domingo, 27 de noviembre de 2016

Este tiempo nos recuerda las dos venidas del Señor

Debéis saber, carísimos hermanos, que este santo tiempo que llamamos Adviento del Señor, nos recuerda dos cosas: por eso nuestro gozo debe referirse a estos dos acontecimientos, porque doble es también la utilidad que deben reportarnos.

Este tiempo nos recuerda las dos venidas del Señor, a saber: aquella dulcísima venida por la que el más bello de los hombres y el deseado de todas las naciones, es decir, el Hijo de Dios, manifestó a este mundo su presencia visible en la carne, presencia largamente esperada y ardientemente deseada por todos los padres: es la venida por la que vino a salvar a los pecadores. La segunda venida –que hemos de esperar aún con inquebrantable esperanza y recordar frecuentemente con lágrimas— es aquella en la que nuestro Señor, que primero vino oculto en la carne, vendrá manifiesto en su gloria, como de él cantamos en el Salmo: Vendrá Dios abiertamente, esto es, el día del juicio, cuando aparecerá para juzgar.

De su primera venida se percataron sólo unos pocos justos; en la segunda se manifestará abiertamente a justos y réprobos, como claramente lo insinúa el Profeta cuando dice: Y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios. Propiamente hablando, el día que dentro de poco celebraremos en memoria de su nacimiento nos lo presenta nacido, es decir, que nos recuerda más bien el día y la hora en que vino a este mundo; en cambio este tiempo que celebramos como preparación para la Navidad, nos recuerda al Deseado, esto es, el gran deseo de los santos padres que vivieron antes de su venida.

Con muy buen acuerdo ha dispuesto en consecuencia la Iglesia que en este tiempo se lean las palabras y se traigan a colación los deseos de quienes precedieron la primera venida del Señor. Y este su deseo no lo celebramos solamente un día, sino durante un tiempo más bien largo, pues es un hecho de experiencia que si sufre alguna dilación la consecución de lo que ardientemente deseamos, una vez conseguido nos resulta doblemente agradable.

A nosotros nos corresponde, carísimos hermanos, seguir los ejemplos de los santos padres y recordar sus deseos, para así inflamar nuestras almas en el amor y el deseo de Cristo. Pues debéis saber, hermanos, que la celebración de este tiempo fue establecida para hacernos reflexionar sobre el ferviente deseo de nuestros santos padres en relación con la primera venida de nuestro Señor, y para que aprendamos, a ejemplo suyo, a desear ardientemente su segunda venida.

Debemos considerar los innumerables beneficios que nuestro Señor nos hizo con su primera venida, y que está dispuesto a concedérnoslos aún mayores con su segunda venida. Dicha consideración ha de movernos a amar mucho su primera venida y a desear mucho la segunda. Y si no tenemos la conciencia tan tranquila como para atrevernos a desear su venida, debemos al menos temerla, y que este temor nos mueva a corregirnos de nuestros vicios: de modo que si aquí no podemos evitar el temor, al menos que, cuando venga, no tengamos miedo y nos encuentre tranquilos.

Sermón 1 sobre la venida del Señor (PL 195, 209-210)

viernes, 12 de agosto de 2016

Hasta Septiembre, si Dios quiere


Querido hermanos

Hacemos un alto en el Oratorio Monástico, este rincón de espiritualidad monástica para alabanza del Padre todopoderoso, del Verbo eterno, nuestro Señor Jesucristo, y del Espíritu Santo, nuestro único y trino Dios. Muchas gracias por vuestra atención, vuestros comentarios, vuestro aliento y, sobre todo, vuestra oración. En Septiembre, si Dios, quiere, nos volveremos a ver. Que el Señor os guarde y os bendiga.

Gloria al Padre,
y al Hijo
y al Espíritu Santo.
Como era en el principio,
ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.
Amén.

miércoles, 10 de agosto de 2016

Una Meditación y una Bendición

Administró la sangre sagrada de Cristo

La Iglesia de Roma nos invita hoy a celebrar el triunfo de san Lorenzo, que superó las amenazas y seducciones del mundo, venciendo así la persecución diabólica. El, como ya se os ha explicado más de una vez, era diácono de aquella Iglesia. En ella administró la sangre sagrada de Cristo; en ella, también, derramó su propia sangre por el nombre de Cristo. El apóstol san Juan expuso claramente el significado de la Cena del Señor, con aquellas palabras:

Como Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos. Así lo entendió san Lorenzo; así lo entendió y así lo practicó; lo mismo que había tomado de la mesa del Señor, eso mismo preparó. Amó a Cristo durante su vida, lo imitó en su muerte.

También nosotros, hermanos, si amamos de verdad a Cristo, debemos imitarlo. La mejor prueba que podemos dar de nuestro amor es imitar su ejemplo, porque Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. Según estas palabras de san Pedro, parece como si Cristo sólo hubiera padecido por los que siguen sus huellas, y que la pasión de Cristo sólo aprovechara a los que siguen sus huellas. Lo han imitado los santos mártires hasta el derramamiento de su sangre, hasta la semejanza con su pasión; lo han imitado los mártires, pero no sólo ellos. El puente no se ha derrumbado después de haber pasado ellos; la fuente no se ha secado después de haber bebido ellos.

Tenedlo presente, hermanos: en el huerto del Señor no sólo hay las rosas de los mártires, sino también los lirios de las vírgenes y las yedras de los casados, así como las violetas de las viudas. Ningún hombre, cualquiera que sea su género de vida, ha de desesperar de su vocación: Cristo ha sufrido por todos. Con toda verdad está escrito de él que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

Entendamos, pues, de qué modo el cristiano ha de seguir a Cristo, además del derramamiento de sangre, además del martirio. El Apóstol, refiriéndose a Cristo, dice: A pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. ¡Qué gran majestad! Al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. ¡Qué gran humildad!

Cristo se rebajó: esto es, cristiano, lo que debes tú procurar. Cristo se sometió: ¿como vas tú a enorgullecerte?

Finalmente, después de haber pasado por semejante humillación y haber vencido la muerte, Cristo subió al cielo: sigámoslo. Oigamos lo que dice el Apóstol: Ya que habéis resucitado con Cristo, aspirad a los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios.

Sermón 304 (1-4: PL 38, 1395-1397)

martes, 9 de agosto de 2016

Una Meditación y una Bendición

La puerta de la vida se abre a los que creen en el Crucificado

Cristo se sometió al yugo de la ley, guardando plenamente la ley y muriendo por la ley y por medio de la ley. Liberó, por ello, a los que desean recibir la vida del Señor. Pero no la pueden recibir, salvo que ellos mismos se ofrezcan la suya propia. Porque los que han sido bautizados en Cristo Jesús, en su muerte han sido bautizados. Son sumergidos en su vida para devenir miembros de su cuerpo y padecer y morir con él, como miembros suyos.

Esta vida vendrá abundantemente en el día glorioso, pero ya ahora, mientras vivimos en la carne, participamos de ella, si creemos que Cristo ha muerto por nosotros para darnos la vida. Con esa fe nos unimos con él como los miembros se unen con su cabeza; esta fe nos abre a la fuente de su vida. Por eso, la fe en el Crucificado, es decir, esa fe viva que lleva aparejada un amor entregado, viene a ser para nosotros puerta de la vida y comienzo de la gloria; de ahí que la Cruz constituya nuestra gloria: Fuera de mí gloriarme en otra cosa que no sea la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo esta crucificado para mí y yo para el mundo.

Quien elige a Cristo ha muerto para el mundo y el mundo para él. Lleva en su cuerpo los estigmas de Cristo, se ve rodeado de flaquezas y despreciado por los hombres, pero, por este mismo motivo, se halla robusto y vigoroso, ya que la fuerza, sino que él mismo se crucifica en ella. Los que son de Jesucristo han crucificado la carne con su vicios y concupiscencias. Combatieron un duro combate contra su naturaleza a fin de que la vida del pecado muriese en ellos y poder así dar amplia cabida a la vida en el Espíritu. Para esta pelea se precisa una singular fortaleza. Pero la Cruz no es el fin; la Cruz es la exaltación y mostrará el cielo. La Cruz no sólo es signo, sino también la invicta armadura de Cristo: báculo de pastor con el que el divino David se enfrenta contra el nefando Goliath; báculo con el que Cristo pulsa enérgicamente la puerta del cielo y la abre. Cuando se cumplan todas estas cosas, la luz divina se difundirá y colmará a cuantos siguen al Crucificado.

Del libro "La Ciencia de la Cruz"

domingo, 31 de julio de 2016

Vayamos de una vez en pos del Verbo, busquemos aquel descanso

No se gloríe el sabio de su saber, no se gloríe el rico en su riqueza, no se gloríe el soldado de su valor, aunque hubieren escalado la cima del saber, de la riqueza o del valor. Voy a añadir a la lista nuevos paralelismos: Ni se gloríe el famoso y célebre en su gloria; ni el que está sano, de su salud; ni el guapo, de su hermosa presencia; ni el joven, de su juventud; en una palabra, que ningún soberbio o vanidoso se gloríe en ninguna de aquellas cosas que celebran los mortales. En todo caso, el que se gloríe que se gloríe sólo en esto: en conocer y buscar a Dios, en dolerse de la suerte de los desgraciados y en hacer reservas de bien para la vida futura.

Todo lo demás son cosas inconsistentes y frágiles y, como en el juego del ajedrez, pasan de unos a otros, mudando de campo; y nada es tan propio del que lo posee que no acabe por esfumarse con el andar del tiempo o haya de transmitirse con dolor a los herederos. Aquéllas, en cambio, son realidades seguras y estables, que nunca nos dejan ni se dilapidan, ni quedan frustradas las esperanzas de quienes depositaron en ellas su confianza.

A mi parecer, ésta es asimismo la causa de que los hombres no tengan en esta vida ningún bien estable y duradero. Y esto —como todo lo demás— lo ha dispuesto así de sabiamente la Palabra creadora y aquella Sabiduría que supera todo entendimiento, para que nos sintamos defraudados por las cosas que caen bajo nuestra observación, al ver que van siempre cambiando en uno u otro sentido, ora están en alza ora en baja padeciendo continuos reveses y, ya antes de tenerlas en la mano, se te escurren y se te escapan. Comprobando, pues, su inestabilidad y variabilidad, esforcémonos por arribar al puerto de la vida futura. ¿Qué no haríamos nosotros de ser estable nuestra prosperidad si, inconsistente y frágil como es, hasta tal punto nos hallamos como maniatados por sutiles cadenas y reducidos a esta servidumbre por sus engañosos placeres, que nos vemos incapacitados para pensar que pueda haber algo mejor y más excelente que las realidades presentes, y eso a pesar de escuchar y estar firmemente persuadidos de que hemos sido creados a imagen de Dios, imagen que está arriba y nos atrae hacia sí?

El que sea sabio, que recoja estos hechos. ¿Quién dejará pasar las cosas transitorias? ¿Quién prestará atención a las cosas estables? ¿Quién reputará como transeúntes las cosas presentes? Dichoso el hombre que, dividiendo y deslindando estas cosas con la espada de la Palabra que separa lo mejor de lo peor, dispone las subidas de su corazón, como en cierto lugar dice el profeta David, y, huyendo con todas sus energías de este valle de lágrimas, busca los bienes de allá arriba, y, crucificado al mundo juntamente con Cristo, con Cristo resucita, junto con Cristo asciende, heredero de una vida que ya no es ni caduca ni falaz: donde no hay ya serpiente que muerde junto al camino ni que aceche el talón, como puede comprobarse observando su cabeza.

Considerando esto mismo, también el bienaventurado Miqueas dice atacando a los que se arrastran por tierra y tienen del bien sólo el ideal: Acercaos a los montes eternos: pues ¡arriba, marchaos!, que no es sitio de reposo. Son más o menos las mismas palabras, con las cuales nos anima nuestro Señor y Salvador, diciendo: Levantaos, vamos de aquí. Jesús dijo esto no sólo a los que entonces tenía como discípulos, invitándoles a salir únicamente de aquel lugar —como quizá alguno pudiera pensar—, sino tratando de apartar siempre y a todos sus discípulos de la tierra y de las realidades terrenas, para elevarlos al cielo y a las realidades celestiales.

Vayamos, pues, de una vez en pos del Verbo, busquemos aquel descanso, rechacemos la riqueza y abundancia de esta vida. Aprovechémonos solamente de lo bueno que hay en ellas, a saber: redimamos nuestras almas a base de limosnas, demos a los pobres nuestros bienes, para enriquecernos con los del cielo.

San Gregorio de Nacianzo
Sermón 14, sobre el amor a los pobres (20-22: PG 35, 882-886)

sábado, 23 de julio de 2016

Una Meditación y una Bendición

Santa Brígida, copatrona de Europa

Brígida, nació en una familia aristocrática el año 1303 en Finsta, en la región sueca de Uppland. Es conocida sobre todo como mística y fundadora de la orden del Santísimo Salvador. Pero no se ha de olvidar que vivió la primera parte de su vida como una laica felizmente casada con un cristiano piadoso, con el que tuvo ocho hijos. Al proponerla como patrona de Europa, pretendo que la sientan cercana no solamente quienes han recibido la vocación a una vida de especial consagración, sino también aquellos que han sido llamados a las ocupaciones ordinarias de la vida laical en el mundo y, sobre todo, a la alta y difícil vocación de formar una familia cristiana. Sin dejarse seducir por las condiciones de bienestar de su clase social, vivió con su marido Ulf una experiencia de matrimonio en la que el amor conyugal se conjugaba con la oración intensa, el estudio de la sagrada Escritura, la mortificación y la caridad. Juntos fundaron un pequeño hospital, donde asistían frecuentemente a los enfermos. Brígida, además, solía servir personalmente a los pobres. Al mismo tiempo, fue apreciada por sus dotes pedagógicas, que tuvo ocasión de desarrollar durante el tiempo en que se solicitaron sus servicios en la corte de Estocolmo. Esta experiencia hizo madurar los consejos que daría en diversas ocasiones a príncipes y soberanos para el correcto desempeño de sus tareas. Pero los primeros en beneficiarse de ello fueron, como es obvio, sus hijos, y no es casualidad que una de sus hijas, Catalina, sea venerada como santa.

Este período de su vida familiar fue sólo una primera etapa. La peregrinación que hizo con su marido Ulf a Santiago de Compostela en 1341 cerró simbólicamente esta fase, preparando a Brígida para su nueva vida, que comenzó algunos años después, cuando, a la muerte de su esposo, oyó la voz de Cristo que le confiaba una nueva misión, guiándola paso a paso con una serie de gracias místicas extraordinarias.

Brígida, dejando Suecia en 1349, se estableció en Roma, sede del Sucesor de Pedro. El traslado a Italia fue una etapa decisiva para ampliar los horizontes, no sólo geográficos y culturales, sino sobre todo espirituales de su mente y su corazón. Muchos lugares de Italia la vieron, aún peregrina, deseosa de venerar las reliquias de los santos. De este modo visitó Milán, Pavía, Asís, Ortona, Bari, Benevento, Pozzuoli, Nápoles, Salerno, Amalfi o el santuario de San Miguel Arcángel en el monte Gargano. La última peregrinación, realizada entre 1371 y 1372, la llevó a cruzar el Mediterráneo, en dirección a Tierra Santa, lo que le permitió abrazar espiritualmente, además de tantos lugares sagrados de la Europa católica, las fuentes mismas del cristianismo en los lugares santificados por la vida y la muerte del Redentor.

En realidad, más aún que con este devoto peregrinar, Brígida se hizo partícipe de la construcción de la comunidad eclesial con el sentido profundo del misterio de Cristo y de la Iglesia, en un momento ciertamente crítico de su historia. En efecto, la íntima unión con Cristo fue acompañada de especiales carismas de revelación, que hicieron de ella un punto de referencia para muchas personas de la Iglesia de su tiempo. En Brígida se observa la fuerza de la profecía. A veces, su tono parece un eco del de los antiguos profetas. Habla con seguridad a príncipes y pontífices, desvelando los designios de Dios sobre los acontecimientos históricos. No escatima severas amonestaciones también en lo referente a la reforma moral del pueblo cristiano y del clero mismo (cf. Revelationes, IV, 49; también IV, 5). Algunos aspectos de su extraordinaria producción mística suscitaron en aquel tiempo dudas razonables, sobre las que se realizó un discernimiento eclesial, remitiéndose a la única revelación pública, que tiene su plenitud en Cristo y su expresión normativa en la sagrada Escritura. En efecto, tampoco las experiencias de los grandes santos están exentas de los límites inherentes a la recepción humana de la voz de Dios.

No hay duda, sin embargo, de que al reconocer la santidad de Brígida, la Iglesia, aunque no se pronuncia sobre cada una de las revelaciones que tuvo, ha acogido la autenticidad global de su experiencia interior. Aparece así como un testimonio significativo del lugar que puede tener en la Iglesia el carisma vivido en plena docilidad al Espíritu de Dios y en total conformidad con las exigencias de la comunión eclesial. Por eso, al haberse separado de la comunión plena con la sede de Roma las tierras escandinavas, patria de Brígida, durante las tristes vicisitudes del siglo XVI, la figura de la santa sueca representa un precioso «vínculo» ecuménico, reforzado también por el compromiso en este sentido llevado a cabo por su orden.

San Juan Pablo II
Carta Apostólica Spe AEdificandi, 4-5