domingo, 31 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Luz, resplandor y gracia en la Trinidad y por la Trinidad

Siempre resultará provechoso esforzarse en profundizar el contenido de la antigua tradición, de la doctrina y la fe de la Iglesia católica, tal como el Señor nos la entregó, tal como la predicaron los apóstoles y la conservaron los santos Padres. En ella, efectivamente, está fundamentada la Iglesia, de manera que todo aquel que se aparta de esta fe deja de ser cristiano y ya no merece el nombre de tal.

Existe, pues, una Trinidad, santa y perfecta, de la cual se afirma que es Dios en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que no tiene mezclado ningún elemento extraño o externo, que no se compone de uno que crea y de otro que es creado, sino que toda ella es creadora, es consistente por naturaleza, y su actividad es única. El Padre hace todas las cosas a través del que es su Palabra, en el Espíritu Santo. De esta manera, queda a salvo la unidad de la santa Trinidad. Así, en la Iglesia se predica un solo Dios, que lotrasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo. Lo trasciende todo, en cuanto Padre, principio y fuente; lo penetra todo, por su Palabra; lo invade todo, en el Espíritu Santo.

San Pablo, hablando a los corintios acerca de los dones del Espíritu, lo reduce todo al único Dios Padre, como al origen de todo, con estas palabras: Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos.

El Padre es quien da, por mediación de aquel que es su Palabra, lo que el Espíritu distribuye a cada uno. Porque todo lo que es del Padre es también del Hijo; por esto todo lo que da el Hijo en el Espíritu es realmente don del Padre. De manera semejante, cuando el Espíritu está en nosotros, lo está también la Palabra, de quien recibimos el Espíritu, y en la Palabra está también el Padre, realizándose así aquellas palabras: El Padre y yo vendremos a él y haremos morada en él. Porque, donde está la luz, allí está también el resplandor; y donde está el resplandor, allí está también su eficiencia y su gracia esplendorosa.

Es lo que nos enseña el mismo Pablo en su segunda carta a los Corintios, cuando dice: La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros. Porque toda gracia o don que se nos da en la Trinidad se nos da por el Padre, a través del Hijo, en el Espíritu Santo. Pues, así como la gracia se nos da por el Padre, a través del Hijo, así también no podemos recibir ningún don si no es en el Espíritu Santo, ya que, hechos partícipes del mismo, poseemos el amor del Padre, la gracia del Hijo y la comunión de este Espíritu.

San Atanasio de Alejandría
Carta 1 a Serapión (28-30)

sábado, 30 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Que todo se haga para gloria de Dios

Que no te amedrenten los que se dan aires de nombres de todo crédito y enseñan doctrinas extrañas a la fe. Por tu parte, mantente firme como un yunque golpeado por el martillo. Es propio de un gran atleta el ser desollado y, sin embargo, vencer. Pues, ¡cuánto más hemos de soportarlo todo nosotros por Dios, a fin de que también él nos soporte a nosotros! Sé todavía más diligente de lo que eres. Date cabal cuenta de los tiempos. Aguarda al que está por encima del tiempo, al intemporal, al invisible, que por nosotros se hizo visible; al impalpable, al impasible, que por nosotros se hizo pasible; al que en todas las formas posibles sufrió por nosotros.

Las viudas no han de ser desatendidas. Después del Señor, tú has de ser quien cuide de ellas. Nada se haga sin tu conocimiento, y tú, por tu parte, hazlo todo contando con Dios, como efectivamente lo haces. Manténte firme. Celébrense reuniones con más frecuencia. Búscalos a todos por su nombre. No trates altivamente a esclavos y esclavas mas tampoco dejes que se engrían, sino que traten, para gloria de Dios, de mostrarse mejores servidores, a fin de que alcancen de él una libertad más excelente.

Huye de la intriga y del fraude; más aún, habla a los fieles para precaverlos contra ello. Recomienda a mis hermanas que amen al Señor y que vivan contentas con sus maridos, tanto en cuanto a la carne, como en cuanto al espíritu. Igualmente predica a mis hermanos, en nombre de Jesucristo, que amen a sus esposas como el Señor ama a la Iglesia. Si alguno se siente capaz de permanecer en castidad para honrar la carne del Señor, permanezca en ella, pero sin ensoberbecerse. Pues, si se engríe, está perdido; y, si por ello se estimare más que el obispo, está corrompido.

Respecto a los que se casan, esposos y esposas, conviene que celebren el enlace con conocimiento del obispo, a fin de que el casamiento sea conforme al Señor y no por sólo deseo. Que todo se haga para gloria de Dios.

San Ignacio de Antioquía
Carta a san Policarpo (3-5: Funck 1, 249-251)

viernes, 29 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Donde mayor es el trabajo, allí hay rica ganancia

Ignacio, por sobrenombre Teóforo, es decir, Portador de Dios, a Policarpo, obispo de la Iglesia de Esmirna, o más bien, puesto él mismo bajo la vigilancia o episcopado de Dios Padre y del Señor Jesucristo: mi más cordial saludo.

Al comprobar que tu sentir está de acuerdo con Dios y asentado como sobre roca inconmovible, yo glorifico en gran manera al Señor por haberme hecho la gracia de ver tu rostro intachable, del que ojalá me fuese dado gozar siempre en Dios. Yo te exhorto, por la gracia de que estás revestido, a que aceleres el paso en tu carrera, y a que exhortes a todos para que se salven. Desempeña el cargo que ocupas con toda diligencia corporal y espiritual. Preocúpate de que se conserve la concordia, que es lo mejor que puede existir. Llévalos a todos sobre ti, como a ti te lleva el Señor. Sopórtalos a todos con espíritu de caridad, como siempre lo haces. Dedícate continuamente a la oración. Pide mayor sabiduría de la que tienes. Mantén alerta tu espíritu, pues el espíritu desconoce el sueño. Háblales a todos al estilo de Dios. Carga sobre ti, como perfecto atleta, las enfermedades de todos. Donde mayor es el trabajo, allí hay rica ganancia.

Si sólo amas a los buenos discípulos, ningún mérito tienes en ello. El mérito está en que sometas con mansedumbre a los más perniciosos. No toda herida se cura con el mismo emplasto. Los accesos de fiebre cálmalos con aplicaciones húmedas. Sé en todas las cosas sagaz como la serpiente, pero sencillo en toda ocasión, como la paloma. Por eso, justamente eres a la vez corporal y espiritual, para que aquellas cosas que saltan a la vista las desempeñes buenamente, y las que no alcanzas a ver ruegues que te sean manifestadas. De este modo, nada te faltará, sino que abundarás en todo don de la gracia. Los tiempos requieren de ti que aspires a alcanzar a Dios, juntamente con los que tienes encomendados, como el piloto anhela prósperos vientos, y el navegante, sorprendido por la tormenta, suspira por el puerto.

Sé sobrio, como un atleta de Dios. El premio es la incorrupción y la vida eterna, de cuya existencia también tú estás convencido. En todo y por todo soy una víctima de expiación por ti, así como mis cadenas, que tú mismo has besado.

San Ignacio de Antioquía
Comienza la carta a san Policarpo (1-2: Funck 1, 247-249)

jueves, 28 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

¡Ved cuánto nos ama Jesús!

Vino, pues, el que tenía que venir, vino el Santo de Israel, apareció en la tierra hecho hombre. Enseñó al mundo el sendero de la vida y, cumplida la misión por la que había venido, subió al cielo, donde ahora está sentado a la derecha de Dios.

Antes de subir al cielo y para que los discípulos y los demás fieles que vendrían después, privados de su presencia corporal, no desconfiasen y desesperasen de su ayuda, los consoló diciendo: Y sabed que yo estoy con vosotros, hasta el fin del mundo. Luego nuestro Jesús está con nosotros. ¿Por qué no habría de llamarle nuestro si está con nosotros? Un hijo se nos ha dado. No sin razón reivindicaba a Jesús como suyo, el que dijo: Yo exultaré con el Señor, me gloriaré en Dios, mi Jesús.

Este nuestro Jesús, con el cual Dios nos lo dio todo, no sabe estar lejos de nosotros. Y nos ama tanto que él mismo, que es la sabiduría del Padre, dice: Me gozaba con los hijos de los hombres. Estuvo con nosotros en la carne, antes de morir por nosotros; estuvo con nosotros también en la muerte, con la presencia del cuerpo todavía no retirado de la tierra; estuvo con nosotros después de la muerte apareciéndose a los discípulos de muchas maneras; está con nosotros también ahora, hasta el fin del mundo, hasta que nosotros estemos con él: y así estaremos siempre con el Señor.

¡Ved cuánto nos ama Jesús! Ni la muerte ni la vida pueden separarle de nosotros: ¡tanto es el amor con que nos ama! Por lo tanto, ni la muerte ni la vida deben separarnos de su amor. ¿Qué criatura es digna de ser amada, si él no lo es? Más aún: ¿quién puede sernos tan amable como él? Pues a menos de ser ingratos y perversos, debería bastarnos para amarlo —aparte de otras razones—, que él nos ama. Al que ama, lo menos que puede dársele es una respuesta de amor, pues el que ama desea ser amado. Lo cual es perfectamente justo. Ahora bien: quien desea ser amado, sin amar, dudo que pueda justificarse ni ante su propia conciencia de la acusación de inicuo. En un juicio justo quien no devuelve amor por amor, es indigno de ser amado.

Por tanto, quien no ama a Jesús, corre un grandísimo riesgo, pues se hace acreedor de la execración y maldición del Apóstol, que dice: El que no quiere al Señor, fuera con él. Ven, Señor.

Balduino de Cantorbery
Tratado sobre el santísimo sacramento de la Eucaristía (PL 204, 405-406)

miércoles, 27 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

El Verbo, sabiduría de Dios, se hizo hombre

El apóstol san Pablo nos dice que dos hombres dieron origen al género humano, a saber, Adán y Cristo. Dos hombres semejantes en su cuerpo, pero muy diversos en su obrar; totalmente iguales por el número y orden de sus miembros, pero totalmente distintos por su respectivo origen. Dice, en efecto, la Escritura: El primer hombre, Adán, fue un ser animado; el último Adán, un espíritu que da vida.

Aquel primer Adán fue creado por el segundo, de quien recibió el alma con la cual empezó a vivir; el último Adán, en cambio, se configuró a sí mismo y fue su propio autor, pues no recibió la vida de nadie, sino que fue el único de quien procede la vida de todos. Aquel primer Adán fue plasmado del barro deleznable; el último Adán se formó en las entrañas preciosas de la Virgen. En aquél, la tierra se convierte en carne; en éste, la carne llega a ser Dios.

Y ¿qué más podemos añadir? Este es aquel Adán que, cuando creó al primer Adán, colocó en él su divina imagen. De aquí que recibiera su naturaleza y adoptara su mismo nombre, para que aquel a quien había formado a su misma imagen no pereciera. El primer Adán es, en realidad, el nuevo Adán; aquel primer Adán tuvo principio, pero este último Adán no tiene fin. Por lo cual, este último es, realmente, también el primero, como él mismo afirma: Yo soy el primero y yo soy el último.

«Yo soy el primero, es decir, no tengo principio. Yo soy el último, porque, ciertamente, no tengo fin. No es primero lo espiritual –dice–, sino lo animal. Lo espiritual viene después. El espíritu no fue lo primero –dice–, primero vino la vida y después el espíritu». Antes, sin duda, es la tierra que el fruto, pero la tierra no es tan preciosa como el fruto; aquélla exige lágrimas y trabajo, éste, en cambio, nos proporciona alimento y vida. Con razón el profeta se gloría de tal fruto, cuando dice: Nuestra tierra ha dado su fruto. ¿Qué fruto? Aquel que se afirma en otro lugar: A un fruto de tus entrañas lo pondré sobre tu trono. Y también: El primer hombre, hecho de tierra, era terreno; el segundo hombre es del cielo.

Igual que el terreno son los hombres terrenos; igual que el celestial son los hombres celestiales. ¿Cómo, pues, los que no nacieron con tal naturaleza celestial llegaron a ser de esta naturaleza y no permanecieron tal cual habían nacido, sino que perseveraron en la condición en que habían renacido? Esto se debe, hermanos, a la acción misteriosa del Espíritu, el cual fecunda con su luz el seno materno de la fuente virginal, para que aquellos a quienes el origen terreno dé su raza da a luz en condición terrena y miserable vuelvan a nacer en condición celestial, y lleguen a ser semejantes a su mismo Creador. Por tanto, renacidos ya, recreados según la imagen de nuestro Creador, realicemos lo que nos dice el Apóstol: Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seamos también imagen del hombre celestial.

Renacidos ya, como hemos dicho, a semejanza de nuestro Señor, adoptados como verdaderos hijos de Dios, llevemos íntegra y con plena semejanza la imagen de nuestro Creador: no imitándolo en su soberanía, que sólo a él corresponde, sino siendo su imagen por nuestra inocencia, simplicidad, mansedumbre, paciencia, humildad, misericordia y concordia, virtudes todas por las que el Señor se ha dignado hacerse uno de nosotros y ser semejante a nosotros.

Sermón 117 (PL 52, 520-521)

martes, 26 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Como Adán es la primicia de la muerte, así Cristo es la primicia de la resurrección

Esta es la voluntad de mi Padre, que me envió: que todo el que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. ¿Quién es el que esto dice? Precisamente el que, habiendo muerto, resucitó los cuerpos de muchos difuntos. Si no creemos en Dios, ¿no daremos fe a los hechos? No creemos lo que prometió, ¿cuándo realizó incluso lo que no había prometido? Y por lo que a él se refiere, ¿habría tenido razón de morir, si no hubiera tenido un motivo para resucitar?

Y como Dios no podía morir –pues la sabiduría no puede morir–, y no podía resucitar lo que no había muerto, asumió una carne capaz de morir, para que muriendo según la ley común, resucitara lo que había muerto. No es posible la resurrección sino mediante el hombre, pues, si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección de los muertos. Así pues, resucitó el hombre, porque era el hombre el que había muerto; resucita el hombre, pero resucitándolo Dios, entonces hombre según la carne, ahora Dios en plenitud; ahora ya no conocemos a Cristo según la carne, pero tenemos la gracia de la carne y así podemos afirmar que conocemos al que es las primicias de los que duermen, al primogénito de entre los muertos.

Y pensemos que las primicias son del mismo género y de igual naturaleza que el resto de la cosecha; se ofrecen a Dios los primeros productos en la esperanza de obtener una cosecha más abundante: don sacro en representación del conjunto y cual libación de una naturaleza renovada. Pues bien: Cristo es la primicia de los que duermen.

Pero ¿de todos los muertos o sólo de sus muertos, es decir, de aquellos que, exentos en cierto modo de la muerte, descansan en un dulce sopor? Si en Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida. Por tanto, como Adán es la primicia de la muerte, así Cristo es la primicia de la resurrección.

Todos resucitan, pero que nadie se inquiete, ni le duela al justo esta copartición global en la resurrección, pues cada cual recibirá el premio correspondiente a su virtud. Todos resucitan, pero cada uno —como dice el Apóstol— en su puesto. Es común el fruto de la divina clemencia, pero distinta la jerarquía de los méritos. El día amanece para todos, el sol caldea a todos los pueblos, todos los campos son regados y fecundados por la lluvia benéfica. Todos nacemos, todos resucitamos, pero diversa es para cada uno la gracia de vivir y de revivir, distinta la condición. En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al toque de la última trompeta, los muertos despertarán incorruptibles, y nosotros nos veremos transformados. Incluso en la misma muerte unos descansan, otros viven. Bueno es el descanso, pero mejor es la vida. Por eso, Pablo despierta para la vida a los que descansan, diciendo: Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz.

Libro sobre la muerte de su hermano Sátiro (Lib 2, 89-93: CSEL 73, 298-300)

lunes, 25 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Qué significa resucitar con Cristo

Lo que se colige de las palabras del Apóstol a través de un conocimiento más elevado, es esto: que así como ningún vivo puede ser enterrado con un muerto, así ninguno que todavía vive para el pecado puede ser sepultado, en el bautismo, con Cristo que murió al pecado. Por eso, los que se preparan para el bautismo, deben procurar morir antes al pecado, para poder así ser sepultados con Cristo por el bautismo, de modo que también ellos puedan decir: Continuamente nos están entregando a la muerte, por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal.

Cómo la vida de Jesucristo pueda manifestarse en nuestra carne, nos lo aclara Pablo cuando dice: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Es lo mismo que el apóstol Juan escribe en su carta, diciendo: Todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne es de Dios. Naturalmente que no es quien se limita a pronunciar estas sílabas con sus labios y a hacer pública confesión el que dará muestras de ser conducido por el Espíritu de Dios, sino el que de tal manera ha conformado su vida y ha dado en la práctica tales frutos, que manifiesta con la misma santidad de sus acciones y sentimientos que Cristo ha venido en carne y que él está muerto al pecado y vive para Dios.

Veamos nuevamente qué es lo que dice: Para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Si hemos sido sepultados con Cristo, tal como arriba dijimos, esto es, en cuanto que hemos muerto al pecado, es lógico que al resucitar Cristo de entre los muertos, resucitemos también nosotros con él; y al subir él a los cielos subamos también nosotros con él; y al sentarse él a la derecha del Padre, sabemos que también nosotros nos sentaremos con él en los cielos, según lo que el Apóstol dice en otro lugar: Nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él. Resucitó Cristo por la gloria del Padre; y si nosotros estamos muertos al pecado, hemos sido sepultados con Cristo, y todo el que viere nuestras buenas obras da gloria a nuestro Padre que está en el cielo, con razón se dirá de nosotros que hemos resucitado con Cristo, para que andemos en una vida nueva.

Andemos en una vida nueva, mostrándonos al que nos resucitó con Cristo, nuevos cada día y como quien dice más hermosos, reflejando en Cristo, como en un espejo, el esplendor de nuestro rostro, y proyectando en él la gloria del Señor, nos vayamos transformando en su imagen, como Cristo, resucitado de entre los muertos, subió de la humildad de nuestra tierra a la gloria de la majestad paterna.

Comentario sobre la carta a los Romanos (Lib 5, 8: PG 14, 1041-1042)

domingo, 24 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

El Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena

Que la presente solemnidad, amadísimos, ha de ser venerada entre las principales fiestas, es algo que intuye cualquier corazón católico: pues no es posible dudar de la gran reverencia que nos merece este día, que fue consagrado por el Espíritu Santo con el estupendo milagro de su don. Este día es, en efecto, el décimo a partir de aquel en que el Señor subió a la cúspide de los cielos para sentarse a la derecha del Padre, y el quincuagésimo a partir del día de su resurrección, día que brilló para nosotros en aquel en quien tuvo su origen y que contiene en sí grandes misterios tanto de la antigua como de la nueva economía. En ellos se pone de manifiesto clarísimamente que la gracia fue preanunciada por la ley y que la ley ha recibido su plenitud por la gracia. En efecto, así como cincuenta días después de la inmolación del cordero le fue entregada en otro tiempo la ley, en el monte Sinaí, al pueblo hebreo, liberado de los egipcios, del mismo modo, después de la pasión de Cristo en la que fue degollado el verdadero Cordero de Dios, cincuenta días después de su resurrección, descendió el Espíritu Santo sobre los apóstoles y sobre el grupo de los creyentes, a fin de que fácilmente conozca el cristiano atento que los comienzos del antiguo Testamento sirvieron de base a la primera andadura del evangelio, y que la segunda Alianza fue pactada por el mismo Espíritu que había instituido la primera.

Pues, como nos asegura la historia apostólica, todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. ¡Oh, qué veloz es la palabra de la sabiduría, y, cuando el maestro es Dios, qué pronto se aprende lo que se enseña! No fue necesario intérprete para entender, ni aprendizaje para poder utilizarlas ni tiempo para estudiarlas, sino que, soplando donde quiere el Espíritu de verdad, los diferentes idiomas de cada nación se convirtieron en lenguas comunes en boca de la Iglesia. Pues a partir de este día resonó la trompeta de la predicación evangélica; a partir de este día la lluvia de carismas y los ríos de bendiciones regaron todo lugar desierto y toda la árida tierra: porque para repoblar la faz de la tierra, el Espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas, y para ahuyentar las antiguas tinieblas, destellaban los fulgores de una nueva luz, cuando al reclamo del esplendor de unas lenguas centelleantes, nació la norma del Señor que ilumina y la palabra inflamada, a las que, para iluminar las inteligencias y aniquilar el pecado, se les confirió la capacidad de iluminar y la fuerza de abrasar.

Ahora bien, aun cuando la forma misma, amadísimos, en que se desarrollaron los acontecimientos fuera realmente admirable, ni quepa la menor duda de que, en aquella exultante armonía de todos los lenguajes humanos, estuvo presente la majestad del Espíritu Santo, sin embargo nadie debe caer en el error de creer que en aquellos fenómenos que los ojos humanos contemplaron se hizo presente su propia sustancia. No, la naturaleza invisible, que posee en común con el Padre y el Hijo, mostró el carácter de su don y de su obra mediante los signos que ella misma se escogió, pero retuvo en la intimidad de su deidad lo que es propio de su esencia: pues lo mismo que el Padre y el Hijo no pueden ser vistos por ojos humanos, lo mismo ocurre con el Espíritu Santo. En efecto, en la Trinidad divina nada hay diferente, nada desigual; y cuantos atributos pueden pensarse de aquella sustancia, no se distinguen ni en el poder, ni en la gloria, ni en la eternidad. Y aun cuando en la propiedad de las personas uno es el Padre, otro el Hijo y otro distinto el Espíritu Santo, no obstante, no es diversa ni la deidad ni la naturaleza. Y si es cierto que el Hijo unigénito nace del Padre y que el Espíritu Santo es espíritu del Padre y del Hijo, sin embargo, no lo es como una criatura cualquiera que fuera propiedad conjunta del Padre y del Hijo, sino como quien comparte la vida y el poder con ambos, y lo comparte desde toda la eternidad puesto que es subsistente lo mismo que el Padre y el Hijo.

Por eso, el Señor, la víspera de su pasión, al prometer a los discípulos la venida del Espíritu Santo, les dijo: Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará. De donde se deduce que el Padre, el Hijo y el Espíritu no viven en régimen de separación de bienes, sino que todo lo que tiene el Padre, lo tiene el Hijo y lo tiene el Espíritu Santo; ni hubo momento alguno en que en la Trinidad no se diera esta comunión, pues en la Trinidad poseerlo todo y existir siempre son conceptos sinónimos. Tratándose de la Trinidad debemos excluir las categorías de tiempo, de procedencia o diferenciales; y si nadie puede explicar lo que Dios es, que no se atreva tampoco a afirmar lo que no es. Más excusable es, en efecto, no expresarse dignamente sobre esta inefable naturaleza, que definir lo que le es contrario.

Así pues, todo cuanto un corazón piadoso es capaz de concebir referente a la sempiterna e inconmutable gloria del Padre, debe entenderlo inseparable e indiferentemente a la vez del Hijo y del Espíritu Santo. En consecuencia, confesamos que esta Trinidad es un solo Dios, puesto que en estas tres personas no se da diversidad alguna ni en la sustancia, ni en el poder, ni en la voluntad ni en la operación.

Tratado 75 (1-3: CCL 138A, 465-468)

sábado, 23 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

La fuerza del Espíritu Santo

Amadísimos: Ningún humano discurso es capaz de dar a entender los grandiosos dones que en el día de hoy nos ha otorgado nuestro benignísimo Dios. Por eso, gocémonos todos a la par, y alabemos a nuestro Señor rebosando de alegría. La festividad de este día debe, en efecto, reunir a todo el pueblo en pleno. Pues así como en la naturaleza las cuatro estaciones o solsticios del año se suceden unos a otros, así también en la Iglesia del Señor una solemnidad sucede a otra solemnidad transmitiéndonos sucesivamente las variadas facetas del misterio. Así, hemos recientemente celebrado la fiesta de la Pasión, de la Resurrección y, finalmente, la Ascención de nuestro Señor a los cielos; hoy, por último, hemos llegado al mismo culmen de los bienes, al fruto mismo de las promesas del Señor.

Porque si me voy, dice, os enviaré otro Paráclito, y no os dejaré desamparados. ¡Ved cuánta solicitud! ¡Ved qué inefable bondad! Hace sólo unos días subió al cielo, recibió el trono real, recuperó su sede a la derecha del Padre; y hoy hace descender sobre nosotros el Espíritu Santo y, con él, nos colma de mil bienes celestiales. Porque, pregunto, ¿hay alguna de cuantas gracias operan nuestra salvación, que no nos haya sido dispensada a través del Espíritu Santo?

Por él somos liberados de la esclavitud, llamados a la libertad, elevados a la adopción, somos, por decirlo así, plasmados de nuevo, y deponemos la pesada y fétida carga de nuestros pecados; gracias al Espíritu Santo vemos los coros de los sacerdotes, tenemos el colegio de los doctores; de esta fuente manan los dones de revelación y las gracias de curar, y todos los demás carismas con que la Iglesia de Dios suele estar adornada emanan de este venero. Es lo que Pablo proclama, diciendo: El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece. Como a él le parece, dice, no como se le ordena; repartiendo, no repartido; por propia autoridad no sujeto a autoridad. Pablo, en efecto, atribuye al Espíritu Santo el mismo poder que, según él tiene el Padre.

Y así como dice del Padre: Dios es el que obra todo en todos, afirma igualmente del Espíritu Santo: El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece. ¿No advertís su plena potestad? Los que poseen idéntica naturaleza, es lógico que posean idéntica potestad; y los que tienen una igual majestad de honor, también tienen una misma fuerza y poder. Por él hemos obtenido la remisión de los pecados; por él nos purificamos de todas nuestras inmundicias; por la donación del Espíritu, de hombres nos convertimos en ángeles, nosotros que nos acogimos a la gracia, no cambiando de naturaleza, sino, lo que es todavía más admirable, permaneciendo en nuestra humana naturaleza, llevamos una vida de ángeles. ¡Tan grande es el poder del Espíritu Santo!

Homilía 2 en la solemnidad de Pentecostés (1: PG 50, 463-465)

viernes, 22 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

El Espíritu Santo nos dará valentía para ser sus testigos

El Señor Jesús en la conversación que mantuvo con sus discípulos después de la cena, próximo ya a la pasión, como quien está para partir y privarlos de su presencia corporal, aunque permaneciendo con todos los suyos, con su presencia espiritual, hasta el fin del mundo, les exhortó a soportar las persecuciones de los impíos, a quienes designó con el nombre de mundo. Y sin embargo afirma que ha escogido a sus discípulos sacándolos del mundo, para que supieran que por la gracia de Dios son lo que son, y por sus vicios fueron lo que eran. A continuación añade: Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el espíritu de la Verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí: y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. ¿Qué relación tienen estas palabras con lo que antes había dicho: Pero ahora han visto y, a pesar de eso, nos han tomado odio a mí y a mi Padre. Pero así se cumple lo escrito en la ley: «Me odiaron sin razón»?

¿Es que cuando vino el Paráclito, el Espíritu de la Verdad, convenció a los que habían visto y odiado con un testimonio más evidente? Efectivamente, ya que su manifestación convirtió a la fe, activa en la práctica del amor, incluso a algunos de aquellos que vieron y todavía odiaban.

Para mejor comprenderlo, recordemos la sucesión de los hechos. El día de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió sobre ciento veinte hombres que estaban juntos, entre los cuales se hallaban también todos los Apóstoles. Cuando éstos, llenos del Espíritu, empezaron a hablar en lenguas extranjeras, varios de los que odiaban, estupefactos ante semejante maravilla y traspasado el corazón, se convirtieron. Y entonces, obtuvieron el perdón merced a aquella preciosa sangre tan impía y cruelmente derramada, de suerte que fueron redimidos por la misma sangre que ellos derramaron. Pues la sangre de Cristo de tal manera fue derramada para el perdón de todos los pecados que tiene poder de cancelar incluso el pecado por el que fue derramada. Intuyendo esto el Señor, decía: Me odiaron sin razón. Cuando venga el Paráclito, él dará testimonio de mí. Como si dijera: Viéndome, me odiaron y me mataron; pero el Paráclito dará de mí un testimonio tal que les hará creer cuando no me vean.

Y también vosotros, dice, daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. Lo dará el Espíritu Santo, lo daréis también vosotros. Pues por estar conmigo desde el principio, podéis anunciar lo que sabéis, y para que no lo hagáis todavía, aún no se os ha comunicado la plenitud de aquel Espíritu. Así pues, él dará testimonio de mí, y también vosotros; os dará valentía para ser mis testigos el amor de Dios, que ha sido derramado en vuestros corazones con el Espíritu Santo, que os será dado.

Tratado 92 sobre el evangelio de san Juan (1-2: CCL 36, 555-556)

jueves, 21 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Dos vidas

La Iglesia sabe de dos vidas, ambas anunciadas y recomendadas por el Señor; de ellas, una se desenvuelve en la fe, la otra en la visión; una durante el tiempo de nuestra peregrinación, la otra en las moradas eternas; una en medio de la fatiga, la otra en el descanso; una en el camino, la otra en la patria; una en el esfuerzo de la actividad, la otra en el premio de la contemplación.

La primera vida es significada por el apóstol Pedro, la segunda por él apóstol Juan. La primera se.desarrolla toda ella aquí, hasta el fin de este mundo, que es cuando terminará; la segunda se inicia oscuramente en este mundo, pero su perfección se aplaza hasta el fin de él, y en el mundo futuro no tendrá fin. Por eso se le dice a Pedro: Sígueme, en cambio de Juan se dice: Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú, sígueme. «Tú, sígueme por la imitación en soportar las dificultades de esta vida; él, que permanezca así hasta mi venida para otorgar mis bienes». Lo cual puede explicarse más claramente así: «Sígame una actuación perfecta, impregnada del ejemplo de mi pasión; pero la contemplación incoada permanezca así hasta mi venida para perfeccionarla».

El seguimiento de Cristo consiste, pues, en una amorosa y perfecta constancia en el sufrimiento, capaz de llegar hasta la muerte; la sabiduría, en cambio, permanecerá así, en estado de perfeccionamiento, hasta que venga Cristo para llevarla a su plenitud. Aquí, en efecto, hemos de tolerar los males de este mundo en el país de los mortales; allá, en cambio, contemplaremos los bienes del Señor en el país de la vida.

Aquellas palabras de Cristo: Si quiero que se quede hasta que yo venga, no debemos entenderlas en el sentido de permanecer hasta el fin o de permanecer siempre igual, sino en el sentido de esperar; pues lo que Juan representa no alcanza ahora su plenitud, sino que la alcanzará con la venida de Cristo. En cambio, lo que representa Pedro, a quien el Señor dijo: Tú, sígueme, hay que ponerlo ahora por obra, para alcanzar lo que esperamos. Pero nadie separe lo que significan estos dos apóstoles, ya que ambos estaban incluidos en lo que significaba Pedro y ambos estarían después incluidos en lo que significaba Juan. El seguimiento del uno y la permanencia del otro eran un signo. Uno y otro, creyendo, toleraban los males de esta vida presente; uno y otro, esperando, confiaban alcanzar los bienes de la vida futura.

Y no sólo ellos, sino que toda la santa"Iglesia, esposa de Cristo, hace lo mismo, luchando con las tentaciones presentes, para alcanzarla felicidad futura. Pedro y Juan fueron, cada uno, figura de cada una de estas dos vidas. Pero uno y otro caminaron por la fe, en la vida presente; uno y otro habían de gozar para siempre de la visión, en la vida futura.

Por esto, Pedro, el primero de los apóstoles, recibió las llaves del reino de los cielos, con el poder de atar y desatar los pecados, para que fuese el piloto de todos los santos, unidos inseparablemente al cuerpo de Cristo, en medio de las tempestades de esta vida; y, por esto, Juan, el evangelista, se reclinó sobre el pecho de Cristo, para significar el tranquilo puerto de aquella vida arcana.

En efecto, no sólo Pedro, sino toda la Iglesia ata y desata los pecados. Ni fue sólo Juan quien bebió, en la fuente del pecho del Señor, para enseñarla con su predicación, la doctrina acerca de la Palabra que existía en el principio y estaba en Dios y era Dios y lo demás acerca de la divinidad de Cristo, y aquellas cosas tan sublimes acerca de la trinidad y unidad de Dios, verdades todas estas que contemplaremos cara a cara en el reino, pero que ahora, hasta que venga el Señor, las tenemos que mirar como en un espejo y oscuramente, sino que el Señor en persona difundió por toda la tierra este mismo Evangelio, para que todos bebiesen de él, cada uno según su capacidad.

Tratado 124 sobre el evangelio de san Juan (5.7: CCL 36, 685-687)

miércoles, 20 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Por la caridad nos amamos y amamos a Dios

Esto os mando, dice el Señor: que os améis unos a otros. De lo cual debemos colegir que éste es nuestro fruto, del que dice: Yo os he elegido para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. Y lo que añade: De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dé, demuestra que ciertamente nos lo dará, si nos amamos unos a otros. Pues incluso esto es donación de aquel que nos eligió cuando no dábamos fruto –pues no fuimos nosotros quienes le elegimos a él–, y nos destinó para que diéramos fruto, esto es, para que nos amáramos mutuamente. Sin él, nosotros no podemos producir este fruto, como los sarmientos no son capaces de dar fruto separados de la vid. La caridad es, pues, nuestro fruto, fruto que el Apóstol define: El amor brota del corazón limpio, de la buena conciencia y de la fe sincera. Por esta caridad nos amamos mutuamente, por la caridad amamos a Dios.

Pues no podríamos amarnos mutuamente con amor sincero, si no amásemos a Dios. Se ama al prójimo como a sí mismo, si se ama a Dios, ya que si no ama a Dios, no se ama a sí mismo. Estos dos mandamientos del amor sostienen la ley entera y los profetas. Este es nuestro fruto. Éste es el fruto que nos exige a nosotros al decir: Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros. Por eso el apóstol Pablo, queriendo recomendar el fruto del Espíritu en oposición a las obras de la carne, coloca en primer lugar al amor, diciendo: El fruto del Espíritu es: el amor; y a continuación enumera los restantes como emanados del amor y en íntima conexión con él. Son: alegría, paz, longanimidad, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí.

¿Quién puede alegrarse de verdad, si no ama el bien del que dimana su alegría? ¿Quién puede tener auténtica paz, si no la tiene con quien ama de verdad? ¿Quién es longánime conservándose perseverante en el bien, si no posee el fervor de la caridad? ¿Quién es servicial sin amar al que socorre? ¿Quién es bueno si no lo es por el amor? ¿Quién es provechosamente fiel, sino en virtud de una fe activa en la práctica del amor? Con razón, pues, el Maestro bueno nos recomienda tan a menudo el amor, como el único mandamiento posible, sin el cual todas las demás cualidades buenas no sirven de nada, y que no puede poseerse sin estas otras buenas cualidades, que hacen bueno al hombre.

Tratado 87 sobre el evangelio de san Juan (1: CCL 36, 543-544)

martes, 19 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Después de la partida de Cristo, era necesario el Consolador

Habiendo el Señor Jesús predicho a sus discípulos las persecuciones de que iban a ser objeto después de su partida, continuó diciendo: Esto no os lo he dicho antes, porque estaba con vosotros, pero ahora me voy al que me envió. ¿Qué significan estas palabras, sino lo que aquí dice del Espíritu Santo, esto es, que vendría sobre ellos y que daría testimonio cuando fueren objeto de persecuciones, no lo había dicho antes porque estaba con ellos?

Por consiguiente, aquel consolador o abogado se había hecho necesario después de la partida de Cristo y, por eso, no había hablado de él desde el principio cuando estaba con ellos, porque su presencia física los consolaba. Pero al marcharse él, era oportuno que les hablara de la venida del Espíritu, con el cual el amor iba a derramarse en sus corazones, capacitándoles para predicar la palabra de Dios con valentía, mientras él, desde dentro, da testimonio de Cristo en lo íntimo de sus almas. Así también ellos podrían dar testimonio de Cristo, sin escandalizarse cuando los judíos, sus adversarios, les echaran de las sinagogas y les diesen muerte pensando que daban culto a Dios. De hecho, la caridad, que debía ser derramada en sus corazones con el don del Espíritu Santo, todo lo aguanta.

El sentido pleno de sus palabras sería, por tanto, éste: que se disponía a hacer en ellos sus mártires, es decir, sus testigos por medio del Espíritu Santo, de modo que, actuando él en ellos, fueran capaces de soportar la persecución y toda clase de contrariedades sin que se enfriara en ellos el fervor de la predicación, inflamados con aquel fuego divino. Os he hablado –dice– de esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que yo os lo había dicho. Es decir, os he hablado de esto no solamente porque habréis de sufrir persecuciones, sino porque cuando venga el Paráclito, él dará testimonio de mí, para que vosotros no calléis esto por temor, con lo cual también vosotros daréis testimonio. No os lo he dicho antes, porque estaba con vosotros, y yo os consolaba con mi presencia corporal, accesible a vuestros sentidos humanos, que, aunque pequeños, erais capaces de percibir.

Pero ahora me voy al que me envió, y ninguno de vosotros –dice– me pregunta: ¿adónde vas? Quiere dar a entender que se va a ir de tal manera, que nadie tendrá por qué preguntarle, ya que lo verán manifiestamente irse ante sus mismos ojos. Anteriormente, en efecto, sí que le preguntaron dónde pensaba irse, y les había contestado que se iba a un lugar donde ellos no eran por entonces capaces de ir. Ahora, en cambio, promete irse de modo que ninguno tenga necesidad de preguntarle adónde se va. Una nube le ocultó a sus ojos cuando ascendió dejándolos a ellos. Y al subir al cielo, no le hicieron pregunta alguna: simplemente le siguieron con la mirada.

San Agustín de Hipona
Tratado 94 sobre el evangelio de san Juan (1-3: CCL 36, 561-563)

lunes, 18 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Por medio del Espíritu Santo el alma es purificada

Queridos hermanos: No os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios. Y ¿quién es el que discierne los espíritus? Hermanos míos, nos plantea un difícil problema; lo mejor es que nos diga él mismo los criterios de discernimiento. Escuchad atentamente lo que dice: Queridos hermanos: No os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios.

En el evangelio, el Espíritu Santo viene designado con el nombre de agua, cuando el Señor gritaba diciendo: El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba; de sus entrañas manarán torrentes de agua viva. El evangelista declaró a qué se refería, cuando escribe a continuación: Decía esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él. ¿Por qué el Señor no bautizó a muchos? ¿Qué es lo que dice Juan? Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado. Debido, pues, a que, teniendo el bautismo, no habían todavía recibido el Espíritu Santo, que el Señor envió desde el cielo el día de Pentecostés, se esperaba a que el Señor fuera glorificado para derramar el Espíritu.

Mientras tanto, antes de ser glorificado y antes de enviar el Espíritu, invita a los hombres a que se preparen para recibir el agua, de la que dijo: El que tenga sed, que venga a mí; y: el que cree en mí, que beba; de sus entrañas manarán torrentes de agua viva. ¿Qué significa: torrentes de agua viva? ¿Qué significa aquella agua? Que nadie me pregunte; pregunta al evangelio: Decía esto, subraya, refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él. Así pues, una cosa es el agua del sacramento, y otra el agua que simboliza al Espíritu Santo.

El agua del sacramento es visible; el agua del Espíritu es invisible. La primera lava el cuerpo y significa lo que produce en el alma; por medio del Espíritu el alma misma es purificada y alimentada. Este es el Espíritu de Dios, que no pueden poseer quienes rompen con la Iglesia. E incluso los que no rompen abiertamente con la Iglesia, pero están de ella apartados por el pecado, y dentro de ella oscilan como la paja y no son grano, incluso éstos están privados del Espíritu.

Este Espíritu es designado por el Señor con el nombre de agua. Lo hemos oído en esta carta: No os fiéis de cualquier espíritu, y lo atestiguan aquellas palabras de Salomón: Abstenerse del agua ajena. ¿Qué es el agua? El Espíritu. ¿Pero siempre el agua significa el Espíritu? No siempre: en algunos pasajes significa el bautismo, en otros los pueblos, en otros la sabiduría. Por tanto, la palabra agua tiene diversos significados en distintos textos de la Escritura. Hace un momento, sin embargo, habéis oído llamar agua al Espíritu Santo, y no debido a una interpretación personal, sino según el testimonio evangélico que afirma: Decía esto refiriéndose al Espíritu Santo, que habían de recibir los que creyeran en él.

Tratado 6 sobre la primera carta de san Juan (11: SC 75, 300-304)

domingo, 17 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Pregunta a tu corazón si hay en él un lugar para el amor fraterno

Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros. Ya veis que este es su mandamiento; ya veis que quien obra contra este mandamiento comete pecado, pecado de que carece el que ha nacido de Dios. Tal como nos lo mandó: que nos amemos mutuamente. Quien guarda sus mandamientos. Ya veis que no se nos manda otra cosa, sino que nos amemos unos a otros. Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio.

¿Acaso no es evidente que la obra del Espíritu Santo en el hombre, es que en él esté la dilección y el amor? ¿Acaso no es evidente lo que dice el apóstol Pablo: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado? Hablaba, pues, del amor y decía que debemos interrogar nuestro corazón en presencia de Dios. En caso de que no nos condene nuestra conciencia, esto es, si da testimonio de que el amor fraterno es la fuente de todo lo que de bueno hay en nuestras obras. Añadamos además que, hablando del mandamiento, Juan dice: Y éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros. Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio. En efecto, si compruebas poseer la caridad, posees el Espíritu de Dios para comprender, lo cual es sobremanera necesario.

En los primeros tiempos, el Espíritu Santo descendía sobre los creyentes, y hablaban en lenguas que no habían aprendido, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. Eran signos apropiados a los tiempos. Pues era muy conveniente que el Espíritu Santo fuera significado por este don de la universalidad de lenguas, ya que a través de todas las lenguas habría de difundirse el evangelio de Dios por todo el orbe de la tierra. Una vez significado esto, el signo pasó.

¿Acaso esperamos hoy que aquellos sobre quienes se imponen las manos para que reciban el Espíritu Santo, se pongan a hablar en lenguas? ¿O es que cuando impusimos las manos a estos niños, estaba cada uno de vosotros pendiente a ver si se ponían a hablar lenguas? Y al comprobar que no hablaban en lenguas, ¿hubo alguno de vosotros de corazón tan perverso que dijera: «Estos no han recibido el Espíritu Santo, pues de haberlo recibido, hablarían en lenguas como sucedía entonces»? Y si ahora no se testifica la presencia del Espíritu Santo mediante este tipo de milagros, ¿qué hacer, cómo conocer que uno ha recibido el Espíritu Santo?

Que cada uno interrogue su corazón: si ama al hermano, el Espíritu Santo permanece en él. Que vea y se examine a los ojos de Dios, que vea si ama la paz y la unidad, si ama a la Iglesia extendida por toda la tierra. Que mire de no amar solamente al hermano que tiene ante sí: pues son muchos los hermanos que no vemos y a los que estamos vinculados en la unidad del Espíritu. ¿Hay algo de extraño en que no estén con nosotros? Formamos un solo cuerpo, tenemos una sola cabeza en el cielo. Por tanto, si quieres saber si has recibido el Espíritu Santo, pregunta a tu corazón, no sea que tengas el sacramento y te falte la virtud del sacramento. Pregunta a tu corazón; si en él hay un lugar para el amor fraterno, estáte tranquilo. No puede haber amor sin el Espíritu de Dios, puesto que Pablo exclama: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.

Tratado 6 sobre la primera carta de san Juan (9-10: SC 75, 296-300)

sábado, 16 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

No amemos de palabra, sino de verdad y con obras

En esto hemos conocido el amor. Habla de la perfección del amor, de aquella perfección que os hemos recomendado: En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos. Ved a qué venía aquel: Pedro, ¿me amas? Pastorea mis ovejas. Pues para que comprendáis que así es como él quería que apacentase sus ovejas: hasta dar la vida por las ovejas, le dijo a continuación: Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías, pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras. Esto dijo, subraya el evangelista, aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios; de este modo enseñaba al que había dicho: Pastorea mis ovejas, a dar su vida por las ovejas.

¿Dónde comienza, hermanos, la caridad? Estad atentos un poco todavía: ya habéis oído cómo alcanza su perfección. El Señor mismo nos dio a conocer en el evangelio la meta y el modo: Nadie, dice, tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Así pues, en el evangelio pone de manifiesto la perfección de la caridad, aquí, en la carta, se nos invita a conseguir tal perfección. Pero vosotros os preguntáis y os decís: ¿Cuándo podremos obtener esta caridad? No desesperes en seguida de ti: quizás ha nacido ya, pero no ha alcanzado aún su perfección; aliméntala, no sea que se ahogue. Pero me dirás: ¿Y cómo conocerla? Ya hemos oído cómo alcanza su perfección; oigamos ahora cómo comienza.

Si uno tiene de qué vivir y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios? Ved cómo comienza el amor. Si todavía no te sientes capaz de morir por el hermano, sé al menos capaz de darle una parte de tus bienes.

Pero quizá me dirás: ¿Qué tengo que ver con él? ¿Tendré que darle yo mi dinero, para que él no sufra molestia alguna? Si es esto lo que te responde tu corazón, señal de que no habita en ti el amor del Padre. Y si el amor del Padre no habita en ti, es que no has nacido de Dios. ¿Cómo puedes gloriarte de ser cristiano? Tienes el nombre, pero no las obras. Si, en cambio, al nombre lo acompaña el comportamiento, podrán llamarte pagano; tú con obras demuestras que eres cristiano. Y si con las obras no demuestras tu cristianismo, aunque te llamen cristiano, ¿de qué te aprovecha el nombre si el nombre no se corresponde con la realidad? Pero si uno tiene de qué vivir y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar con él el amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras.

Tratado 5 sobre la primera carta de san Juan (11-13: SC 75, 266-271)

viernes, 15 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Toda la vida del cristiano es un santo deseo

Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues, ¡lo somos! Pues quienes se llaman y no son, ¿de qué les aprovecha el nombre si no responde a la realidad? ¡Cuántos se llaman médicos y no saben curar! ¡Cuántos se llaman serenos y se pasan la noche durmiendo! Igualmente abundan los que se llaman cristianos cuya conducta no rima con su nombre, pues no son lo que dicen ser: en la vida, en las costumbres, en la fe, en la esperanza, en el amor. Todo el mundo es cristiano, y todo el mundo es impío; hay impíos por todo el mundo, y por todo el mundo hay píos: unos y otros no se reconocen entre sí. Por eso el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. El mismo Señor Jesús caminaba, en la carne era Dios, oculto en la debilidad de la carne. Y ¿por qué no fue reconocido? Porque reprochaba a los hombres todos sus pecados. Ellos, amando los deleites del pecado, no reconocían a Dios; amando lo que la fiebre de las pasiones les sugería, injuriaban al médico.

Y nosotros, ¿qué? Hemos ya nacido de él; pero como vivimos bajo la economía de la esperanza, dijo: Queridos, ahora somos hijos de Dios. ¿Ya desde ahora? Entonces, ¿qué es lo que esperamos, si somos ya hijos de Dios? Y aún –dice– no se ha manifestado lo que seremos. ¿Es que seremos otra cosa que hijos de Dios? Oíd lo que sigue: Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es. ¿Qué es lo que se nos ha prometido? Seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es. La lengua ha expresado lo que ha podido; lo restante ha de ser meditado por el corazón. En comparación de aquel que es, ¿qué pudo decir el mismo Juan? ¿Y qué podemos decir nosotros, que tan lejos estamos -de igualar sus méritos?

Volvamos, pues, a aquella unción de Cristo, volvamos a aquella unción que nos enseña desde dentro lo que nosotros no podemos expresar, y, ya que ahora os es imposible la visión, sea vuestra tarea el deseo. Toda la vida del buen cristiano es un santo deseo. Lo que deseas no lo ves todavía, mas por tu deseo te haces capaz de ser saciado cuando llegue el momento de la visión.

Deseemos, pues, hermanos, ya que hemos de ser colmados. Ved de qué manera Pablo ensancha su deseo, para hacerse capaz de recibir lo que ha de venir. Dice, en efecto: No es que ya haya conseguido el premio, o que ya esté en la meta; hermanos, yo no pienso haber conseguido el premio. ¿Qué haces, pues, en esta vida, si aún no has conseguido el premio? Sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta para ganar el premio, al que Dios desde arriba me llama.

Afirma de sí mismo que está lanzado hacia lo que está por delante y que va corriendo hacia la meta final. Es porque se sentía demasiado pequeño para captar aquello que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar. Tal es nuestra vida: ejercitarnos en el deseo. Ahora bien: este santo deseo está en proporción directa de nuestro desasimiento de los deseos que suscita el amor del mundo. Ensanchemos, pues, nuestro corazón, para que, cuando venga, nos llene, ya que seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.

Tratado 4 sobre la primera carta de san Juan (4-6: SC 75, 224-232)

jueves, 14 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Últimas palabras de Cristo antes de subir al cielo

Nuestro Señor Jesucristo, al subir al cielo a los cuarenta días de su resurrección, nos recomendó su cuerpo que debía permanecer aquí abajo. Lo hizo porque previó que muchos iban a rendirle honores por haber ascendido al cielo, y vio también que este honor sería inútil, si pisoteaban sus miembros en la tierra. Y para que nadie fuera inducido a error, conculcando los pies en la tierra mientras adora a la cabeza en el cielo, declaró dónde se hallaban sus miembros.

Estando, pues, para subir al cielo pronunció sus últimas palabras; después de estas palabras no volvió a hablar ya en la tierra. Estando para ascender la cabeza al cielo, recomendó a los miembros en la tierra. Y desapareció. Ya no encuentras a Cristo hablando en la tierra: le encuentras hablando, pero en el cielo. ¿Y por qué desde el cielo? Porque sus miembros eran pisoteados en la tierra. A Saulo, el perseguidor, le dijo desde lo alto: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Subí al cielo, pero permanezco aún en la tierra; aquí estoy sentado a la derecha del Padre, allí padezco todavía hambre y sed, y soy peregrino.

¿Y de qué modo nos recomendó su cuerpo en la tierra cuando estaba para subir al cielo? Como le preguntasen sus discípulos: Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?, les respondió a punto de partir: No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos. Ved ahora por dónde va a difundir su cuerpo, ved dónde no quiere ser pisoteado: Recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo. Ved dónde permanezco, yo que asciendo. Asciendo porque soy cabeza; permanece todavía mi cuerpo. ¿Dónde permanece? Por toda la tierra. Cuida de no herirlo, cuida de no violarlo, cuida de no pisotearlo: éstas son las últimas palabras de Cristo antes de partir para el cielo.

Reflexionad, hermanos, con entrañas cristianas: si para los herederos son tan dulces, tan gratas, de tanto peso las palabras del que está al borde del sepulcro, ¡cuáles no deberán ser para los herederos de Cristo las últimas palabras no del que está para bajar al sepulcro, sino del que está a unto de subir al cielos El alma de quien vivió y murió es transportada a otras regiones, mientras que su cuerpo se deposita en la tierra: que se cumplan o no sus últimas disposiciones, es algo que a él no le incumbe; otras son ya sus ocupaciones o sus sufrimientos; en su sepulcro yace un cadáver sin sentido. Y sin embargo, se respetan las últimas voluntades del finado. ¿Qué es lo que esperan los que no respetan las últimas palabras del que está sentado en el cielo, del que observa desde arriba si se aprecian o se desprecian?, ¿del que dijo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?, ¿del que reserva para el juicio lo que ve que sus miembros padecen?

Tratado 10 sobre, la primera carta de san Juan (9: SC 75, 432-436)

miércoles, 13 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Es el momento final

Hijos míos, es el momento final. En este pasaje se dirige a los niños, para que se den prisa a crecer, pues es el momento final. La edad del cuerpo no depende de la voluntad. Físicamente nadie crece al ritmo de su querer, como tampoco nace cuando quiere. En cambio, allí donde el nacimiento depende de la voluntad, de la voluntad depende asimismo el crecimiento. Nadie nace del agua y del Espíritu si no quiere; luego si quiere, crece; si quiere, decrece. ¿Qué significa crecer? Progresar. ¿Qué significa decrecer? Regresar.

Mas para que nadie se muestre perezoso en progresar, oiga: Hijos míos, es el momento final. Progresad, corred, creced: es el momento final. Este momento final es largo, pero es el final. La palabra momento significa tiempo final, porque en los últimos tiempos vendrá nuestro Señor Jesucristo. Pero alguno replicará: ¿Cómo va a ser el tiempo final? ¿Cómo puede ser la última hora, cuando antes ha de venir el anticristo, y sólo después tendrá lugar el día del juicio? Previó ya Juan estas objeciones; y para que no estuviesen seguros pensando que todavía no era el momento final, puesto que antes debería llegar el anticristo, responde: Habéis oído que iba a venir un anticristo; pues bien, muchos anticristos han aparecido.

¿A quiénes llamó anticristos? Lo expone a continuación: Por lo cual nos damos cuenta de que es el momento final. ¿Cómo? Pues porque muchos anticristos han aparecido. Salieron de entre nosotros. Lloremos, pues, la pérdida. Oye el consuelo: Pero no eran de los nuestros. ¿Cómo lo demuestras? Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros.

Observe, pues, vuestra caridad cómo muchos que no son de los nuestros, con nosotros reciben los sacramentos: reciben con nosotros el bautismo, reciben con nosotros lo que todo fiel es consciente de recibir: la bendición, la eucaristía, y todo lo que de santo contienen los sacramentos; participan con nosotros del mismo altar, y no son de los nuestros. La tentación prueba que no son de los nuestros. Cuando les sobreviene la tentación, vuelan fuera como impulsados por el viento, pues no eran grano. Y todos volarán –nunca me cansaré de repetirlo–, cuando la era del Señor comience a ser aventada el día del juicio: Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros.

En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo conocéis. La unción espiritual es el mismo Espíritu Santo, cuyo sacramento es la unción visible. Y dice que todos los que han recibido esta unción de Cristo conocen a los buenos y a los malos; y no necesitan ser enseñados, porque la misma unción los adoctrina.

San Agustín de Hipona
Tratado 3 sobre la primera carta de san Juan (1.3.4.5: SC 75, 186-194)

martes, 12 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

El que hace la voluntad de Dios permanece para siempre

¿Cómo podremos amar a Dios si amamos al mundo? Nos prepara, pues, para ser inhabitados por la caridad. Hay dos tipos de amor: el amor al mundo y el amor a Dios: si el amor al mundo habita en nosotros, no tiene cabida el amor a Dios. Que el amor al mundo ceda el puesto al amor de Dios: que el mejor ocupe la plaza. Amabas al mundo: no lo ames más; cuando vaciares tu corazón del amor terreno, te saciarás del amor divino y comenzará a habitar la caridad de la que ningún mal puede proceder. Escuchad ahora las palabras del que viene a purificar.

Se encuentra ante los corazones de los hombres como ante un campo. Pero, ¿en qué estado lo encuentra? Si se encuentra con una selva, la desbroza; si topa con un campo ya limpio, lo siembra. Quiere plantar allí un árbol: la caridad. Y ¿cuál es la selva que quiere desbrozar? El amor al mundo. Escucha al talador de la selva: No améis al mundo; y añade: ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre.

¿Quieres tener el amor del Padre, para ser coheredero con el Hijo? No ames el mundo. Excluye de ti el perverso amor del mundo, para dejarte llenar del amor de Dios. Eres un vaso, pero un vaso todavía lleno; derrama lo que tienes, para que recibas lo que no tienes. Es verdad que nuestros hermanos han renacido ya del agua y del Espíritu; también nosotros renacimos, hace unos años, del agua y del Espíritu. Nos conviene no amar al mundo, para que los sacramentos no permanezcan en nosotros como prueba de condenación, en lugar de ser instrumentos de salvación. El sostén de la salvación es poseer la raíz de la caridad, es tener la virtud de la piedad y no sólo la apariencia. Buena y santa es la apariencia: pero ¿de qué sirve si no tiene raíces?

No amemos, pues, al mundo ni lo que hay en el mundo. Porque lo que hay en el mundo son: las pasiones de la carne, la codicia de los ojos, y la arrogancia del dinero. Tres son las concupiscencias y mediante esta triple concupiscencia el Señor fue tentado por el diablo. Le tentó con la pasión de la carne, cuando se le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes. Pero ¿cómo rechazó al tentador y enseñó a luchar al soldado? Fíjate en lo que le dijo: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.

Fue asimismo tentado por la codicia de los ojos y la perspectiva del milagro, cuando le dijo: Tírate abajo, porque está escrito: «Encargará a sus ángeles que cuiden de ti y te sostendrán en sus manos para que tu pie no tropiece con las piedras». El resistió al tentador.

¿Cómo fue tentado el Señor con la arrogancia de la vida? Cuando lo llevó a una montaña altísima, y le dijo: Todo esto te daré si te postras y me adoras. Quiso tentar al rey de los siglos con la ambición de un reino terreno. Pero el Señor que hizo el cielo y la tierra, pisoteaba al diablo. ¿Qué tiene de extraordinario que el Señor venciera al diablo. ¿Qué es lo que le respondió al diablo sino lo que te enseñó que debes responderle tú? Está escrito: «Al Señor tu Dios, adorarás y a él solo darás culto».

Si sois fieles a estas palabras, escaparéis a la concupiscencia del mundo; y si no os domina la concupiscencia del mundo, no os esclavizará ni la pasión de la carne, ni la codicia de los ojos, ni la arrogancia del dinero; y así haréis sitio a la invasión de la caridad, que os hará amar a Dios. Oigamos las Escrituras: Yo declaro: «Sois dioses e hijos del Altísimo todos». Por tanto, si queréis ser dioses e hijos del Altísimo no améis al mundo ni lo que hay en el mundo. El mundo pasa, con sus pasiones. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.

San Agustín de Hipona
Tratado 2 sobre la primera carta de san Juan (8.9.11.14: SC 75, 166-181)

lunes, 11 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

En la unidad de la caridad consiste el amor fraterno

En esto —dice Juan— sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos. ¿Qué mandamientos? Veamos si mandamiento no es otro nombre del amor. Fíjate en el evangelio, a ver si no está mandado esto: Os doy —dice— un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. Quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él. Los llama perfectos en el amor. Y ¿cuál es la perfección del amor? Amar incluso a los enemigos y amarlos para que se conviertan en hermanos. Pues nuestro amor no debe ser según la carne. Ama a tus enemigos, deseando tenerlos por hermanos; ama a tus enemigos, de modo que se sientan llamados a tu comunión. Así amó aquel que, pendiente de la cruz, decía: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Alejaba de ellos la muerte sempiterna con una plegaria henchida de misericordia y de eficacísimo poder. Muchos de entre ellos aceptaron la fe y se les perdonó el haber derramado la sangre de Cristo. Primero la derramaron por odio, luego la bebieron por la fe. Quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él. Precisamente hablándonos de esta perfección de la caridad consistente en amar a los enemigos, nos amonesta el Señor diciendo: Por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.

Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. ¿Quiénes son los que tropiezan o hacen tropezar? Los que se escandalizan de Cristo y de la Iglesia. Si tuvieras caridad, no te escandalizarías ni de Cristo ni de la Iglesia; no abandonarás ni a Cristo ni a la Iglesia. El que abandona la Iglesia, ¿cómo puede estar en Cristo, sin estar en el cuerpo de Cristo? Tropiezan los que abandonan a Cristo o a la Iglesia. Lo mismo que aquel que está sometido al cauterio, grita: No lo tolero, no lo aguanto, y se sustrae a la cura, así los que no soportan algunos comportamientos eclesiales y se sustraen al nombre de Cristo o de la Iglesia, padecen escándalo.

Ved si no, cómo se escandalizaron aquellos hombres carnales, a quienes Cristo, hablando de su carne, decía: El que no come la carne del Hijo del hombre y no bebe su sangre, no tiene vida en sí mismo. Unos setenta hombres dijeron: Este modo de hablar es inaceptable, y se separaron de él; los Doce se quedaron. Y para que no pensaran los hombres que creyendo en Cristo prestaban un servicio a Cristo y no más bien al contrario, que son realmente ellos los que de Cristo reciben un beneficio, el Señor les dice: ¿También vosotros queréis marcharos? Para que os deis cuenta de que yo os soy necesario, no vosotros a mí. Ellos le contestaron por boca de Pedro: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna.

¿Por qué, pues, no hay escándalo en el que ama a su hermano? Pues porque quien ama al hermano, todo lo tolera por salvaguardar la unidad; en la unidad de la caridad consiste efectivamente el amor fraterno. Oye lo que dice el Señor: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. ¿Qué es la ley, sino un mandamiento? Y ¿por qué no se escandalizan sino porque se soportan unos a otros? Lo dice Pablo: Sobrellevaos mutuamente por amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz. Que ésta sea la ley de Cristo, escucha de nuevo al Apóstol recomendando esta misma ley: Arrimad todos el hombro a las cargas de los otros, que con eso cumpliréis la ley de Cristo.

San Agustín de Hipona
Tratado 1 sobre la primera carta de san Juan (9.12: SC 75, 132-144)

domingo, 10 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

El amor cubre la multitud de los pecados

Corremos efectivamente y corremos hacia la patria; y si desesperamos poder llegar, la misma desesperación nos hace desfallecer. Pero el que quiere que lleguemos, para tenernos con él en la patria, nos alienta en el camino. Digamos, pues: Si decimos que estamos unidos a él, mientras vivimos en las tinieblas, mentimos con palabras y obras. No digamos que estamos unidos a él, si vivimos en las tinieblas. Pero, si vivimos en la luz lo mismo que él está en la luz, entonces estamos unidos unos con otros. Vivamos en la luz, lo mismo que él está en la luz, para poder estar unidos a él. Y, ¿qué hacemos con los pecados? Escucha lo que sigue: Y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia los pecados. ¿Qué significa nos limpia los pecados? Estad atentos: Ya sabéis que en el nombre de Cristo y por la sangre de aquel a quien acaban de confesar éstos a quienes llamamos infantes, han quedado ya limpios de todo pecado. Entraron viejos, salieron niños. La vejez decrépita es la vida vieja; la infancia regenerada es la vida nueva. Y nosotros, ¿qué hacemos? Los pecados de la vida pasada no sólo les han sido perdonados a ellos, sino también a nosotros; pero es posible que, viviendo en medio de las tentaciones de este mundo después de la abolición y el perdón de todos los pecados, se hayan cometido otros nuevos. Por eso, que el hombre haga lo que pueda; confiese lo que es para que le cure el que siempre es lo que es: pues él siempre era y es; nosotros no éramos y somos.

Fíjate bien lo que dice: Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Por tanto, si te confiesas pecador, la verdad está en ti, pues la verdad es luz. Aún no brilla tu vida en todo su esplendor, porque en ti habita el pecado; pero ya has comenzado a ser iluminado, porque en ti mora la confesión de los pecados. Mira en efecto lo que sigue: Pero, si confesamos nuestros pecados, él que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia. No sólo los pecados pasados, sino los que hubiéramos contraído en la vida actual, pues el hombre, mientras vive en la carne, no puede menos de tener pecados, siquiera leves. Pero no debes minusvalorar éstos que llamamos pecados leves. Si los minusvaloras al pesarlos, tiembla al contarlos. Muchas cosas pequeñas hacen una grande; muchas gotas hacen desbordar el río; muchos granos hacen un gran granero. Y ¿qué esperanza nos queda? Ante todo, la confesión: que nadie se considere justo y, ante los ojos de Dios que ve lo que es, no alce la cerviz el hombre que no era y es. Por tanto, ante todo la confesión, luego la dilección; pues ¿qué es lo que se ha dicho del amor? El amor cubre la multitud de los pecados.

San Agustín de Hipona
Tratado 1 sobre la primera carta de san Juan (5-6: SC 75, 124-126)

sábado, 9 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

La eucaristía, Pascua del Señor

Uno solo murió por todos; y este mismo es quien ahora por todas las Iglesias, en el misterio del pan y del vino, inmolado, nos alimenta; creído, nos vivifica; consagrado, santifica a los que lo consagran.

Esta es la carne del Cordero, ésta la sangre. El pan mismo que descendió del cielo dice: El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. También su sangre está bien significada bajo la especie del vino, porque, al declarar él en el Evangelio: Yo soy la verdadera vid, nos da a entender a las claras que el vino que se ofrece en el sacramento de la pasión es su sangre; por eso, ya el patriarca Jacob había profetizado de Cristo, diciendo: Lava su ropa en vino y su túnica en sangre de uvas. Porque habrá de purificar en su propia sangre nuestro cuerpo, que es como la vestidura que ha tomado sobre sí.

El mismo Creador y Señor de la naturaleza, que hace que la tierra produzca pan, hace también del pan su propio cuerpo (porque así lo prometió y tiene poder para hacerlo), y el que convirtió el agua en vino hace del vino su sangre.

Es la Pascua del Señor, dice la Escritura, es decir, su paso, para que no se te ocurra pensar que continúe siendo terreno aquello por lo que pasó el Señor cuando hizo de ello su cuerpo y su sangre.

Lo que recibes es el cuerpo de aquel pan celestial y la sangre de aquella sagrada vid. Porque, al entregar a sus discípulos el pan y el vino consagrados, les dijo: Esto es mi cuerpo; esto es mi sangre. Creamos, pues, os pido, en quien pusimos nuestra fe. La verdad no sabe mentir.

Por eso, cuando habló a las turbas estupefactas sobre la obligación de comer su cuerpo y beber su sangre, y la gente empezó a murmurar, diciendo: Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?, para purificar con fuego del cielo aquellos pensamientos que, como dije antes, deben evitarse, añadió: El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida.

Tratado 2 (CSEL 68, 26.29-30)

viernes, 8 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Los sacramentos vitales

Siempre que en las Escrituras se menciona el agua sola, se proclama el bautismo, como lo vemos significado en Isaías: No recordéis –dice– lo de antaño. Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo; para apagar la sed de mi pueblo, de mi escogido, el pueblo que yo formé, para que proclamara mi alabanza. En este pasaje Dios preanuncia por medio del profeta que entre los paganos, en lugares anteriormente áridos, nacerían próximamente ríos caudalosos y apagaría la sed de su pueblo escogido, esto es, de los hijos que le nacerían a Dios por la generación del bautismo.

Nuevamente se predice y se preanuncia que si los judíos tuvieran sed y buscaran a Cristo, se saciarían junto con nosotros, es decir, conseguirían la gracia del bautismo. Si tuvieran —dice— sed en el desierto, los conducirá a las aguas, hará brotar agua de la roca, hendirá la roca y manará agua y mi pueblo beberá. Lo cual tiene su pleno cumplimiento en el evangelio, cuando Cristo, que es la roca, se hiende a golpe de lanza en la pasión. El mismo, refiriéndose a lo que mucho antes había predicho el profeta, grita diciendo: El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba. Como dice la Escritura: de sus entrañas manarán torrentes de agua viva. Y para que quedase más claro todavía que aquí el Señor no habla del cáliz sino del bautismo, añade la Escritura: Decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él.

Por el bautismo se recibe el Espíritu Santo y, una vez bautizados y recibido el Espíritu Santo, son admitidos a beber del cáliz del Señor. Que nadie se extrañe de que, al hablar del bautismo, la Escritura divina diga que tenemos sed y que bebemos, puesto que el mismo Señor declara en el evangelio: Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, pues lo que se recibe con avidez y ansiedad, se toma con mayor plenitud y abundancia. Por lo demás, en la Iglesia siempre se tiene sed y siempre se bebe el cáliz del Señor.

No son necesarios muchos argumentos para demostrar que, bajo el apelativo de agua, se designa siempre el bautismo y que así debemos entenderlo, puesto que el Señor al venir al mundo nos ha revelado la verdad del bautismo y del cáliz. El que ha mandado dar a los creyentes, en el bautismo, el agua de la fe, el agua de la vida eterna, nos enseñó, con el ejemplo de su magisterio, que el cáliz debe estar integrado de una mezcla de vino y agua. Pues la víspera de su pasión, tomó el cáliz, lo bendijo y lo dio a sus discípulos diciendo: Bebed todos de él; porque ésta es la sangre de la alianza derramada por muchos para el perdón de los pecados. Y os digo que no beberé más del fruto de la vid hasta el día que beba con vosotros el vino nuevo en el reino de mi Padre.

De este texto se deduce que el cáliz que el Señor ofreció era un cáliz mezclado, y que lo que él llama sangre era vino. Es, pues, evidente que no se ofrece la sangre de Cristo, si falta vino en el cáliz; ni se da celebración santa y legítima del divino sacrificio, si nuestra ofrenda y nuestro sacrificio no están en sintonía con la pasión del Señor. Y ¿cómo podríamos beber con Cristo en el reino del Padre del nuevo fruto de la vid, si en el sacrificio de Dios Padre y de Cristo no ofrecemos vino, ni mezclamos el cáliz del Señor, de acuerdo con la tradición que él nos legó?

San Cipriano de Cartago
Carta 63 (8-9: CSEL 3, parte 2, 706-708)

jueves, 7 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Somos hijos de Dios y constituimos una familia en Cristo

La Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos y ofreció sufragios por ellos, porque es una idea piadosa y santa rezar por los difuntos para que sean liberados del pecado. Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado un supremo testimonio de fe y de amor con el derramamiento de su sangre, nos están íntimamente unidos: a ellos junto con la bienaventurada Virgen María y los santos ángeles, profesó peculiar veneración e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión. A éstos luego se unieron también aquellos otros que habían imitado más de cerca la virginidad y la pobreza de Cristo y, en fin, otros cuyo preclaro ejercicio de virtudes cristianas y cuyos divinos carismas los hacían recomendables a la piadosa devoción e imitación de los fieles.

Al mirar la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos nos impulsan a buscar la ciudad futura y al mismo tiempo aprendemos cuál sea, entre las mundanas vicisitudes, el camino seguro, conforme al propio estado y condición de cada uno, que nos conduzca a la perfecta unión con Cristo, o sea, a la santidad. Dios manifiesta a los hombres en forma viva su presencia y su rostro en la vida de aquellos, hombres como nosotros, que con mayor perfección se transforman en la imagen de Cristo. En ellos, él mismo nos habla y nos ofrece un signo de ese reino suyo, hacia el cual somos poderosamente atraídos con tan gran nube de testigos que nos cubre y con tan gran testimonio de la verdad del evangelio.

Y no sólo veneramos la memoria de los santos del cielo por el ejemplo que nos dan, sino aún más, para que la unión de la Iglesia en el Espíritu sea corroborada por el ejercicio de la caridad fraterna. Porque así como la comunión cristiana entre los viadores nos conduce más cerca de Cristo, así el consorcio de los santos nos une con Cristo, de quien dimana como de fuente y cabeza toda la gracia y la vida del mismo pueblo de Dios. Conviene, pues, en sumo grado, que amemos a estos amigos y coherederos de Jesucristo, hermanos también nuestros y eximios bienhechores; rindamos a Dios las debidas gracias por ellos, «invoquémosle humildemente y, para impetrar de Dios beneficios por medio de su Hijo Jesucristo, único redentor y salvador nuestro, acudamos a sus oraciones, ayuda y auxilio». En verdad, todo genuino testimonio de amor ofrecido por nosotros a los bienaventurados, por su misma naturaleza, se dirige y termina en Cristo, que es la «corona de todos los santos», y por él a Dios, que es admirable en sus santos y en ellos es glorificado.

Porque todos los que somos hijos de Dios y constituimos una sola familia en Cristo, al unirnos en mutua caridad y en la misma alabanza de la Trinidad, correspondemos a la íntima vocación de la Iglesia y participamos con gusto anticipado de la liturgia de la gloria perfecta del cielo. Porque cuando Cristo aparezca y se verifique la resurrección gloriosa de los muertos, la claridad de Dios iluminará la ciudad celeste, y su lámpara será el Cordero. Entonces toda la Iglesia de los santos, en la suma beatitud de la caridad, adorará a Dios y al Cordero degollado, a una voz proclamando: Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos.

Constitución dogmática Lumen gentium
Concilio Vaticano II (Cap 7, 50-51)

miércoles, 6 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Primogénito de la nueva creación

Ha comenzado el reino de la vida y se ha disuelto el imperio de la muerte. Han aparecido otro nacimiento, otra vida, otro modo de vivir, la transformación de nuestra misma naturaleza. ¿De qué nacimiento se habla? Del de aquellos que no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.

¿Preguntas que cómo es esto posible? Lo explicaré en pocas palabras. Este nuevo ser lo engendra la fe; la regeneración del bautismo lo da a luz; la Iglesia, cual nodriza, lo amamanta con su doctrina e instituciones y con su pan celestial lo alimenta; llega a la edad madura con la santidad de vida; su matrimonio es la unión con la Sabiduría; sus hijos, la esperanza; su casa, el reino; su herencia y sus riquezas, las delicias del paraíso; su desenlace no es la muerte, sino la vida eterna y feliz en la mansión de los santos.

Este es el día en que actuó el Señor, día totalmente distinto de aquellos otros establecidos desde el comienzo de los siglos y que son medidos por el paso del tiempo. Este día es el principio de una nueva creación, porque, como dice el profeta, en este día Dios ha creado un cielo nuevo y una tierra nueva. ¿Qué cielo? El firmamento de la fe en Cristo. Y, ¿qué tierra? El corazón bueno que, como dijo el Señor, es semejante a aquella tierra que se impregna con la lluvia que desciende sobre ella y produce abundantes espigas.

En esta nueva creación, el sol es la vida pura; las estrellas son las virtudes; el aire, una conducta sin tacha; el mar, aquel abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento de Dios; las hierbas y semillas, la buena doctrina y las enseñanzas divinas en las que el rebaño, es decir, el pueblo de Dios, encuentra su pasto; los árboles que llevan fruto son la observancia de los preceptos divinos.

En este día es creado el verdadero hombre, aquel que fue hecho a imagen y semejanza de Dios. ¿No es, por ventura, un nuevo mundo el que empieza para ti en este día en que actuó el Señor? ¿No habla de este día el Profeta, al decir que será un día y una noche que no tienen semejante?

Pero aún no hemos hablado del mayor de los privilegios de este día de gracia: lo más importante de este día es que él destruyó el dolor de la muerte y dio a luz al primogénito de entre los muertos, a aquel que hizo este admirable anuncio: Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro.

¡Oh mensaje lleno de felicidad y de hermosura! El que por nosotros se hizo hombre semejante a nosotros, siendo el Unigénito del Padre, quiere convertirnos en sus hermanos y, al llevar su humanidad al Padre, arrastra tras de sí a todos los que ahora son ya de su raza.

San Gregorio de Nisa
Sermón 1 sobre la resurrección de Cristo (PG 46, 603-606.626-627)

martes, 5 de mayo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Los cristianos en el mundo

Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por su modo de vida. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres.

Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho.

Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños, y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad.

Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo. El alma, en efecto, se halla esparcida por todos los miembros del cuerpo; así también los cristianos se encuentran dispersos por todas las ciudades del mundo. El alma habita en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está encerrada en la cárcel del cuerpo visible; los cristianos viven visiblemente en el mundo, pero su religión es invisible. La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido de ella agravio alguno, sólo porque le impide disfrutar de los placeres; también el mundo aborrece a los cristianos, sin haber recibido agravio de ellos, porque se oponen a sus placeres.

El alma ama al cuerpo y a sus miembros, a pesar de que éste la aborrece; también los cristianos aman a los que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo, pero es ella la que mantiene unido el cuerpo; también los cristianos se hallan retenidos en el mundo como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo. El alma inmortal habita en una tienda mortal; también los cristianos viven como peregrinos en moradas corruptibles, mientras esperan la incorrupción celestial. El alma se perfecciona con la mortificación en el comer y beber; también los cristianos, constantemente mortificados, se multiplican más y más. Tan importante es el puesto que Dios les ha asignado, del que no les es lícito desertar.

Carta a Diogneto
Caps 5-6: Funck 1, 397-401