lunes, 30 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

La muerte de Cristo se ha convertido en espiga de trigo

Veamos qué es lo que el Salvador dice por boca del profeta: Yo, como cordero manso, llevado al matadero, no sabía los planes homicidas que contra mí planeaban: «Metamos un leño en su pan, arranquémoslo de la tierra vital, que su nombre no se pronuncie más». También Isaías dice que Cristo fue como cordero llevado al matadero y que como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Si en este pasaje habla el profeta de Cristo, en aquel es el mismo Cristo el que habla de sí: Yo —dice—, como cordero manso, llevado al matadero, no sabía. No conocía el mal ni el bien, no conocía el pecado o la injusticia; en una palabra: No conocía. Te ha dejado el encargo de que investigues qué es lo que desconocía. Lee el Apóstol: Al que no conocía el pecado, Dios lo hizo expiar nuestros pecados.

Ellos tramaban contra mí, diciendo: Metamos un leño en su pan. El pan de Jesús, del que nosotros nos alimentamos, es su palabra. Y como, cuando enseñaba, algunos intentaron poner obstáculos a su enseñanza, crucificándolo dijeron: Venid, metamos un leño en su pan. A la palabra y a la enseñanza de Jesús le hicieron seguir la crucifixión del Maestro: éste es el leño metido en su pan. Ellos, es verdad, dijeron insidiosamente: Venid, metamos un leño en su pan, pero yo voy a decir algo realmente maravilloso: el leño metido en su pan mejoró el pan.

Tenemos de ello un precedente en la ley de Moisés: lo mismo que el leño metido en el agua amarga la volvió dulce, así el leño de la pasión de Cristo, hizo más dulce su pan. En efecto, antes de meter el leño en su pan, cuando era solamente pan y no leño, su voz no había resonado por toda la tierra; en cambio, cuando recibió fortaleza del leño, el relato de su pasión se conoció en todo el universo. El agua del antiguo Testamento se convirtió en dulce al contacto con el leño, en virtud de la cruz que en él estaba prefigurada.

Arranquémoslo de la tierra vital, que su nombre no se pronuncie más. Lo mataron con la intención de erradicar totalmente su nombre. Pero Jesús sabe por qué y cómo morir. Por eso dice: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo. Por tanto, la muerte de Jesucristo, cual espiga de trigo, produjo siete veces y mucho más de lo que se había sembrado.

Pensemos por un momento en la eventualidad de que no hubiera sido crucificado ni, después de la muerte, descendido a los infiernos: el grano de trigo hubiera quedado solo y de él no habrían nacido otros. Presta mucha atención a las palabras divinas, para ver qué es lo que quieren darnos a entender: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo. La muerte de Jesús dio como fruto todos éstos. Por tanto, si la muerte ha producido una cosecha tan abundante, ¿de qué abundancia no será portadora la resurrección?

Orígenes
Homilía 10 sobre el libro del profeta Jeremías (1-3: PG 13, 358-362)

domingo, 29 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

La pasión de Cristo y su preciosa cruz son seguridad y muro inaccesible para quien cree en él

Cristo, a pesar de su naturaleza divina y siendo por derecho igual a Dios Padre, no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Realmente su pasión saludable abatió a los principados y triunfó sobre los dominadores del mundo y de este siglo, liberó a todos de la tiranía del diablo y nos recondujo a Dios. Sus cicatrices nos curaron y, cargado con nuestros pecados, subió al leño; y de este modo, mientras él muere, a nosotros se nos mantiene en la vida, y su pasión se ha convertido en nuestra seguridad y muro de defensa. El que nos ha rescatado de la condena de la ley, nos socorre cuando somos tentados. Y para consagrar al pueblo con su propia sangre, murió fuera de la ciudad.

Por eso, repito, la pasión de Cristo, su preciosa cruz y sus manos taladradas se traducen en seguridad, en muro inaccesible e indestructible para quienes creen en él. Por lo cual dice justamente: Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen, y yo les doy la vida eterna. Y también: Nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Y esto porque precisamente viven a la sombra del Omnipotente, protegidas por la ayuda divina como en una torre fortificada.

Desde el momento, pues, en que Dios Padre nos sostiene casi con sus manos, custodiándonos junto a él, sin permitir que seamos inducidos al mal o que sucumbamos a la malicia de los malvados, ni ser presa de la violencia diabólica, nada nos impide comprender que las murallas de Sión designadas por sus manos, signifiquen a los expertos en el arte espiritual que, poseídos por la gracia, se dan a conocer en el testimonio de la virtud.

En consecuencia, podríamos decir que las murallas de Sión construidas por Dios, son los santos apóstoles y evangelistas, aprobados por su propia palabra, que nunca se equivoca ni se devalúa. Sus nombres están escritos en el cielo y figuran en el libro de la vida. No hemos de maravillarnos si dice que los santos son los baluartes y las murallas de la Iglesia. El mismo es el muro y el baluarte, como una fortaleza.

De igual modo que él es la luz verdadera y, no obstante, dice que ellos son la luz del mundo, así también, siendo él el muro y la seguridad de quienes creen en él, confirió a sus santos esta estupenda dignidad de ser llamados murallas de la Iglesia.

San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 4, or 4: PG 70, 1066-1067)

sábado, 28 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Jesús, para consagrar al pueblo con su propia sangre, murió fuera de las murallas

De la figura tomó el Apóstol la idea de sacrificio, y la comparó con el modelo primitivo, diciendo: Los cadáveres de los animales, cuya sangre lleva el sumo sacerdote al santuario para el rito de la expiación, que se queman fuera del campamento; y por eso Jesús, para consagrar al pueblo con su propia sangre, murió fuera de las murallas. Los sacrificios antiguos eran figura del nuevo; por eso Cristo cumplió plenamente las profecías muriendo fuera de las murallas. Da a entender asimismo, que Cristo padeció voluntariamente, demostrando que aquellos sacrificios no se instituyeron porque sí, sino que tenían el valor de figura y su economía no estaba al margen de la pasión, pues la sangre clama al cielo.

Ya ves que somos partícipes de la sangre que era introducida en el santuario, en el santuario verdadero; partícipes del sacrificio del que sólo participaba el sacerdote. Participamos pues, de la realidad. Por tanto, somos partícipes, no del oprobio, sino de la santidad: el oprobio era causa de la santidad; sin embargo, lo mismo que él soportó ser infamado, hemos de hacer nosotros; si salimos con él fuera de las murallas, tendremos parte con él.

Y ¿qué significa: Salgamos a encontrarlo? Significa compartir sus sufrimientos, soportar con él los ultrajes.. pues no sin motivo murió fuera de las murallas, sino para que también nosotros carguemos con su cruz, siendo extraños al mundo y esforzándonos por permanecer así. Y lo mismo que él fue escarnecido como un condenado, así lo seamos también nosotros.

Por su medio, ofrezcamos a Dios un sacrificio. ¿Qué sacrificio? Nos lo aclara él mismo: el fruto de unos labios que profesan su nombre, esto es, preces, himnos, acciones de gracias; este es el fruto de los labios. En el antiguo Testamento se ofrecían ovejas, bueyes y terneros, y los daban al sacerdote. No ofrezcamos nada de esto nosotros, sino acción de gracias y, en la medida de lo posible, la imitación de Cristo en todo. Brote esto de nuestros labios. No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente; ésos son los sacrificios que agradan a Dios. Démosle este sacrificio, para que lo ofrezca al Padre. Por lo demás, no se ofrecen sino por el Hijo, o mejor, por un corazón quebrantado.

Siendo la acción de gracias por todo cuanto por nosotros padeció el fruto de unos labios que profesan su nombre, soportémoslo todo de buen grado, sea la pobreza, la enfermedad o cualquiera otra cosa, pues sólo él sabe el bien que nos reporta. Porque nosotros –dice– no sabemos pedir lo que nos conviene. Por consiguiente, si no sabemos pedir lo que nos conviene de no sugerírnoslo el Espíritu Santo, ¿cómo podremos saber el bien que nos reporta? Procuremos, pues, ofrecer acciones de gracias por todos los beneficios, y soportémoslo todo con ánimo esforzado.

San Juan Crisóstomo
Homilía 33 sobre la carta a los Hebreos (3-4: PG 63, 229-230)

viernes, 27 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

La celebración de la Eucaristía

A nadie es lícito participar de la Eucaristía si no cree que son verdad las cosas que enseñamos, y no se ha purificado en aquel baño que da la remisión de los pecados y la regeneración, y no vive como Cristo nos enseñó.

Porque no tomamos estos alimentos como si fueran un pan común o una bebida ordinaria sino que, así como Cristo, nuestro salvador, se hizo carne por la Palabra de Dios y tuvo carne y sangre a causa de nuestra salvación, de la misma manera hemos aprendido que el alimento sobre el que fue recitada la acción de gracias que contiene las palabras de Jesús, y con que se alimenta y transforma nuestra sangre y nuestra carne, es precisamente la carne y la sangre de aquel mismo Jesús que se encarno.

Los apóstoles, en efecto, en sus tratados, llamados Evangelios, nos cuentan que así les fue mandado, cuando Jesús, tomando pan y dando gracias, dijo: Haced esto en conmemoración mía. Esto es mi cuerpo; y luego, tomando del mismo modo en sus manos el cáliz, dio gracias, y dijo: Esta es mi sangre, dándoselo a ellos solos. Desde entonces seguimos recordándonos siempre unos a otros estas cosas; y los que tenemos bienes acudimos en ayuda de los que no los tienen, y permanecemos unidos. Y siempre que presentamos nuestras ofrendas alabamos al Creador de todo por medio de su Hijo Jesucristo y del Espíritu Santo.

El día llamado del sol se reúnen todos en un lugar, lo mismo los que habitan en la ciudad que los que viven en el campo, y, según conviene, se leen los tratados de los apóstoles y los escritos de los profetas, según el tiempo lo permita.

Luego, cuando el lector termina, el que preside se encarga de amonestar, con palabras de exhortación, a la imitación de cosas tan admirables.

Después nos levantamos todos a la vez y recitamos preces; y a continuación, como ya dijimos, una vez que concluyen las plegarias, se trae pan, vino y agua: y el que preside pronuncia con todas sus fuerzas preces y acciones de gracias, y el pueblo responde «Amén»; tras de lo cual se distribuyen los dones sobre los que se ha pronunciado la acción de gracias, comulgan todos, y los diáconos se encargan de llevárselo a los ausentes.

Los que poseen bienes de fortuna y quieren, cada uno da, a su arbitrio, lo que bien le parece, y lo que se recoge se deposita ante el que preside, que es quien se ocupa de repartirlo entre los huérfanos y las viudas, los que por enfermedad u otra causa cualquiera pasan necesidad, así como a los presos y a los que se hallan de paso como huéspedes; en una palabra, él es quien se encarga de todos los necesitados.

Y nos reunimos todos el día del sol, primero porque en este día, que es el primero de la creación, cuando Dios empezó a obrar sobre las tinieblas y la materia; y también porque es el día en que Jesucristo, nuestro Salvador, resucitó de entre los muertos. Le crucificaron, en efecto, la víspera del día de Saturno, y al día siguiente del de Saturno, o sea el día del sol, se dejó ver de sus apóstoles y discípulos y les enseñó todo lo que hemos expuesto a vuestra consideración.

San Justino
Apología I en defensa de los cristianos 66-67

jueves, 26 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Para aprender a correr rectamente, fijémonos en Cristo

Corramos —dice el Apóstol— en la carrera que nos toca. Seguidamente presenta a Cristo, que es el primero y el último, como motivo de consuelo y de exhortación: Fijos los ojos —dice— en el que inició y completa nuestra fe: Jesús. Es lo que el mismo Jesús decía incansablemente a sus discípulos: Si al dueño de la casa lo han llamado Belzebú, ¡cuánto más a los criados! Y de nuevo: Un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo. Fijos los ojos, dice: esto es, para aprender a correr, fijémonos en Cristo. Pues así como en todas las artes y competiciones fijándonos en los maestros, se nos va grabando en la mente un arte, deduciendo de la observación algunas reglas, aquí sucede lo mismo: si queremos competir, si queremos aprender a competir diestramente, no apartemos los ojos de Cristo, que es quien inició y completa nuestra fe.

Y esto, ¿qué es lo que quiere decir? Quiere decir que Cristo mismo nos infundió la fe, él la inició. Lo declaraba Cristo a sus discípulos: No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido. Y Pablo dice también: Entonces podré conocer como Dios me conoce. Y si Cristo es quien nos inició, también es él quien completa nuestra fe. Él renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia. Es decir, si hubiese querido, no hubiera padecido, ya que él no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca. Lo dice él mismo en los evangelios: Se acerca el Príncipe de este mundo; no es que él tenga poder sobre mí. Le hubiera, pues, sido fácil, de haberlo querido, evitar la cruz, pues como él mismo afirmó: Tengo poder para entregar mi vida y tengo poder para recuperarla. Por tanto, si el que en modo alguno merecía ser crucificado, por nosotros soportó la cruz, ¿cuánto más justo no será que nosotros lo soportemos todo con ánimo varonil?

Renunciando —dice— al gozo inmediato, soportó la cruz despreciando la ignominia. ¿Qué significa: despreciando la ignominia? Eligió —dice— una muerte ignominiosa. Como no estaba sometido al pecado, la eligió, enseñándonos a ser audaces frente a la muerte, despreciándola olímpicamente.

Y escucha ahora cuál será el fin: Está sentado a la derecha del trono de Dios. ¿Ves cuál es el premio de la competición? También san Pablo escribe sobre el tema y dice:

Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre», de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble. Se refiere a Cristo en su condición de hombre. Y aun cuando no se nos hubiera prometido ningún premio por la competición, bastaría —y con creces— un ejemplo tal para persuadirnos a soportar espontáneamente todos los contratiempos; pero es que además se nos prometen premios, y no unos premios cualquiera, sino magníficos e inefables premios.

Por lo cual, cuando también nosotros hayamos padecido algo semejante, pensemos en Cristo antes que en los apóstoles. ¿Y eso? Pues porque toda su vida estuvo llena de ultrajes; oía continuamente hablar mal de él, hasta el punto de llamársele loco, seductor, impostor. Y esto se lo echaban en cara, mientras él les colmaba de beneficios, hacía milagros y les mostraba las obras de Dios.

San Juan Crisóstomo
Homilía 28 sobre la carta a los Hebreos (2: PG 63, 195)

miércoles, 25 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

En los otros está la gracia, sobre ti vendrá toda la plenitud de la gracia

El ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José. El evangelista designa el lugar, el tiempo y la persona, para que la verdad del relato pueda ser comprobada con los claros indicios de los mismos acontecimientos. El ángel —dice— fue enviado a una virgen desposada. Dios envía a la Virgen un alado mensajero: pues da las arras y recibe la dote el que es portador de la gracia, restablece la confianza, hace entrega de los dones de la virtud y tiene la misión de dar pronta resolución al consentimiento virginal. Vuela raudo a la esposa el veloz intérprete, para alejar y dejar en suspenso el afecto de la esposa de Dios hacia los esponsales humanos; de modo que sin separar la Virgen de José, se la devuelva a Cristo a quien estaba destinada desde el vientre materno. Recibe Cristo su esposa, no se apodera de la ajena; ni crea separación, cuando une consigo a toda su entera criatura en un solo cuerpo. Pero escuchemos lo que hizo el ángel.

Entrando en su presencia, dijo: —Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. En estas palabras hay una oferta, la oferta de un don y no un mero cumplido de cortesía. Ave, es decir, recibe gracia; no tiembles ni te preocupes de la naturaleza. Llena, ya que en los otros está la gracia, sobre ti vendrá toda la plenitud de la gracia juntamente. El Señor está contigo. ¿Qué significa el Señor está en ti? Pues que no vino con el simple deseo de hacerte una visita, sino que viene a ti en el nuevo misterio de su nacimiento.

Por eso añadió muy oportunamente: Bendita tú entre las mujeres. Pues si en ellas la maldición de Eva castigaba las entrañas, ahora entre ellas se goza, es honrada y acogida la bendita María. Y de esta suerte ha venido realmente a ser por la gracia madre de los vivientes, la que antes era por naturaleza madre de los murientes.

Ella se turbó ante estas palabras. ¿Por qué se turba al escuchar unas palabras y no al ver una persona? Porque había venido un ángel amable en su presencia, fuerte en la batalla; suave en la apariencia, terrible en su palabra, pronuncia palabras humanas y promete cosas divinas. De aquí que la virgen a quien la visión apenas impresionara la turbó y mucho la audición, y a la que la presencia del enviado le conmoviera poco, la conturbó con todo su peso la autoridad del que le enviaba. ¿Y qué más? De pronto sintió que había recibido en sí al juez supremo, en quien al principio vio y contempló al mensajero celestial. Y aun cuando con gran suavidad y piadoso afecto Dios convirtió a la virgen en madre y a la esclava el Señor la transforma en Madre suya, sin embargo todas sus entrañas se conmovieron, el alma se resiste y la misma condición humana se estremeció, cuando Dios, a quien toda la creación es incapaz de contener, todo él se encerró y se formó dentro de un seno humano.

Y se preguntaba —dice— qué saludo era aquél. Advierta vuestra caridad que —como hemos dicho— la Virgen no dio su consentimiento a las palabras del saludo, sino a la realidad, y que la voz no tenía el sentido de una acostumbrada cortesía, sino que era portadora de toda la eficacia de la suprema virtud. Reflexiona la Virgen: porque responder sin más es propio de la humana superficialidad, mientras que pensar la respuesta es señal de una gran ponderación y de un juicio muy maduro. Desconoce la grandeza de Dios quien no se espanta de la cordura de esta Virgen y no admira su fortaleza de ánimo. Teme el cielo, se estremecen los ángeles, la criatura no lo soporta, la naturaleza no se basta, y una muchachita de tal modo acoge a Dios dentro de su seno, lo recibe, lo regala con su hospedaje, que obtiene como pensión por la casa y como recompensa por el seno virginal paz para la tierra, gloria para los cielos, salvación para los perdidos, vida para los muertos, parentesco entre el cielo y la tierra y, para el mismo Dios, la participación de la naturaleza humana. Así se cumplió aquello del profeta: La herencia que da el Señor son los hijos; su salario, el fruto del vientre.

San Pedro Crisólogo
Sermón 140 (CCL 24B, 847-849)

martes, 24 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Todo se escribió como ya ocurrido, pero preanunciando el futuro

Antes que naciera Abrahán existo yo. Él es efectivamente el Verbo de Dios, por cuyo medio se hicieron todas las cosas; pero, colmando de su Espíritu a los profetas, predijo por su medio que había de venir en la carne. Ahora bien, la pasión está estrechamente ligada a su encarnación, pues no habría podido padecer lo que el evangelio nos refiere, sino en aquella carne mortal y pasible que había asumido.

En el evangelio leemos que, cuando el Señor fue clavado en la cruz, los soldados que le crucificaron se repartieron su ropa; y habiendo descubierto que la túnica era sin costura, tejida toda de una pieza, no quisieron rasgarla, sino que la echaron a suertes, para que aquel a quien le tocara la tuviera entera. Esta túnica significaba la caridad, que no puede ser dividida.

Estos acontecimientos narrados en el evangelio, fueron muchos años antes cantados en el salmo como ya sucedidos, mientras preanunciaban acontecimientos futuros: Me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. Ellos me miran triunfantes, se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica. Todo se escribió como ya ocurrido, mientras se anuncia de antemano el suceso futuro. Y no sin motivo las cosas venideras se han escrito como ya ocurridas.

Cuando se decía que la Iglesia de Cristo tenía que extenderse a todo el mundo, pocos eran los que lo decían y muchos los que se reían. Ahora ya se ha confirmado lo que mucho antes se había predicho: la Iglesia está esparcida por todo el mundo. Hace más de mil años le había sido prometido a Abrahán: Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo. Vino Cristo, de la estirpe de Abrahán, y todas las naciones han sido ya bendecidas en Cristo. Se predijeron persecuciones, y las persecuciones vinieron provocadas por los reyes adoradores de ídolos. A causa de estos enemigos del nombre de Cristo, la tierra pululó de mártires. De la semilla de esta sangre derramada ha germinado la mies de la Iglesia. No en vano la Iglesia oró por sus enemigos: muy a menudo han acabado aceptando la fe.

También se dijo que los mismos ídolos acabarían por ser abatidos en el nombre de Cristo: esto lo encontramos también en las Escrituras. Hasta no hace mucho, los cristianos leían esto, pero sin verlo; lo esperaban como algo futuro y así se fueron de esta vida: no lo vieron, pero en la convicción de que había de suceder, en esta creencia se fueron con el Señor; en nuestro tiempo también esto nos es dado ver. Todo lo que anteriormente se predijo de la Iglesia, vemos que se ha cumplido; ¿sólo queda por venir el día del juicio? Y éste que todavía no es más que un anuncio, ¿no se va a cumplir? ¿Hasta tal punto somos empedernidos y duros de corazón que, al leer las Escrituras y comprobar que todo lo que se escribió, absolutamente todo, se ha cumplido a la letra, y desesperamos del cumplimiento del resto?

¿Qué es lo que queda en comparación de lo que vemos ya cumplido? Dios que nos ha mostrado tantas cosas, ¿va a defraudarnos en lo que aún queda? Vendrá el juicio a dar la recompensa por los méritos: a los buenos bienes, a los malos males. Seamos buenos, y esperemos seguros al juez.

San Agustín de Hipona
Sermón 22 (1: Edit. Maurist. t. 5, 116-118)

lunes, 23 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Por nuestra salvación, Cristo se hizo obediente al Padre

Esta es la historia de todo lo ocurrido que, consignada en los Libros sagrados, describe, como en un cuadro, el misterio del Salvador, consumado hasta en sus más ínfimos detalles. Es incumbencia nuestra adaptar la luz espléndida de la verdad a los acontecimientos que sucedieron en figura, y explicar con mayor claridad y uno por uno todos los sucesos que hemos propuesto. De esta forma, les resultará más fácil a los creyentes captar claramente el abstruso y recóndito misterio del amor.

Tomó, pues, el bienaventurado Abrahán al muchacho y se fue de prisa al lugar que Dios le había indicado. El muchacho era conducido al sacrificio por su padre, como símbolo y confirmación de que no debe atribuirse al poder humano o a la maldad de los enemigos el hecho de que Jesucristo, nuestro Señor, fuera conducido a la cruz, sino a la voluntad del Padre, el cual permitió —de acuerdo con una decisión previamente pactada— que él sufriese la muerte en beneficio de todos. Es lo que en un momento dado el mismo Jesús dio a entender a Pilato: No tendrías —dijo— ninguna autoridad sobre mí, si no te lo hubieran dado de lo alto; y en otro momento, dirigiéndose a su Padre del cielo, se expresó así: Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz; pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres.

Abrahán tomó la leña para el sacrificio, y se lo cargó a su hijo Isaac. Igualmente los judíos, sin vencer ni coaccionar el poder de la naturaleza divina que eventualmente les fuera contrario, sino permitiéndolo así el eterno Padre en cumplimiento de un acuerdo anteriormente tomado y al que en cierto modo ellos servían sin saberlo, cargaron la cruz sobre los hombros del Salvador. Como testigo de ello —un testigo ajeno a cualquier sospecha de mentira—, podemos aducir al profeta Isaías, que se expresa de este modo: Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino, y el Señor cargó sobre él nuestra iniquidad.

Cuando finalmente el patriarca llegó al sitio que le había dicho Dios, con mucha destreza y arte construyó un altar; sin duda para darnos con esto a entender, que la cruz impuesta a nuestro Salvador y que los hombres tenían por un simple leño, a los ojos del Padre común de la humanidad era considerada como un grandioso y excelso altar, erigido para la salvación del mundo e impregnado del incienso de una víctima santa y purísima.

Por eso Cristo, mientras su cuerpo era flagelado y al mismo tiempo escupido por los atrevidísimos judíos, decía, por el profeta Isaías, estas palabras: Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. Pues el Padre es un solo Dios, y Jesucristo, un solo Señor: ¡bendito él por siempre! El cual, desdeñando la ignominia por nuestra salvación, y hecho obediente al Padre, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, para que habiendo el Salvador dado su vida por nosotros y en nuestro lugar, pudiera a su vez resucitarnos de entre los muertos, vivificados por el Espíritu Santo; situarnos en el domicilio celestial, abiertas de par en par las puertas del cielo y colocar en la presencia del Padre y ante sus ojos, aquella naturaleza humana, que desde tiempo inmemorial se le había sustraído huyendo de él por el pecado.

Amados hermanos, que por estas egregias hazañas de nuestro Salvador, prorrumpan las bocas de todos en alabanza, y que todas las lenguas se afanen en componer cantos de alabanza en su honor, haciendo suyo aquel dulcísimo cántico: Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas. Asciende una vez consumada la obra de la salvación humana. Y no sólo sube, sino que: subiste a la cumbre llevando cautivos, te dieron tributo de hombres.

San Cirilo de Alejandría
Homilía pascual 5 (7: PG 77, 495-498)

domingo, 22 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Os hace falta constancia para cumplir la voluntad de Dios y alcanzar la promesa

Dice el Apóstol: Os hace falta constancia para cumplir la voluntad de Dios y alcanzar la recompensa. Por eso, necesitáis una sola cosa: esperar todavía un poquito, sin combatir aún. Habéis llegado ya a la corona; habéis soportado luchas, cadenas, tribulaciones; os han confiscado los bienes. ¿Qué más podéis hacer? Sólo os resta perseverar con valentía, para ser coronados. Sólo os queda esto por soportar: la prolongada espera de la futura corona. ¡Qué gran consuelo!

¿Qué pensaríais de un atleta que, después de haber vencido y superado a todos sus adversarios y no teniendo ya nadie con quien combatir, finalmente, cuando debiera ser coronado, no supiera esperar la llegada de quien debe imponerle la corona, y no teniendo paciencia para esperar, quisiera salir y marcharse como quien es incapaz de soportar la sed y el calor estival? ¿Qué es lo que el mismo Apóstol nos dice apuntando a esta posibilidad? «Un poquito de tiempo todavía, y el que viene llegará sin retraso».

Y para que no digan: «¿Cuándo llegará?», les conforta con la Escritura, para la cual este compás de espera es una no pequeña merced. Dice en efecto: «Mi justo vivirá de fe, pero, si se arredra, le retiraré mi favor».

Este es un gran consuelo: mostrar que incluso los que siempre han obrado rectamente pueden echarlo todo a perder por indolencia: Pero nosotros no somos gente que se arredra para su perdición, sino hombres de fe para salvar el alma. Estas palabras fueron escritas para los Hebreos, pero es una exhortación que vale también para muchos hombres de hoy. Y ¿para quiénes concretamente? Para aquellos de ánimo débil y mezquino. Porque, cuando ven que los malos saben conducir bien sus propios negocios y ellos no, se afligen, se dejan invadir por la tristeza y lo soportan mal. Les desearían más bien penas y castigos, esperando para ellos el premio por las propias fatigas. Un poquito de tiempo todavía –decía hace un momento Pablo–, y el que viene llegará sin retraso.

Por eso, diremos a los desidiosos y negligentes: de seguro que nos llegará el castigo, vendrá ciertamente; la resurrección está ya a las puertas. Y ¿cómo lo sabemos?, preguntará alguno. No diré que por los profetas, pues mis palabras no van dirigidas a solos los cristianos. Son muchas las cosas que ha predicado Cristo: si no se hubieran acreditado de verdaderas, no deberíais creer tampoco éstas; mas si, por el contrario, las cosas que él anunció de antemano han tenido cumplimiento, ¿a qué dudas de las otras? Sería más difícil creer si nada hubiera sucedido, que no creer cuando todo se ha verificado. Lo aclararé más todavía con un ejemplo: Cristo predijo que Jerusalén sería objeto de una destrucción tal, como no la había habido igual hasta el momento, y que jamás sería reconstruida en su primitivo esplendor: y la profecía realmente se cumplió. Predijo que vendría una gran tribulación, y así sucedió.

Predijo que la predicación habría de difundirse como un grano de mostaza y nosotros comprobamos que día a día esa semilla invade todo el universo. Predijo: En el mundo tendréis luchas: pero tened valor: Yo he vencido al mundo, es decir, ninguno os vencerá; y vemos que también esto se ha cumplido. Predijo que el poder del infierno no prevalecería contra la Iglesia, aunque fuera perseguida, y que nadie sería capaz de neutralizar la predicación, y la experiencia da testimonio de que así ha sucedido.

San Juan Crisóstomo
Homilía 21 sobre la carta a los Hebreos (2-3: PG 63, 150-152)

sábado, 21 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

¿No te tengo a ti en el cielo? Y contigo, ¿qué me importa la tierra?

Padre, cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste. Ahora voy a ti. Guarda en tu nombre a los que me has dado. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal. El contenido de esta oración, como lo indica el texto que hemos leído, se resume en tres puntos, que constituyen la suma de la salvación e incluso de la perfección, de suerte que nada se pueda añadir: a saber, que sean los discípulos guardados del mal, consagrados en la verdad y con él glorificados. Padre -dice-, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria.

¡Dichosos los que tienen por abogado al mismo juez! ¡Dichosos aquellos por quienes ora el que es digno de la misma adoración que aquel a quien ora! El Padre no va a negarle lo que piden sus labios, ya que ambos no poseen más que una sola voluntad y un mismo poder, pues son un solo Dios. Es de absoluta necesidad que todo lo que pide Cristo se realice, porque su palabra es poderosa y su voluntad, eficaz. En el momento de la creación, él lo dijo, y existió, él lo mandó y surgió. Éste es –dice– mi deseo: que estén conmigo donde yo estoy. ¡Qué seguridad para los fieles! ¡Qué confianza para los creyentes! Con tal de que no minusvaloren la gracia que recibieron. Pues esta seguridad no se promete a solos los apóstoles o a sus compañeros, sino a todos los que crean en Dios por la palabra de ellos. Dice en efecto: No sólo ruego por ellos, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos.

Porque a vosotros, hermanos, se os ha concedido la gracia no sólo de creer en él, sino de sufrir por él, como dice el Apóstol. A vosotros, esto es, a los que la fe en la promesa de Cristo, lejos de hacerlos más negligentes en la seguridad, los torna más fervientes en la alegría, y embarcados en una lucha sin cuartel contra los vicios, los corona con un martirio asiduo. Asiduo, pero fácil; fácil, pero sublime. Fácil, porque nada nos manda que supere nuestras posibilidades; sublime, porque la victoria es sobre todo el poderío de aquel fuerte bien armado. ¿O es que no es fácil llevar el suave yugo de Cristo? ¿Y acaso no es sublime ser coronado en su reino? Os ruego que me contestéis: ¿Puede haber algo más fácil que llevar las alas que llevan al que las lleva? ¿Y algo más sublime que planear sobre los cielos, donde Cristo ascendió?

Pero pensemos, hermanos; ¿podrá de repente alzar el vuelo a los cielos quien ahora no aprendiere a volar en el constante adiestramiento de cada día? Algunos vuelan contemplando; vuela tú al menos amando. Pablo fue, en éxtasis, arrebatado hasta el tercer cielo; Juan hasta la Palabra que existía en el principio; tú al menos no consientas en arrastrar por el polvo tu alma degenerada, ni soportes que tu corazón sumergido en la indolencia, se pudra en el cieno. Y si en alguna ocasión buscaste no los bienes de arriba, sino los de la tierra, repróchatelo a ti mismo y di al Señor con el profeta: ¿No te tengo a ti en el cielo? Y contigo, ¿qué me importa la tierra? ¡Miserable de mí! ¡Cómo me equivocaba! Tan grandes como son los bienes que me están reservados en el cielo y yo los despreciaba. Tan nada los que hay en la tierra, y con qué avidez los deseaba. Cristo, tu tesoro, ha subido al cielo: esté allí también tu corazón. De allí procedes, allí está tu Padre y'allí está tu heredad; de allí esperas al Salvador. Amén.

Beato Guerrico de Igny
Sermón en la Ascensión del Señor (2-3.4.5: SC 202, 274-280)

viernes, 20 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Cristo no se arrogó el sacerdocio: lo aceptó

El médico bueno, que cargó con nuestras enfermedades, sanó nuestras dolencias, y sin embargo, no se arrogó la dignidad de sumo sacerdote; pero el Padre, dirigiéndose a él, le dijo: Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy. Y en otro lugar le dice también: Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec. Y como había de ser el tipo de todos los sacerdotes, asumió una carne mortal, para, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentar oraciones y súplicas a Dios Padre. El, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer, para enseñarnos a ser obedientes y así convertirse para nosotros en autor de salvación. Y de este modo, consumada la pasión y, llevado él mismo a la consumación, otorgó a todos la salud y cargó con el pecado de todos.

Por eso se eligió a Aarón como sacerdote, para que en la elección sacerdotal no prevaleciera la ambición humana, sino la gracia de Dios; no el ofrecimiento espontáneo ni la propia usurpación, sino la vocación celestial, de modo que ofrezca sacrificios por los pecados, el que pueda comprender a los pecadores, por estar él mismo –dice–envuelto en debilidades. Nadie debe arrogarse este honor; Dios es quien llama, como en el caso de Aarón; por eso Cristo no se arrogó el sacerdocio: lo aceptó.

Finalmente, como la sucesión aaronítica efectuada de acuerdo con la estirpe, tuviera más herederos de la sangre, que partícipes de la justicia, apareció –según el tipo de aquel Melquisedec de que nos habla el antiguo Testamento– el verdadero Melquisedec, el verdadero rey de la paz, el verdadero rey de la justicia, pues esto es lo que significa el nombre: sin padre, sin madre, sin genealogía; no se menciona el principio de sus días ni el fin de su vida. Esto puede decirse igualmente del Hijo de Dios, que no conoció madre en aquella divina generación, ni tuvo padre en el nacimiento de la virgen María; nacido antes de los siglos únicamente de Padre, nacido de sola la Virgen en este siglo, ni sus días pudieron tener comienzo, él que existía desde el principio. Y ¿cómo podría tener fin la vida de quien es el autor de la vida de todos? El es el principio y el fin de todas las cosas. Pero es que, además, esto lo aduce como ejemplo. Pues el sacerdote debe ser como quien no tiene ni padre ni madre: en él no debe mirarse la nobleza de su cuna, sino la honradez de sus costumbres y la prerrogativa de las virtudes.

Debe haber en él fe y madurez de costumbres: no lo uno sin lo otro, sino que ambas cosas coincidan en la misma persona juntamente con las buenas obras y acciones. Por eso el apóstol Pablo nos quiere imitadores de aquellos que, por la fe y la paciencia, poseen en herencia las promesas hechas a Abrahán, quien, por la paciencia, mereció recibir y poseer la gracia de bendición que se le había prometido. El profeta David nos advierte que debemos ser imitadores del santo Aarón, a quien para nuestra imitación, colocó entre los santos del Señor, diciendo: Moisés y Aarón con sus sacerdotes, Samuel con los que invocan su nombre.

San Ambrosio de Milán
Carta 67 (47-50: PL 16,1253-1254)

jueves, 19 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

El nacimiento de Cristo fue de esta manera

Su generación, ¿quién la explicará? No voy a hablaros ahora de la divina generación, sino de la de aquí abajo, de la que tuvo lugar en la tierra, de la que tenemos infinidad de testimonios. Y aun de ésta sólo os hablaré en la medida en que me lo permita la gracia del Espíritu Santo. Y no penséis que es cuestión de poca monta oír hablar de la generación temporal; levantad más bien vuestras almas y estremeceos cuando oís decir que Dios ha venido a la tierra. Es este un acontecimiento tan maravilloso y sorprendente, que los mismos coros angélicos dieron testimonio de ello haciendo resonar por toda la tierra un himno de gloria, y los antiguos profetas quedaron estupefactos al ver que Dios apareció en el mundo y vivió entre los hombre.

Verdaderamente es algo inaudito que un Dios inefable, inexplicable, incomprensible e igual al Padre se dignara descender a unas entrañas virginales, nacer de una mujer y tener en su árbol genealógico a David y a Abrahán. Al oír esto, levantad el ánimo y, desechando ruines pensamientos, maravillaos más bien de que, siendo Hijo e Hijo natural del Dios eterno, se dignó ser llamado asimismo Hijo de David para haceros a vosotros Hijos de Dios; se dignó tener un padre esclavo, para daros a vosotros, que erais esclavos, al Señor por Padre.

¿Ves cómo desde el principio se nos presentan los evangelios? Si dudas de lo que a ti te concierne, cree lo tuyo por lo que a él se refiere. Pues desde el punto de vista humano, es más difícil comprender a un Dios hecho hombre, que a un hombre hecho hijo de Dios. Cuando oigas, pues, que el Hijo de Dios se ha hecho hijo de David y de Abrahán, no te quepa la menor duda de que tú, hijo de Adán como eres, puedes llegar a ser hijo de Dios. En efecto, no sin motivo se humilló él hasta tal extremo, si no hubiera querido exaltarnos a nosotros. Nace él según la carne para que tú nazcas según el espíritu; nació de mujer, para que tú dejes de ser meramente hijo de mujer.

Hay, pues, dos generaciones en Cristo: la humana igual que la nuestra y la divina superior a la nuestra. Nacer de mujer es algo que compartió con nosotros; pero no haber nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino del Espíritu Santo, era un anuncio anticipado del nacimiento que supera nuestra naturaleza y que él nos ha de dar por la gracia del Espíritu Santo.

San Juan Crisóstomo
Homilía 2 sobre el evangelio de san Mateo, (2: PG 57, 25-26)

miércoles, 18 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Al que no había pecado, Dios lo hizo expiar nuestros pecados

El Padre envió al Hijo para que, en su nombre, exhortara y asumiera el oficio de embajador ante el género humano. Pero como quiera que, una vez muerto, él se ausentó, nosotros le hemos sucedido en la embajada, y os exhortamos en su nombre y en nombre del Padre. Pues aprecia tanto al género humano, que le dio a su Hijo, aun a sabiendas de que habrían de matarlo, y a nosotros nos ha nombrado apóstoles para vuestro bien. Por tanto, no creáis que somos nosotros quienes os rogamos: es el mismo Cristo el que os ruega, el mismo Padre os suplica por nuestro medio.

¿Hay algo que pueda compararse con tan eximia bondad? Pues ultrajado personalmente como pago de sus innumerables beneficios, no sólo no tomó represalias, sino que además nos entregó a su Hijo para reconciliamos con él. Mas quienes lo recibieron, no sólo no se cuidaron de congraciarse con él, sino que para colmo lo condenaron a muerte.

Nuevamente envió otros intercesores, y, enviados, es él mismo quien por ellos ruega. ¿Qué es lo que ruega? Reconciliaos con Dios. No dijo: Recuperad la gracia de Dios, pues no es él quien provoca la enemistad, sino vosotros; Dios efectivamente no provoca la enemistad. Más aún: viene como enviado a entender en la causa.

Al que no había pecado –dice–, Dios lo hizo expiar nuestros pecados. Aun cuando Cristo no hubiera hecho absolutamente nada más que hacerse hombre, piensa, por favor, lo agradecidos que debiéramos de estar a Dios por haber entregado a su Hijo por la salvación de aquellos que le cubrieron de injurias. Pero la verdad es que hizo mucho más, y por si fuera poco, permitió que el ofendido fuera crucificado por los ofensores.

Dice: Al que no había pecado, sino que era la misma justicia, lo hizo expiar nuestros pecados: esto es, toleró que fuera condenado como un pecador y que muriese como un maldito: pues maldito todo el que cuelga de un árbol. Era ciertamente más atroz morir de este modo, que morir simplemente. Es lo que él mismo viene a sugerir en otro lugar: Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz. Considerad, pues, cuántos beneficios habéis recibido de él.

En consecuencia, si amamos a Cristo como él se merece, nosotros mismos nos impondremos el castigo por nuestros pecados. Y no porque sintamos un auténtico horror por el infierno, sino más bien porque nos horroriza ofender a Dios; pues esto es más atroz que aquello: que Dios, ofendido, aparte de nosotros su rostro. Reflexionando sobre estos extremos, temamos ante todo el pecado: pecado significa castigo, significa infierno, significa males incalculables. Y no sólo lo temamos, sino huyamos de él y esforcémonos por agradar constantemente a Dios: esto es reinar, esto es vivir, esto es poseer bienes innumerables. De este modo entraremos ya desde ahora en posesión del reino y de los bienes futuros, bienes que ojalá todos consigamos por la gracia y la benignidad de nuestro Señor Jesucristo.

San Juan Crisóstomo
Homilía 11 sobre la segunda carta a los Corintios (3-4: PG 61, 478-480)

martes, 17 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

En la inmolación de Cristo está la verdadera Pascua y el único sacrificio

Amadísimos: El sacramento de la pasión del Señor, decretado desde tiempo inmemorial para la salvación del género humano y anunciado de muchas maneras a todo lo largo de los siglos precedentes, no esperamos ya que se manifieste, sino que lo adoramos cumplido. Para informarnos de ello concurren tanto los nuevos como los antiguos testimonios, pues lo que cantó la trompeta profética, nos lo hace patente la historia evangélica, y como está escrito: Una sima grita a otra sima con voz de cascadas; pues a la hora de entonar un himno a la gloriosa generosidad de Dios sintonizan perfectamente las voces de ambos Testamentos, y lo que estaba oculto bajo el velo de las figuras, resulta evidente a la luz de la revelación divina. Y aunque en los milagros que el Salvador hacía en presencia de las multitudes, pocos advertían la presencia de la Verdad, y los mismos discípulos, turbados por la voluntaria pasión del Señor, no se evadieron al escándalo de la cruz sin afrontar la tentación del miedo, ¿cómo podría nuestra fe comprender y nuestra conciencia recabar la energía necesaria, si lo que sabemos consumado, no lo leyéramos preanunciado?

Ahora bien: después que con la asunción de la debilidad humana la potencia de Cristo ha sido glorificada, las solemnidades pascuales no deben ser deslucidas por la aflicción indebida de los fieles; ni debemos con tristeza recordar el orden de los acontecimientos, ya que de tal manera el Señor se sirvió de la malicia de los judíos, que supo hacer de sus intenciones criminales, el cumplimiento de su voluntad de misericordia.

Y si cuando Israel salió de Egipto, la sangre del cordero les valió la recuperación de la libertad, y aquella fiesta se convirtió en algo sagrado, por haber alejado, mediante la inmolación de un animal, la ira del exterminador, ¿cuánto mayor gozo no debe inundar a los pueblos cristianos, por los que el Padre todopoderoso no perdonó a su Hijo unigénito, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, de modo que, en la inmolación de Cristo, la Pascua pasara a ser el verdadero y único sacrificio, mediante el cual fue liberado, no un solo pueblo de la dominación del Faraón, sino todo el mundo de la cautividad del diablo?

San León Magno
Sermón 60 sobre la Pasión del Señor (1-2: CCL 138A, 363-365)

lunes, 16 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Él mismo se ofreció por nosotros

En los sacrificios de víctimas carnales que la Santa Trinidad, que es el mismo Dios del antiguo y del nuevo Testamento, había exigido que le fueran ofrecidos por nuestros padres, se significaba ya el don gratísimo de aquel sacrificio con el que el Hijo único de Dios, hecho hombre, había de inmolarse a sí mismo misericordiosamente por nosotros.

Pues, según la doctrina apostólica, se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor. El, como Dios verdadero y verdadero sumo sacerdote que era, penetró por nosotros una sola vez en el santuario, no con la sangre de los becerros y los machos cabríos, sino con la suya propia. Esto era precisamente lo que significaba aquel sumo sacerdote que entraba cada año con la sangre en el santuario.

El es quien, en sí mismo, poseía todo lo que era necesario para que se efectuara nuestra redención, es decir, él mismo fue el sacerdote y el sacrificio, él mismo fue Dios y templo: el sacerdote por cuyo medio nos reconciliamos, el sacrificio que nos reconcilia, el templo en el que nos reconciliamos, el Dios con quien nos hemos reconciliado.

Como sacerdote, sacrificio y templo, actuó solo, porque aunque era Dios quien realizaba estas cosas, no obstante las realizaba en su forma de siervo; en cambio, en lo que realizó como Dios, en la forma de Dios, lo realizó conjuntamente con el Padre y el Espíritu Santo.

Ten, pues, por absolutamente seguro, y no dudes en modo alguno, que el mismo Dios unigénito, Verbo hecho carne, se ofreció por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor, el mismo en cuyo honor, en unidad con el Padre y el Espíritu Santo, los patriarcas, profetas y sacerdotes ofrecían, en tiempos del antiguo Testamento, sacrificios de animales; y a quien ahora, o sea, en el tiempo del Testamento nuevo, en unidad con el Padre y el Espíritu Santo, con quienes comparte la misma y única divinidad, la santa Iglesia católica no deja nunca de ofrecer, por todo el universo de la tierra, el sacrificio del pan y del vino, con fe y caridad.

Así, pues, en aquellas víctimas carnales se significaba la carne y la sangre de Cristo; la carne que él mismo, sin pecado como se hallaba, había de ofrecer por nuestros pecados, y la sangre que había de derramar en remisión también de nuestros pecados; en cambio, en este sacrificio se trata de la acción de gracias y del memorial de la carne de Cristo, que él ofreció por nosotros, y de la sangre, que, siendo como era Dios, derramó por nosotros. Sobre esto afirma el bienaventurado Pablo en los Hechos de los apóstoles: Tened cuidado de vosotros y del rebaño que el Espíritu Santo os ha encargado guardar, como pastores de la Iglesia de Dios, que él adquirió con su propia sangre.

Por tanto, aquellos sacrificios eran figura y signo de lo que se nos daría en el futuro; en este sacrificio, en cambio, se nos muestra de modo evidente lo que ya nos ha sido dado.

En aquellos sacrificios se anunciaba de antemano al Hijo de Dios, que había de morir a manos de los impíos; en este sacrificio, en cambio, se le anuncia ya muerto por ellos, como atestigua el Apóstol al decir: Cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; y añade: Cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo.

San Fulgencio de Ruspe
Tratado sobre la verdadera fe a Pedro (Cap 22, 62: CCL 91A, 726.750-751)

domingo, 15 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros

Honrando como honramos por tan diversos motivos a nuestro común Señor, ¿no debemos, sobre todo, honrarlo, glorificarlo y admirarlo por la cruz, por aquella muerte tan ignominiosa? ¿O es que Pablo no aduce una y otra vez la muerte de Cristo como prueba de su amor por nosotros? Y morir, ¿por quiénes? Silenciando todo lo que Cristo ha hecho para nuestra utilidad y solaz, vuelve casi obsesivamente al tema de la cruz, diciendo: La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros pecadores, murió por nosotros. De este hecho, san Pablo intenta elevarnos a las más halagüeñas esperanzas, diciendo: Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida! El mismo Pablo tiene esto por motivo de gozo y de orgullo, y salta de alegría escribiendo a los Gálatas: Dios me libre de gloriarme si no en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.

Y ¿por qué te admiras de que esto haga saltar, brincar y alegrarse a Pablo? El mismo que padeció tales sufrimientos llama al suplicio su gloria: Padre –dice–, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo.

Y el discípulo que escribió estas cosas, decía: Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado, llamando gloria a la cruz. Y cuando quiso poner en evidencia la caridad de Cristo, ¿de qué echó mano Juan? ¿De sus milagros?, ¿de las maravillas que realizó?, ¿de los prodigios que obró? Nada de eso: saca a colación la cruz, diciendo: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Y nuevamente Pablo: El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?

Y cuando desea incitarnos a la humildad, de ahí toma pie su exhortación y se expresa así: Tened entre vosotros los sentimientos de una vida en Cristo Jesús. El, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.

En otra ocasión, dando consejos acerca de la caridad, vuelve sobre el mismo tema, diciendo: Vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor.

Y, finalmente, el mismo Cristo, para demostrar cómo la cruz era su principal preocupación y cómo su pasión primaba en él, escucha qué es lo que le dijo al príncipe de los apóstoles, al fundamento de la Iglesia, al corifeo del coro de los apóstoles, cuando, desde su ignorancia, le decía: ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte: Quítate –le dijo—de mi vista, Satanás, que me haces tropezar. Con lo exagerado del reproche y de la reprimenda, quiso dejar bien sentado la gran importancia que a sus ojos tenía la cruz.

¿Por qué te maravillas, pues, de que en esta vida sea la cruz tan célebre como para que Cristo la llame su «gloria» y Pablo en ella se gloríe?

San Juan Crisóstomo
Tratado sobre la Providencia (17, 1-8: PG 52, 516-518)

sábado, 14 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Jesucristo ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros

No pudo Dios hacer a los hombres un don mayor que el de darles por cabeza al que es su Palabra, por quien ha fundado todas las cosas, uniéndolos a él como miembros suyos, de forma que él es Hijo de Dios e Hijo del hombre al mismo tiempo, Dios uno con el Padre y hombre con el hombre, y así, cuando nos dirigimos a Dios con súplicas, no establecemos separación con el Hijo, y cuando es el cuerpo del Hijo quien ora, no se separa de su cabeza, y el mismo salvador del cuerpo, nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es el que ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros.

Ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, es invocado por nosotros como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, en él nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en nosotros.

Por lo cual, cuando se dice algo de nuestro Señor Jesucristo, sobre todo en profecía, que parezca referirse a alguna humillación indigna de Dios, no dudemos en atribuírsela, ya que él tampoco dudó en unirse a nosotros. Todas las criaturas le sirven, puesto que todas las criaturas fueron creadas por él.

Y, así, contemplamos su sublimidad y divinidad, cuando oímos: En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho; pero, mientras consideramos esta divinidad del Hijo de Dios, que sobrepasa y excede toda la sublimidad de las criaturas, lo oímos también en algún lugar de las Escrituras como si gimiese, orase y confesase su debilidad.

Y entonces dudamos en referir a él estas palabras, porque nuestro pensamiento, que acababa de contemplarlo en su divinidad, retrocede ante la idea de verlo humillado; y, como si fuera injuriarlo el reconocer como hombre a aquel a quien nos dirigíamos como a Dios, la mayor parte de las veces nos detenemos y tratamos de cambiar el sentido; y no encontramos en la Escritura otra cosa sino que tenemos que recurrir al mismo Dios, pidiéndole que no nos permita errar acerca de él.

Despierte, por tanto, y manténgase vigilante nuestra fe; comprenda que aquel al que poco antes contemplábamos en la condición divina aceptó la condición de esclavo, asemejado en todo a los hombres e identificado en su manera de ser a los humanos, humillado y hecho obediente hasta la muerte; pensemos que incluso quiso hacer suyas aquellas palabras del salmo, que pronunció colgado de la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Por tanto, es invocado por nosotros como Dios, pero él ruega como siervo; en el primer caso, le vemos como creador, en el otro como criatura; sin sufrir mutación alguna, asumió la naturaleza creada para transformarla y hacer de nosotros con él un solo hombre, cabeza y cuerpo. Oramos, por tanto, a él, por él y en él, y hablamos junto con él, ya que él habla junto con nosotros.

San Agustín de Hipona
Comentario sobre el salmo 85 (1: CCL 39, 1176-1177)

viernes, 13 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Eficacia de la oración

Muchísimas veces, cuando Dios contempla a una muchedumbre que ora en unión de corazones y con idénticas aspiraciones, podríamos decir que se conmueve hasta la ternura. Hagamos, pues, todo lo posible para estar concordes en la plegaria, orando unos por otros, como los corintios rezaban por los apóstoles. De esta forma, cumplimos el mandato y nos estimulamos a la caridad. Y al decir caridad, pretendo expresar con este vocablo el conjunto de todos los bienes; debemos aprender, además, a dar gracias con un más intenso fervor.

Pues los que dan gracias a Dios por los favores que los otros reciben, lo hacen con mayor interés cuando se trata de sí mismos. Es lo que hacía David, cuando decía: Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre; es lo que el Apóstol recomienda en diversas ocasiones; es lo que nosotros hemos de hacer, proclamando a todos los beneficios de Dios, para asociarlos a todos a nuestro cántico de alabanza.

Pues si cuando recibimos un favor de los hombres y lo celebramos, disponemos su ánimo a ser más solícitos para merecer nuestro agradecimiento, con mayor razón nos granjearemos una mayor benevolencia del Señor cada vez que pregonamos sus beneficios. Y si, cuando hemos conseguido de los hombres algún beneficio, invitamos también a otros a unirse a nuestra acción de gracias, hemos de esforzarnos con mucho mayor ahínco por convocar a muchos que nos ayuden a dar gracias a Dios. Y si esto hacía Pablo, tan digno de confianza, con más razón habremos de hacerlo nosotros también.

Roguemos una y otra vez a personas santas que quieran unirse a nuestra acción de gracias, y hagamos nosotros recíprocamente lo mismo. Esta es una de las misiones típicas del sacerdote, por tratarse del más importante bien común. Disponiéndonos para la oración, lo primero que hemos de hacer es dar gracias por todo el mundo y por los bienes que todos hemos recibido. Pues si bien los beneficios de Dios son comunes, sin embargo tú has conseguido la salvación personal precisamente en comunidad. Por lo cual, debes por tu salvación personal elevar una común acción de gracias, como es justo que por la salvación comunitaria ofrezcas a Dios una alabanza personal. En efecto, el sol no sale únicamente para ti, sino para todos en general; y sin embargo, en parte lo tienes todo: pues un astro tan grande fue creado para común utilidad de todos los mortales juntos. De lo cual se sigue, que debes dar a Dios tantas acciones de gracias, como todos los demás juntos; y es justo que tú des gracias tanto por los beneficios comunes, como por la virtud de los otros.

Muchas veces somos colmados de beneficios a causa de los otros. Pues si se hubieran encontrado en Sodoma al menos diez justos, los sodomitas no habrían incurrido en las calamidades que tuvieron que soportar. Por tanto, con gran libertad y confianza, demos gracias a Dios en representación también de los demás: se trata de una antigua costumbre, establecida en la Iglesia desde sus orígenes. He aquí por qué Pablo da gracias por los romanos, por los corintios y por toda la humanidad.

San Juan Crisóstomo
Homilía 2 sobre la segunda carta a los Corintios (4-5: PG 61, 397-399)

jueves, 12 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Cristo se hizo pontífice misericordioso

Cristo se hizo por nosotros pontífice misericordioso siguiendo poco más o menos el siguiente proceso. La ley promulgada a los israelitas mediante el ministerio de los ángeles, disponía que quienes hubieran incurrido en alguna falta debían satisfacer la pena correspondiente y esto inmediatamente. Lo atestigua el sapientísimo Pablo cuando escribe: Al que viola la ley de Moisés lo ejecutan sin compasión, basándose en dos o tres testigos. Por eso, los que según lo prescrito por la ley, ejercían el ministerio sacerdotal, no ponían ningún interés ni se preocupaban de usar de misericordia con los que habían delinquido por negligencia. En cambio, Cristo se hizo pontífice misericordioso. Y no sólo no exigió de los hombres pena alguna en reparación de los pecados, sino que los justificó a todos por la gracia y la misericordia. Nos hizo además adoradores en espíritu y puso ante nuestros ojos clara y abiertamente la verdad, es decir, aquel módulo de vida honesta, que encontramos meridianamente explanado en el sublime mensaje evangélico.

Y no mostró la verdad condenando las prescripciones mosaicas y subvirtiendo las antiguas tradiciones, sino más bien disipando las sombras de la letra de la ley y conmutando el contenido de las figuras en una adoración y en un culto en espíritu y en verdad. Por eso declaraba expresamente: No creáis que he venido a abolir la ley o los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley.

Por tanto, quien da el paso de las figuras a la realidad, no anula las figuras, sino que las perfecciona. Pasa como con los pintores, quienes al aplicar la variada gama de colores al bosquejo inicial, no lo anulan, sino que lo hacen resaltar con mayor nitidez: algo parecido hizo Cristo perfilando aquellas rudas figuras hasta transmitirles la sutileza de la verdad. Pero Israel no comprendió este misterio, a pesar de que la ley y los profetas lo habían preanunciado de diversas maneras, y no obstante que las innumerables acciones de Cristo, nuestro Salvador, les hubieran podido inducir a creer que, aunque manifestándose como hombre según una singular decisión de la Providencia en favor nuestro, él seguía siendo lo que siempre fue, es decir, Dios.

Por esta razón, realizó cosas que exceden las posibilidades humanas e hizo milagros que sólo Dios puede hacer: resucitó de los sepulcros a muertos que ya olían mal y que presentaban señales de descomposición, dio luz a los ciegos, increpó con autoridad a los espíritus inmundos cual creador de todo; con un simple gesto curó a los leprosos, realizando además, otras muchas maravillas imposibles de enumerar y que superan nuestra capacidad admirativa. Por eso decía: Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras.

San Cirilo de Alejandría
Homilía pascual 26 (3: PG 77, 926)

miércoles, 11 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Cristo se ofreció a sí mismo por nosotros y se sometió espontáneamente a la muerte

La ciudad santa es la Iglesia, cuyos habitantes —a mi modo de ver— son los que van camino de la perfecta santidad alimentados por el pan vivo. También aquel bendito de David se acuerda de esta tan augusta y admirable ciudad, diciendo: ¡Qué pregón tan glorioso para ti, ciudad de Dios!

Cristo, que es la vida y dador de vida, estableció su morada en nosotros: por eso aleja de los consagrados al exterminador. Pues, una vez instituida aquella sagrada mesa, veladamente significada por la hora de aquella cena, ya no le está permitido vencer. Nos libertó Cristo, prefigurado en la persona de David. Pues al ver que los habitantes del país eran presa de la muerte, se erigió en abogado defensor de nuestra causa, se sometió espontáneamente a la muerte y paró los pies al exterminador afirmando que la culpa era suya. Y no porque él personalmente hubiera cometido pecado alguno, sino porque, como dice la Escritura, fue contado entre los pecadores, él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores –aunque personalmente no conoció el pecado–, haciéndose por nosotros un maldito.

Además, Cristo afirma ser más equitativo que sea el pastor y no las ovejas, quien expíe las penas: pues, como buen pastor, él dio la vida por las ovejas. Después, por inspiración divina, el santo David erigió un altar en el mismo sitio en que había visto detenerse el ángel exterminador, y ofreció holocaustos y sacrificios de comunión. Por la era del jebuseo has de entender la Iglesia: cuando Cristo llegó a ella y finalmente se detuvo, la muerte quedó destruida, y el exterminador retiró aquella mano que antes todo lo arrasaba con la violencia de su furor. La Iglesia es efectivamente la casa de aquella vida, que es vida por su misma naturaleza, es decir, de Cristo.

Decimos que la era de Arauná es la Iglesia, basados en cierta similitud figurativa. En ella, cual gavillas de trigo, se recogen aquellos que, en el campo de las preocupaciones seculares, son segados por los santos segadores, es decir por la predicación de los apóstoles y evangelistas, para ser almacenados en la era celestial y depositados, como trigo ya limpio, en los graneros del Señor, esto es, en aquella celestial Jerusalén; una vez depuestas las inútiles y superfluas no sólo acciones, sino incluso sensaciones del alma, que puedan ser parangonadas con la paja.

Cristo dijo efectivamente a los santos apóstoles: ¿No decís vosotros que faltan todavía cuatro meses para la cosecha? Yo os digo: Levantad los ojos y contemplad los campos, que están ya dorados para la siega; el segador ya está recibiendo el salario y almacenando fruto para la vida eterna. Y de nuevo: La mies es abundante y los obreros pocos: rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies.

Pienso que apellidó mies espiritual a la muchedumbre de los que habían de creer, y que llamó santos segadores a los que en la mente y en la boca tienen aquella palabra viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos.

Esta era espiritual, es decir, la Iglesia, Cristo la compró por medio kilo de plata, lo cual supone un precio considerable; pues él mismo se dio por ella y en ella erigió un altar. Y siendo al mismo tiempo sacerdote y víctima, se ofreció a sí mismo, a semejanza y en figura de los bueyes de la trilla, convirtiéndose en holocausto y sacrificio de comunión.

San Cirilo de Alejandría
Sobre la adoración en espíritu y en verdad (Lib 3: PG 68, 290-291)

martes, 10 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Cristo, pontífice y mediador

Cristo intercede por nosotros como hombre de Dios y reconciliador y mediador de los hombres. El es realmente nuestro sumo y santísimo pontífice que, ofreciéndose por nosotros, aplaca con sus súplicas el ánimo de su Progenitor. El es, en efecto, víctima y sacerdote, él es el mediador y el sacrificio inmaculado, el verdadero cordero que quita el pecado del mundo.

Un cierto tipo y sombra de la mediación de Cristo manifestada en los últimos tiempos, fue aquella antigua mediación de Moisés; y el pontífice de la ley prefiguró al pontífice que estaba por encima de la ley. Los preceptos legales son efectivamente sombras de la verdad. Por eso, el hombre de Dios, Moisés, y con él, el venerable Aarón, fueron los eternos mediadores entre Dios y la asamblea del pueblo, unas veces aplacando la ira de Dios provocada por los pecados de los israelitas e implorando la suprema bondad sobre aquellos corazones arrepentidos; otras veces haciendo votos, bendiciendo, y ofreciendo los sacrificios legales y las ofrendas por el pecado según ordena la ley; otras, finalmente, presentando acciones de gracias por los beneficios recibidos de Dios.

Cristo, que en los últimos tiempos brilló como pontífice y mediador, superando tipos y figuras, ruega ciertamente por nosotros como hombre, pero derrama su bondad sobre nosotros juntamente con Dios Padre en cuanto Dios, distribuyendo sus dones a los que son dignos. Es lo que abiertamente nos enseña Pablo, al decir: Os deseo la gracia y la paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.

Así pues, quien ruega como hombre, es el mismo que distribuye dones como Dios. Siendo como es pontífice santo, inocente y sin mancha, se ofrece a sí mismo no por su propia fragilidad —como ordena la ley a los sacerdotes—, sino por la salvación de nuestras almas. Hecho esto una sola vez por nuestros pecados aboga por nosotros ante el Padre. El es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero. Es decir, por todos los que, por medio de la ley, iban a ser llamados a la justicia y a la santificación procedentes de toda nación y raza.

San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 11, cap 8: PG 74, 506-507)

lunes, 9 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre

Cristo Jesús es nuestro sumo sacerdote, y su precioso cuerpo, que inmoló en el ara de la cruz por la salvación de todos los hombres, es nuestro sacrificio. La sangre que se derramó para nuestra redención no fue la de los becerros y los machos cabríos (como en la ley antigua), sino la del inocentísimo Cordero, Cristo Jesús, nuestro salvador.

El templo en el que nuestro sumo sacerdote ofrecía el sacrificio no era hecho por manos de hombres, sino que había sido levantado por el solo poder de Dios; pues Cristo derramó su sangre a la vista del mundo: un templo ciertamente edificado por la sola mano de Dios.

Y este templo tiene dos partes: una es la tierra, que ahora nosotros habitamos; la otra nos es aún desconocida a nosotros, mortales.

Así, primero, ofreció su sacrificio aquí en la tierra, cuando sufrió la más acerba muerte. Luego, cuando revestido de la nueva vestidura de la inmortalidad entró por su propia sangre en el santuario, o sea, en el cielo, presentó ante el trono del Padre celestial aquella sangre de inmenso valor, que había derramado una vez para siempre en favor de todos los hombres, pecadores.

Este sacrificio resultó tan grato y aceptable a Dios, que así que lo hubo visto, compadecido inmediatamente de nosotros, no pudo menos que otorgar su perdón a todos los verdaderos penitentes.

Es además un sacrificio perenne, de forma que no sólo cada año (como entre los judíos se hacía), sino también cada día, y hasta cada hora y cada instante, sigue ofreciéndose para nuestro consuelo, para que no dejemos de tener la ayuda más imprescindible.

Por lo que el Apóstol añade: Consiguiendo la liberación eterna.

De este santo y definitivo sacrificio se hacen partícipes todos aquellos que llegaron a tener verdadera contrición y aceptaron la penitencia por sus crímenes, aquellos que con firmeza decidieron no repetir en adelante sus maldades, sino que perseveran con constancia en el inicial propósito de las virtudes. Sobre lo cual, san Juan se expresa en estos términos: Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que aboga ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.

San Juan Fisher
Comentario sobre el salmo 129 (Opera omnia, ed. 1579 p. 1610)

domingo, 8 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Somos las piedras vivas con las que se edifica el templo de Dios

Con frecuencia hemos advertido a vuestra Caridad que no hay que considerar los salmos como la voz aislada de un hombre que canta, sino como la voz de todos aquellos que están en el Cuerpo de Cristo. Y como en el Cuerpo de Cristo están todos, habla como un solo hombre, pues él es a la vez uno y muchos. Son muchos considerados aisladamente; son uno en aquel que es uno. El es también el templo de Dios, del que dice el Apóstol: El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros: todos los que creen en Cristo y creyendo, aman. Pues en esto consiste creer en Cristo: en amar a Cristo; no a la manera de los demonios, que creían, pero no amaban. Por eso, a pesar de creer, decían: ¿Qué tenemos nosotros contigo, Hijo de Dios? Nosotros, en cambio, de tal manera creamos que, creyendo en él, le amemos y no digamos: ¿Qué tenemos nosotros contigo?, sino digamos más bien: «Te pertenecemos, tú nos has redimido».

Efectivamente, todos cuantos creen así, son como las piedras vivas con las que se edifica el templo de Dios, y como la madera incorruptible con que se construyó aquella arca que el diluvio no consiguió sumergir. Este es el templo –esto es, los mismos hombres– en que se ruega a Dios y Dios escucha. Sólo al que ora en el templo de Dios se le concede ser escuchado para la vida eterna. Y ora en el templo de Dios el que ora en la paz de la Iglesia, en la unidad del cuerpo de Cristo. Este Cuerpo de Cristo consta de una multitud de creyentes esparcidos por todo el mundo; y por eso es escuchado el que ora en el templo. Ora, pues, en espíritu y en verdad el que ora en la paz de la Iglesia, no en aquel templo que era sólo una figura.

A nivel de figura, el Señor arrojó del templo a los que en el templo buscaban su propio interés, es decir, los que iban al templo a comprar y vender. Ahora bien, si aquel templo era una figura, es evidente que también en el Cuerpo de Cristo –que es el verdadero templo del que el otro era una imagen– existe una mezcolanza de compradores y vendedores, esto es, gente que busca su interés, no el de Jesucristo.

Y puesto que los hombres son vapuleados por sus propios pecados, el Señor hizo un azote de cordeles y arrojó del templo a todos los que buscaban sus intereses, no los de Jesucristo.

Pues bien, la voz de este templo es la que resuena en el salmo. En este templo —y no en el templo material— se ruega a Dios, como os he dicho, y Dios escucha en espíritu y en verdad. Aquel templo era una sombra, figura de lo que había de venir. Por eso aquel templo se derrumbó ya. ¿Quiere decir esto que se derrumbó nuestra casa de oración? De ningún modo. Pues aquel templo que se derrumbó no pudo ser llamado casa de oración, de la que se dijo: Mi casa es casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos. Y ya habéis oído lo que dice nuestro Señor Jesucristo: Escrito está: «Mi casa es casa de oración para todos los pueblos»; pero vosotros la habéis convertido en una «cueva de bandidos».

¿Acaso los que pretendieron convertir la casa de Dios en una cueva de bandidos, consiguieron destruir el templo? Del mismo modo, los que viven mal en la Iglesia católica, en cuanto de ellos depende, quieren convertir la casa de Dios en una cueva de bandidos; pero no por eso destruyen el templo. Pero llegará el día en que, con el azote trenzado con sus pecados, serán arrojados fuera. Por el contrario, este templo de Dios, este Cuerpo de Cristo, esta asamblea de fieles tiene una sola voz y como un solo hombre canta en el salmo. Esta voz la hemos oído en muchos salmos; oigámosla también en éste. Si queremos, es nuestra voz; si queremos, con el oído oímos al cantor, y con el corazón cantamos también nosotros. Pero si no queremos, seremos en aquel templo como los compradores y vendedores, es decir, como los que buscan sus propios intereses: entramos, sí, en la Iglesia, pero no para hacer lo que agrada a los ojos de Dios.

San Agustín de Hipona
Comentario sobre el salmo 130 (1-3: CCL 40, 1198-1200)

sábado, 7 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

El misterio de la muerte

El enigma de la condición humana alcanza su vértice en presencia de la muerte. El hombre no sólo es torturado por el dolor y la progresiva disolución de su cuerpo, sino también, y mucho más, por el temor de un definitivo aniquilamiento. El ser humano piensa muy certeramente cuando, guiado por un instinto de su corazón, detesta y rechaza la hipótesis de una total ruina y de una definitiva desaparición de su personalidad. La semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia, se subleva contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no logran acallar esta ansiedad del hombre: pues la prolongación de una longevidad biológica no puede satisfacer esa hambre de vida ulterior que, inevitablemente, lleva enraizada en su corazón.

Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, adoctrinada por la divina revelación, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz que sobrepasa las fronteras de la mísera vida terrestre. Y la fe cristiana enseña que la misma muerte corporal, de la que el ser humano estaría libre si no hubiera cometido el pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre la salvación perdida por su culpa. Dios llamó y llama al hombre para que, en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina, se adhiera a él con toda la plenitud de su ser. Y esta victoria la consiguió Cristo resucitando a la vida y liberando al hombre de la muerte con su propia muerte. La fe, por consiguiente, apoyada en sólidas razones, está en condiciones de dar a todo hombre reflexivo la respuesta al angustioso interrogante sobre su porvenir; y, al mismo tiempo, le ofrece la posibilidad de una comunión en Cristo con los seres queridos, arrebatados por la muerte, confiriendo la esperanza de que ellos han alcanzado ya en Dios la vida verdadera.

Ciertamente, urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar contra el mal, a través de muchas tribulaciones, y de sufrir la muerte; pero, asociado al misterio pascual y configurado con la muerte de Cristo, podrá ir al encuentro de la resurrección robustecido por la esperanza.

Todo esto es válido no sólo para los que creen en Cristo, sino para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de un modo invisible; puesto que Cristo murió por todos y una sola es la vocación última de todos los hombres, es decir, la vocación divina, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo que sólo Dios conoce, se asocien a su misterio pascual.

Este es el gran misterio del hombre, que, para los creyentes, está iluminado por la revelación cristiana. Por consiguiente, en Cristo y por Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que, fuera de su Evangelio, nos aplasta. Cristo resucitó, venciendo a la muerte con su muerte, y nos dio la vida, de modo que, siendo hijos de Dios en el Hijo, podamos clamar en el Espíritu: «¡Abba!» (Padre).

Constitución pastoral Gaudium et spes
Concilio Vaticano II (Núms 18.22)

viernes, 6 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Las maravillas de Dios

Primero, Dios liberó al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, con grandes portentos y prodigios; los hizo pasar el mar Rojo a pie enjuto; en el desierto, los alimentó con manjar llovido del cielo, el maná y las codornices; cuando padecían sed, hizo salir de la piedra durísima un perenne manantial de agua; les concedió la victoria sobre todos los que guerreaban contra ellos; por un tiempo, detuvo de su curso natural las aguas del Jordán; les repartió por suertes la tierra prometida, según sus tribus y familias. Pero aquellos hombres ingratos, olvidándose del amor y munificencia con que les había otorgado tales cosas, abandonaron el culto del Dios verdadero y se entregaron, una y otra vez, al crimen abominable de la idolatría.

Después, también a nosotros, que, cuando éramos gentiles, nos sentíamos arrebatados hacia los ídolos mudos, siguiendo el ímpetu que nos venía, Dios nos arrancó del olivo silvestre de la gentilidad, al que pertenecíamos por naturaleza, nos injertó en el verdadero olivo del pueblo judío, desgajando para ello algunas de sus ramas naturales, y nos hizo partícipes de la raíz de su gracia y de la rica sustancia del olivo. Finalmente, no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros como oblación y víctima de suave olor, para rescatarnos de toda maldad y para prepararse un pueblo purificado.

Todo ello, más que argumentos, son signos evidentes del inmenso amor y bondad de Dios para con nosotros; y, sin embargo, nosotros, sumamente ingratos, más aún, traspasando todos los límites de la ingratitud, no tenemos en cuenta su amor ni reconocemos la magnitud de sus beneficios, sino que menospreciamos y tenemos casi en nada al autor y dador de tan grandes bienes; ni tan siquiera la extraordinaria misericordia de que usa continuamente con los pecadores nos mueve a ordenar nuestra vida y conducta conforme a sus mandamientos.

Ciertamente, es digno todo ello de que sea escrito para las generaciones futuras, para memoria perpetua, a fin de que todos los que en el futuro han de llamarse cristianos reconozcan la inmensa benignidad de Dios para con nosotros y no dejen nunca de cantar sus alabanzas.

San Juan Fisher
Comentario sobre el salmo 101 (Opera omnia, edic. 1597, pp. 1588-1589)

jueves, 5 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Ama al Señor y sigue sus caminos

El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Dichoso el que así hablaba, porque sabía cómo y de dónde procedía su luz y quién era el que lo iluminaba. El veía la luz, no esta que muere al atardecer, sino aquella otra que no vieron ojos humanos. Las almas iluminadas por esta luz no caen en el pecado, no tropiezan en el mal.

Decía el Señor: Caminad mientras tenéis luz. Con estas palabras, se refería a aquella luz que es él mismo, ya que dice: Yo he venido al mundo como luz, para que los que ven no vean y los ciegos reciban la luz. El Señor, por tanto, es nuestra luz, él es el sol de justicia que irradia sobre su Iglesia católica, extendida por doquier. A él se refería proféticamente el salmista, cuando decía: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?

El hombre interior, así iluminado, no vacila, sigue recto su camino, todo lo soporta. El que contempla de lejos su patria definitiva aguanta en las adversidades, no se entristece por las cosas temporales, sino que halla en Dios su fuerza; humilla su corazón y es constante, y su humildad lo hace paciente. Esta luz verdadera que viniendo a este mundo alumbra a todo hombre, el Hijo, revelándose a sí mismo, la da a los que lo temen, la infunde a quien quiere y cuando quiere.

El que vivía en tiniebla y en sombra de muerte, en la tiniebla del mal y en la sombra del pecado, cuando nace en él la luz, se espanta de sí mismo y sale de su estado, se arrepiente, se avergüenza de sus faltas y dice: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Grande es, hermanos, la salvación que se nos ofrece. Ella no teme la enfermedad, no se asusta del cansancio, no tiene en cuenta el sufrimiento. Por esto, debemos exclamar, plenamente convencidos, no sólo con la boca, sino también con el corazón: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Si es él quien ilumina y quien salva, ¿a quién temeré? Vengan las tinieblas del engaño: el Señor es mi luz. Podrán venir pero sin ningún resultado, pues, aunque ataquen nuestro corazón, no lo vencerán. Venga la ceguera de los malos deseos: el Señor es mi luz. El es, por tanto, nuestra fuerza, el que se da a nosotros, y nosotros a él. Acudid al médico mientras podéis, no sea que después queráis y no podáis.

San Juan Mediocre de Nápoles
Sermón 7 (PLS 4, 785-786)

miércoles, 4 de marzo de 2015

Una Meditación y una Bendición

Si creció el pecado, más desbordante fue la gracia

¿Dónde podrá hallar nuestra debilidad un descanso seguro y tranquilo, sino en las llagas del Salvador? En ellas habito con seguridad, sabiendo que él puede salvarme. Grita el mundo, me oprime el cuerpo, el diablo me pone asechanzas, pero yo no caigo, porque estoy cimentado sobre piedra firme. Si cometo un gran pecado, me remorderá mi conciencia, pero no perderé la paz, porque me acordaré de las llagas del Señor. El, en efecto, fue traspasado por nuestras rebeliones. ¿Qué hay tan mortífero que no haya sido destruido por la muerte de Cristo? Por esto, si me acuerdo que tengo a mano un remedio tan poderoso y eficaz, ya no me atemoriza ninguna dolencia, por maligna que sea.

Por esto, no tenía razón aquel que dijo: Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es que él no podía atribuirse ni llamar suyos los méritos de Cristo, porque no era miembro del cuerpo cuya cabeza es el Señor.

Pero yo tomo de las entrañas del Señor lo que me falta, pues sus entrañas rebosan misericordia. Agujerearon sus manos y pies y atravesaron su costado con una lanza, y, a través de estas hendiduras, puedo libar miel silvestre y aceite de rocas de pedernal, es decir, puedo gustar y ver qué bueno es el Señor.

Sus designios eran designios de paz, y yo lo ignoraba. Porque, ¿quién conoció la mente del Señor?, ¿quién fue su consejero? Pero el clavo penetrante se ha convertido para mí en una llave que me ha abierto el conocimiento de la voluntad del Señor. ¿Por qué no he de mirar a través de esta hendidura? Tanto el clavo como la llaga proclaman que en verdad Dios está en Cristo reconciliando al mundo consigo. Un hierro atravesó su alma, hasta cerca del corazón, de modo que ya no es incapaz de compadecerse de mis debilidades.

Las heridas que su cuerpo recibió nos dejan ver los secretos de su corazón; nos dejan ver el gran misterio de piedad, nos dejan ver la entrañable misericordia de nuestro Dios, por la que nos ha visitado el sol que nace de lo alto. ¿Qué dificultad hay en admitir que tus llagas nos dejan ver tus entrañas? No podría hallarse otro medio más claro que estas tus llagas para comprender que tú, Señor, eres bueno y clemente, y rico en misericordia. Nadie tiene una misericordia más grande que el que da su vida por los sentenciados a muerte y a la condenación.

Luego mi único mérito es la misericordia del Señor. No seré pobre en méritos, mientras él no lo sea en misericordia. Y, porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos. Y, aunque tengo conciencia de mis muchos pecados, si creció el pecado, más desbordante fue la gracia. Y, si la misericordia del Señor dura siempre, yo también cantaré eternamente las misericordias del Señor. ¿Cantaré acaso mi propia justicia? Señor, narraré tu justicia, tuya entera. Sin embargo, ella es también mía, pues tú has sido constituido mi justicia de parte de Dios.

San Bernardo de Claraval
Sermón 61 sobre el Cantar de los cantares (3-5: Opera omnia, edic. cisterciense, 2, 1958, 150-151)