidos en la mansión eterna. Acercaos a recibir el sello sacramental, para que podáis ser reconocidos favorablemente por aquel que es vuestro dueño. Agregaos al santo y racional rebaño de Cristo, para que un día, separados a su derecha, poseáis en herencia la vida que os está preparada.

Porque los que conserven adherida la aspereza del pecado, a manera de una piel velluda, serán colocados a la izquierda, por no haberse querido beneficiar de la gracia de Dios, que se obtiene por Cristo a través del baño de regeneración. Me refiero no a una regeneración corporal, sino al nuevo nacimiento del alma. Los cuerpos, en efecto, son engendrados por nuestros padres terrenos, pero las almas son regeneradas por la fe, porque el Espíritu sopla donde quiere. Y así entonces, si te has hecho digno de ello, podrás escuchar aquella voz: Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor, a saber, si tu conciencia es hallada limpia y sin falsedad.

Pues si alguno de los aquí presentes tiene la pretensión de poner a prueba la gracia de Dios, se engaña a sí mismo e ignora la realidad de las cosas. Procura, oh hombre, tener un alma sincera y sin engaño, porque Dios penetra en el interior del hombre.

El tiempo presente es tiempo de reconocer nuestros pecados. Reconoce el mal que has hecho, de palabra o de obra, de día o de noche. Reconócelo ahora que es el tiempo propicio, y en el día de la salvación recibirás el tesoro celeste.

Limpia tu recipiente, para que sea capaz de una gracia más abundante, porque el perdón de los pecados se da a todos por igual, pero el don del Espíritu Santo se concede a proporción de la fe de cada uno. Si te esfuerzas poco, recibirás poco, si trabajas mucho, mucha será tu recompensa. Corres en provecho propio, mira, pues, tu conveniencia.

Si tienes algo contra alguien, perdónalo. Vienes para alcanzar el perdón de los pecados: es necesario que tú también perdones al que te ha ofendido.

San Cirilo de Jerusalén
Catequesis 1 (2-3.5-6: PG 33, 371. 375-378)

jueves, 16 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

Jesucristo es del linaje de David según la carne

El más esclarecido ejemplar de la predestinación y de la gracia es el mismo Salvador del mundo, el mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús; porque para llegar a serlo, ¿con qué méritos anteriores, ya de obras, ya de fe, pudo contar la naturaleza humana que en él reside. Yo ruego que se me responda a lo siguiente: aquella naturaleza humana que en unidad de persona fue asumida por el Verbo, coeterno del Padre, ¿cómo mereció llegar a ser Hijo unigénito de Dios? ¿Precedió algún mérito a esta unión? ¿Qué obró, qué creyó o qué exigió previamente para llegar a tan inefable y soberana dignidad? ¿No fue acaso por la virtud y asunción del mismo Verbo por lo que aquella humanidad, en cuanto empezó a existir, empezó a ser Hijo único de Dios?

Manifiéstese, pues, ya a nosotros en el que es nuestra Cabeza la fuente misma de la gracia, la cual se derrama por todos sus miembros según la medida de cada uno. Tal es la gracia por la cual se hace cristiano el hombre desde el momento en que comienza a creer; la misma por la cual aquel Hombre, unido al Verbo desde el primer momento de su existencia, fue hecho Jesucristo; del mismo Espíritu Santo, de quien Cristo fue nacido, es ahora el hombre renacido; por el mismo Espíritu Santo, por quien se verificó que la naturaleza humana de Cristo estuviera exenta de todo pecado, se nos concede a nosotros ahora la remisión de los pecados. Sin duda, Dios tuvo presciencia de que realizaría todas estas cosas. Porque en esto consiste la predestinación de los santos, que tan soberanamente resplandece en el Santo de los santos. ¿Quién podría negarla de cuantos entienden rectamente las palabras de la verdad? Pues el mismo Señor de la gloria, en cuanto que el Hijo de Dios se hizo hombre, sabemos que fue también predestinado.

Fue, por tanto, predestinado Jesús, para que, al llegar a ser hijo de David según la carne, fuese también, al mismo tiempo, Hijo de Dios según el Espíritu de santidad; pues nació del Espíritu Santo y de María Virgen. Tal fue aquella singular elevación del hombre, realizada de manera inefable por el Verbo divino, para que Jesucristo fuese llamado a la vez, verdadera y propiamente, Hijo de Dios e hijo del hombre; hijo del hombre, por la naturaleza humana asumida, e Hijo de Dios, porque el Verbo unigénito la asumió en sí; de otro modo no se creería en la trinidad, sino en una cuaternidad de personas.

Así fue predestinada aquella humana naturaleza a tan grandiosa, excelsa y sublime dignidad, más arriba de la cual no podría ya darse otra elevación mayor; de la misma manera que la divinidad no pudo descender ni humillarse más por nosotros, que tomando nuestra naturaleza con todas sus debilidades hasta la muerte de cruz. Por tanto, así como ha sido predestinado ese hombre singular para ser nuestra Cabeza, así también una gran muchedumbre hemos sido predestinados para ser sus miembros. Enmudezcan, pues, aquí las deudas contraídas por la humana naturaleza, pues ya perecieron en Adán, y reine por siempre esta gracia de Dios, que ya reina por medio de Jesucristo, Señor nuestro, único Hijo de Dios y único Señor. Y así, si no es posible encontrar en nuestra Cabeza mérito alguno que preceda a su singular generación, tampoco en nosotros, sus miembros, podrá encontrarse merecimiento alguno que preceda a tan multiplicada regeneración.

San Agustín de Hipona
Libro sobre la predestinación de los elegidos (Cap 15, 30-31: PL 44, 981-983)

miércoles, 15 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

Pasaré al lugar del tabernáculo admirable

Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío. Como la cierva del salmo busca las corrientes de agua, así también nuestros ciervos, que han salido de Egipto y del mundo, y han aniquilado en las aguas del bautismo al faraón con todo su ejército, después de haber destruido el poder del diablo, buscan las fuentes de la Iglesia, que son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Que el Padre sea fuente lo hallamos escrito en el libro de Jeremías: Me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y cavaron aljibes, aljibes agrietados, que no retienen el agua. Acerca del Hijo, leemos en otro lugar: Abandonaron la fuente de la sabiduría. Y del Espíritu Santo: El que bebe del agua que yo le daré, nacerá dentro de él un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna, palabras cuyo significado nos explica luego el evangelista, cuando nos dice que el Salvador se refería al Espíritu Santo. De todo lo cual se deduce con toda claridad que la triple fuente de la Iglesia es el misterio de la Trinidad.

Esta triple fuente es la que busca el alma del creyente, el alma del bautizado, y por eso dice: Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. No es un tenue deseo el que tiene de ver a Dios, sino que lo desea con un ardor parecido al de la sed. Antes de recibir el bautismo, se decían entre sí:

¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios? Ahora ya han conseguido lo que deseaban: han llegado a la presencia de Dios y se han acercado al altar y tienen acceso al misterio de salvación.

Admitidos en el cuerpo de Cristo y renacidos en la fuente de vida, dicen confiadamente: Pasaré al lugar del tabernáculo admirable, hacia la casa de Dios. La casa de Dios es la Iglesia, ella es el tabernáculo admirable porque en él resuenan los cantos de júbilo y alabanza en el bullicio de la fiesta.

Decid, pues, los que acabáis de revestiros de Cristo y, siguiendo nuestras enseñanzas, habéis sido extraídos del mar de este mundo, como pececillos con el anzuelo. «En nosotros ha sido cambiado el orden natural de las cosas. En efecto, los peces, al ser extraídos del mar, mueren; a nosotros, en cambio, los apóstoles nos sacaron del mar de este mundo para que pasáramos de muerte a vida. Mientras vivíamos sumergidos en el mundo, nuestros ojos estaban en el abismo y nuestra vida se arrastraba por el cieno, mas, desde el momento en que fuimos arrancados de las olas, hemos comenzado a ver el sol, hemos comenzado a contemplar la luz verdadera, y, por esto, llenos de alegría desbordante, le decimos a nuestra alma: Espera en Dios, que volverás a alabarlo: "Salud de mi rostro, Dios mío"».

San Jerónimo
Homilía a los recién bautizados, sobre el salmo 41 (CCL 78, 542-544)

martes, 14 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

Venga a nosotros tu reino

¿Quién hay —por desastrado que sea— que cuando pide a una persona de prestigio no lleva pensado cómo lo ha de pedir para contentarle y no serle desabrido, y qué le ha de pedir, y para qué ha menester lo que le ha de dar, en especial si pide cosa señalada, como nos enseña que pidamos nuestro buen Jesús? Cosa me parece para notar mucho. ¿No hubierais podido, Señor mío, concluir con una palabra y decir: «Dadnos, Padre, lo que nos conviene»? Pues a quien tan bien entiende todo, no parece era menester más.

¡Oh sabiduría de los ángeles! Para vos y vuestro Padre esto bastaba (que así le pedisteis en el huerto: mostrasteis vuestra voluntad y temor, mas dejástelo en la suya): mas nos conocéis a nosotros, Señor mío, que no estamos tan rendidos como lo estabais vos a la voluntad de vuestro Padre, y que era menester pedir cosas señaladas para que nos detuviésemos un poco en mirar siquiera si nos está bien lo que pedimos, y si no, que no lo pidamos. Porque, según somos, si no nos dan lo que queremos —con este libre albedrío que tenemos—, no admitiremos lo que el Señor nos diere, porque, aunque sea lo mejor, como no veamos luego el dinero en la mano, nunca nos pensamos ver ricos.

Pues dice el buen Jesús: Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino. Ahora mirad qué sabiduría tan grande de nuestro Maestro. Considero yo aquí, y es bien que entendamos, qué pedimos en este reino. Mas como vio su majestad que no podíamos santificar, ni alabar, ni engrandecer, ni glorificar, ni ensalzar este nombre santo del Padre eterno —conforme a lo poquito que podemos nosotros—, de manera que se hiciese como es razón, si no nos proveía su majestad con darnos acá su reino, y así lo puso el buen Jesús lo uno junto a lo otro. Porque entendáis esto que pedimos, y lo que nos importa pedirlo y hacer cuanto pudiéramos para contentar a quien nos lo ha de dar, quiero decir aquí lo que yo entiendo.

El gran bien que hay en el reino del cielo —con otros muchos— es ya no tener cuenta con cosas de la tierra: un sosiego y gloria en sí mismos, un alegrarse todos, una paz perpetua, una satisfacción grande en sí mismos que les viene de ver que todos santifican y alaban al Señor y bendicen su nombre, y no le ofende nadie, todos le aman, y la misma alma no entiende en otra cosa sino en amarle, ni puede dejarle de amar, porque le conoce. Y así le amaríamos acá: aunque no en esta perfección y en un ser, mas muy de otra manera le amaríamos si le conociésemos.

Santa Teresa de Jesús
Camino de perfección (Cap 51: BAC 120, 221-224)

domingo, 12 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

El Señor es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía

Las palabras que hemos cantado expresan nuestra convicción de que somos rebaño de Dios: El es nuestro Dios, creador nuestro. El es nuestro Dios, y, nosotros su pueblo, el rebaño que él guía. Los pastores humanos tienen unas ovejas que no han hecho ellos, apacientan un rebaño que no han creado ellos. En cambio, nuestro Dios y Señor, porque es Dios y creador, se hizo él mismo las ovejas que tiene y apacienta. No fue otro quien las creó y él las apacienta, ni es otro quien apacienta las que él creó.

Por tanto, ya que hemos reconocido en este cántico que somos sus ovejas, su pueblo y el rebaño que él guía, oigamos qué es lo que nos dice a nosotros, sus ovejas. Antes hablaba a los pastores, ahora a las ovejas. Por eso, nosotros lo escuchábamos, antes, con temor, vosotros, en cambio, seguros.

¿Cómo lo escucharemos en estas palabras de hoy? ¿Quizá al revés, nosotros seguros y vosotros con temor? No, ciertamente. En primer lugar porque, aunque somos pastores, el pastor no sólo escucha con temor lo que se dice a los pastores, sino también lo que se dice a las ovejas. Si escucha seguro lo que se dice a las ovejas, es porque no se preocupa por las ovejas. Además, ya os dijimos entonces que en nosotros hay que considerar dos cosas: una, que somos cristianos; otra, que somos guardianes. Nuestra condición de guardianes nos coloca entre los pastores, con tal de que seamos buenos. Por nuestra condición de cristianos, somos ovejas igual que vosotros. Por lo cual, tanto si el Señor habla a los pastores como si habla a las ovejas, tenemos que escuchar siempre con temor y con ánimo atento.

Oigamos, pues, hermanos, en qué reprende el Señor a las ovejas descarriadas y qué es lo que promete a sus ovejas. Y vosotros —dice— sois mis ovejas. En primer lugar, si consideramos, hermanos, qué gran felicidad es ser rebaño de Dios, experimentaremos una gran alegría, aun en medio de estas lágrimas y tribulaciones. Del mismo de quien se dice: Pastor de Israel, se dice también: No duerme ni reposa el guardián de Israel. El vela, pues, sobre nosotros, tanto si estamos despiertos como dormidos. Por esto, si un rebaño humano está seguro bajo la vigilancia de un pastor humano, cuán grande no ha de ser nuestra seguridad, teniendo a Dios por pastor, no sólo porque nos apacienta, sino también porque es nuestro creador.

Y a vosotras —dice—, mis ovejas, así dice el Señor Dios: «Voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío». ¿A qué vienen aquí los machos cabríos en el rebaño de Dios? En los mismos pastos, en las mismas fuentes, andan mezclados los machos cabríos, destinados a la izquierda, con las ovejas, destinadas a la derecha, y son tolerados los que luego serán separados. Con ello se ejercita la paciencia de las ovejas, a imitación de la paciencia de Dios. El es quien separará después, unos a la izquierda, otros a la derecha.

San Agustín de Hipona
Sermón 47, sobre las ovejas (1.2.3.6: CCL 41, 572-573.575-576)

sábado, 11 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

No antepongan nada absolutamente a Cristo

Cuando emprendas alguna obra buena, lo primero que has de hacer es pedir constantemente a Dios que sea él quien la lleve a término, y así nunca lo contristaremos con nuestras malas acciones, a él, que se ha dignado contarnos en el número de sus hijos, ya que en todo tiempo debemos someternos a él en el uso de los bienes que pone a nuestra disposición, no sea que algún día, como un padre que se enfada con sus hijos, nos desherede, o, como un amo temible, irritado por nuestra maldad, nos entregue al castigo eterno, como a servidores perversos que han rehusado seguirlo a la gloria.

Por lo tanto, despertémonos ya de una vez, obedientes a la llamada que nos hace la Escritura: Ya es hora de despertarnos del sueño. Y, abiertos nuestros ojos a la luz divina, escuchemos bien atentos la advertencia que nos hace cada día la voz de Dios: Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis el corazón; y también: Quien tenga oídos, oiga lo que dice el Espíritu a las Iglesias.

¿Y qué es lo que dice? Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor. Caminad mientras tenéis luz, antes que os sorprendan las tinieblas de la muerte.

Y el Señor, buscando entre la multitud de los hombres a uno que realmente quisiera ser operario suyo, dirige a todos esta invitación: ¿Hay alguien que ame la vida y desee días de prosperidad? Y si tú, al oír esta invitación, respondes: «Yo», entonces Dios te dice: «Si amas la vida verdadera y eterna, guarda tu lengua del mal, tus labios de la falsedad; apártate del mal, obra el bien, busca la paz y corre tras ella. Si así lo hacéis, mis ojos estarán sobre vosotros y mis oídos atentos a vuestras plegarias; y, antes de que me invoquéis, os diré: Aquí estoy».

¿Qué hay para nosotros más dulce, hermanos muy amados, que esta voz del Señor que nos invita? Ved cómo el Señor, con su amor paternal, nos muestra el camino de la vida.

Ceñida, pues, nuestra cintura con la fe y la práctica de las buenas obras, avancemos por sus caminos, tomando por guía el Evangelio, para que alcancemos a ver a aquel que nos ha llamado a su reino. Porque, si queremos tener nuestra morada en las estancias de su reino, hemos de tener presente que para llegar allí hemos de caminar aprisa por el camino de las buenas obras.

Así como hay un celo malo, lleno de amargura, que separa de Dios y lleva al infierno, así también hay un celo bueno, que separa de los vicios y lleva a Dios y a la vida eterna. Este es el celo que han de practicar con ferviente amor los monjes, esto es: estimando a los demás más quea uno mismo; soporten con una paciencia sin límites sus debilidades, tanto corporales como espirituales; pongan todo su empeño en obedecerse los unos a los otros; procuren todos el bien de los demás, antes que el suyo propio; pongan en práctica un sincero amor fraterno; vivan siempre en el temor y amor de Dios; amen a su abad con una caridad sincera y humilde; no antepongan nada absolutamente a Cristo, el cual nos lleve a todos juntos a la vida eterna.

San Benito de Nursia
Regla de los monjes (Pról 4-22; cap 72, 1-12: CSEL 75, 2-5.162-163)

viernes, 10 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

Dios puede ser hallado en el corazón del hombre

La salud corporal es un bien para el hombre; pero lo que interesa no es saber el porqué de la salud, sino el poseerla realmente. En efecto, si uno explica los beneficios de la salud, mas luego toma un alimento que produce en su cuerpo humores malignos y enfermedades, ¿de qué le habrá servido aquella explicación, si se ve aquejado por la enfermedad? En este mismo sentido hemos de entender las palabras que comentamos, o sea, que el Señor llama dichosos no a los que conocen algo de Dios, sino a los que lo poseen en sí mismos. Dichosos, pues, los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Y no creo que esta manera de ver a Dios, la del que tiene el corazón limpio, sea una visión externa, por así decirlo, sino que más bien me inclino a creer que lo que nos sugiere la magnificencia de esta afirmación es lo mismo que, de un modo más claro, dice en otra ocasión: El reino de Dios está dentro de vosotros; para enseñarnos que el que tiene el corazón limpio de todo afecto desordenado a las criaturas contempla, en su misma belleza interna, la imagen de la naturaleza divina.

Yo diría que esta concisa expresión de aquel que es la Palabra equivale a decir: «Oh vosotros, los hombres en quienes se halla algún deseo de contemplar el bien verdadero, cuando oigáis que la majestad divina está elevada y ensalzada por encima de los cielos, que su gloria es inexplicable, que su belleza es inefable, que su naturaleza es incomprensible, no caigáis en la desesperación, pensando que no podéis ver aquello que deseáis».

Si os esmeráis con una actividad diligente en limpiar vuestro corazón de la suciedad con que lo habéis embadurnado y ensombrecido, volverá a resplandecer en vosotros la hermosura divina. Cuando un hierro está ennegrecido, si con un pedernal se le quita la herrumbre, enseguida vuelve a reflejar los resplandores del sol; de manera semejante, la parte interior del hombre, lo que el Señor llama el corazón, cuando ha sido limpiado de las manchas de herrumbre contraídas por su reprobable abandono, recupera la semejanza con su forma original y primitiva, y así, por esta semejanza con la bondad divina, se hace él mismo enteramente bueno.

Por tanto, el que se ve a sí mismo ve en sí mismo aquello que desea, y de este modo es dichoso el limpio de corazón, porque al contemplar su propia limpieza ve, como a través de una imagen, la forma primitiva. Del mismo modo, en efecto, que el que contempla el sol en un espejo, aunque no fije sus ojos en el cielo, ve reflejado el sol en el espejo no menos que el que lo mira directamente, así también vosotros —es como si dijera el Señor—, aunque vuestras fuerzas no alcancen a contemplar la luz inaccesible, si retornáis a la dignidad y belleza de la imagen que fue creada en nosotros desde el principio, hallaréis aquello que buscáis dentro de vosotros mismos.

La divinidad es pureza, es carencia de toda inclinación viciosa, es apartamiento de todo mal. Por tanto, si hay en ti estas disposiciones, Dios está en ti. Si tu espíritu, pues, está limpio de toda mala inclinación, libre de toda afición desordenada y alejado de todo lo que mancha, eres dichoso por la agudeza y claridad de tu mirada, ya que, por tu limpieza de corazón, puedes contemplar lo que escapa a la mirada de los que no tienen esta limpieza, y, habiendo quitado de los ojos de tu alma la niebla que los envolvía, puedes ver claramente, con un corazón sereno, un bello espectáculo. Resumiremos todo esto diciendo que la santidad, la pureza, la rectitud son el claro resplandor de la naturaleza divina, por medio del cual vemos a Dios.

San Gregorio de Nisa
Homilía 6 sobre las bienaventuranzas (PG 44, 1270-1271)

jueves, 9 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

La esperanza de ver a Dios

La promesa de ver a Dios es ciertamente tan grande que supera toda felicidad imaginable. ¿Quién, en efecto, podrá desear un bien superior, si en la visión de Dios lo tiene todo? Porque, según el modo de hablar de la Escritura, ver significa lo mismo que poseer; y así, en aquello que leemos: Que veas la prosperidad de Jerusalén, la palabra «ver» equivale a tener. Y en aquello otro: Que sea arrojado el impío, para que no vea la grandeza dei Señor, por «no ver» se entiende no tener parte en esta grandeza.

Por lo tanto, el que ve a Dios alcanza por esta visión todos los bienes posibles: la vida sin fin, la incorruptibilidad eterna, la felicidad imperecedera, el reino sin fin, la alegría ininterrumpida, la verdadera luz, el sonido espiritual y dulce, la gloria inaccesible, el júbilo perpetuo y, en resumen, todo bien.

Tal y tan grande es, en efecto, la felicidad prometida que nosotros esperamos; pero, como antes hemos demostrado, la condición para ver a Dios es un corazón puro, y ante esta consideración, de nuevo mi mente se siente arrebatada y turbada por una especie de vértigo, por la duda de si esta pureza de corazón es de aquellas cosas imposibles y que superan y exceden nuestra naturaleza Pues, si esta pureza de corazón es el medio para ver a Dios y si Moisés y Pablo no lo vieron, porque, como afirman, Dios no puede ser visto por ellos ni por cualquier otro, esta condición que nos propone ahora la Palabra para alcanzar la felicidad nos parece una cosa irrealizable.

¿De qué nos sirve conocer el modo de ver a Dios, si nuestras fuerzas no alcanzan a ello? Es lo mismo que si uno afirmara que en el cielo se vive feliz, porque allí es posible ver lo que no se puede ver en este mundo. Porque, si se nos mostrase alguna manera de llegar al cielo, sería útil haber aprendido que la felicidad está en el cielo. Pero, si nos es imposible subir allí, ¿de qué nos sirve conocer la felicidad del cielo sino solamente para estar angustiados y tristes, sabiendo de qué bienes estamos privados y la imposibilidad de alcanzarlos? ¿Es que Dios nos invita a una felicidad que excede nuestra naturaleza y nos manda algo que, por su magnitud, supera las fuerzas humanas?

No es así. Porque Dios no creó a los volátiles sin alas, ni mandó vivir bajo el agua a los animales dotados para la vida en tierra firme. Por tanto, si en todas las cosas existe una ley acomodada a su naturaleza, y Dios no obliga a nada que esté por encima de la propia naturaleza, de ello deducimos, por lógica conveniencia, que no hay que desesperar de alcanzar la felicidad que se nos propone, y que Juan y Pablo y Moisés, y otros como ellos, no se vieron privados de esta sublime felicidad, resultante de la visión de Dios; pues, ciertamente, no se vieron privados de esta felicidad ni aquel que dijo: Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará, ni aquel que se reclinó sobre el pecho de Jesús, ni aquel que oyó de boca de Dios: Te he conocido más que a todos.

Por tanto, si es indudable que aquellos que predicaron que la contemplación de Dios está por encima de nuestras fuerzas son ahora felices, y si la felicidad consiste en la visión de Dios, y si para ver a Dios es necesaria la pureza de corazón, es evidente que esta pureza de corazón, que nos hace posible la felicidad, no es algo inalcanzable.

Los que aseguran, pues, tratando de basarse en las palabras de Pablo, que la visión de Dios está por encima de nuestras posibilidades se engañan y están en contradicción con las palabras del Señor, el cual nos promete que, por la pureza de corazón, podemos alcanzar la visión divina.

San Gregorio de Nisa
Homilía 6 sobre las bienaventuranzas (PG 44, 1266-1267)

miércoles, 8 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

Dios es como una roca inaccesible

Lo mismo que suele acontecer al que desde la cumbre de un alto monte mira algún dilatado mar, esto mismo le sucede a mi mente cuando desde las alturas de la voz divina, como desde la cima de un monte, mira la inexplicable profundidad de su contenido.

Sucede, en efecto, lo mismo que en muchos lugares marítimos, en los cuales, al contemplar un monte por el lado que mira al mar, lo vemos como cortado por la mitad y completamente liso desde su cima hasta la base, y como si su cumbre estuviera suspendida sobre el abismo; la misma impresión que causa al que mira desde tan elevada altura a lo profundo del mar, la misma sensación de vértigo experimento yo al quedar como en suspenso por la grandeza de esta afirmación del Señor: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Dios se deja contemplar por los que tienen el corazón purificado. A Dios nadie lo ha visto jamás, dice san Juan; y Pablo confirma esta sentencia con aquellas palabras tan elevadas: A quien ningún hombre ha visto ni puede ver. Esta es aquella piedra leve, lisa y escarpada, que aparece como privada de todo sustentáculo y aguante intelectual; de ella afirmó también Moisés en sus decretos que era inaccesible, de manera que nuestra mente nunca puede acercarse a ella por más que se esfuerce en alcanzarla, ni puede nadie subir por sus laderas escarpadas, según aquella sentencia: Nadie puede ver al Señor y quedar con vida.

Y sin embargo, la vida eterna consiste en ver a Dios. Y que esta visión es imposible lo afirman las columnas de la fe, Juan, Pablo y Moisés. ¿Te das cuenta del vértigo que produce en el alma la consideración de las profundidades que contemplamos en estas palabras? Si Dios es la vida, el que no ve a Dios no ve la vida. Y que Dios no puede ser visto lo atestiguan, movidos por el Espíritu divino, tanto los profetas como los apóstoles. ¿En qué angustias, pues, no se debate la esperanza del hombre?

Pero el Señor levanta y sustenta esta esperanza que vacila. Como hizo en la persona de Pedro cuando estaba a punto de hundirse, al volver a consolidar sus pies sobre las aguas.

Por lo tanto, si también a nosotros nos da la mano aquel que es la Palabra; si, viéndonos vacilar en el abismo de nuestras especulaciones, nos otorga la estabilidad, iluminando un poco nuestra inteligencia, entonces ya no temeremos, si caminamos cogidos de su mano. Porque dice: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

San Gregorio de Nisa
Homilía 6 sobre las bienaventuranzas (PG 44, 1263-1266)

martes, 7 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

La amistad verdadera es perfecta y constante

Jonatán, aquel excelente joven, sin atender a su estirpe regia y a su futura sucesión en el trono, hizo un pacto con David y, equiparando el siervo al señor, precisamente cuando huía de su padre, cuando estaba escondido en el desierto, cuando estaba condenado a muerte, destinado a la ejecución, lo antepuso a sí mismo, abajándose a sí mismo y ensalzándolo a él: Tú —le dice— serás el rey, y yo seré tu segundo.

¡Oh preclarísimo espejo de amistad verdadera! ¡Cosa admirable! El rey estaba enfurecido con su siervo y concitaba contra él a todo el país, como a un rival de su reino; asesina a los sacerdotes, basándose en la sola sospecha de traición; inspecciona los bosques, busca por los valles, asedia con su ejército los montes y peñascos, todos se comprometen a vengar la indignación regia; sólo Jonatán, el único que podía tener algún motivo de envidia, juzgó que tenía que oponerse a su padre y ayudar a su amigo, aconsejarlo en tan gran adversidad y, prefiriendo la amistad al reino, le dice: Tú serás el rey, y yo seré tu segundo. Y fíjate cómo el padre de este adolescente lo provocaba a envidia contra su amigo, agobiándolo con reproches, atemorizándolo con amenazas, recordándole que se vería despojado del reino y privado de los honores.

Y habiendo pronunciado Saúl sentencia de muerte contra David, Jonatán no traicionó a su amigo. ¿Por qué va a morir David? ¿Qué ha hecho? El se jugó la vida cuando mató al filisteo; bien que te alegraste al verlo. ¿Por qué ha de morir? El rey, fuera de sí al oír estas palabras, intenta clavar a Jonatán en la pared con su lanza, llenándolo además de improperios: ¡Hijo de perdida —le dice—, ya sabía yo que estabas confabulado con él, para vergüenza tuya y de tu madre! Y, a continuación, vomita todo el veneno que llevaba dentro, intentando salpicar con él el pecho del joven, añadiendo aquellas palabras capaces de incitar su ambición, de fomentar su envidia, de provocar su emulación y su amargor: Mientras el hijo de Jesé esté vivo sobre la tierra, tu reino no estará seguro.

¿A quién no hubieran impresionado estas palabras? ¿A quién no le hubiesen provocado a envidia? Dichas a cualquier otro, estas palabras hubiesen corrompido, disminuido y hecho olvidar el amor,, la benevolencia y la amistad. Pero aquel joven, lleno de amor, no cejó en su amistad, y permaneció fuerte ante las amenazas, paciente ante las injurias, despreciando, por su amistad, el reino, olvidándose de los honores, pero no de su benevolencia. Tú —dice— serás el rey, y yo seré tu segundo.

Esta es la verdadera, la perfecta, la estable y constante amistad: la que no se deja corromper por la envidia; la que no se enfría por las sospechas; la que no se disuelve por la ambición; la que, puesta a prueba de esta manera, no cede; la que, a pesar de tantos golpes, no cae; la que, batida por tantas injurias, se muestra inflexible; la que provocada por tantos ultrajes, permanece inmóvil. Anda, pues, haz tú lo mismo.

Beato Elredo de Rievaulx
Tratado sobre la amistad espiritual (Lib 3, 92.93.94.96: CCL CM 1.337-338)

lunes, 6 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

David fue figura de Cristo

A quienes con fe leen los sagrados libros no les es difícil conocer los misterios relativos al bienaventurado David, que en los salmos resultó profeta y en las obras, perfecto. ¿Quién no admirará a este bienaventurado David, que describió en su corazón los misterios de Cristo ya desde su infancia? ¿O quién no se maravillará al ver realizadas sus profecías? El fue elegido por Dios como rey justo y como profeta, un profeta que nos ha dado una mayor seguridad no sólo acerca de las cosas del presente y del pasado, sino también de las futuras.

Ahora bien, ¿qué alabaré primero en él: sus gestas gloriosas o sus palabras proféticas? Pues nos encontramos con que en ambos campos, palabras y obras, este profeta es figura de su Señor. Lo veo pastor de ovejas, sé que fue clandestinamente ungido rey, contemplo al tirano vencido por él, noto cómo se esfuma la batalla y compruebo que el pueblo ha sido liberado de la esclavitud; seguidamente veo a David odiado por Saúl, que, como a enemigo u hombre de poco fiar, le obliga a huir, le expulsa y tiene que ocultarse en el desierto, y contemplo al que primero era envidiado por Saúl, constituido rey sobre Israel.

¿Quién no proclamará dichosos a los justos patriarcas, que no sólo profetizaron el futuro con las palabras, sino que sufriendo ellos mismos, realizaron en la práctica lo que iba a suceder a Cristo? Y nosotros debemos comprender en la realidad lo que se nos propone, es decir, aquellas cosas que eran manifestadas espiritualmente, con palabras y con obras, a los santos profetas. Aquellas figuras y aquellas obras decían relación con el futuro, y se referían concretamente al que había de venir al final de los tiempos a perfeccionar la ley y los profetas. Vino al mundo para enseñar la justicia, manifestándosenos por medio del evangelio; decía: Yo soy el camino, y la justicia, y la vida. El era, en efecto, el justo, el verdadero, el salvador de todos. ¿Cómo no vamos a comprender que lo que con anterioridad hizo David fue perfeccionado más tarde por el Salvador y dado, finalmente, a las santas iglesias como un don, a través de la gracia?

Debemos primero anunciar las cosas postreras, para hacer así más fácilmente creíbles las palabras. Dos fueron las unciones que llevó a cabo Samuel: una a Saúl y otra a David. Saúl recibió la unción con respeto, pero no como un hombre digno de Dios, sino como un transgresor de la ley; y Dios, molesto, lo puso como opresor sobre quienes habían pedido un rey. De igual modo, Herodes, como transgresor de la ley, reinaría años más tarde sobre hombres pecadores. David fue clandestinamente ungido en Belén, porque en Belén había de nacer el rey del cielo, y allí ungido —y no ocultamente— por el Padre, se manifestó al mundo, como dice el profeta: Por eso el Señor tu Dios te ha ungido con aceite de júbilo entre todos tus compañeros.

Saúl fue ungido con una aceitera como de arcilla, porque su reino era de transición y muy pronto disuelto. En cambio, David fue ungido con la cuerna del poder: de este modo señalaba previamente a aquel que, mediante la venerable unción, demostraba la victoria sobre la muerte.

San Hipólito de Roma
Homilía sobre David y Goliat (1, 1-4. 2: CSCO 264 [Scriptores Iberici t. 16] 1-3)

domingo, 5 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

El aleluya pascual

Toda nuestra vida presente debe discurrir en la alabanza de Dios, porque en ella consistirá la alegría sempiterna de la vida futura; y nadie puede hacerse idóneo de la vida futura, si no se ejercita ahora en esta alabanza. Ahora, alabamos a. Dios, pero también le rogamos. Nuestra alabanza incluye la alegría, la oración, el gemido. Es que se nos ha prometido algo que todavía no poseemos; y, porque es veraz el que lo ha prometido, nos alegramos por la esperanza; mas, porque todavía no lo poseemos, gemimos por el deseo. Es cosa buena perseverar en este deseo, hasta que llegue lo prometido; entonces cesará el gemido y subsistirá únicamente la alabanza.

Por razón de estos dos tiempos —uno, el presente, que se desarrolla en medio de las pruebas y tribulaciones de esta vida, y el otro, el futuro, en el que gozaremos de la seguridad y alegría perpetuas—, se ha instituido la celebración de un doble tiempo, el de antes y el de después de Pascua. El que precede a la Pascua significa las tribulaciones que en esta vida pasamos; el que celebramos ahora, después de Pascua, significa la felicidad que luego poseeremos. Por tanto, antes de Pascua celebramos lo mismo que ahora vivimos; después de Pascua celebramos y significamos lo que aún no poseemos. Por esto, en aquel primer tiempo nos ejercitamos en ayunos y oraciones; en el segundo, el que ahora celebramos, descansamos de los ayunos y lo empleamos todo en la alabanza. Esto significa el Aleluya que cantamos.

En aquel que es nuestra cabeza hallamos figurado y demostrado este doble tiempo. La pasión del Señor nos muestra la penuria de la vida presente, en la que tenemos que padecer la fatiga y la tribulación, y finalmente la muerte; en cambio, la resurrección y glorificación del Señor es una muestra de la vida que se nos dará.

Ahora, pues, hermanos, os exhortamos a la alabanza de Dios; y esta alabanza es la que nos expresamos mutuamente cuando decimos: Aleluya. «Alabad al Señor», nos decimos unos a otros; y, así, todos hacen aquello a lo que se exhortan mutuamente. Pero procurad alabarlo con toda vuestra persona, esto es, no sólo vuestra lengua y vuestra voz deben alabar a Dios, sino también vuestro interior, vuestra vida, vuestras acciones.

En efecto, lo alabamos ahora, cuando nos reunimos en la iglesia; y cuando volvemos a casa, parece que cesamos de alabarlo. Pero, si no cesamos en nuestra buena conducta, alabaremos continuamente a Dios. Dejas de alabar a Dios cuando te apartas de la justicia y de lo que a él le place. Si nunca te desvías del buen camino, aunque calle tu lengua, habla tu conducta; y los oídos de Dios atienden a tu corazón. Pues, del mismo modo que nuestros oídos escuchan nuestra voz, así los oídos de Dios escuchan nuestros pensamientos.

San Agustín de Hipona
Comentario sobre el salmo 148 (1-2: CCL 40, 2165-2166)

sábado, 4 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

Cristo es rey y sacerdote eterno

Nuestro Salvador fue verdaderamente ungido, en su condición humana, ya que fue verdadero rey y verdadero sacerdote, las dos cosas a la vez, tal y como convenía a su excelsa condición. El salmo nos atestigua su condición de rey, cuando dice: Yo mismo he establecido a mi rey en Sión, mi monte santo. Y el mismo Padre atestigua su condición de sacerdote, cuando dice: Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec. Aarón fue el primero en la ley antigua que fue constituido sacerdote por la unción del crisma y, sin embargo, no se dice: «Según el rito de Aarón», para que nadie crea que el Salvador posee el sacerdocio por sucesión. Porque el sacerdocio de Aarón se transmitía por sucesión, pero el sacerdocio del Salvador no pasa a los otros por sucesión, ya que él permanece sacerdote para siempre, tal como está escrito: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.

El Salvador es, por lo tanto, rey y sacerdote según su humanidad, pero su unción no es material, sino espiritual. Entre los israelitas, los reyes y sacerdotes lo eran por una unción material de aceite; no que fuesen ambas cosas a la vez, sino que unos eran reyes y litros eran sacerdotes; sólo a Cristo pertenece la perfección y la plenitud en todo, él, que vino a dar plenitud a la ley.

Los israelitas, aunque no eran las dos cosas a la vez, eran, sin embargo, llamados cristos (ungidos), por la unción material del aceite que los constituía reyes o sacerdotes. Pero el Salvador, que es el verdadero Cristo, fue ungido por el Espíritu Santo, para que se cumpliera lo que de él estaba escrito: Por eso el Señor, tu Dios, te ha ungido con aceite de júbilo entre todos tus compañeros. Su unción supera a la de sus compañeros, ungidos como él, porque es una unción de júbilo, lo cual significa el Espíritu Santo.

Sabemos que esto es verdad por las palabras del mismo Salvador. En efecto, habiendo tomado el libro de Isaías, lo abrió y leyó: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido; y dijo a continuación que entonces se cumplía aquella profecía que acababan de oír. Y, además, Pedro, el príncipe de los apóstoles, enseñó que el crisma con que había sido ungido el Salvador es el Espíritu Santo y la fuerza de Dios, cuando, en los Hechos de los apóstoles, hablando con el centurión, aquel hombre lleno de piedad y de misericordia, dijo entre otras cosas: La cosa empezó en Galilea, cuando Juan predicaba el bautismo. Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo.

Vemos, pues, cómo Pedro afirma de Jesús que fue ungido, según su condición humana, con la fuerza del Espíritu Santo. Por esto, Jesús, en su condición humana, fue con toda verdad Cristo o ungido, ya que por la unción del Espíritu Santo fue constituido rey y sacerdote eterno.

Faustino Luciferiano
Tratado sobre' la Trinidad (39-40: CCL 69, 340-341)

viernes, 3 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

La salvación proviene de la misericordia de Dios

El que por nosotros derramó su sangre es el que nos librará del pecado. No nos desesperemos, hermanos, para no caer en un estado de desolación y desesperanza. Terrible cosa es no tener fe en la esperanza de la conversión. Pues quien no espera la salvación, acumula males sin medida; quien, por el contrario, espera poder recuperar la salud, fácilmente se otorga en lo sucesivo a sí mismo el perdón. De hecho, el ladrón que ya no espera la gracia del perdón, se encamina hacia la contumacia: pero si espera el perdón, muchas veces acepta la penitencia. ¿Por qué la culebra puede deponer la camisa, y nosotros no deponemos el pecado?

Dios es benigno y lo es en no pequeña escala. Por eso, guárdate de decir: he sido disoluto y adúltero, he perpetrado cosas funestas y esto no una sino muchísimas veces: ¿me querrá Dios perdonar? ¿Será posible que en adelante no se acuerde más de ello? Escucha lo que dice el salmista ¡Qué grande es tu bondad, Señor! El cúmulo de todos tus pecados no supera la inmensa compasión de Dios; tus heridas no superan la experiencia del médico supremo. Basta que te confíes plenamente a él, basta con que confieses al médico tu enfermedad; di tú también con David: Propuse: «Confesaré al Señor mi culpa», y se operará en ti lo mismo que se dice a continuación: Y tú perdonaste mi culpa y mi pecado.

¿Quieres ver la benevolencia de Dios y su inconmensurable magnanimidad? Escucha lo que pasó con Adán. Adán, el primer hombre creado por Dios, había quebrantado el mandato del Señor: ¿no habría podido condenarlo a muerte en aquel mismo momento? Pues bien, fíjatelo que hace el Señor, que ama al hombre a fondo perdido: lo expulsó del paraíso y lo colocó a oriente del paraíso, para que viendo de dónde había sido arrojado y de qué a cuál situación había sido expulsado, se salvara posteriormente por medio de la penitencia.

Es una auténtica benignidad y esta benignidad fue la de Dios; pero aún es pequeña si se la compara con los beneficios subsiguientes. Recuerda lo que ocurrió en tiempos de Noé. Pecaron los gigantes y en aquel entonces se multiplicó grandemente la iniquidad sobre la tierra, tanto que hizo inevitable el diluvio: repara en la benignidad de Dios que se prolongó por espacio de cien años. ¿O es que lo que hizo al cabo de los cien años no pudo haberlo hecho inmediatamente? Pero lo hizo a propósito, para dar tiempo a los avisos inductores a la penitencia. ¿No ves la bondad de Dios? Y si aquellos hubieran hecho entonces penitencia, no habrían sido excluidos de la benevolencia de Dios.

San Cirilo de Jerusalén
Catequesis 2 (5-8: Edit Reisch 1, 445-449)

jueves, 2 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

La carga del gobierno

Brevemente hemos dicho todo esto, para poner de manifiesto cuán pesada sea la carga del gobierno y con el propósito de que quien no sea capaz de estos sagrados oficios no se atreva a profanarlos, ni, por el prurito de sobresalir, emprenda el camino de la perdición. Por eso, piadosamente lo prohíbe Santiago, diciendo: Hermanos míos, sois demasiados los que pretendéis ser maestros. Por eso, el mismo Mediador entre Dios y los hombres, que, superando en ciencia y prudencia a los mismos espíritus celestiales, reina en los cielos desde antes de los siglos, rehusó aceptar el reino de la tierra. Pues está escrito: Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo Rey, se retiró otra vez a la montaña, él solo.

Y ¿quién hubiera podido gobernar más acertadamente a los hombres que aquel que iba a regir a sus mismas criaturas? Pero como se había encarnado no sólo para redimirnos con su pasión, sino para enseñarnos con su conducta, proponiéndose a sí mismo como modelo a sus seguidores, no consintió que le hicieran rey, él que, en cambio, se dirigió espontáneamente al patíbulo de la cruz; rehuyó la dignidad que se le brindaba y apeteció la ignominiosa pena de muerte. Y esto precisamente para que sus miembros aprendieran a rehuir los favores del mundo y a no temer sus amenazas; a amar, en aras de la verdad, las cosas adversas y a declinar, temerosos, las prósperas, porque éstas mancillan con frecuencia el corazón con la hinchazón de la soberbia, mientras que aquéllas lo purifican mediante el dolor. En la prosperidad el ánimo se exalta, mientras que en la adversidad, aun cuando en ocasiones se exaltare, acaba humillándose. En la prosperidad el hombre se olvida de sí mismo, mientras que en la adversidad, aun en contra de su voluntad, es obligado a pensar en sí mismo. En la prosperidad, muchas veces, se echa a perder el bien previamente realizado, mientras que en la adversidad se expían incluso las culpas mucho tiempo antes cometidas.

Pues ocurre con frecuencia que, en la escuela del dolor, el corazón acaba aceptando la disciplina, mientras que si es sublimado al culmen del mando, se acostumbra rápidamente a los honores y termina víctima del orgullo. Es lo que le sucedió a Saúl, que, considerándose en un primer momento indigno, se había escondido; en cuanto empuñó las riendas del gobierno, se hinchó de soberbia; y deseoso de ser honrado ante el pueblo, al rechazar la corrección pública, apartó de sí al mismo que le había ungido rey. Lo mismo le ocurrió a David, quien, habiendo sido grato —a juicio del autor— en casi todos sus actos, en cuanto le faltó el peso de la tribulación, salió a la superficie el tumor de la naturaleza corrompida. Pues en un principio se opuso a la muerte de su perseguidor caído en sus manos, pero más tarde consintió en la muerte de un soldado adicto, aun con perjuicio del ejército que luchaba denodadamente. Y si los castigos no lo hubieran reconducido al perdón, ciertamente la culpa lo habría conducido muy lejos del número de los elegidos.

San Gregorio Magno
Regla pastoral (Parte 1, cap 3: PL '177,16-17)

miércoles, 1 de julio de 2015

Una Meditación y una Bendición

Cristo es Rey, Cristo es Sacerdote: alegrémonos en él

Que se alegre Israel por su Creador, los hijos de Sión por su Rey. El Hijo de Dios que nos creó, se hizo uno de nosotros; y nuestro Rey nos gobierna, porque nos ha hecho nuestro Creador. El que nos hizo es el mismo que nos gobierna; de aquí que se nos llame cristianos, porque él es Cristo.

Cristo se llama así por el crisma, esto es, por la unción. Antiguamente se ungía a los reyes y a los sacerdotes: él fue ungido Rey y Sacerdote. Como Rey, luchó por nosotros; como Sacerdote, se ofreció por nosotros. Cuando luchó por nosotros se le tuvo por vencido, pero realmente venció. Pues fue crucificado, pero desde la cruz, en que fue clavado, dio muerte al diablo: por eso es nuestro, Rey.

Y ¿de dónde le viene el sacerdocio? De haberse inmolado por nosotros. Facilita al sacerdote lo que ha de ofrecer. ¿Qué hubiera encontrado el hombre para presentar como víctima pura? ¿Qué víctima? ¿Qué de puro puede presentar un pecador? ¡Oh inicuo! ¡Oh impío! Inmundo es cuanto aportes, y, no obstante, ha de ofrecerse por ti algo puro. Busca en torno a ti lo que has de ofrecer: no lo encontrarás. Busca entre tus bienes algo que ofrecer; no se complace en carneros, machos cabríos o toros. De él es todo esto, aunque tú no se lo ofrezcas. Ofrécele, pues, un sacrificio puro. Pero el caso es que eres pecador, eres impío, tienes la conciencia manchada. Podrías quizá ofrecerle algo puro, una vez purificado; mas para ser purificado, necesitas que algo se ofrezca por ti.

Y ¿qué es lo que vas a ofrecer por ti, a fin de quedar limpio? Si estás limpio, podrías ofrecer lo que es puro. Ofrézcase, pues, a sí mismo el sacerdote puro y purifique. Esto es lo que hizo Cristo. Nada limpio halló en los hombres que ofrecer por los hombres; se ofreció a sí mismo como víctima pura. ¡Feliz víctima, verdadera víctima, hostia inmaculada! Así pues, no ofreció lo que nosotros le dimos, sino que ofreció más bien lo que de nosotros asumió, y lo ofreció puro. En efecto, de nosotros tomó la carne, y fue la carne la que ofreció. Y ¿de dónde la tomó? Del seno de la Virgen María, para ofrecerla pura por los impuros. El es Rey, él es Sacerdote: alegrémonos en él.

San Agustín de Hipona
Comentario sobre el salmo 149 (6: CCL 40, 2182-2183)