domingo, 30 de junio de 2013

Vosotros sois los que habéis perseverado, yo os transmito el reino

En distintas ocasiones y de muchas maneras no sólo habló Dios por los profetas, sino que fue visto por los profetas. Lo conoció David hecho poco inferior a los ángeles; Jeremías lo vio incluso viviendo entre los hombres; Isaías nos asegura que lo vio unas veces sobre un trono excelso, y otras no sólo inferior a los ángeles o entre los hombres, sino como leproso, es decir, no sólo en la carne, sino en una carne pecadora como la nuestra.

También tú, si deseas verlo sublime, cuida de ver primero a Jesús humilde. Vuelve primero los ojos a la serpiente elevada en el desierto, si deseas ver al Rey sentado en su trono. Que esta visión te humille, para que aquélla exalte al humillado. Que ésta reprima y cure tu hinchazón, para que aquélla colme y sacie tu deseo. ¿Lo ves anonadado? Que no sea ociosa esta visión, pues no podrías ociosamente contemplar al exaltado. Cuando lo vieres tal cual es, serás semejante a él; sé ya desde ahora semejante a él, viéndolo tal cual por ti se ha hecho él.

Pues si ni en la humildad desdeñas ser semejante a él, seguramente te esperará también la semejanza con él en la gloria. Nunca permitirá él que sea excluido de la comunión en la gloria el que haya participado en su tribulación. Finalmente, hasta tal punto no desdeña admitir consigo en el reino a quien hubiere compartido su pasión, que el ladrón que le confesó en la cruz estuvo aquel mismo día con él en el paraíso. He aquí por qué dijo también a los Apóstoles: Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas y yo os transmito el reino. Y dado que si sufrimos con él también reinaremos con él, sea entre tanto, hermanos, nuestra meditación Cristo, y éste crucificado. Grabémosle como un sello en nuestro corazón, como un sello en nuestro brazo. Abracémosle con los brazos de un amor recíproco, sigámoslo con el empeño de una vida santa. Este es el camino por el que se nos muestra él mismo, que es la salvación de Dios, pero no ya privado de belleza y esplendor, sino con tanta claridad, que su gloria llena la tierra.

San Bernardo de Claraval, Sermón 1 para el domingo de las kalendas de noviembre (2: Opera omnia, Edit Cister t. 5, 305)

sábado, 29 de junio de 2013

Estos mártires, daban testimonio de lo que habían visto

El día de hoy es para nosotros sagrado, porque en él celebramos el martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo. No nos referimos, ciertamente, a unos mártires desconocidos. A toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje. Estos mártires, en su predicación, daban testimonio de lo que habían visto y, con un desinterés absoluto, dieron a conocer la verdad hasta morir por ella.

San Pedro, el primero de los apóstoles, que amaba ardientemente a Cristo, y que llegó a oír de él estas palabras: Ahora te digo yo: Tú eres Pedro. El había dicho antes: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Cristo le replicó: «Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Sobre esta piedra edificaré esta misma fe que profesas. Sobre esta afirmación que tú has hecho: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, edificaré mi Iglesia. Porque tú eres Pedro». «Pedro» es una palabra que se deriva de «piedra», y no al revés. «Pedro» viene de «piedra», del mismo modo que «cristiano» viene de «Cristo».

El Señor Jesús, antes de su pasión, como sabéis, eligió a sus discípulos, a los que dio el nombre de apóstoles. Entre ellos, Pedro fue el único que representó la totalidad de la Iglesia casi en todas partes. Por ello, en cuanto que él solo representaba en su persona a la totalidad de la Iglesia, pudo escuchar estas palabras: Te daré las llaves del reino de los cielos. Porque estas llaves las recibió no un hombre único, sino la Iglesia única. De ahí la excelencia de la persona de Pedro, en cuanto que él representaba la universalidad y la unidad de la Iglesia, cuando se le dijo: Yo te entrego, tratándose de algo que ha sido entregado a todos. Pues, para que sepáis que la Iglesia ha recibido las llaves del reino de los cielos, escuchad lo que el Señor dice en otro lugar a todos sus apóstoles: Recibid el Espíritu Santo. Y a continuación: A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos.

En este mismo sentido, el Señor, después de su resurrección, encomendó también a Pedro sus ovejas para que las apacentara. No es que él fuera el único de los discípulos que tuviera el encargo de apacentar las ovejas del Señor; es que Cristo, por el hecho de referirse a uno solo, quiso significar con ello la unidad de la Iglesia; y, si se dirige a Pedro con preferencia a los demás, es porque Pedro es el primero entre los apóstoles.

No te entristezcas, apóstol; responde una vez, responde dos, responde tres. Venza por tres veces tu profesión de amor, ya que por tres veces el temor venció tu presunción. Tres veces ha de ser desatado lo que por tres veces habías ligado. Desata por el amor lo que habías ligado por el temor.

A pesar de su debilidad, por primera, por segunda y por tercera vez encomendó el Señor sus ovejas a Pedro.

En un solo día celebramos el martirio de los dos apóstoles. Es que ambos eran en realidad una sola cosa, aunque fueran martirizados en días diversos. Primero lo fue Pedro, luego Pablo. Celebramos la fiesta del día de hoy, sagrado para nosotros por la sangre de los apóstoles. Procuremos imitar su fe, su vida, sus trabajos, sus sufrimientos, su testimonio y su doctrina.

San Agustín de Hipona, Sermón 295 (1-2. 4.7-8: PL 38 1348-1352)

viernes, 28 de junio de 2013

Hay que orar no sólo con palabras, sino también con los hechos

No es de extrañar, queridos hermanos, que la oración que nos enseñó Dios con su magisterio resuma todas nuestras peticiones en tan breves y saludables palabras. Esto ya había sido predicho anticipadamente por el profeta Isaías, cuando, lleno de Espíritu Santo, habló de la piedad y la majestad de Dios, diciendo: Palabra que acaba y abrevia en justicia, porque Dios abreviará su palabra en todo el orbe de la tierra.

En efecto, cuando vino aquel que es la Palabra de Dios en persona, nuestro Señor Jesucristo, para reunir a todos, sabios e ignorantes, y para enseñar a todos, sin distinción de sexo o edad, el camino de salvación, quiso resumir en un sublime compendio todas sus enseñanzas, para no sobrecargar la memoria de los que aprendían su doctrina celestial y para que aprendiesen con facilidad lo elemental de la fe cristiana.

Y así, al enseñar en qué consiste la vida eterna, nos resumió el misterio de esta vida en estas palabras breves y llenas de divina grandiosidad: Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo.

Además, Dios nos enseñó a orar no sólo con palabras, sino también con los hechos, ya que él oraba con frecuencia, mostrando, con el testimonio de su ejemplo, cuál hade ser nuestra conducta en este aspecto. Leemos, en efecto: Jesús solía retirarse a despoblado para orar. Y también: Subió a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios. Y si oraba él que no tenía pecado, ¿cuánto más no deben orar los pecadores? Y si él pasaba la noche entera velan-do en continua oración, ¿cuánto más debemos velar nos-otros, por la noche, en frecuente oración?

San Cipriano de Cartago, Tratado sobre el Padrenuestro (28-29: CSEL 3, 287-288)

jueves, 27 de junio de 2013

Velad y Orad

Al demonio se le otorga poder contra nosotros con una doble finalidad: para nuestro castigo cuando pecamos, o para nuestra gloria cuando somos probados. Es lo que sucedió con Job según declaración del mismo Dios, que dice: Haz lo que quieras con sus cosas, pero a él no lo toques. Y en el evangelio leemos que el Señor dijo duran-te la pasión: No tendrías ninguna autoridad sobre mí si no te la hubieran dado de lo alto.

Cuando rogamos no caer en la tentación, al hacerlo se nos recuerda nuestra debilidad y nuestra fragilidad, para que nadie se vanaglorie insolentemente, para que ninguno se arrogue algo con soberbia o jactancia, para que a nadie se le ocurra apropiarse la gloria de la confesión o de la pasión, cuando el mismo Señor nos hace una llamada a la humildad, diciendo: Velad y orad para no caer en la tentación, pues el espíritu es decidido, pero la carne es débil. El simple y humilde reconocimiento de nuestra fragilidad nos impulsa a atribuir a Dios todo aquello que con amor y temor de Dios pedimos insistentemente y que él por su misericordia nos concede.

Después de todo esto, nos encontramos, al final de la oración, con una cláusula que engloba sintéticamente todas nuestras peticiones y todas nuestras súplicas. Al final de todo decimos: Mas líbranos del mal, fórmula en la que compendiamos todas las cosas adversas que, en este mundo, puede el enemigo maquinar contra nosotros. La única protección firme y estable contra todo esto es la ayuda de Dios: sólo él puede liberarnos prestando oído atento a nuestras implorantes súplicas. Después de haber dicho líbranos del mal, nada más nos queda ya por pedir: una vez solicitada la protección de Dios contra el mal y obtenida ésta, estamos seguros y a cubierto contra todas las maquinaciones del diablo y del mundo. ¿Quién, en efecto, podrá temer al mundo, teniendo en el mundo a Dios por defensor?

San Cipriano de Cartago, Tratado sobre el Padrenuestro (26-27; CSEL 3, 286-287)

miércoles, 26 de junio de 2013

Que los que somos hijos de Dios permanezcamos en la paz de Dios

Además, en aquellos primeros sacrificios que ofrecieron Caín y Abel, lo que miraba Dios no era la ofrenda en sí, sino la intención del oferente, y por eso le agradó la ofrenda del que se la ofrecía con intención recta. Abel, el pacífico y justo, con su sacrificio irreprochable, enseñó a los demás que, cuando se acerquen al altar para hacer su ofrenda, deben hacerlo con temor de Dios, con rectitud de corazón, con sinceridad, con paz y concordia. En efecto, el justo Abel, cuyo sacrificio había reunido estas cualidades, se convirtió más tarde él mismo en sacrificio, y así, con su sangre gloriosa, por haber obtenido la justicia y la paz del Señor, fue el primero en mostrar lo que había de ser el martirio, que culminaría en la pasión del Señor. Aquellos que lo imitan, ésos serán coronados por el Señor, ésos serán reivindicados el día del juicio.

Por lo demás, los discordes, los disidentes, los que no están en paz con sus hermanos no se librarán del pecado de su discordia, aunque sufran la muerte por el nombre de Cristo, como lo atestiguan el Apóstol y otros lugares de la sagrada Escritura, pues está escrito: El que odia a su hermano es un homicida, y el homicida no puede alcanzar el reino de los cielos y vivir con Dios. No puede vivir con Cristo el que prefiere imitar a Judas y no a Cristo. ¿Qué clase de delito es este que no puede borrarse ni con el bautismo de la sangre?, ¿qué tipo de crimen es este que no puede expiarse ni con el martirio?

Nos advierte además el Señor lo necesario que es que en la oración digamos: Y no nos dejes caer en la tentación. Palabras con las que se nos da a entender que nada puede el adversario contra nosotros, si previamente no se lo permite Dios; de donde se deduce que todo nuestro temor, devoción y observancia han de orientarse hacia Dios, ya que nada puede el maligno en las tentaciones, sino lo que le fuere concedido.

San Cipriano de Cartago, Tratado sobre el Padrenuestro (24-25: CSEL 3, 285-286)

martes, 25 de junio de 2013

Después del alimento, pedimos el perdón de los pecados

Después de esto, pedimos también por nuestros pecados, diciendo: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Después del alimento, pedimos el perdón de los pecados, para que quien es alimentado por Dios viva en Dios, y no se preocupe únicamente de la vida presente y temporal, sino también de la eterna, a la que sólo puede llegarse si se perdonan los pecados, a los que el Señor llama deudas, como él mismo dice en su evangelio: Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste.

Esta petición nos es muy conveniente y provechosa, porque ella nos recuerda que somos pecadores, ya que, al exhortarnos el Señor a pedir perdón de los pecados, despierta con ellos nuestra conciencia. Al mandarnos que pidamos cada día el perdón de nuestros pecados, nos enseña que cada día pecamos, y así nadie puede vanagloriarse de su inocencia ni sucumbir al orgullo.

Es lo mismo que nos advierte Juan en su carta, cuando dice: Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Pero si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados. Dos cosas nos enseña en esta carta: que hemos de pedir el perdón de nuestros pecados, y que esta oración nos alcanza el perdón. Por esto, dice que el Señor es fiel, porque él nos ha prometido el perdón de los pecados y no puede faltar a su palabra, ya que, al enseñarnos a pedir que sean perdonadas nuestras ofensas y pecados, nos ha prometido su misericordia paternal y, en consecuencia, su perdón.

El Señor añade una condición necesaria e ineludible, que es, a la vez, un mandato y una promesa, esto es, que pidamos el perdón de nuestras ofensas en la medida en que nosotros perdonamos a los que nos ofenden, para que sepamos que es imposible alcanzar el perdón que pedimos de nuestros pecados si nosotros no actuamos de modo semejante con los que nos han hecho alguna ofensa. Por ello, dice también en otro lugar: La medida que uséis, la usarán con vosotros. Y aquel siervo del evangelio, a quien su amo había perdonado toda la deuda y que no quiso luego perdonarla a su compañero, fue arrojado a la cárcel. Por no haber querido ser indulgente con su compañero, perdió la indulgencia que había conseguido de su amo.

Y vuelve Cristo a inculcarnos esto mismo, todavía con más fuerza y energía, cuando nos manda severamente: Cuando os pongáis a orar, perdonad lo que tengáis contra todos, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas. Pero, si vosotros no perdonáis, tampoco vuestro Padre celestial perdonará vuestros pecados. Ninguna excusa tendrás en el día del juicio, ya que serás juzgado según tu propia sentencia y serás tratado conforme a lo que tú hayas hecho.

Dios quiere que seamos pacíficos y concordes y que habitemos unánimes en su casa, y que perseveremos en nuestra condición de renacidos a una vida nueva, de tal modo que los que somos hijos de Dios permanezcamos en la paz de Dios, y los que tenemos un solo espíritu tengamos también un solo pensar y un mismo sentir. Por esto, Dios tampoco acepta el sacrificio del que no está enconcordia con alguien, y le manda que se retire del altar y vaya primero a reconciliarse con su hermano; una vez que se haya puesto en paz con él, podrá también reconciliarse con Dios en sus plegarias. El sacrificio más importante a los ojos de Dios es nuestra paz y concordia fraterna y un pueblo cuya unión sea un reflejo de la unidad que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

San Cipriano de Cartago, Tratado sobre el Padrenuestro (22-23: CSEL 3, 283-285)

lunes, 24 de junio de 2013

La voz del que clama en el desierto

La Iglesia celebra el nacimiento de Juan como algo sagrado, y él es el único de los santos cuyo nacimiento se festeja; celebramos el nacimiento de Juan y el de Cristo. Ello no deja de tener su significado, y si nuestras explicaciones no alcanzaran a estar a la altura de misterio tan elevado, no hemos de perdonar esfuerzo para profundizarlo y sacar provecho de él.

Juan nace de una anciana estéril; Cristo, de una jovencita virgen. El futuro padre de Juan no cree el anuncio de su nacimiento y se queda mudo; la Virgen cree el del nacimiento de Cristo y lo concibe por la fe. Esto es, en resumen, lo que intentaremos penetrar y analizar; y si el poco tiempo y las pocas facultades de que disponemos no nos permiten llegar hasta las profundidades de este misterio tan grande, mejor os adoctrinará aquel que habla en vuestro interior, aun en ausencia nuestra, aquel que es el objeto de vuestros piadosos pensamientos, aquel que habéis recibido en vuestro corazón y del cual habéis sido hechos templo.

Juan viene a ser como la línea divisoria entre los dos Testamentos, el antiguo y el nuevo. Así lo atestigua el mismo Señor, cuando dice: la ley y los profetas llegaron hasta Juan. Por tanto, él es como la personificación de lo antiguo y el anuncio de lo nueva Porque personifica lo antiguo, nace de padres ancianos; porque personifica lo nuevo, es declarado profeta en el seno de su madre. Aún no ha nacido y, al venir la Virgen María, salta de gozo en las entrañas de su madre. Con ello queda ya señalada su misión, aun antes de nacer; queda demostrado de quién es precursor, antes de que él lo vea. Estas cosas pertenecen al orden de lo divino y sobrepasan la capacidad de la humana pequeñez. Finalmente, nace, se le impone el nombre, queda expedita la lengua de su padre. Estos acontecimientos hay que entenderlos con toda la fuerza de su significado.

Zacarías calla y pierde el habla hasta que nace Juan, el precursor del Señor, y abre su boca. Este silencio de Zacarías significaba que, antes de la predicación de Cristo, el sentido de las profecías estaba en cierto modo latente, oculto, encerrado. Con el advenimiento de aquel a quien se referían estas profecías, todo se hace claro. El hecho de que en el nacimiento de Juan se abre la boca de Zacarías tiene el mismo significado que el rasgarse el velo al morir Cristo en la cruz. Si Juan se hubiera anunciado a sí mismo, la boca de Zacarías habría continuado muda. Si se desata su lengua es porque ha nacido aquel que es la voz; en efecto, cuando Juan cumplía ya su misión de anunciar al Señor, le dijeron: ¿Tú quién eres? Y el respondió: Yo soy la voz que grita en el desierto. Juan era la voz; pero el Señor era la Palabra que en el principio ya existía. Juan era una voz pasajera, Cristo la Palabra eterna desde el principio.

San Agustín de Hipona, Sermón 293 (1-3° PL 38, 1327-1328)

domingo, 23 de junio de 2013

Pedimos de modo que nuestra oración recabe la salvación de todos

Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Esta petición, hermanos muy amados, puede también entenderse de esta manera: puesto que el Señor nos manda y amonesta amar incluso a los enemigos y rezar hasta por los que nos persiguen, pidamos asimismo por los que todavía son tierra y aún no han comenzado a ser celestiales, a fin de que también sobre ellos se cumpla la voluntad de Dios, voluntad que Cristo cumplió a la perfección, salvando y rescatando al hombre.

Porque si los discípulos ya no son llamados por él tierra, sino sal de la tierra, y el Apóstol dice que el primer hombre salió del polvo de la tierra y que el segundo procede del cielo, con razón nosotros, que estamos llamados a ser semejantes a nuestro Padre-Dios, que hace salir su sol sobre buenos y malos y manda la lluvia a justos e injustos, siguiendo los consejos de Cristo, oramos y pedimos de manera que nuestra oración recabe la salvación de todos, para que así como en el cielo, esto es, en nosotros, por medio de nuestra fe, se ha cumplido la voluntad de Dios de que seamos seres celestiales, así también en la tierra, es decir, en los que se niegan a creer, se haga la voluntad de Dios, para que quienes son todavía terrenos en fuerza de su primer nacimiento, empiecen a ser celestiales por el nacimiento del agua y del Espíritu.

Continuamos la oración y decimos: El pan nuestro de cada día dánosle hoy. Esto puede entenderse en sentido espiritual o literal, pues de ambas maneras aprovecha a nuestra salvación. En efecto, el pan de vida es Cristo, y este pan no es sólo de todos en general, sino también nuestro en particular. Porque, del mismo modo que decimos: Padre nuestro, en cuanto que es Padre de los que lo conocen y creen en él, de la misma manera decimos: El pan nuestro, ya que Cristo es el pan de los que entramos en contacto con su cuerpo.

Pedimos que se nos dé cada día este pan, a fin de que los que vivimos en Cristo y recibimos cada día su eucaristía como alimento saludable, no nos veamos privados, por alguna falta grave, de la comunión del pan celestial y quedemos separados del cuerpo de Cristo, ya que él mismo nos enseña: Yo soy el pan de vida que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.

Por lo tanto, si él afirma que los que coman de este pan vivirán para siempre, es evidente que los que entran en contacto con su cuerpo y participan rectamente de la eucaristía poseen la vida; por el contrario, es de temer, y hay que rogar que no suceda así, que aquellos que se privan de la unión con el cuerpo de Cristo queden también privados de la salvación, pues el mismo Señor nos conmina con estas palabras: Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros, Por eso pedimos que nos sea dado cada día nuestro pan, es decir, Cristo, para que todos los que vivimos y permanecemos en Cristo no nos apartemos de su cuerpo que nos santifica.

San Cipriano de Cartago, Tratado sobre el Padrenuestro (17-18: CSEL 3, 279-281)

sábado, 22 de junio de 2013

No anteponer nada a Cristo

La voluntad de Dios es la que Cristo cumplió y enseñó. La humildad en la conducta, la firmeza en la fe, el respeto en las palabras, la rectitud en las acciones, la misericordia en las obras, la moderación en las costumbres, el no hacer agravio a los demás y tolerar los que nos hacen a nosotros, el conservar la paz con nuestros hermanos; el amar al Señor de todo corazón, amarlo en cuanto Padre, temerlo en cuanto Dios; el no anteponer nada a Cristo, ya que él nada antepuso a nosotros; el mantenernos inseparablemente unidos a su amor, el estar junto a la cruz con fortaleza y confianza; y, cuando está en juego su nombre y su honor, el mostrar en nuestras palabras la constancia de la fe que profesamos; en los tormentos, la confianza con que luchamos, y en la muerte, la paciencia que nos obtiene la corona.

Esto es querer ser coherederos de Cristo, esto es cumplir el precepto de Dios y la voluntad del Padre.

Pedimos que se haga la voluntad de Dios en el cielo y en la tierra: ambas cosas pertenecen a la consumación de nuestra incolumidad y salvación. Pues al tener un cuerpo terreno y un espíritu celeste, somos al mismo tiempo cielo y tierra, y, en ambos, esto es, en el cuerpo y en el espíritu, pedimos que se haga la voluntad de Dios. Pues existe guerra declarada entre la carne y el espíritu y un antagonismo diario entre los dos contendientes, de suerte que no hacemos lo que queremos: porque mientras el espíritu desea lo celestial y divino, la carne se siente arrastrada por lo terreno y temporal. Por eso pedimos que, con la ayuda y el auxilio divino, reine la concordia entre los dos sectores en conflicto, de modo que al hacerse la voluntad de Dios tanto en el espíritu como en la carne, pueda salvarse el alma renacida por él en el bautismo.

Es lo que abierta y manifiestamente declara el apóstol Pablo, diciendo: La carne desea contra el espíritu, y el espíritu contra la carne. Hay entre ellos un antagonismo tal que no hacéis lo que quisierais. Las obras de la carne están patentes: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas, celos, rencores, rivalidades, partidismos, sectarismos, envidias, borracheras, orgías y cosas por el estilo. Los que así obran no heredarán el reino de Dios. En cambio, el fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad amabilidad, dominio de sí.

Por lo cual, con oración cotidiana y hasta continua, hemos de pedir que en el cielo y en la tierra se cumpla la voluntad de Dios sobre nosotros. Porque ésta es la voluntad de Dios: que lo terreno ceda el paso a lo celestial y que prevalezca lo espiritual y lo divino.

San Cipriano de Cartago, Tratado sobre el Padrenuestro (15-16: CSEL 3, 277-279)

viernes, 21 de junio de 2013

Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad

Prosigue la oración que comentamos: Venga a nosotros tu reino. Pedimos que se haga presente en nosotros el reino de Dios, del mismo modo que suplicamos que su nombre sea santificado en nosotros. Porque no hay un solo momento en que Dios deje de reinar, ni puede empezar lo que siempre ha sido y nunca dejará de ser. Pedimos a Dios que venga a nosotros nuestro reino que tenemos prometido, el que Cristo nos ganó con su sangre y su pasión, para que nosotros, que antes servimos al mundo, tengamos después parte en el reino de Cristo, como él nos ha prometido, con aquellas palabras: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.

También podemos entender, hermanos muy amados, este reino de Dios, cuya venida deseamos cada día, en el sentido de la misma persona de Cristo, cuyo próximo advenimiento es también objeto de nuestros deseos. El es la resurrección, ya que en él resucitaremos, y por eso podemos identificar el reino de Dios con su persona, ya que en él hemos de reinar. Con razón, pues, pedimos el reino de Dios, esto es, el reino celestial, porque existe también un reino terrestre. Pero el que ya ha renunciado al mundo está por encima de los honores del reino de este mundo.

Pedimos a continuación: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, no en el sentido de que Dios haga lo que quiera, sino de que nosotros seamos capaces de hacer lo que Dios quiere. ¿Quién, en efecto, puede impedir que Dios haga lo que quiere? Pero a nosotros sí que el diablo puede impedirnos nuestra total sumisión a Dios en sentimientos y acciones; por esto pedimos que se haga en nosotros la voluntad de Dios, y para ello necesitamos de la voluntad de Dios, es decir, de su protección y ayuda, ya que nadie puede confiar en sus propias fuerzas, sino que la seguridad nos viene de la benignidad y misericordia divinas. Además, el Señor, dando pruebas de la debilidad humana, que él había asumido, dice: Padre mío, si es posible, que pase y se aleje de mí este cáliz, y, para dar ejemplo a sus discípulos de que hay que anteponer la voluntad de Dios a la propia, añade: Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres. Y en otro lugar dice: He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y si el Hijo ha obedecido y ha hecho la voluntad del Padre, ¡cuánto más el siervo debe obedecer y hacer la voluntad del Señor!

San Cipriano de Cartago, Tratado sobre el Padrenuestro (13-14: CSEL 3, 275-277)

jueves, 20 de junio de 2013

Santificado sea tu nombre

Cuán grande es la benignidad del Señor, cuán abundante la riqueza de su condescendencia y de su bondad para con nosotros, pues ha querido que, cuando nos ponemos en su presencia para orar, lo llamemos con el nombre de Padre y seamos nosotros llamados hijos de Dios, a imitación de Cristo, su Hijo; ninguno de nosotros se hubiera nunca atrevido a pronunciar este nombre en la oración, si él no nos lo hubiese permitido. Por tanto, hermanos muy amados, debemos recordar y saber que, pues llamamos Padre a Dios, tenemos que obrar como hijos suyos, a fin de que él se complazca en nosotros, como nosotros nos complacemos de tenerlo por Padre.

Sea nuestra conducta cual conviene a nuestra condición de templos de Dios, para que se vea de verdad que Dios habita en nosotros. Que nuestras acciones no desdigan del Espíritu: hemos comenzado a ser espirituales y celestiales y, por consiguiente, hemos de pensar y obrar cosas espirituales y celestiales, ya que el mismo Señor Dios ha dicho: Yo honro a los que me honran, y serán humillados los que me desprecian. Asimismo, el Apóstol dice en una de sus cartas: No os poseéis en propiedad, porque os han comprado pagando un precio por vosotros. Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!

A continuación, añadimos: Santificado sea tu nombre, no en el sentido de que Dios pueda ser santificado por nuestras oraciones, sino en el sentido de que pedimos a Dios que su nombre sea santificado en nosotros. Por lo demás, ¿por quién podría Dios ser santificado, si es él mismo quien santifica? Mas, como sea que él ha dicho: Sed santos, porque yo soy santo, por esto, pedimos y rogamos que nosotros, que fuimos santificados en el bautismo, perseveremos en esta santificación inicial. Y esto lo pedimos cada día. Necesitamos, en efecto, de esta santificación cotidiana, ya que todos los días delinquimos, y por esto necesitamos ser purificados mediante esta continua y renovada santificación.

El Apóstol nos enseña en qué consiste esta santificación que Dios se digna concedernos, cuando dice: Los inmorales, idólatras, adúlteros, afeminados, invertidos, ladrones, codiciosos, borrachos, difamadores o estafadores no heredarán el reino de Dios. Así erais algunos antes. Pero os lavaron, os consagraron, os perdonaron en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios. Afirma que hemos sido consagrados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios. Lo que pedimos, pues, es que permanezca en nosotros esta consagración o santificación y —acordándonos de que nuestro juez y Señor conminó a aquel hombre qué él había curado y vivificado a que no volviera a pecar más, no fuera que le sucediese algo peor— no dejamos de pedir a Dios, de día y de noche, que la santificación y vivificación que nos viene de su gracia sea conservada en nosotros con ayuda de esta misma gracia.

San Cipriano de Cartago, Tratado sobre el Padrenuestro (11-12: CSEL 3, 274-275)

miércoles, 19 de junio de 2013

Nuestra oración es pública y común

Ante todo, el doctor de la paz y Maestro de la unidad no quiso que hiciéramos una oración individual y privada, de modo que cada cual rogara sólo por sí mismo. No decimos: «Padre mío, que estás en los cielos», ni: «El pan mío dámelo hoy», ni pedimos el perdón de las ofensas sólo para cada uno de nosotros, ni pedimos para cada uno en particular que no caigamos en la tentación y que nos libre del mal. Nuestra oración es pública y común, y cuando oramos lo hacemos no por uno solo, sino por todo el pueblo, ya que todo el pueblo somos como uno solo.

El Dios de la paz y el Maestro de la concordia, que nos enseñó la unidad, quiso que orásemos cada uno por todos, del mismo modo que él incluyó a todos los hombres en su persona. Aquellos tres jóvenes encerrados en el horno de fuego observaron esta norma en su oración, pues oraron al unísono y en unidad de espíritu y de corazón; así lo atestigua la sagrada Escritura, que, al enseñarnos cómo oraron ellos, nos los pone como ejemplo que debemos imitar en nuestra oración: Entonces, dice, los tres, al unísono, cantaban himnos y bendecían a Dios. Oraban los tres al unísono, y eso que Cristo aún no les había enseñado a orar.

Por eso, fue eficaz su oración, porque agradó al Señor aquella plegaria hecha en paz y sencillez de espíritu. Del mismo modo vemos que oraron también los apóstoles, junto con los discípulos, después de la ascensión del Señor. Todos ellos, dice la Escritura, se dedicaban a la oración en común, junto con algunas mujeres, entre ellas María, la madre de Jesús, y con sus hermanos. Se dedicaban a la oración en común, manifestando con esta asiduidad y concordia de su oración que Dios, que hace habitar unánimes en la casa, sólo admite en la casa divina y eterna a los que oran unidos en un mismo espíritu.

¡Cuán importantes, cuántos y cuán grandes son, hermanos muy amados, los misterios que encierra la oración del Señor, tan breve en palabras y tan rica en eficacia espiritual! Ella, a manera de compendio, nos ofrece una enseñanza completa de todo lo que hemos de pedir en nuestras oraciones. Vosotros, dice el Señor, rezad así: «Padre nuestro, que estás en los cielos».

El hombre nuevo, nacido de nuevo y restituido a Dios por su gracia, dice en primer lugar: Padre, porque ya ha empezado a ser hijo. La Palabra vino a su casa, dice el Evangelio, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Por esto, el que ha creído en su nombre y ha llegado a ser hijo de Dios debe comenzar por hacer profesión, lleno de gratitud, de su condición de hijo de Dios, llamando Padre suyo al Dios que está en los cielos.

San Cipriano de Cartago, Tratado sobre el Padrenuestro (8-9: CSEL 3, 271-272)

martes, 18 de junio de 2013

La oración ha de salir de un corazón humilde

Las palabras del que ora han de ser mesuradas y llenas de sosiego y respeto. Pensemos que estamos en la presencia de Dios. Debemos agradar a Dios con la actitud corporal y con la moderación de nuestra voz. Porque, así como es propio del falto de educación hablar a gritos, así, por el contrario, es propio del hombre respetuoso orar con un tono de voz moderado. El Señor, cuando nos adoctrina acerca de la oración, nos manda hacerla en secreto, en lugares escondidos y apartados, en nuestro mismo aposento, lo cual concuerda con nuestra fe, cuando nos enseña que Dios está presente en todas partes, que nos oye y nos ve a todos y que, con la plenitud de su majestad, penetra incluso los lugares más ocultos, tal como está escrito: ¿Soy yo Dios sólo de cerca, y no Dios de lejos? Porque uno se esconda en su escondrijo, ¿no lo voy a ver yo?¿No lleno yo el cielo y la tierra? Y también: En todo lugar los ojos de Dios están vigilando a malos y buenos.

Y cuando nos reunimos con los hermanos para celebrar los sagrados misterios, presididos por el sacerdote de Dios, no debemos olvidar este respeto y moderación ni ponernos a ventilar continuamente sin ton ni son nuestras peticiones, deshaciéndonos en un torrente de palabras, sino encomendarlas humildemente a Dios, ya que él escucha no las palabras, sino el corazón, ni hay que convencer a gritos a aquel que penetra nuestros pensamientos, como lo demuestran aquellas palabras suyas: ¿Por qué pensáis mal? Y en otro lugar: Así sabrán todas las Iglesias que yo soy el que escruta corazones y mentes.

De este modo oraba Ana, como leemos en el primer libro de Samuel, ya que ella no rogaba a Dios a gritos, sino de un modo silencioso y respetuoso, en lo escondido de su corazón. Su oración era oculta, pero manifiesta su fe; hablaba no con la boca, sino con el corazón, porque sabía que así el Señor la escuchaba, y, de este modo, consiguió lo que pedía, porque lo pedía con fe. Esto nos recuerda la Escritura, cuando dice: Hablaba para sí, y no se oía su voz, aunque movía los labios, y el Señor la escuchó. Leemos también en los salmos: Reflexionad en el silencio de vuestro lecho. Lo mismo nos sugiere y enseña el Espíritu Santo por boca de Jeremías, con aquellas palabras: Hay que adorarte en lo interior, Señor.

El que ora, hermanos muy amados, no debe ignorar cómo oraron el fariseo y el publicano en el templo. Este último, sin atreverse a levantar sus ojos al cielo, sin osar levantar sus manos, tanta era su humildad, se daba golpes de pecho y confesaba los pecados ocultos en su interior, implorando el auxilio de la divina misericordia, mientras que el fariseo oraba satisfecho de sí mismo; y fue justificado el publicano, porque, al orar, no puso la esperanza de la salvación en la convicción de su propia inocencia, ya que nadie es inocente, sino que oró confesando humildemente sus pecados, y aquel que perdona a los humildes escuchó su oración.

San Cipriano de Cartago, Tratado sobre el Padrenuestro (4-6: CSEL 3, 268-270)

lunes, 17 de junio de 2013

El que nos dio la vida nos enseñó también a orar

Los preceptos evangélicos, queridos hermanos, no son otra cosa que las enseñanzas divinas, fundamentos que edifican la esperanza, cimientos que corroboran la fe, alimentos del corazón, gobernalle del camino, garantía para la obtención de la salvación; ellos instruyen en la tierra las mentes dóciles de los creyentes, y los conducen a los reinos celestiales.

Muchas cosas quiso Dios que dijeran e hicieran oír los profetas, sus siervos; pero cuánto más importantes son las que habla su Hijo, las que atestigua con su propia voz la misma Palabra de Dios, que estuvo presente en los profetas, pues ya no pide que se prepare el camino al que viene, sino que es él mismo quien viene abriéndonos y mostrándonos el camino, de modo que quienes, ciegos y abandonados, errábamos antes en las tinieblas de la muerte, ahora nos viéramos iluminados por la luz de la gracia y alcanzáramos el camino de la vida, bajo la guía y dirección del Señor.

El cual, entre todos los demás saludables consejos y divinos preceptos con los que orientó a su pueblo para la salvación, le enseñó también la manera de orar, y, a su vez, él mismo nos instruyó y aconsejo sobre lo que teníamos que pedir. El que nos dio la vida nos enseñó también a orar, con la misma benignidad con la que da y otorga todo lo demás, para que fuésemos escuchados con más facilidad, al dirigirnos al Padre con la misma oración que el Hijo nos enseñó.

El Señor había ya predicho que se acercaba la hora en que los verdaderos adoradores adorarían al Padre en espíritu y verdad; y cumplió lo que antes había prometido, de tal manera que nosotros, que habíamos recibido el espíritu y la verdad como consecuencia de su santificación, adoráramos a Dios verdadera y espiritualmente, de acuerdo con sus normas.

¿Pues qué oración más espiritual puede haber que la que nos fue dada por Cristo, por quien nos fue también enviado el Espíritu Santo, y qué plegaria más verdadera ante el Padre que la que brotó de labios del Hijo, que es la verdad? De modo que orar de otra forma no es sólo ignorancia, sino culpa también, pues él mismo afirmó: Anuláis el mandamiento de los hijos por mantener vuestra tradición.

Oremos, pues, hermanos queridos, como Dios, nuestro maestro, nos enseñó. A Dios le resulta amiga y familiar la oración que se le dirige con sus mismas palabras, la misma oración de Cristo que llega a sus oídos.

Cuando hacemos oración, que el Padre reconozca las palabras de su propio Hijo; el mismo que habita dentro del corazón sea el que resuene en la voz, y, puesto que lo tenemos como abogado por nuestros pecados ante el Padre, al pedir por nuestros delitos, como pecadores que somos, empleemos las mismas palabras de nuestro defensor. Pues, si dice que hará lo que pidamos al Padre en su nombre, ¿cuánto más eficaz no será nuestra oración en el nombre de Cristo, si la hacemos, además, con sus propias palabras?

San Cipriano de Cartago, Tratado sobre el Padrenuestro (1-3: CSEL 3, 267-268)

domingo, 16 de junio de 2013

La Iglesia, comunión de los santos

Hermanos, reafirmad en vuestros corazones la fe en la Trinidad, creyendo en un solo Dios, Padre todopoderoso, y en su Hijo Jesucristo, Señor nuestro, y en el Espíritu Santo, luz verdadera y santificadora de las almas, prenda de nuestra heredad, el cual, si estuviéramos atentos a su voz, nos guiará hasta la verdad plena y a la comunión de los santos. Los Apóstoles recibieron del Señor esta regla de fe: que en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, bautizaran a todos los pueblos que aceptaren la fe. Mantened también en vosotros esta fe, conservad este depósito, carísimos, apartándoos de charlatanerías irreverentes y de las objeciones de esa mal llamada ciencia.

Después de la confesión de la santísima Trinidad, pasas ya a profesar tu fe en la santa Iglesia católica. ¿Y qué es la Iglesia sino la congregación de todos los santos? En efecto, desde el principio del mundo, tanto los patriarcas, Abrahán, Isaac, Jacob, como los profetas, los apóstoles, los mártires y los demás justos que existieron, existen y existirán, forman una Iglesia, pues, santificados con una misma fe y conducta vital, y sellados con el mismo Espíritu, constituyen un solo cuerpo: la cabeza de este cuerpo es Cristo, de acuerdo con los testimonios orales y escritos.

Todavía apunto más lejos. Incluso los ángeles y las mismas Virtudes y Potestades del cielo forman parte de esta Iglesia única, según nos enseña el Apóstol: que en Cristo fueron reconciliados todos los seres, no sólo los de la tierra, sino también los del cielo. Ten por cierto, pues, que sólo en esta única Iglesia podrás conseguir la comunión de los santos. Has de saber además que ésta es la Iglesia una y católica, establecida en todo el mundo, cuya comunión debes mantener a toda costa.

A continuación confiesas tu fe en el perdón de los pecados. Esta es la gracia que consiguen mediante el bautismo los que creen y confiesan que Cristo es Dios: el perdón de todos los pecados. Por eso se le llama también segundo nacimiento, ya que por su medio el hombre se hace más inocente y puro que cuando es engendrado en el seno materno.

Consiguientemente crees en la resurrección de la carne y en la vida eterna. Porque si realmente no crees esto, en vano crees en Dios. Toda nuestra fe tiene una sola meta: nuestra propia resurrección. De lo contrario, si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados. Si Cristo asumió nuestra carne humana fue precisamente para transmitir a nuestra naturaleza mortal la participación de la vida eterna. Son muchos los que violentan la fe en la resurrección, defendiendo únicamente la salvación del alma y negando la resurrección de la carne. En cambio, tú, que crees en Cristo, profesas la resurrección de la carne. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos.

De esta forma, carísimos, debéis ir meditando en vuestros corazones esta saludable confesión. Que vuestro ánimo esté siempre en el cielo, vuestra esperanza en la resurrección y vuestro deseo en la promesa. Exhibe con orgullo la cruz de Cristo y su pasión gloriosa; y siempre que el enemigo tratare de seducir tu alma mediante el temor, la avaricia o la ira, respóndele: Renuncié ya a ti, a tus obras y a tus ángeles, pues he creído en Dios vivo y en su Cristo y, sellado con su Espíritu, he aprendido a no temer ni siquiera la muerte.

De este modo, la diestra de Dios os protegerá, el Espíritu de Cristo tutelará vuestro santo ingreso ahora y por siempre; mientras, meditando en Cristo, os estimuléis unos a otros: hermanos, tanto si estamos despiertos como si dormimos, vivamos todos con el Señor. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Nicetas de Remesiana, Exposición del Símbolo (8.10.11.14: PL 52, 870-874)

sábado, 15 de junio de 2013

Estudiad las Escrituras, pues ellas da testimonio de mí

Primeramente has de beber el antiguo Testamento, para poder beber también el nuevo. Si no bebes el primero, no podrás tampoco beber el segundo. Bebe el primero, para hallar algún alivio en tu sed; bebe el segundo, para saciarte de verdad. En el antiguo Testamento hallarás un sentimiento de compunción; en el nuevo, la verdadera alegría.

Los que bebieron en lo que no deja de ser un tipo, pudieron saciar su sed; los que bebieron en lo que es la realidad, llegaron a embriagarse completamente. ¡Qué buena es esta embriaguez que comunica la verdadera alegría y no avergüenza lo más mínimo! ¡Qué buena es esta embriaguez que hace avanzar con paso seguro a nuestra alma que no ha perdido su equilibrio! ¡Qué buena es esta embriaguez que sirve para regar el fruto de vida eterna! Bebe, pues, esta copa de la que dice el Profeta: Y mi copa rebosa.

Pero son dos las copas que has de beber: la del antiguo Testamento y la del nuevo; porque en ambas bebes a Cristo. Bebe a Cristo, porque es la verdadera vid; bebe a Cristo, porque es la piedra de la que brotó agua; bebe a Cristo, porque es fuente de vida; bebe a Cristo, porque es la acequia cuyo correr alegra la ciudad; bebe a Cristo, porque es la paz; bebe a Cristo, porque de sus entrañas manarán torrentes de agua viva; bebe a Cristo, y así beberás la sangre que te ha redimido; bebe a Cristo, y así asimilarás sus palabras; porque palabra suya es el antiguo Testamento, palabra suya es también el nuevo. Realmente llegamos a beber y a comer la sagrada Escritura, si el sentido profundo de la tercera palabra viene a empapar nuestras almas, como si circulara por nuestras venas y fuera el motor que impulsara toda nuestra actividad.

Finalmente, no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra de Dios. Bebe esta palabra, pero bébela en el debido orden. Bébela en el antiguo Testamento y apresúrate a beberla en el nuevo. También él, como si se apresurara a hacerlo, dice: Ahora ensalzará el camino del mar, al otro lado del Jordán, la Galilea de los gentiles. El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande, habitaban en tierra de sombras, y una luz les brilló.

Bebe, pues, pronto, para que brille para ti una luz grande, no la luz de todos los días, ni la del día, ni la del sol, ni la de la luna; sino la que ahuyenta las sombras de la muerte. Pues los que viven en sombras de la muerte es imposible que vean la luz del sol y del día. Y, adelantándose a tu pregunta: ¿por qué tan maravilloso resplandor, por qué tan extraordinario favor?, responde: Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Un niño, que ha nacido de la Virgen, Hijo, que, por haber nacido de Dios, es el que hace que brille tan maravillosa luz. Un niño nos ha nacido. Nos, a los creyentes.

Nos ha nacido, porque la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Nos ha nacido, porque de la Virgen recibió carne humana, nace para nosotros, porque la Palabra se nos da. Al participar de nuestra naturaleza, nace entre nosotros; al ser infinitamente superior a nosotros, es el gran don que se nos otorga.

San Ambrosio de Milán, Comentario sobre el salmo 1 (33: CSEL 64, 28-30)

viernes, 14 de junio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Dulzura del libro de los salmos

Aunque es verdad que toda la sagrada Escritura está impregnada de la gracia divina, el libro de los salmos posee, con todo, una especial dulzura; el mismo Moisés, que narra en un estilo llano las hazañas de los antepasados, después de haber hecho que el pueblo atravesara el mar Rojo de un modo admirable y glorioso, al contemplar cómo el Faraón y su ejército habían quedado sumergidos en él, superando sus propias cualidades (como había superado con aquel hecho sus propias fuerzas), cantó al Señor un cántico triunfal. También María, su hermana, tomando en su mano el pandero, invitaba a las otras mujeres, diciendo: Cantaré al Señor, sublime es su victoria, caballos y carros ha arrojado en el mar.

La historia instruye, la ley enseña, la profecía anuncia, la reprensión corrige, la enseñanza moral aconseja; pero el libro de los salmos es como un compendio de todo ello y una medicina espiritual para todos. El que lo lee halla en él un remedio específico para curar las heridas de sus propias pasiones. El que sepa leer en él encontrará allí, como en un gimnasio público de las almas y como en unestadio de las virtudes, toda la variedad posible de competiciones, de manera que podrá elegir la que crea más adecuada para sí, con miras a alcanzar el premio final.

Aquel que desee recordar e imitar las hazañas de los antepasados hallará compendiada en un solo salmo toda la historia de los padres antiguos, y así, leyéndolo, podrá irla recorriendo de forma resumida. Aquel que investiga el contenido de la ley, que se reduce toda ella al mandamiento del amor (porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley), hallará en los salmos con cuánto amor uno solo se expuso a graves peligros para librar a todo el pueblo de su oprobio; con lo cual se dará cuenta de que la gloria de la caridad es superior al triunfo de la fuerza.

Y ¿qué decir de su contenido profético? Aquello que otros habían anunciado de manera enigmática se promete clara y abiertamente a un personaje determinado, a saber, que de su descendencia nacerá el Señor Jesús, como dice el Señor a aquél: A uno de tu linaje pondré sobre tu trono. De este modo, en los salmos hallamos profetizado no sólo el nacimiento de Jesús, sino también su pasión salvadora, su reposo en el sepulcro, su resurrección, su ascensión al cielo y su glorificación a la derecha del Padre. El salmista anuncia lo que nadie se hubiera atrevido a decir, aquello mismo que luego, en el Evangelio, proclamó el Señor en persona.

San Ambrosio de Milán, Comentario sobre el salmo 1 (4, 7-8: CSEL 64, 4-7)

jueves, 13 de junio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Os lavaron, os consagraron, os perdonaron en el nombre de nuestro Señor Jesucristo

Los israelitas ponen cerco a Jericó, porque ha llegado el momento de conquistarla. ¿Y cómo la conquistan? No sacan la espada contra ella, ni la acometen con el ariete, ni vibran los dardos; las únicas armas que emplean son las trompetas de los sacerdotes, y ellas hacen caer las murallas de Jericó.

Hallamos, con frecuencia, en las Escrituras que Jericó es figura del mundo. En efecto, aquel hombre de que nos habla el Evangelio, que bajaba de Jerusalén a Jericó y que cayó en manos de unos ladrones, sin duda era un símbolo de Adán, que fue arrojado del paraíso al destierro de este mundo. Y aquellos ciegos de Jericó, a los que vino Cristo para hacer que vieran, simbolizaban a todos aquellos que en este mundo estaban angustiados por la ceguera de la ignorancia, a los cuales vino el Hijo de Dios. Esta Jericó simbólica, esto es, el mundo, está destinada a caer. El fin del mundo es algo de que nos hablan ya desde antiguo y repetidamente los libros santos.

¿Cómo se pondrá fin al mundo? ¿Con qué medios? Al sonido, dice, de las trompetas. ¿De qué trompetas? El apóstol Pablo te descubrirá el sentido de estas palabras misteriosas. Oye lo que dice: Resonará la trompeta, y los muertos en Cristo despertarán incorruptibles, y él mismo, el Señor, cuando se dé la orden, a la voz del arcángel y al son de la trompeta divina, descenderá del cielo. Será entonces cuando Jesús, nuestro Señor, vencerá y abatirá a Jericó, salvándose únicamente aquella prostituta de que nos habla el libro santo, con toda su familia. Vendrá, dice el texto sagrado, nuestro Señor Jesús, y vendrá al son de las trompetas.

Salvará únicamente a aquella mujer que acogió a sus exploradores, figura de todos los que acogieron con fe y obediencia a sus apóstoles y, como ella, los colocaron en la parte más alta, por lo que mereció ser asociada a la casa de Israel. Pero a esta mujer, con todo su simbolismo, no debemos ya recordarle ni tenerle en cuenta sus culpas pasadas. En otro tiempo fue una prostituta, mas ahora está unida a Cristo con un matrimonio virginal y casto. A ella pueden aplicarse las palabras del Apóstol: Quise desposaros con un solo marido, presentándoos a Cristo como una virgen intacta. El mismo Apóstol, en su estado anterior, puede compararse a ella, ya que dice: También nosotros, con nuestra insensatez y obstinación, íbamos fuera de camino; éramos esclavos de pasiones y placeres de todo género.

¿Quieres ver con más claridad aún cómo aquella prostituta ya no lo es? Escucha las palabras de Pablo: Así erais algunos antes. Pero os lavaron, os consagraron, os perdonaron en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el de nuestro Dios. Ella, para poder salvarse de la destrucción de Jericó, siguiendo la indicación de los exploradores, colgó de su ventana una cinta de hilo escarlata, como signo eficaz de salvación. Esta cinta representaba la sangre de Cristo, por la cual es salvada actualmente toda la Iglesia, en el mismo Jesucristo, nuestro Señor, al cual sea la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.

Orígenes, Homilía 6 sobre el libro de Josué (4: PG 12, 855-856)

miércoles, 12 de junio de 2013

Una Meditación y una Bendición

El paso del Jordán

En el paso del río Jordán, el arca de la alianza guiaba al pueblo de Dios. Los sacerdotes y levitas que la llevaban se pararon en el Jordán, y las aguas, como en señal de reverencia a los sacerdotes que la llevaban, detuvieron su curso y se amontonaron a distancia, para que el pueblo de Dios pudiera pasar impunemente. Y no te has de admirar cuando se te narran estas hazañas relativas al pueblo antiguo, porque a ti, cristiano, que por el sacramento del bautismo has atravesado la corriente del Jordán, la palabra divina te promete cosas mucho más grandes y excelsas, pues te promete que pasarás y atravesarás el mismo aire.

Oye lo que dice Pablo acerca de los justos: Seremos arrebatados en la nube, al encuentro del Señor, en el aire. Y así estaremos siempre con el Señor. Nada, pues, ha de temer el justo, ya que toda la creación está a su servicio.

Oye también lo que Dios promete al justo por boca del profeta: Cuando pases por el fuego, la llama no te abrasará, porque yo, el Señor, soy tu Dios. Vemos, por tanto, cómo el justo tiene acceso a cualquier lugar, y cómo toda la creación se muestra servidora del mismo. Y no pienses que aquellas hazañas son meros hechos pasados y que nada tienen que ver contigo, que los escuchas ahora: en ti se realiza su místico significado. En efecto, tú, que acabas de abandonar las tinieblas de la idolatría y deseas ser instruido en la ley divina, eres como si acabaras de salir de la esclavitud de Egipto.

Al ser agregado al número de los catecúmenos y al comenzar a someterte a las prescripciones de la Iglesia, has atravesado el mar Rojo y, como en aquellas etapas del desierto, te dedicas cada día a escuchar la ley de Dios y a contemplar la gloria del Señor, reflejada en el rostro de Moisés. Cuando llegues a la mística fuente del bautismo y seas iniciado en los venerables y magníficos sacramentos, por obra de los sacerdotes y levitas, parados como en el Jordán, los cuales conocen aquellos sacramentos en cuanto es posible conocerlos, entonces también tú, por ministerio de los sacerdotes, atravesarás el Jordán y entrarás en la tierra prometida, en la que te recibirá Jesús, el verdadero sucesor de Moisés, y será tu guía en el nuevo camino.

Entonces tú, consciente de tales maravillas de Dios, viendo cómo el mar se ha abierto para ti y cómo el río ha detenido sus aguas, exclamarás: ¿ Qué te pasa, mar, que huyes, y a ti, Jordán, que te echas atrás? ¿Y a vosotros, montes, que saltáis como carneros; colinas, que saltáis como corderos? Y te responderá el oráculo divino: En presencia del Señor se estremece la tierra, en presencia del Dios de Jacob; que transforma las peñas en estanques, el pedernal en manantiales de agua.

Orígenes, Homilía 4 sobre el libro de Josué (1: PG 12, 842, 843)

martes, 11 de junio de 2013

Una Meditación y una Bendición

No nos pertenecemos: somos de quien nos compró y salvó

Los caminos del Señor son rectos. Llamamos caminos de Cristo a los oráculos evangélicos, por medio de los cuales, atentos a todo tipo de virtud y ornando nuestras cabezas con las insignias de la piedad, conseguimos el premio de nuestra vocación celestial. Rectos son realmente estos caminos, sin curva o perversidad alguna: los llamaríamos rectos y transitables. Está efectivamente escrito: La senda del justo es recta, tú allanas el sendero del justo. Pues la senda de la ley es áspera, serpentea entre símbolos y figuras y es de una intolerable dificultad. En cambio, el camino de los oráculos evangélicos es llano, sin absolutamente nada de áspero o escabroso.

Así pues, los caminos de Cristo son rectos. Él ha edificado la ciudad santa, esto es, la Iglesia, en la que él mismo ha establecido su morada. El, en efecto, habita en los santos y nosotros nos hemos convertido en templos del Dios vivo, pues, por la participación del Espíritu Santo, tenemos a Cristo dentro de nosotros. Fundó, pues, la Iglesia y él es el cimiento sobre el que también nosotros, como piedras suntuosas y preciosas, nos vamos integrando en la construcción del templo santo, para ser morada de Dios, por el Espíritu.

Absolutamente inconmovible es la Iglesia que tiene a Cristo por fundamento y base inamovible. Mirad, dice,yo coloco en Sión una piedra probada, angular, preciosa, de cimiento: «quien se apoya no vacila». Así que, una vez fundada la Iglesia, él mismo cambió la suerte de su pueblo. Y a nosotros, derribado por tierra el tirano, nos salvó y liberó del pecado y nos sometió a su yugo, y no precisamente pagándole un precio o a base de regalos. Claramente lo dice uno de sus discípulos: Nos rescataron de ese proceder inútil recibido de nuestros padres: no con bienes efímeros, con oro y plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha. Dio por nosotros su propia sangre: por tanto, no nos pertenecemos, sino que somos del que nos compró y nos salvó.

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 4, orat 2: PG 70, 967-970)

lunes, 10 de junio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Paraos en el camino del Señor

Ahora, Israel, ¿qué es lo que te exige el Señor, tu Dios? Que temas al Señor, tu Dios, que ,sigas sus caminos y lo ames, que guardes sus preceptos con todo el corazón y con toda el alma, para tu bien. Concuerda perfectamente con estas palabras lo dicho por el profeta: ¡Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos! Aquí da a entender el salmista que los que temen al Señor son dichosos no en virtud de esa trepidación natural de la que normalmente procede nuestro temor, ni tampoco debido al terror de un Dios que es terrible, sino simplemente por el hecho de que siguen los caminos del Señor. El temor, efectivamente, no tiene como base el miedo, sino la obediencia: y la prueba del temor es la complacencia.

Muchos son, en efecto, los caminos del Señor, siendo así que él mismo es el camino. Pero, cuando habla de sí se denomina a sí mismo «camino», y muestra la razón de llamarse así cuando dice: Nadie va al Padre sino por mí. Ahora bien, si hablamos de los profetas y de sus escritos que nos conducen a Cristo, entonces los caminos son muchos, aun cuando todos convergen en uno. Ambas cosas resultan evidentes en el profeta Jeremías, quien en un mismo pasaje se expresa de esta manera: Paraos en los caminos a mirar, preguntad por la vieja senda: «¿Cuál es el buen camino?», seguidlo.

Hay que interesarse, por tanto, e insistir en muchos caminos, para poder encontrar el único que es bueno, ya que, a través de la doctrina de muchos, hemos de hallar un solo camino de vida eterna. Pues hay caminos en la ley, en los profetas, en los evangelios, en los apóstoles, en las diversas obras de los mandamientos, y son dichosos los que andan por ellos, en el temor de Dios.

Pero el profeta no trata de las cosas terrenas y presentes: su preocupación se centra sobre la dicha de los que temen al Señor y siguen sus caminos. Pues los que siguen los caminos del Señor comerán del fruto de sus trabajos. Y no se trata de una manducación del cuerpo, toda vez que lo que ha de comerse no es corporal. Se trata de un manjar espiritual que alimenta la vida del alma: se trata de las buenas obras de la bondad, la castidad, la misericordia, la paciencia, la tranquilidad. Para ejercitarlas, debemos luchar contra las negativas tendencias de la carne. El fruto de estos trabajos madura en la eternidad: pero previamente hemos de comer aquí y ahora el trabajo de los frutos eternos, y de él ha de alimentarse en esta vida corporal nuestra alma, para conseguir mediante el manjar de tales trabajos el pan vivo, el pan celestial de aquel que dijo: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo.

San Hilario de Poitiers, Tratado sobre el salmo 127 (2-3.6: CSEL 22, 629-632)

domingo, 9 de junio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Liberados de una servidumbre espiritual

Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Es un himno o un cántico nuevo en sintonía con la novedad de los acontecimientos. El que vive con Cristo es una criatura nueva, como está escrito: Lo viejo ha pasado, ha llegado lo nuevo. En efecto, los hijos de Israel habían sido liberados de la tiranía de los egipcios, bajo la experta guía de Moisés: fueron arrancados del trabajo de los adobes, al vano sudor de los trabajos de la tierra, de la crueldad de los capataces y del trato inhumano del dominador; atravesaron el mar, comieron el maná en el desierto, bebieron el agua de la roca, fueron introducidos en la tierra prometida. Ahora bien, todo esto se ha renovado entre nosotros, pero a un nivel incomparablemente más elevado.

En efecto, nosotros hemos sido liberados no de una servidumbre carnal, sino espiritual, y en lugar de los trabajos de la tierra, hemos sido arrancados de la impureza de los deseos carnales, tampoco hemos huido de los inspectores de las obras egipcias, ni siquiera del tirano ciertamente impío e inmisericorde, pero hombre al fin y al cabo como nosotros, sino más bien de los malvados e impuros demonios que nos incitaban al pecado, y del jefe de esta chusma, esto es, de Satanás.

Como a través de un mar, hemos atravesado la marejada de la presente vida y, en ella, la turbamulta y el alocado ajetreo. Hemos comido el maná del alma y de la inteligencia, el pan del cielo que da la vida al mundo; hemos bebido el agua de la roca, que brota, refrescante y deliciosa, de las fuentes espirituales de Cristo. Hemos pasado el Jordán al ser considerados dignos del santo bautismo. Hemos entrado en la tierra prometida y digna de los santos, a la cual alude el mismo Salvador cuando dice: Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra.

Así pues, en razón de estos nuevos prodigios, era obligado que sus príncipes, esto es, los que le están sometidos y le obedecen, canten un himno nuevo; y es obligado que un himno o un cántico de alabanza digno de él resuene no sólo en el país de los judíos, sino de uno a otro confín, es decir, por todo el universo.

En efecto, antiguamente Dios se manifestó en Judá, y sólo en Israel era grande su nombre. Pero después de que por medio de Cristo hemos sido llamados al conocimiento de la verdad, el cielo y la tierra se han llenado de su gloria. Así lo corrobora el salmista: Que su gloria llene la tierra. ¿Quiénes son los que nos invitan a celebrar su nombre hasta el confín de la tierra?, ¿quiénes los que le preparan cantores?, ¿quiénes los que simultáneamente persuaden la creación de una coral sinfónica?, ¿quiénes los que convocan una fiesta espiritual? A mi juicio, aquí se hace mención de los santos apóstoles. Pues ellos no predicaron a Jesús y la gracia que por él nos viene únicamente en Judea, sino que, surcando los mares, anunciaron el evangelio en los pueblos paganos.

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 4, orat 1: PG 70, 859-862)

sábado, 8 de junio de 2013

Una Meditación y una Bendición

El perdón de los pecados

Escucha ahora cuántos son los canales de remisión de los pecados que hallamos en el evangelio. Primero: el bautismo, que se nos confiere para el perdón de los pecados; segundo: la pasión del martirio; tercero: la limosna, pues dice el Salvador: Dad limosna, y lo tendréis todo limpio. El cuarto canal para el perdón de los pecados es el perdón que otorgamos a nuestros hermanos. Ya lo dijo el Señor, nuestro Salvador: Si perdonáis a los demás sus culpas, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras culpas. Y en la oración dominical nos manda decir: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.

El quinto canal de remisión de los pecados es si alguien convierte al pecador de su extravío. Dice en efecto la Sagrada Escritura: Uno que convierte al pecador de su extravío se salvará de la muerte y sepultará un sinfin de pecados.

El sexto canal de perdón es una caridad intensa, como dice el mismo Señor: Por eso te digo, sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor. Y el Apóstol dice: El amor cubre la multitud de los pecados. Existe todavía un séptimo canal, aunque duro y laborioso: la remisión de los pecados por medio de la penitencia, cuando el pecador riega su cama con lágrimas, cuando las lágrimas son su pan, noche y día, cuando no se avergüenza de descubrir su pecado al sacerdote del Señor, buscando el remedio, según aquel que dijo: Propuse: «Confesaré al Señor mi culpa», y tú perdonaste mi culpa y mi pecado. Así se cumple también la palabra del apóstol Santiago: ¿Hay alguno enfermo? Llame a los responsables de la comunidad, que recen por él y lo unjan con aceite invocando al Señor. La oración hecha con fe dará la salud al enfermo; si, además, tiene pecados, se le perdonarán.

También tú, cuando te acercas a la gracia del bautismo, es como si ofrecieras un becerro, pues eres bautizado en la muerte de Cristo. Cuando eres conducido al martirio, es como si ofrecieras un macho cabrío, porque has yugulado al diablo, autor del pecado. Cuando das limosna, y con afectuosa solicitud despliegas tu ternura hacia los indigentes, acumulas sobre el altar sagrado cebados cabritos. Y si perdonas de corazón la culpa de tu hermano, y es sajado el tumor de la ira, permanecieres interiormente tranquilo y sosegado, ten por cierto que has ofrecido en sacrificio un carnero o un cordero.

Finalmente, si en tu corazón abundara aquella virtud, superior a la esperanza y a la fe, es decir, la caridad, de modo que ames a tu prójimo no ya como a ti mismo, sino como nos enseña aquel que decía: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos, has de saber que ofreces panes de flor de harina, cocidos en el óleo de la caridad, sin mezcla de levadura de corrupción y de maldad, sino con los panes ázimos de la sinceridad y la verdad.

Orígenes, Homilía 2 sobre el libro del Levítico (4: PG 12, 417-419)

viernes, 7 de junio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Es cristiano el que en todo imita a Cristo

La voluntad de Dios es la que Cristo hizo y enseñó: Sencillez en las relaciones, estabilidad en la fe, modestia en el hablar, justicia en el actuar, misericordia en la práctica, disciplina en las costumbres; ser incapaz de hacer injuria y pronto a tolerar la que le hicieren; temblar ante la adversidad ajena como ante la suya propia; congratularse de la prosperidad del otro, como de nuestro propio mérito o provecho; tener por propios los males ajenos; estimar como nuestros los éxitos del prójimo; amar al amigo no por motivos humanos, sino por amor de Dios; soportar al enemigo hasta amarlo; no hagas a nadie lo que no quieres que te hagan; no niegues a ninguno lo que te gustaría que hiciesen contigo; socorrer al prójimo en sus necesidades no sólo según tus posibilidades, sino desear serle de provecho incluso más allá de tus fuerzas reales; mantener la paz con los hermanos; amar a Dios con todo el corazón; amarle en cuanto Padre, temerle en cuanto Señor; no anteponer nada a Cristo, pues tampoco él antepuso nada a nuestro amor.

Todo el que ame el nombre del Señor, se gloriará en él. Aceptemos ser aquí miserables, para ser luego dichosos. Sigamos a Cristo, al Señor Jesús. Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él. Cristo, Hijo de Dios, no vino para reinar, sino que, siendo rey, rehúye el reino; no vino para dominar, sino para servir. Se hizo pobre, para enriquecernos; por nosotros aceptó la flagelación, para que no nos lamentásemos al ser azotados.

Imitemos a Cristo. El nombre de cristiano conlleva la justicia, la bondad, la integridad. Es cristiano el que en todo imita a Cristo y le sigue; el que es santo, inocente, incontaminado, puro. Es cristiano aquel en cuyo corazón no hay sitio para la malicia, aquel en cuyo pecho sólo la piedad y la bondad tienen carta de ciudadanía.

Cristiano es el que vive la vida de Cristo; el que está totalmente entregado a la misericordia; que desconoce la injuria; no soporta que, en su presencia, se oprima al pobre, socorre al necesitado; se entristece con los tristes; siente como propio el dolor ajeno; a quien conmueve el llanto del otro; cuya casa es casa de todos; cuya puerta a nadie se cierra; cuya mesa ningún pobre ignora; cuyo bien todos conocen y de quien nadie recibe injurias; el que noche y día sirve a Dios; cuya alma es sencilla e inmaculada; cuya conciencia es fiel y pura; cuyo pensamiento está totalmente centrado en Dios; el que desprecia las cosas humanas, para tener acceso a las celestiales.

Autor desconocido, Sermón transmitido bajo el nombre de san Cipriano (PLS 1, 51-52)

jueves, 6 de junio de 2013

Una Meditación y una Bendición


La preeminencia de la caridad

¿Por qué, hermanos, nos preocupamos tan poco de nuestra mutua salvación, y no procuramos ayudarnos unos a otros en lo que más urgencia tenemos de prestarnos auxilio, llevando mutuamente nuestras cargas, con espíritu fraternal? Así nos exhorta el Apóstol, diciendo: Arrimad todos el hombro a las cargas de los otros, que con eso cumpliréis la ley de Cristo; y en otro lugar: Sobrellevaos mutuamente con amor. En ello consiste, efectivamente, la ley de Cristo.

Cuando observo en mi hermano alguna deficiencia incorregible, consecuencia de alguna necesidad o de alguna enfermedad física o moral, ¿por qué no lo soporto con paciencia, por qué no lo consuelo de buen grado, tal como está escrito: Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán? ¿No será porque me falta aquella caridad que todo lo aguanta, que es paciente para soportarlo todo, que es benigna en el amor?

Tal es ciertamente la ley de Cristo, que, en su pasión, soportó nuestros sufrimientos y, por su misericordia, aguantó nuestros dolores, amando a aquellos por quienes sufría, sufriendo por aquellos a quienes amaba. Por el contrario, el que hostiliza a su hermano que está en dificultades, el que le pone asechanzas en su debilidad, sea cual fuere esta debilidad, se somete a la ley del diablo y la cumple. Seamos, pues, compasivos, caritativos con nuestros hermanos, soportemos sus debilidades, tratemos de hacer desaparecer sus vicios.

Cualquier género de vida, cualesquiera que sean sus prácticas o su porte exterior, mientras busquemos sinceramente el amor de Dios y el amor del prójimo por Dios, será agradable a Dios. La caridad ha de ser en todo momento lo que nos induzca a obrar o a dejar de obrar, a cambiar las cosas o a dejarlas como están. Ella es el principio por el cual y el fin hacia el cual todo debe ordenarse. Nada es culpable si se hace en verdad movido por ella y de acuerdo con ella.

Quiera concedérnosla aquel a quien no podemos agradar sin ella, y sin el cual nada en absoluto podemos, que vive y reina y es Dios por los siglos inmortales. Amén.

Beato Isaac de Stella, Sermón 31 (PL 194, 1292-1293)

miércoles, 5 de junio de 2013

Una Meditación y una Bendición


La sublimidad de la gracia de Dios

La sublimidad de la gracia de Dios, dilectísimos, realiza cada día su obra en los cristianos corazones, de suerte que nuestro deseo se eleve de los bienes terrenos a los goces celestiales. Pero incluso la presente vida es regulada por la acción del Creador y sustentada por su providencia, ya que uno mismo es el dador de las cosas temporales y el garante de los bienes eternos. Pues así como, en la esperanza de la futura felicidad a la que nos dirijimos de mano de la fe, hemos da dar gracias a Dios por habernos hecho capaces de pregustar lo que con tanto amor nos está preparado, así también debemos honrar y alabar a Dios por estos frutos que, al llegar la estación propicia, cada año cosechamos. Desde el principio de la creación, infundió Dios tal fecundidad a la tierra, de tal manera ordenó las leyes que presiden en cualquier germen o simiente el desarrollo embrionario de los frutos, que nunca abandonó lo que había establecido, sino que en las cosas creadas permanece la próvida administración del Creador.

Así pues, todo lo que, para uso del hombre, han producido las mieses, las viñas y los olivos, todo brotó de la largueza de la divina bondad, que, con la alternancia de las estaciones, colaboró con los precarios esfuerzos de los agricultores, a fin de que el viento y la lluvia, el frío y el calor, el día y la noche se pusieran al servicio de nuestra propia utilidad. La razón humana no sería suficiente para llevar a feliz término el fruto de sus trabajos, si a la siembra y riegos acostumbrados, no les infundiera Dios la virtualidad del crecimiento.

Es, por tanto, un grave deber de caridad y de justicia poner al servicio de los demás lo que misericordiosamente nos ha otorgado el Padre celestial. Pues son muchos los que no poseen campos, ni viñas ni olivares. A su necesidad hemos de proveer echando mano de la abundancia que Dios nos ha concedido, para que también ellos bendigan con nosotros a Dios por la fecundidad de la tierra, alegrándose de que a los terratenientes se les haya dado lo que se ha convertido en patrimonio común de pobres y peregrinos. Dichoso el granero y digno de ser repleto con toda clase de frutos, que sacia el hambre de los necesitados y de los débiles, que previene la necesidad del peregrino y abre el apetito del enfermo. La justicia de Dios permite que todos éstos giman bajo el peso de diversos sufrimientos, para luego coronar la paciencia de los que sufren y la benevolencia de los misericordiosos.

La oración, secundada por la limosna y el ayuno, es un medio eficacísimo para obtener el perdón de los pecados, y sube velozmente a oídos de Dios propulsada por tales sufragios. Pues, como está escrito, el hombre bondadoso se hace bien a sí mismo, y nada es tan nuestro como lo que invertimos en provecho del prójimo. En efecto, la parte de los bienes temporales que se invierte en favor de los necesitados, pasa a los tesoros eternos, y los intereses que se acumulan como fruto de una generosidad tal, no sufre depreciación ni puede ser afectada por ninguna corruptela. Dichosos realmente los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia de Dios, y él mismo será su más preciado galardón, él que es la encarnación del precepto.

San León Magno. Tratado 16 (1-2: CCL 138, 61-62)

martes, 4 de junio de 2013

Una Meditación y una Bendición

La caridad trabaja en el mundo, descansa en Dios

Recordemos, hermanos, las palabras del Señor: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian. Ved cómo el Señor nos manda envolver en nuestra caridad hasta a los mismos enemigos; la benevolencia de nuestro corazón cristiano ha de llegar hasta nuestros perseguidores. Y ¿cuál será la recompensa de tan arduo trabajo?, ¿cuál el premio prometido a los que pongan en práctica este precepto? Que nos demuestre el premio preparado a la caridad, quien gratuitamente, por medio del Espíritu Santo, se ha dignado infundirla en nuestros corazones; que él mismo nos diga lo que en pago a esta caridad está dispuesto a dar a los dignos, él que se ha dignado derramar esta misma caridad en los indignos.

Los que amaron a sus enemigos e hicieron el bien a los que los aborrecen serán hijos de Dios. Lo que recibirán estos hijos de Dios, nos lo aclara san Pablo: Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y si somos hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo.

Escuchad, pues, cristianos; escuchad, hijos de Dios; escuchad herederos de Dios y coherederos con Cristo. Para que podáis entrar en posesión de la herencia paterna, no sólo habéis de amar a los amigos, sino también a los enemigos. A nadie neguéis la caridad, que es el patrimonio común de los hombres buenos. Ejercitadla todos conjuntamente, y para que podáis hacerlo con mayor plenitud, extendedla a todos, buenos y malos. Su posesión es la herencia común de los buenos, herencia no terrena, sino celestial. La caridad es un don de Dios. La codicia, por el contrario, es un lazo del diablo; y no sólo un lazo, sino una espada. Con ella caza a los desgraciados, y con ella, una vez cazados, los asesina. La caridad es la raíz de todos los bienes, la codicia es la raíz de todos los males.

La codicia nos atormenta continuamente, pues nunca está satisfecha de sus rapiñas. En cambio, la caridad siempre está alegre, porque cuanto más tiene, tanto más da. Por eso, así como el avaro cuanto más acumula, tanto más se empobrece, el caritativo se enriquece en la medida en que da. Se agita la codicia queriendo vengar la injuria; está tranquila la caridad en el gozo que siente al perdonar la injuria recibida. La codicia esquiva las obras de misericordia, que la caridad practica alegremente. La codicia procura hacer daño al prójimo, el amor no hace mal a nadie. Elevándose, la codicia se precipita en el infierno; humillándose, la caridad sube al cielo.

Y ¿cómo podría, hermanos, hallar la expresión adecuada para trenzar el elogio de la caridad, que ni está aislada en el cielo ni en la tierra está jamás abandonada? Efectivamente, en la tierra se alimenta con la palabra de Dios, y en el cielo se sacia con esta misma palabra divina. En la tierra se halla rodeada de amigos, y en el cielo goza de la compañía de los ángeles. Trabaja en el mundo, descansa en Dios. Aquí día a día se va perfeccionando con el ejercicio; allí es poseída sin límites en su misma plenitud.

San Fulgencio de Ruspe, Sermón 5 (5-6: CCL 91A, 921-923)

lunes, 3 de junio de 2013

Una Meditación y una Bendición

La plenitud del amor

El Señor, hermanos muy amados, quiso dejar bien claro en qué consiste aquella plenitud del amor con que debemos amarnos mutuamente, cuando dijo: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Consecuencia de ello es lo que nos dice el mismo evangelista Juan en su carta: Cristo dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos, amándonos mutuamente como él nos amó, que dio su vida por nosotros.

Es la misma idea que encontramos en el libro de los Proverbios: Sentado a la mesa de un señor, mira bien qué te ponen delante, y pon la mano en ello pensando que luego tendrás que preparar tú algo semejante. Esta mesa de tal señor no es otra que aquella de la cual tomamos el cuerpo y la sangre de aquel que dio su vida por nosotros. Sentarse a ella significa acercarse a la misma con humildad. Mirar bien lo que nos ponen delante equivale a tomar conciencia de la grandeza de este don. Y poner la mano en ello, pensando que luego tendremos que preparar algo semejante, significa lo que ya he dicho antes: que así como Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar la vida por los hermanos. Como dice el apóstol Pedro: Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. Esto significa preparar algo semejante. Esto es lo que hicieron los mártires, llevados por un amor ardiente; si no queremos celebrar en vano su recuerdo, y si nos acercamos a la mesa del Señor para participar del banquete en que ellos se saciaron, es necesario que, tal como ellos hicieron, preparemos luego nosotros algo semejante.

Por esto, al reunirnos junto a la mesa del Señor, no los recordamos del mismo modo que a los demás que descansan en paz, para rogar por ellos, sino más bien para que ellos rueguen por nosotros, a fin de que sigamos su ejemplo, ya que ellos pusieron en práctica aquel amor del que dice el Señor que no hay otro más grande. Ellos mostraron a sus hermanos la manera como hay que preparar algo semejante a lo que también ellos habían tomado de la mesa del Señor.

Lo que hemos dicho no hay que entenderlo como si nosotros pudiéramos igualarnos al Señor, aun en el caso de que lleguemos por él hasta el testimonio de nuestra sangre. El era libre para dar su vida y libre para volverla a tomar, nosotros no vivimos todo el tiempo que queremos y morimos aunque no queramos; él, en el momento de morir, mató en sí mismo a la muerte, nosotros somos librados de la muerte por su muerte; su carne no experimentó la corrupción, la nuestra ha de pasar por la corrupción, hasta que al final de este mundo seamos revestidos por él de la incorruptibilidad; él no necesitó de nosotros para salvarnos, nosotros sin él nada podemos hacer; él, a nosotros,sus sarmientos, se nos dio como vid, nosotros, separados de él, no podemos tener vida.

Finalmente, aunque los hermanos mueran por sus hermanos, ningún mártir derrama su sangre para el perdón de los pecados de sus hermanos, como hizo él por nosotros, ya que en esto no nos dio un ejemplo que imitar, sino un motivo para congratularnos. Los mártires, al derramar su sangre por sus hermanos, no hicieron sino mostrar lo que habían tomado de la mesa del Señor. Amémonos, pues, los unos a los otros, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros.

San Agustín de Hipona, Tratado 84 sobre el evangelio de san Juan (1-2: CCL 36, 536-538)

domingo, 2 de junio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Me ofrezco como víctima de expiación

Escuchad al obispo, para que Dios os escuche a vosotros. Yo me ofrezco como víctima de expiación por quienes se someten al obispo, a los presbíteros y a los diáconos. ¡Y ojalá que con ellos se me concediera entrar a tener parte con Dios! Colaborad mutuamente unos con otros, luchad unidos, corred juntamente, sufrid con las penas de los demás, permaneced unidos en espíritu aun durante el sueño, así como al despertar, como administradores que sois de Dios, como sus asistentes y servidores. Tratad de ser gratos al Capitán bajo cuyas banderas militáis, y de quien habéis de recibir el sueldo. Que ninguno de vosotros se declare desertor. Vuestro bautismo ha de ser para vosotros como vuestra armadura, la fe como un yelmo, la caridad como la lanza, la paciencia como un arsenal de todas las armas; vuestras cajas de fondos han de ser vuestras buenas obras, de las que recibiréis luego magníficos ahorros. Así pues, tened unos para con otros un corazón grande, con mansedumbre, como lo tiene Dios para con vosotros. ¡Ojalá pudiera yo gozar de vuestra presencia en todo tiempo!

Como la Iglesia de Antioquía de Siria, gracias a vuestra oración, goza de paz, según se me ha comunicado, también yo gozo ahora de gran tranquilidad, con esa seguridad que viene de Dios; con tal de que alcance yo a Dios por mi martirio, para ser así hallado en la resurrección como discípulo vuestro. Es conveniente, Policarpo, felicísimo en Dios, que convoques un consejo divino y elijáis a uno a quien profeséis particular amor y a quien tengáis por intrépido, el cual podría ser llamado «correo divino», a fin de que lo deleguéis para que vaya a Siria y dé, para gloria de Dios, un testimonio sincero de vuestra ferviente caridad.

El cristiano no tiene poder sobre sí mismo, sino que está dedicado a Dios. Esta obra es de Dios, y también de vosotros cuando la llevéis a cabo. Yo, en efecto, confío, en la gracia, que vosotros estáis prontos para toda buena obra que atañe a Dios. Como sé vuestro vehemente fervor por la verdad, he querido exhortaros por medio de esta breve carta.

Pero, como no he podido escribir a todas las Iglesias por tener que zarpar precipitadamente de Troas a Neápolis, según lo ordena la voluntad del Señor, escribe tú, como quien posee el sentir de Dios, a las Iglesias situadas más allá de Esmirna, a fin de que también ellas hagan lo mismo. Las que puedan, que manden delegados a pie; las que no, que envíen cartas por mano de los delegados que tú envíes, a fin de que alcancéis eterna gloria con esta obra, como bien lo merecéis.

Saludo a todos nominalmente y en particular a la viuda de Epitropo con toda su casa e hijos. Saludo a Attalo a quien tanto quiero. Saludo al que tengáis por digno de ser enviado a Siria: la gracia de Dios esté siempre con él y con Policarpo que lo envía.

Deseo que estéis siempre bien, viviendo en unión de Jesucristo, nuestro Dios; permaneced en él, en la unidad y bajo la vigilancia de Dios. Saludo a Alcen, cuyo nombre me es caro.

¡Adiós en el Señor!

San Ignacio de Antioquía, Carta a san Policarpo (6-8: F 1, 251)

sábado, 1 de junio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Donde mayor es el trabajo, allí hay rica ganancia

Ignacio, por sobrenombre Teóforo, es decir, Portador de Dios, a Policarpo, obispo de la Iglesia de Esmirna, o más bien, puesto él mismo bajo la vigilancia o episcopado de Dios Padre y del Señor Jesucristo: mi más cordial saludo.

Al comprobar que tu sentir está de acuerdo con Dios y asentado como sobre roca inconmovible, yo glorifico en gran manera al Señor por haberme hecho la gracia de ver tu rostro intachable, del que ojalá me fuese dado gozar siempre en Dios. Yo te exhorto, por la gracia de que estás revestido, a que aceleres el paso en tu carrera, y a que exhortes a todos para que se salven. Desempeña el cargo que ocupas con toda diligencia corporal y espiritual. Preocúpate de que se conserve la concordia, que es lo mejor que puede existir. Llévalos a todos sobre ti, como a ti te lleva el Señor. Sopórtalos a todos con espíritu de caridad, como siempre lo haces. Dedícate continuamente a la oración. Pide mayor sabiduría de la que tienes. Mantén alerta tu espíritu, pues el espíritu desconoce el sueño. Háblales a todos al estilo de Dios. Carga sobre ti, como perfecto atleta, las enfermedades de todos. Donde mayor es el trabajo, allí hay rica ganancia.

Si sólo amas a los buenos discípulos, ningún mérito tienes en ello. El mérito está en que sometas con mansedumbre a los más perniciosos. No toda herida se cura con el mismo emplasto. Los accesos de fiebre cálmalos con aplicaciones húmedas. Sé en todas las cosas sagaz como la serpiente, pero sencillo en toda ocasión, como la paloma. Por eso, justamente eres a la vez corporal y espiritual, para que aquellas cosas que saltan a la vista las desempeñes buenamente, y las que no alcanzas a ver ruegues que te sean manifestadas. De este modo, nada te faltará, sino que abundarás en todo don de la gracia. Los tiempos requieren de ti que aspires a alcanzar a Dios, juntamente con los que tienes encomendados, como el piloto anhela prósperos vientos, y el navegante, sorprendido por la tormenta, suspira por el puerto.

Sé sobrio, como un atleta de Dios. El premio es la incorrupción y la vida eterna, de cuya existencia también tú estás convencido. En todo y por todo soy una víctima de expiación por ti, así como mis cadenas, que tú mismo has besado.

San Ignacio de Antioquía, Comienza la carta a san Policarpo (1-2: Funck 1, 247-249)