jueves, 28 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Ama al Señor y sigue sus caminos


El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Dichoso el que así hablaba, porque sabía cómo y de dónde procedía su luz y quién era el que lo iluminaba. El veía la luz, no esta que muere al atardecer, sino aquella otra que no vieron ojos humanos. Las almas iluminadas por esta luz no caen en el pecado, no tropiezan en el mal.

Decía el Señor: Caminad mientras tenéis luz. Con estas palabras, se refería a aquella luz que es él mismo, ya que dice: Yo he venido al mundo como luz, para que los que ven no vean y los ciegos reciban la luz. El Señor, por tanto, es nuestra luz, él es el sol de justicia que irradia sobre su Iglesia católica, extendida por doquier. A él se refería proféticamente el salmista, cuando decía: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?

El hombre interior, así iluminado, no vacila, sigue recto su camino, todo lo soporta. El que contempla de lejos su patria definitiva aguanta en las adversidades, no se entristece por las cosas temporales, sino que halla en Dios su fuerza; humilla su corazón y es constante, y su humildad lo hace paciente. Esta luz verdadera que viniendo a este mundo alumbra a todo hombre, el Hijo, revelándose a sí mismo, la da a los que lo temen, la infunde a quien quiere y cuando quiere.

El que vivía en tiniebla y en sombra de muerte, en la tiniebla del mal y en la sombra del pecado, cuando nace en él la luz, se espanta de sí mismo y sale de su estado, se arrepiente, se avergüenza de sus faltas y dice: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Grande es, hermanos, la salvación que se nos ofrece. Ella no teme la enfermedad, no se asusta del cansancio, no tiene en cuenta el sufrimiento. Por esto, debemos exclamar, plenamente convencidos, no sólo con la boca, sino también con el corazón: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Si es él quien ilumina y quien salva, ¿a quién temeré? Vengan las tinieblas del engaño: el Señor es mi luz. Podrán venir pero sin ningún resultado, pues, aunque ataquen nuestro corazón, no lo vencerán. Venga la ceguera de los malos deseos: el Señor es mi luz. El es, por tanto, nuestra fuerza, el que se da a nosotros, y nosotros a él. Acudid al médico mientras podéis, no sea que después queráis y no podáis.

San Juan Mediocre de Nápoles, Sermón 7 (PLS 4, 785-786)

miércoles, 27 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Amar solo a Dios


El que se ama a sí mismo no puede amar a Dios; en cambio, el que, movido por la superior excelencia de las riquezas del amor a Dios, deja de amarse a sí mismo ama a Dios. Y, como consecuencia, ya no busca nunca su propia gloria, sino más bien la gloria de Dios. El que se ama a sí mismo busca su propia gloria, pero el que ama a Dios desea la gloria de su Hacedor.

En efecto, es propio del alma que siente el amor a Dios buscar siempre y en todas sus obras la gloria de Dios y deleitarse en su propia sumisión a él, ya que la gloria conviene a la magnificencia de Dios; al hombre, en cambio, le conviene la humildad, la cual nos hace entrar a formar parte de la familia de Dios. Si de tal modo obramos, poniendo nuestra alegría en la gloria del Señor, no nos cansaremos de repetir, a ejemplo de Juan Bautista: Él tiene que crecer y yo tengo que menguar.

Sé de cierta persona que, aunque se lamentaba de no amar a Dios como ella hubiera querido, sin embargo, lo amaba de tal manera que el mayor deseo de su alma consistía en que Dios fuera glorificado en ella, y que ella fuese tenida en nada. El que así piensa no se deja impresionar por las palabras de alabanza, pues sabe lo que es en realidad; al contrario, por su gran amor a la humildad, no piensa en su propia dignidad, aunque fuese el caso que sirviese a Dios en calidad de sacerdote; su deseo de amar a Dios hace que se vaya olvidando poco a poco de su dignidad y que extinga en las profundidades de su amor a Dios, por el espíritu de humildad, la jactancia que su dignidad pudiese ocasionar, de modo que llega a considerarse siempre a sí mismo como un siervo inútil, sin pensar para nada en su dignidad, por su amor a la humildad. Lo mismo debemos hacer también nosotros, rehuyendo todo honor y toda gloria, movidos por la superior excelencia de las riquezas del amor a Dios, que nos ha amado de verdad.

Dios conoce a los que lo aman sinceramente, porque cada cual lo ama según la capacidad de amor que hay en su interior. Por tanto, el que así obra desea con ardor que la luz de este conocimiento divino penetre hasta lo más íntimo de su ser, llegando a olvidarse de sí mismo, transformado todo él por el amor.

El que es así transformado vive y no vive; pues, mientras vive en su cuerpo, el amor lo mantiene en un continuo peregrinar hacia Dios; su corazón, encendido en el ardiente fuego del amor, está unido a Dios por la llama del deseo, y su amor a Dios le hace olvidarse completamente del amor a sí mismo, pues, como dice el Apóstol, si empezamos a desatinar, a Dios se debía; si ahora nos moderamos es por vosotros.

Diadoco de Foticé, Capítulos sobre la perfección espiritual (Caes 12.13.14: PG 65, 1171-1172)


martes, 26 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Cristo se ha hecho nuestro guía


En el antiguo Testamento hallamos perfectamente prefigurado de muchas maneras el misterio de Cristo y, en cierto modo se nos describe la Pasión del Salvador, por la que hemos sido liberados de todo el mal que pudiera perturbarnos y que nos había arrojado a una irremediable miseria. La disposición relativa a la condonación, en el año séptimo, de las deudas prefiguraba el tiempo de la remisión universal; e incluso el hecho de que el castigo de los azotes no debía rebasar los cuarenta golpes, nos está indicando el tan anhelado tiempo de la salvación operada por aquel Hijo unigénito después que hubo asumido la carne, tiempo en que sus cicatrices nos curaron. El fue triturado por nuestros crímenes cuando los israelitas lo cubrieron de insultos y Pilato lo hizo flagelar, mientras nosotros éramos liberados de las penas y del suplicio.

Hubo efectivamente un tiempo en que los golpes de flagelo infligidos al pecador eran muchos, pero Cristo fue flagelado por nosotros: como murió por todos, también por todos fue flagelado, habiéndose puesto en lugar de todos.

Pero la ley no permite que se exceda el número de cuarenta golpes, porque hasta la venida de Cristo los suplicios no debían rebasar la medida: en cierto modo les pone coto y, al mismo tiempo, preanuncia el tiempo de la remisión. Las figuras contienen, de hecho, en germen la belleza de la verdad.

Es también interesante notar que Israel, por haber ofendido a Dios, vagó cuarenta años por el desierto: Dios había jurado no introducirlos en la tierra prometida; pero transcurrido este tiempo su ira se aplacó, y sus hijos pasaron el Jordán y entraron en aquella tierra, porque su indignación no superó los cuarenta años.

Así pues, fue clara figura de todo esto el hecho de que algunos recibieran hasta cuarenta azotes, ya que a este número estaba condicionado el tiempo de la remisión, recordándonos el místico tránsito del Jordán y también aquellos cuchillos de piedra, es decir, la circuncisión espiritual, y asimismo aquella 

San Cirilo de Alejandría, Sobre la adoración en espíritu y en verdad (Lib 8: PC 68, 574-575)

lunes, 25 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Cristo es nuestro sumo sacerdote


Cristo Jesús es nuestro sumo sacerdote, y su precioso cuerpo, que inmoló en el ara de la cruz por la salvación de todos los hombres, es nuestro sacrificio. La sangre que se derramó para nuestra redención no fue la de los becerros y los machos cabríos (como en la ley antigua), sino la del inocentísimo Cordero, Cristo Jesús, nuestro salvador.
El templo en el que nuestro sumo sacerdote ofrecía el sacrificio no era hecho por manos de hombres, sino que había sido levantado por el solo poder de Dios; pues Cristo derramó su sangre a la vista del mundo: un templo ciertamente edificado por la sola mano de Dios.
Y este templo tiene dos partes: una es la tierra, que ahora nosotros habitamos; la otra nos es aún desconocida a nosotros, mortales.
Así, primero, ofreció su sacrificio aquí en la tierra, cuando sufrió la más acerba muerte. Luego, cuando revestido de la nueva vestidura de la inmortalidad entró por su propia sangre en el santuario, o sea, en el cielo, presentó ante el trono del Padre celestial aquella sangre de inmenso valor, que había derramado una vez para siempre en favor de todos los hombres, pecadores.
Este sacrificio resultó tan grato y aceptable a Dios, que así que lo hubo visto, compadecido inmediatamente de nosotros, no pudo menos que otorgar su perdón a todos los verdaderos penitentes.
Es además un sacrificio perenne, de forma que no sólo cada año (como entre los judíos se hacía), sino también cada día, y hasta cada hora y cada instante, sigue ofreciéndose para nuestro consuelo, para que no dejemos de tener la ayuda más imprescindible.
Por lo que el Apóstol añade: Consiguiendo la liberación eterna.
De este santo y definitivo sacrificio se hacen partícipes todos aquellos que llegaron a tener verdadera contrición y aceptaron la penitencia por sus crímenes, aquellos que con firmeza decidieron no repetir en adelante sus maldades, sino que perseveran con constancia en el inicial propósito de las virtudes. Sobre lo cual, san Juan se expresa en estos términos: Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que aboga ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.

San Juan Fisher, Comentario sobre el salmo 129 (Opera omnia, ed. 1579 p. 1610)

domingo, 24 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Cristo es la plenitud de la ley y de los profetas


Suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que yo le mande. A quien no escuche las palabras que pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas.

El Deuteronomio es una especie de repetición y como una recapitulación de los libros de Moisés. Fíjate cómo de nuevo se nos predica aquí abiertamente el misterio de Cristo, conscientemente prefigurado, por sutilísima contemplación, en la persona de Moisés: Un profeta de entre los tuyos, de entre tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor, tu Dios. Así pues, la mediación de Moisés, puesto al servicio del pueblo para manifestarle los decretos divinos, fue instituida para apuntalar la debilidad de los hombres de aquel entonces. Da el paso del tipo a la realidad y contemplarás a través de esta figura, al mediador entre Dios y los hombres, Cristo, poniendo, en dicción humana, al servicio de los dóciles, cuando por nosotros nació de una mujer, la inefable voluntad de Dios Padre, conocida únicamente por él, en cuanto que como Hijo, procede de él y en cuanto que él mismo es la sabiduría, que todo lo penetra, hasta la profundidad de Dios.

Ahora bien: no pudiendo nosotros ver con los ojos corporales la divina, inefable, pura y simple gloria de la divinidad que todo lo trasciende –no puede ver nadie mi rostro, dice, y quedar con vida–, por eso fue necesario que el Verbo unigénito de Dios asumiera nuestra débil condición, se revistiera, por un inescrutable designio divino, de este cuerpo mortal y nos manifestara la soberana voluntad de Dios Padre, diciendo: Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. Y también: Yo no he hablado en nombre mío; no, el Padre que me envió me ha encargado él mismo lo que tenía que decir.

Por tanto, hemos de considerar que si Moisés, que manifestaba a los hijos de Israel los decretos divinos, es el tipo de Cristo, su mediación, es una mediación de servicio; en cambio la de Cristo es una mediación voluntaria y mística, como de uno que toca por su propia naturaleza los dos extremos de los que es mediador y a ambos pertenece, a saber: a la humanidad de la que es mediador y al Padre en cuanto que es Dios.

Cristo es –como se ha dicho– el fin de la institución legal; Cristo es la plenitud de la ley y de los profetas.

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 3, cap 3: PG 73, 427-434)

sábado, 23 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Nuestra ofrenda a Dios


El sacrificio puro y acepto a Dios es la oblación de la Iglesia, que el Señor mandó que se ofreciera en todo el mundo, no porque Dios necesite nuestro sacrificio, sino porque el que ofrece es glorificado él mismo en lo que ofrece, con tal de que sea aceptada su ofrenda. La ofrenda que hacemos al rey es una muestra de honor y de afecto; y el Señor nos recordó que debemos ofrecer nuestras ofrendas con toda sinceridad e inocencia, cuando dijo: Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Hay que ofrecer a Dios las primicias de su creación, como dice Moisés: No te presentarás al Señor, tu Dios, con las manos vacías; de este modo, el hombre, hallado grato en aquellas mismas cosas que a él le son gratas, es honrado por parte de Dios.

Y no hemos de pensar que haya sido abolida toda clase de oblación, pues las oblaciones continúan en vigor ahora como antes: el antiguo pueblo de Dios ofrecía sacrificios, y la Iglesia los ofrece también. Lo que ha cambiado es la forma de la oblación, puesto que los que ofrecen no son ya siervos, sino hombres libres. El Señor es uno y el mismo, pero es distinto el carácter de la oblación, según sea ofrecida por siervos o por hombres libres; así la oblación demuestra el grado de libertad. Por lo que se refiere a Dios, nada hay sin sentido, nada que no tenga su significado y su razón de ser. Y, por esto, los antiguos hombres debían consagrarle los diezmos de sus bienes; pero nosotros, que ya hemos alcanzado la libertad, ponemos al servicio del Señor la totalidad de nuestros bienes, dándolos con libertad y alegría, aun los de más valor, pues lo que esperamos vale más que todos ellos; echamos en el cepillo de Dios todo nuestro sustento, imitando así el desprendimiento de aquella viuda pobre del Evangelio.

Es necesario, por tanto, que presentemos nuestra ofrenda a Dios y que le seamos gratos en todo, ofreciéndole, con mente sincera, con fe sin mezcla de engaño, con firme esperanza, con amor ferviente, las primicias de su creación. Esta oblación pura sólo la Iglesia puede ofrecerla a su Hacedor, ofreciéndole con acción de gracias del fruto de su creación.

Le ofrecemos, en efecto, lo que es suyo, significando, con nuestra ofrenda, nuestra unión y mutua comunión, y proclamando nuestra fe en la resurrección de la carne y del espíritu. Pues, del mismo modo que el pan, fruto de la tierra, cuando recibe la invocación divina, deja de ser pan común y corriente y se convierte en eucaristía, compuesta de dos realidades, terrena y celestial, así también nuestros cuerpos, cuando reciben la eucaristía, dejan ya de ser corruptibles, pues tienen la esperanza de la resurrección.

San Ireneo de Lyon, Tratado contra las herejías (Lib 4,18, 1-2.4.5: SC 100, 596-598.606.610-612)

viernes, 22 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Imitad la caridad de Cristo.


Si queréis emular a Dios, puesto que habéis sido creados a su imagen, imitad su ejemplo. Vosotros, que sois cristianos, que con vuestro mismo nombre estáis proclamando la bondad, imitad la caridad de Cristo.

Pensad en los tesoros de su benignidad, pues, habiendo de venir como hombre a los hombres, envió previamente a Juan como heraldo y ejemplo de penitencia, y, por delante de Juan, envió a todos los profetas, para que indujeran a los hombres a convertirse, a volver al buen camino y a vivir una vida fecunda.

Luego, se presentó él mismo, y clamaba con su propia voz: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. ¿Y cómo acogió a los que escucharon su voz? Les concedió un pronto perdón de sus pecados, y los liberó en un instante de sus ansiedades: la Palabra los hizo santos, el Espíritu los confirmó, el hombre viejo quedó sepultado en el agua, el nuevo hombre floreció por la gracia. ¿Y qué ocurrió a continuación? El que había sido enemigo se convirtió en amigo, el extraño resultó ser hijo, el profano vino a ser sagrado y piadoso.

Imitemos el estilo pastoral que empleó el mismo Señor; contemplemos los evangelios, y, al ver allí, como en un espejo, aquel ejemplo de diligencia y benignidad, tratemos de aprender estas virtudes.

Allí encuentro, bosquejada en parábola y en lenguaje metafórico, la imagen del pastor de las cien ovejas, que, cuando una de ellas se aleja del rebaño y vaga errante, no se queda con las otras que se dejaban apacentar tranquilamente, sino que sale en su busca, atraviesa valles y bosques, sube a montañas altas y empinadas, y va tras ella con gran esfuerzo, de acá para allá por los yermos, hasta que encuentra a la extraviada.

Y, cuando la encuentra, no la azota ni la empuja hacia el rebaño con vehemencia, sino que la carga sobre sus hombros, la acaricia y la lleva con las otras, más contento por haberla encontrado que por todas las restantes. Pensemos en lo que se esconde tras el velo de esta imagen.

Esta oveja no significa, en rigor, una oveja cualquiera, ni este pastor es un pastor como los demás, sino que significan algo más. En estos ejemplos se contienen realidades sobrenaturales. Nos dan a entender que jamás desesperemos de los hombres ni los demos por perdidos, que no los despreciemos cuando se hallan en peligro, ni seamos remisos en ayudarlos, sino que cuando se desvían de la rectitud y yerran, tratemos de hacerlos volver al camino, nos congratulemos de su regreso y los reunamos con la muchedumbre de los que siguen viviendo justa y piadosamente.

San Asterio de Amasea, Homilía 13 (PG 40, 355-358. 362)

jueves, 21 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Cristo vive e intercede por nosotros


Fijaos que en la conclusión de las oraciones decimos: «Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo»; en cambio, nunca decimos: «Por el Espíritu Santo». Esta práctica universal de la Iglesia tiene su explicación en aquel misterio, según el cual, el mediador entre Dios y los hombres es el hombre Cristo Jesús, sacerdote eterno según el rito de Melquisedec, que entró una vez para siempre con su propia sangre en el santuario, pero no en un santuario construido por hombres, imagen del auténtico, sino en el mismo cielo, donde está a la derecha de Dios e intercede por nosotros.

Teniendo ante sus ojos este oficio sacerdotal de Cristo, dice el Apóstol: Por su medio, ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de unos labios que profesan su nombre. Por él, pues, ofrecemos el sacrificio de nuestra alabanza y oración, ya que por su muerte fuimos reconciliados cuando éramos todavía enemigos. Por él, que se dignó hacerse sacrificio por nosotros, puede nuestro sacrificio ser agradable en la presencia de Dios. Por esto, nos exhorta san Pedro: También vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo. Por este motivo, decimos a Dios Padre: «Por nuestro Señor Jesucristo».

Al referirnos al sacerdocio de Cristo, necesariamente hacemos alusión al misterio de su encarnación, en el cual el Hijo de Dios, a pesar de su condición divina, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, según la cual se rebajó hasta someterse incluso a la muerte; es decir, fue hecho un poco inferior a los ángeles, conservando no obstante su divinidad igual al Padre. El Hijo fue hecho un poco inferior a los ángeles en cuanto que, permaneciendo igual al Padre, se dignó hacerse como un hombre cualquiera. Se abajó cuando se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo. Más aún, el abajarse de Cristo es el total anonadamiento, que no otra cosa fue el tomar la condición de esclavo.

Cristo, por tanto, permaneciendo en su condición divina, en su condición de Hijo único de Dios, según la cual le ofrecemos el sacrificio igual que al Padre, al tomar la condición de esclavo, fue constituido sacerdote, para que, por medio de él, pudiéramos ofrecer la hostia viva, santa, grata a Dios. Nosotros no hubiéramos podido ofrecer nuestro sacrificio a Dios si Cristo no se hubiese hecho sacrificio por nosotros: en él nuestra propia raza humana es un verdadero y saludable sacrificio. En efecto, cuando precisamos que nuestras oraciones son ofrecidas por nuestro Señor, sacerdote eterno, reconocemos en él la verdadera carne de nuestra misma raza, de conformidad con lo que dice el Apóstol: Todo sumo sacerdote, escogido entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Pero, al decir: «tu Hijo», añadimos: «que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo», para recordar, con esta adición, la unidad de naturaleza que tienen el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y significar, de este modo, que el mismo Cristo, que por nosotros ha asumido el oficio de sacerdote, es por naturaleza igual al Padre y al Espíritu Santo.

San Fulgencio de Ruspe, Carta 14 (36-37: CCL 91, 429-431)

miércoles, 20 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Hay que amar solamente a Dios


El que se ama a sí mismo no puede amar a Dios; en cambio, el que, movido por la superior excelencia de las riquezas del amor a Dios, deja de amarse a sí mismo ama a Dios. Y, como consecuencia, ya no busca nunca su propia gloria, sino más bien la gloria de Dios. El que se ama a sí mismo busca su propia gloria, pero el que ama a Dios desea la gloria de su Hacedor.

En efecto, es propio del alma que siente el amor a Dios buscar siempre y en todas sus obras la gloria de Dios y deleitarse en su propia sumisión a él, ya que la gloria conviene a la magnificencia de Dios; al hombre, en cambio, le conviene la humildad, la cual nos hace entrar a formar parte de la familia de Dios. Si de tal modo obramos, poniendo nuestra alegría en la gloria del Señor, no nos cansaremos de repetir, a ejemplo de Juan Bautista: Él tiene que crecer y yo tengo que menguar.

Sé de cierta persona que, aunque se lamentaba de no amar a Dios como ella hubiera querido, sin embargo, lo amaba de tal manera que el mayor deseo de su alma consistía en que Dios fuera glorificado en ella, y que ella fuese tenida en nada. El que así piensa no se deja impresionar por las palabras de alabanza, pues sabe lo que es en realidad; al contrario, por su gran amor a la humildad, no piensa en su propia dignidad, aunque fuese el caso que sirviese a Dios en calidad de sacerdote; su deseo de amar a Dios hace que se vaya olvidando poco a poco de su dignidad y que extinga en las profundidades de su amor a Dios, por el espíritu de humildad, la jactancia que su dignidad pudiese ocasionar, de modo que llega a considerarse siempre a sí mismo como un siervo inútil, sin pensar para nada en su dignidad, por su amor a la humildad. Lo mismo debemos hacer también nosotros, rehuyendo todo honor y toda gloria, movidos por la superior excelencia de las riquezas del amor a Dios, que nos ha amado de verdad.

Dios conoce a los que lo aman sinceramente, porque cada cual lo ama según la capacidad de amor que hay en su interior. Por tanto, el que así obra desea con ardor que la luz de este conocimiento divino penetre hasta lo más íntimo de su ser, llegando a olvidarse de sí mismo, transformado todo él por el amor.

El que es así transformado vive y no vive; pues, mientras vive en su cuerpo, el amor lo mantiene en un continuo peregrinar hacia Dios; su corazón, encendido en el ardiente fuego del amor, está unido a Dios por la llama del deseo, y su amor a Dios le hace olvidarse completamente del amor a sí mismo, pues, como dice el Apóstol, si empezamos a desatinar, a Dios se debía; si ahora nos moderamos es por vosotros.

Diadoco de Foticé,  Capítulos sobre la perfección espiritual (Caes 12.13.14: PG 65, 1171-1172)

martes, 19 de febrero de 2013

¿Qué es lo que Dios no ha hecho por nosotros?


¿Qué es, pues, lo que Dios no ha hecho por nosotros? Por nosotros hizo tanto el mundo corruptible como el incorruptible; por nosotros permitió que los profetas fueran mal acogidos; por nosotros los envió a la cautividad; por nosotros permitió que fueran arrojados al horno y que soportaran males sin cuento.

Por nosotros suscitó a los profetas y también a los apóstoles; por nosotros entregó al Unigénito; quiso sentarnos a su derecha; por nosotros padeció oprobios, pues dice: Las afrentas con que te afrentan caen sobre mí. Sin embargo, después de tantas y tales deserciones, él no nos abandona, sino que nos exhorta de nuevo y predispone a otros para que intercedan por nosotros, para poder otorgarnos su gracia. Es el caso de Moisés. Le dice, en efecto: Déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos, para inducirle a interceder por ellos.

Y otro tanto en la actualidad, otorgándonos el don de la plegaria. Y obraba así, no porque tenga necesidad de nuestras súplicas, sino para que nosotros, creyéndonos a salvo, no nos hiciéramos peores. Por eso dice a menudo a los israelitas que se reconcilia con ellos por amor a David o a cualquier otro, reservándose de este modo una coartada para la reconciliación. Si bien es verdad que quedaría mejor él, si dijera que deponía su indignación espontáneamente y no porque otro se lo pedía. Pero no era esto lo que Dios pretendía; lo que Dios quería era evitar que el trámite de reconciliación no fuera para los que habían de salvarse motivo de infravaloración. Por eso decía a Jeremías: No intercedas por este pueblo, que no te escuchará. Y no es que quisiera que el profeta dejase de orar; lo que quería era atemorizarlos. El profeta, que así lo comprendió, no cesó de suplicar.

Y así como a los ninivitas, al comunicarles la sentencia sin fijar límites de tiempo ni insinuarles resquicio alguno de esperanza, les inspiró un profundo terror induciéndolos a penitencia, lo mismo hace en este pasaje: mete la preocupación en el ánimo de los israelitas, hace al profeta más venerable a sus ojos, para ver si al menos así le escuchan. Luego, comoquiera que padecían un mal sin remedio y no reaccionaban tampoco ante las amenazas de los profetas que les enviaba, primero les intima que permanezcan allí; y al mostrarse renuentes y planear la evasión a Egipto, Dios condesciende, no sin rogarles que eviten caer en la impiedad de los egipcios. Como tampoco en esto le hicieron caso, manda con ellos al profeta para que no se esquinasen totalmente con él.

¿Y qué es lo que los profetas no padecían por su causa? Aserrados, exilados, ultrajados, lapidados, sufrieron una infinidad de otros graves tormentos. Y no obstante todo esto, los israelitas acudían a ellos una y otra vez. Samuel no cesó nunca de llorar a Saúl, a pesar de haber sufrido ultrajes y tratos intolerables por su culpa: toda injuria estaba olvidada. Jeremías, por su parte, compuso para el pueblo judío unas lamentaciones que puso por escrito; y habiéndole concedido el jefe de la guardia persa facultad para vivir en seguridad y libertad donde quisiese, prefirió a su casa el compartir la suerte de los infelices de su pueblo y una mísera morada en tierra extranjera.

San Juan Crisóstomo,  Homilía 14 sobre la carta a los Romanos (8: PG 60, 534-535)

lunes, 18 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


El amor nos eleva hasta unas alturas inefables


El que posee el amor de Cristo que cumpla sus mandamientos. ¿Quién será capaz de explicar debidamente el vínculo que el amor divino establece? ¿Quién podrá dar cuenta de la grandeza de su hermosura? El amor nos eleva hasta unas alturas inefables. El amor nos une a Dios, el amor cubre la multitud de los pecados, el amor lo aguanta todo, lo soporta todo con paciencia; nada sórdido ni altanero hay en él; el amor no admite divisiones, no promueve discordias, sino que lo hace todo en la concordia; en el amor hallan su perfección todos los elegidos de Dios, y sin él nada es grato a Dios. En el amor nos acogió el Señor: por su amor hacia nosotros, nuestro Señor Jesucristo, cumpliendo la voluntad del Padre, dio su sangre por nosotros, su carne por nuestra carne, su vida por nuestras vidas.

Ya veis, amados hermanos, cuán grande y admirable es el amor y cómo es inenarrable su perfección. Nadie es capaz de practicarlo adecuadamente, si Dios no le otorga este don. Oremos, por tanto, e imploremos la misericordia divina, para que sepamos practicar sin tacha el amor, libres de toda parcialidad humana. Todas las generaciones anteriores, desde Adán hasta nuestros días, han pasado; pero los que por gracia de Dios han sido perfectos en el amor obtienen el lugar destinado a los justos y se manifestarán el día de la visita del reino de Cristo. Porque está escrito: Anda, pueblo mío, entra en los aposentos y cierra la puerta por dentro; escóndete un breve instante mientras pasa la cólera; y me acordaré del día bueno y os haré salir de vuestros sepulcros.

Dichosos nosotros, amados hermanos, si cumplimos los mandatos del Señor en la concordia del amor, porque este amor nos obtendrá el perdón de los pecados. Está escrito: Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito y en cuyo espíritu no hay falsedad. Esta proclamación de felicidad atañe a los que, por Jesucristo nuestro Señor, han sido elegidos por Dios, al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

San Clemente de Roma , Carta a los Corintios (49-50: 1, 123-125)

domingo, 17 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


A Cristo a través de tribulaciones y tentaciones


La vida de los mortales está llena de insidiosos lazos, llena de un entramado de engaños tendidos al género humano por aquel intrépido cazador, según el Señor, llamado Nemrod. Y ¿quién sino el diablo, es el verdadero intrépido cazador, que osó rebelarse incluso contra Dios? De hecho, a los lazos de las tentaciones y a las trampas de las insidias se les llama redes del diablo. Y como el enemigo había tendido estas redes por doquier y había cazado en ellas a casi todos, fue necesario que se presentase alguien lo suficiente fuerte y poderoso para romperlas, dejando así vía libre a sus seguidores. Por lo cual, el mismo Salvador, antes de llegar a la unión nupcial con la Iglesia, es tentado por el diablo, para, vencidas las redes de las tentaciones, verla a través de ellas y a través de ellas llamarla a sí, enseñándola claramente y haciéndole patente que a Cristo ha de llegar no por el ocio y los deleites, sino a través de muchas tribulaciones y tentaciones. En realidad, no hubo ningún otro capaz de superar estas redes, pues, como está escrito, todos pecaron; y nuevamente la Escritura dice: No hay en el mundo nadie tan honrado que haga el bien sin pecar nunca. Y de nuevo: Nadie está limpio de pecado, ni el hombre de un solo día.

En consecuencia, nuestro Señor y Salvador, Jesús, es el único que no cometió pecado, pero el Padre le hizo expiar nuestros pecados, para que, en una condición pecadora como la nuestra, y haciéndolo víctima por el pecado condenara el pecado. Se acercó, pues, a estas redes, pero él fue el único que no quedó enredado en ellas; al contrario, rotas y destruidas las redes, dio a su Iglesia el coraje de pisotear los lazos, caminar sobre las redes y proclamar con entusiasmo: Hemos salvado la vida como un pájaro de la trampa del cazador; la trampa se rompió y escapamos.

Y ¿quién fue el que rompió la trampa? El único que no pudo ser retenido en ella, pues aunque murió, murió porque quiso y no como nosotros, forzados por las exigencias del pecado. El es el único que estuvo libre entre los muertos. Y porque estuvo libre entre los muertos, por eso, vencido el que tenía el dominio sobre la muerte, liberó a los que eran esclavos de la muerte. Y no sólo se resucitó a sí mismo de entre los muertos, sino que suscitó a la vida a los esclavos de la muerte y los sentó en el cielo con él. Pues al subir Cristo a lo alto llevando cautivos, se llevó no sólo las almas, sino que resucitó asimismo los cuerpos, como lo atestigua el evangelio: Muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron, se aparecieron a muchos y entraron en la Ciudad santa del Dios vivo, en Jerusalén.

Orígenes , Comentario al Cantar de los cantares (Hom 3: GCS t. 8, 221, 19-223, 5)

sábado, 16 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Y tu Padre que ve en lo oculto, te premiará


Parece inferirse de esta doctrina que ninguna culpa debe haber en querer agradar a los fieles y sin embargo se nos prohíbe fijar el fin de nuestras buenas obras en la alabanza de los hombres, sean quienes fueren. Si es para que vuestras obras, agradando a los hombres, los estimule a imitarlas, debéis practicarlas no sólo en presencia de los creyentes sino también de quienes no creen. Si con otros entiendes por izquierda al enemigo, y piensas que eso significa que no debe saber tu enemigo cuándo haces limosna, ten presente que el mismo Señor sanó caritativamente a los hombres en presencia de los judíos. Además, ¿cómo puede eso concordar con el precepto que nos manda dar limosna aun a nuestro enemigo ( Prov 25,21): "Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer"? La tercera opinión es hasta ridícula, porque es la de aquellos que dicen que con el nombre de izquierda debe entenderse la mujer de cada uno, y como en los asuntos familiares las mujeres suelen estar más dedicadas a la administración del dinero, debe el marido ocultarlo cuando hace alguna limosna a algún pobre, para evitar las discusiones domésticas. Este precepto no se ha dado sólo para los hombres sino también para las mujeres. Cuando se manda ocultar la limosna ante la mujer propia, que según esto, significa la mano izquierda, ¿podremos decir también que cuando se manda esto mismo a la mujer, es porque el marido es también la mano izquierda de ella? Lo cual, si alguno lo estima como verídico, no considera que está mandado a los casados el ganarse mutuamente por medio de sus buenas costumbres, y que por ello no deben ocultarse sus buenas obras, como tampoco deben hacerse robos con el fin de agradar a Dios.
Sin embargo, si en alguna ocasión debe ocultarse alguna cosa, porque el otro no podría ver aquella buena obra con buenos ojos por efecto de su debilidad, no podemos decir que esto se hace de una manera ilícita. No parece, pues, que deba entenderse fácilmente a la mujer como la mano izquierda, porque en todo el capítulo no lo da a entender, ni tampoco se presenta ocasión en la cual deba llamarse izquierda. Lo que se ha culpado en los hipócritas, porque buscan las alabanzas de los hombres, esto es lo que se te prohíbe hacer. Por lo tanto, debe entenderse como izquierda la complacencia por la alabanza, y por derecha la intención de cumplir los preceptos divinos. Cuando el deseo de la alabanza humana se mezcla en la conciencia del que obra con el de dar la limosna, la conciencia de la derecha se hace izquierda. Ignore, pues, la izquierda, esto es, no se mezcle en tu conciencia el deseo de la humana alabanza. Nuestro Señor prohíbe con mucha más razón que sólo la mano izquierda haga las buenas obras, que el que se mezcle en las acciones de la mano derecha. El fin que se propone cuando dijo esto, lo manifiesta cuando añade: "Para que tu limosna sea en oculto", esto es, en la buena conciencia, la que no puede mostrarse ante los ojos humanos, ni tampoco manifestarse por medio de las palabras, porque entonces habría muchos que mentirían en muchas cosas. Tu propia conciencia te basta para obtener el premio, si esperas el premio de Aquel, que únicamente puede inspeccionar tu conciencia. Y esto es lo que añade: "Y tu Padre que ve en lo oculto, te premiará". Muchos ejemplares latinos dicen: "Te premiará públicamente".

San Agustín de Hipona , De sermone Domini, 2,2

viernes, 15 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Cinco caminos de penitencia


¿Queréis que os recuerde los diversos caminos de penitencia? Hay ciertamente muchos, distintos y diferentes, y todos ellos conducen al cielo.
El primer camino de penitencia consiste en la acusación de los pecados: Confiesa primero tus pecados, y serás justificado. Por eso dice el salmista: Propuse: «Confesaré al Señor mi culpa» y tú perdonaste mi culpa y mi pecado. Condena, pues, tú mismo, aquello en lo que pecaste, y esta confesión te obtendrá el perdón ante el Señor, pues, quien condena aquello en lo que faltó, con más dificultad volverá a cometerlo; haz que tu conciencia esté siempre despierta y sea como tu acusador doméstico, y así no tendrás quien te acuse ante el tribunal de Dios.
Este es un primer y óptimo camino de penitencia; hay también otro, no inferior al primero, que consiste en perdonar las ofensas que hemos recibido de nuestros enemigos, de tal forma que, poniendo a raya nuestra ira, olvidemos las faltas de nuestros hermanos; obrando así, obtendremos que Dios perdone aquellas deudas que ante él hemos contraído; he aquí, pues, un segundo modo de expiar nuestras culpas. Porque si perdonáis a los demás sus culpas –dice el Señor–, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros.
¿Quieres conocer un tercer camino de penitencia? Lo tienes en la oración ferviente y continuada, que brota de lo íntimo del corazón.
Si deseas que te hable aún de un cuarto camino, te diré que lo tienes en la limosna: ella posee una grande y extraordinaria virtualidad.
También, si eres humilde y obras con modestia, en este proceder encontrarás, no menos que en cuanto hemos dicho hasta aquí, un modo de destruir el pecado: De ello tienes un ejemplo en aquel publicano, que, si bien no pudo recordar ante Dios su buena conducta, en lugar de buenas obras presentó su humildad y se vio descargado del gran peso de sus muchos pecados.
Te he recordado, pues, cinco caminos de penitencia: primero, la acusación de los pecados; segundo, el perdonar las ofensas de nuestro prójimo; tercero, la oración; cuarto, la limosna; y quinto, la humildad.
No te quedes, por tanto, ocioso, antes procura caminar cada día por la senda de estos caminos: ello, en efecto, resulta fácil, y no te puedes excusar aduciendo tu pobreza, pues, aunque vivieres en gran penuria, podrías deponer tu ira y mostrarte humilde, podrías orar asiduamente y confesar tus pecados; la pobreza no es obstáculo para dedicarte a estas prácticas. Pero, ¿qué estoy diciendo? La pobreza no impide de ninguna manera el andar por aquel camino de penitencia que consiste en seguir el mandato del Señor, distribuyendo los propios bienes –hablo de la limosna–, pues esto lo realizó incluso aquella viuda pobre que dio sus dos pequeñas monedas.
Ya que has aprendido con estas palabras a sanar tus heridas, decídete a usar de estas medicinas, y así, recuperada ya tu salud, podrás acercarte confiado a la mesa santa y salir con gran gloria al encuentro del Señor, rey de la gloria, y alcanzar los bienes eternos por la gracia, la misericordia y la benignidad de nuestro Señor Jesucristo.

San Juan Crisóstomo , Homilía sobre el diablo tentador (2, 6: PG 49, 263-264)

jueves, 14 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Ayunamos, pues nos acercamos a los sagrados misterios


¿Por qué ayunamos durante estos cuarenta días? En el pasado, muchos se acercaban a los sagrados misterios temerariamente y sin ninguna preparación, especialmente en estos días en que Cristo se entregó a sí mismo. Por ese motivo, los Padres, conscientes del daño que podía derivarse de ese acercarse irresponsablemente a los misterios, juzgaron oportuno prescribir cuarenta días de ayuno, de oraciones, de escucha de la palabra de Dios y de reuniones, para que todos, diligentemente purificados por la plegaria, la limosna, el ayuno, las vigilias, las lágrimas, la confesión y las demás obras, podamos acercarnos a los sagrados misterios con la conciencia limpia, según nuestra capacidad receptiva. La experiencia nos dice que, con esta unánime decisión, aseguraron, incluso para los tiempos venideros, algo grande y excelente, consiguiendo hacernos llegar a la habitual observancia del ayuno.

De hecho, aunque durante todo el año, nosotros no nos cansamos de predicar y proclamar el ayuno, nadie presta atención a nuestras palabras. En cambio, al solo anuncio de la Cuaresma, aunque nadie estimule, aunque nadie exhorte, hasta el más negligente se reanima y acoge las exhortaciones y las incitaciones que nos hace el mismo tiempo cuaresmal.

Por tanto, si alguno te pregunta por qué ayunas, no digas que es por la Pascua, ni siquiera por la cruz. En efecto, no ayunamos ni por la Pascua ni por la cruz, sino a causa de nuestros pecados, pues vamos a acercarnos a los sagrados misterios. Además, la Pascua no es motivo de ayuno o de luto, sino de alegría y de gozo.

Finalmente, la cruz tomó sobre sí el pecado, fue expiación por todo el mundo y reconciliación de un odio inveterado, abrió las puertas del cielo, devolvió a la amistad a los que antes eran enemigos, nos hizo subir al cielo, colocó a nuestra naturaleza a la derecha del trono, y nos concedió otros innumerables bienes.

Así que no debemos llorar y afligirnos por todas estas cosas, sino gozarnos y alegrarnos. El mismo san Pablo dice: Dios me libre de gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Y de nuevo: La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.

En el mismo sentido se expresa claramente san Juan: Tanto amó Dios al mundo. ¿Cómo le amó? Dejando perder todas las demás cosas, levantó una cruz. Después de haber dicho: Tanto amó Dios al mundo, añadió: que entregó a su Hijo único para que lo crucificaran, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Luego si la cruz es motivo de amor y de glorificación, no digamos que nos afligimos por ella. Nunca jamás lloremos por la cruz, sino por nuestros pecados. Por eso ayunamos.

San Juan Crisóstomo , Discurso 3 contra los judíos (PG 48, 867-868)

miércoles, 13 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Convertíos a mí


Convertíos a mí de todo corazón, y que vuestra penitencia interior se manifieste por medio del ayuno, del llanto y de las lágrimas; así, ayunando ahora, seréis luego saciados; llorando ahora, podréis luego reír; lamentándoos ahora, seréis luego consolados. Y, ya que la costumbre tiene establecido rasgar los vestidos en los momentos tristes y adversos –como nos lo cuenta el Evangelio, al decir que el pontífice rasgó sus vestiduras para significar la magnitud del crimen del Salvador, o como nos dice el libro de los Hechos que Pablo y Bernabé rasgaron sus túnicas al oír las palabras blasfematorias–, así os digo que no rasguéis vuestras vestiduras, sino vuestros corazones repletos de pecado; pues el corazón, a la manera de los odres, no se rompe nunca espontáneamente, sino que debe ser rasgado por la voluntad. Cuando, pues, hayáis rasgado de esta manera vuestro corazón, volved al Señor, vuestro Dios, de quien os habíais apartado por vuestros antiguos pecados, y no dudéis del perdón, pues, por grandes que sea vuestras culpas, la magnitud de su misericordia perdonará, sin duda, la vastedad de vuestros muchos pecados.

Pues el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad; él no se complace en la muerte del malvado, sino en que el malvado cambie de conducta y viva; él no es impaciente como el hombre, sino que espera sin prisas nuestra conversión y sabe retirar su malicia de nosotros, de manera que, si nos convertimos de nuestros pecados, él retira de nosotros sus castigos y aparta de nosotros sus amenazas, cambiando ante nuestro cambio. Cuando aquí el profeta dice que el Señor sabe retirar su malicia, por malicia no debemos entender lo que es contrario a la virtud, sino las desgracias con que nuestra vida está amenazada, según aquello que leemos en otro lugar: A cada día le bastan sus disgustos, o bien aquello otro: ¿Sucede una desgracia en la ciudad que no la mande el Señor?

Y, porque dice, como hemos visto más arriba, que el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad y que sabe retirar su malicia, a fin de que la magnitud de su clemencia no nos haga negligentes en el bien, añade el profeta: Quizá se arrepienta y nos perdone y nos deje todavía su bendición. Por eso, dice, yo, por mi parte, exhorto a la penitencia y reconozco que Dios es infinitamente misericordioso, como dice el profeta David: Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa.

Pero, como sea que no podemos conocer hasta dónde llega el abismo de las riquezas y sabiduría de Dios, prefiero ser discreto en mis afirmaciones y decir sin presunción: Quizá se arrepienta y nos perdone. Al decir quizá, ya está indicando que se trata de algo o bien imposible o por lo menos muy difícil.

Habla luego el profeta de ofrenda y libación para nuestro Dios: con ello, quiere significar que, después de habernos dado su bendición y perdonado nuestro pecado, nosotros debemos ofrecer a Dios nuestros dones.

San Jerónimo , De los Comentarios sobre el libro del profeta Joel, PL 25, 967-968

martes, 12 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Enseñamos una sabiduría divina


Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa. El misterio no admite demostración, pero anuncia lo que es. Y no sería un misterio exclusivamente divino si le añadieras algo por tu cuenta. Por lo demás, se llama misterio porque creemos lo que no vemos: una cosa es la que vemos y otra la que creemos. Tal es de hecho la naturaleza de nuestros misterios.

Mi reacción ante el misterio es muy distinta de la reacción del infiel. Me dicen que Cristo ha sido crucificado, e inmediatamente entran en juego los mecanismos de mi admiración al comprobar su amor por los hombres; lo oye el infiel y lo considera una imbecilidad; me dicen que se ha hecho esclavo y admiro la providencia; lo oye él y lo juzga deshonroso; me dicen que murió y enmudezco ante su poder no superado por la muerte sino destructor de la muerte; lo oye él y diagnostica imbecilidad.

Cuando él oye hablar de resurrección lo considera una fábula, yo, en cambio, una vez hechas las debidas comprobaciones, adoro la economía de Dios. Oyendo hablar del bautismo piensa él que es sólo cuestión de agua, yo, en cambio, no me quedo en las meras apariencias, sino que veo además la purificación del alma por el Espíritu. Piensa él que sólo me han lavado el cuerpo, mientras que yo creo que también el alma se ha hecho pura y santa, y pienso en el sepulcro, la resurrección, la santificación, la justicia, la redención, la adopción, la herencia, el reino de los cielos, el don del Espíritu. Pues no juzgo los fenómenos con los ojos del cuerpo, sino con los ojos del alma. Oigo hablar del cuerpo de Cristo, y lo entiendo de muy diversa manera que el infiel.

Y así como los niños al ver un libro, no conocen el valor de las letras y desconocen lo que ven, lo mismo pasa con el misterio: los infieles aunque oigan, es como si no oyeran; en cambio los fieles, que poseen la pericia del Espíritu, penetran el significado oculto. Aclarando este tema decía Pablo: Si nuestro evangelio sigue velado, es para los que van a la perdición, o sea, para los incrédulos.

Así pues, misterio es sobre todo lo que, aunque predicado en todas partes, no es conocido por los que no tienen un alma recta, pues se revela no por la sabiduría, sino por el Espíritu Santo y en la medida de nuestra propia capacidad. En consecuencia, no andaría errado quien, de acuerdo con lo expuesto, llamara al misterio «arcano», ya que ni siquiera a nosotros los creyentes se nos ha dado la plena percepción y el conocimiento exacto del misterio. Por eso decía Pablo: Porque limitado es nuestro saber y limitada es nuestra profecía. Ahora vemos confusamente en un espejo, entonces veremos cara a cara. Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria.

San Juan Crisóstomo , Homilía 7 sobre la primera carta a los Corintios (1-2: PG 61, 55-56)

lunes, 11 de febrero de 2013

Renuncia de Benedicto XVI al Ministerio de Obispo de Roma




"Queridísimos hermanos,

Os he convocado a este Consistorio, no sólo para las tres causas de canonización, sino también para comunicaros una decisión de gran importancia para la vida de la Iglesia.

Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando.

Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado.

Por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado por medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005, de forma que, desde el 28 de febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro, quedará vacante y deberá ser convocado, por medio de quien tiene competencias, el cónclave para la elección del nuevo Sumo Pontífice.

Queridísimos hermanos, os doy las gracias de corazón por todo el amor y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso de mi ministerio, y pido perdón por todos mis defectos.

Ahora, confiamos la Iglesia al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro Señor Jesucristo, y suplicamos a María, su Santa Madre, que asista con su materna bondad a los Padres Cardenales al elegir el nuevo Sumo Pontífice. Por lo que a mi respecta, también en el futuro, quisiera servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria".

Roma, 11 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


La sabiduría de la cruz


La sabiduría de este mundo es necedad ante Dios, y la sabiduría de Dios es necedad ante el mundo. Es necedad hablar de cruz a los que perecen. Pues bien: en cierto modo, hablar de pobreza y de llanto es hablar de cruz. Pues la pobreza y el llanto son una modalidad de la cruz. Pero la sabiduría de Dios ha quedado justificada por sus obras, obras de la luz. Los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz. Por esta razón, los hijos de este mundo y los hijos de la luz se consideran mutuamente necios y locos. Aquéllos acuden a los idólatras que se extravían con engaños, éstos aman como a la luz la necedad de la predicación, de la que quiso Dios valerse para salvar a los creyentes, luz que el hombre animal no capta, pues para él es necedad y es incapaz de comprenderla. Esta oposición entre la sabiduría de Dios y la sabiduría de este mundo ataca, en el corazón de muchos, los mismos fundamentos de la fe y es tan poderosa que amenaza con hacer caer, si fuera posible, a los mismos elegidos.

Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. La vanidad y la verdad distinguen entre llanto y llanto. Los hay que lloran por cosas que no vale la pena llorar, y, en consecuencia, son dignos de lástima, pues lloran en vano como en vano creen. Y los hay que pía y saludablemente lloran, y serán dichosos porque lloran de la manera de que habla el Señor dirigiéndose a sus discípulos: Yo os aseguro: lloraréis y os lamentaréis vosotros, mientras el mundo estará alegre. Vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. Y el salmista: Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas.

De este pío llanto, como de una lluvia de gracia celeste, se riegan nuestras semillas, para que bien regada crezca más abundante la mies. Esta es la lluvia copiosa que Dios derramó en su heredad. En este valle de lágrimas en que hemos nacido, tenemos sobradas razones para llorar, en donde todo lo que ocurre, dentro o fuera de nosotros, es raro que no nos dé motivo para llorar. Con esta diferencia: que los débiles se lamentan en la tribulación, mientras que los perfectos se gozan incluso de las tribulaciones, lo que es señal de fortaleza; y se duelen no obstante, lo cual es señal de debilidad. Pues no debemos pensar que los perfectos estén exentos de toda debilidad. Pues su fuerza se realiza en la debilidad.


Balduino de Cantorbery, Sobre las bienaventuranzas evangélicas (9: PL 204, 501-502.504)

domingo, 10 de febrero de 2013

Dejándolo todo, lo siguieron


Estando el bienaventurado Pedro con otros dos discípulos de Cristo, el Señor, Santiago y Juan, en la montaña con el mismo Señor, oyó una voz venida del cielo: Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo. Recordando este episodio, el mencionado Apóstol escribe en su Carta: Esta voz traída del cielo la oímos nosotros estando con él en la montaña sagrada. Y luego continúa diciendo: Esto nos cerciora la palabra de los profetas. Se oyó aquella voz del cielo, y se cercioró la palabra de los profetas.
Este Pedro, que así habla, fue pescador: y en la actualidad es un inestimable timbre de gloria para un orador, ser capaz de comprender al pescador. Esta es la razón por la que el apóstol Pablo, hablando de los primeros cristianos, les decía: Fijaos, hermanos, en vuestra asamblea; no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; todo lo contrario, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios; lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar al fuerte. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta.
Si para dar comienzo a su obra, Cristo hubiera elegido un orador, el orador hubiera dicho: «He sido elegido en consideración a mi elocuencia». Si hubiera escogido a un senador, el senador hubiera dicho: «He sido escogido en atención a mi dignidad». Finalmente, si primeramente hubiera elegido a un emperador, el emperador hubiera dicho: «He sido elegido en consideración a mi poder». Descansen los tales y aguarden todavía un poco. Descansen un poco: no se prescinda de ellos ni se les desprecie; sean tan sólo aplazados quienes pueden gloriarse de sí mismos y en sí mismos.
Dame, dice, ese pescador, dame a ese ignorante, dame ese analfabeto, dame a ese con quien no se digna hablar el senador, ni siquiera al comprarle la pesca: dame a ese. Y cuando le haya colmado de mis dones, quedará patente que soy yo quien actúo. Aunque bien es verdad que me propongo hacer lo mismo con el senador, el orador y el emperador: lo haré llegado el momento también con el senador, pero con un pescador mi actuación es más evidente. Puede el senador gloriarse de sí mismo, y lo mismo el orador y el emperador: en cambio el pescador sólo puede gloriarse en Cristo. Que venga, que venga primero el pescador a enseñar la humildad que salva; por su medio será más fácilmente conducido a Cristo el emperador.
Acordaos, pues, del pescador santo, justo, bueno, lleno de Cristo, en cuyas redes, echadas por todo el mundo, había de ser pescado, junto con los demás, este pueblo africano; acordaos, pues, que él había dicho: Esto nos cerciora la palabra de los profetas.

San Agustín de Hipona , Sermón 43 (5-6: PL 38, 256- 257)

sábado, 9 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Os saluda mi espíritu


Acordaos en vuestras oraciones de la iglesia de Siria, que privada ahora de mí, no tiene otro pastor que el mismo Dios. Sólo Jesucristo y vuestro amor harán para con ella el oficio de obispo. Yo me avergüenzo de pertenecer al número de los obispos; no soy digno de ello, ya que soy el último de todos y un abortivo. Sin embargo, llegaré a ser algo, si llego a la posesión de Dios, por su misericordia.

Os saluda mi espíritu y la caridad de las Iglesias que me han acogido en el nombre de Jesucristo, y no como un transeúnte. En efecto, incluso las Iglesias que no entraban en mi itinerario corporal acudían en cada una de las ciudades por las que pasaba.

Os escribo desde Esmirna, por medio de unos efesios verdaderamente dignos de ser proclamados bienventurados. Entre otros, está también conmigo Croco, que me es muy querido. Respecto a los que, desde Siria, me han precedido a Roma a gloria de Dios, creo que los conocéis. Decidles que llegaré pronto. Todos son dignos de Dios y de vosotros, y conviene que les agasajéis en todo.

Adiós. Sed fuertes hasta el fin, soportándolo todo por Jesucristo.

San Ignacio de Antioquía , Carta a los Romanos (9-10: Funck 1, 223)

viernes, 8 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Lo que deseo es el pan de Dios


El príncipe de este mundo me quiere arrebatar y pretende arruinar mi deseo, que tiende hacia Dios. Que nadie de vosotros, los aquí presentes, lo ayude; poneos más bien de mi parte, esto es, de parte de Dios. No queráis a un mismo tiempo tener a Jesucristo en la boca y los deseos mundanos en el corazón. Que no habite la envidia entre vosotros. Ni me hagáis caso si, cuando esté aquí, os suplicare en sentido contrario; haced más bien caso de lo que ahora os escribo. Porque os escribo en vida, pero deseando morir. Mi amor está crucificado y ya no queda en mí el fuego de los deseos terrenos, únicamente siento en mi interior la voz de una agua viva que me habla y me dice: «Ven al Padre». No encuentro ya deleite en el alimento material ni en los placeres de este mundo. Lo que deseo es el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, de la descendencia de David, y la bebida de su sangre, que es la caridad incorruptible.

No quiero ya vivir más la vida terrena. Y este deseo será realidad si vosotros lo queréis. Os pido que lo queráis, y así vosotros hallaréis también benevolencia. En dos palabras resumo mi súplica: hacedme caso. Jesucristo os hará ver que digo la verdad, él que es la boca que no engaña, por la que el Padre ha hablado verdaderamente. Rogad por mí, para que llegue a la meta.

Os he escrito no con criterios humanos, sino conforme a la mente de Dios. Si sufro el martirio, es señal de que me queréis bien; de lo contrario, es que me habéis aborrecido.

San Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos (7-8: 1, 121-123)

jueves, 7 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Permitid que imite la pasión de mi Dios


Desde Siria hasta Roma vengo luchando ya con las fieras, por tierra y por mar, de noche y de día, atado como voy a diez leopardos, es decir, a un pelotón de soldados que, cuantos más beneficios se les hace, peores se vuelven. Pero sus malos tratos me ayudan a ser mejor, aunque tampoco por eso quedo absuelto. Quiera Dios que tenga yo el gozo de ser devorado por las fieras que me están destinadas; lo que deseo es que no se muestren remisas; yo las azuzaré para que me devoren pronto, no suceda como en otras ocasiones que, atemorizadas, no se han atrevido a tocar a sus víctimas. Si se resisten, yo mismo las obligaré.

Perdonadme lo que os digo; es que yo sé bien lo que me conviene. Ahora es cuando empiezo a ser discípulo. Ninguna cosa, visible o invisible, me prive por envidia de la posesión de Jesucristo. Vengan sobre mí el fuego, la cruz, manadas de fieras, desgarramientos, amputaciones, descoyuntamiento de huesos, seccionamiento de miembros trituración de todo mi cuerpo, todos los crueles tormentos del demonio, con tal de que esto me sirva para alcanzar a Jesucristo.

De nada me servirían los placeres terrenales ni los reinos de este mundo. Prefiero morir en Cristo Jesús que reinar en los confines de la tierra. Todo mi deseo y mi voluntad están puestos en aquel que por nosotros murió y resucitó. Se acerca ya el momento de mi nacimiento a la vida nueva. Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera; si lo que yo anhelo es pertenecer a Dios, no me entreguéis al mundo ni me seduzcáis con las cosas materiales; dejad que pueda contemplar la luz pura; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios. El que tenga a Dios en sí entenderá lo que quiero decir y se compadecerá de mí, sabiendo cuál es el deseo que me apremia.

San Ignacio de Antioquía , Carta a los Romanos (5-6: I, 219-221)

miércoles, 6 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


Soy trigo de Dios


Nunca tuvisteis envidia de nadie, y así lo habéis enseñado a los demás. Lo que yo ahora deseo es que lo que enseñáis y mandáis a otros lo mantengáis con firmeza y lo practiquéis en esta ocasión. Lo único que para mí habéis de pedir es que tenga fortaleza interior y exterior, para que no sólo hable, sino que esté también interiormente decidido, a fin de que sea cristiano no sólo de nombre, sino también de hecho. Si me porto como cristiano, tendré también derecho a este nombre y, entonces, seré de verdad fiel a Cristo, cuando haya desaparecido ya del mundo. Nada es bueno sólo por lo que aparece al exterior. El mismo Jesucristo, nuestro Dios, ahora que está con su Padre, es cuando mejor se manifiesta. Lo que necesita el cristianismo, cuando es odiado por el mundo, no son palabras persuasivas, sino grandeza de alma.

Yo voy escribiendo a todas las Iglesias, y a todas les encarezco lo mismo: que moriré de buena gana por Dios, con tal que vosotros no me lo impidáis. Os lo pido por favor: no me demostréis una benevolencia inoportuna. Dejad que sea pasto de las fieras, ya que ello me hará posible alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios y he de ser molido por los dientes de las fieras, para llegar a ser pan limpio de Cristo.

Halagad más bien a las fieras, para que sean mi sepulcro y no dejen nada de mi cuerpo; así, después de muerto, no seré gravoso a nadie. Entonces seré de verdad discípulo de Cristo, cuando el mundo no vea ya ni siquiera mi cuerpo. Rogad por mí a Cristo, para que, en medio de esos instrumentos, llegue a ser una víctima para Dios. No os doy mandatos como Pedro y Pablo. Ellos eran apóstoles, yo no soy más que un condenado a muerte; ellos eran libres, yo no soy al presente más que un esclavo. Pero, si logro sufrir el martirio, entonces seré liberto de Jesucristo y resucitaré libre como él. Ahora, en medio de mis cadenas, es cuando aprendo a no desear nada.

Carta a los Romanos 3-4

Hoy celebra la Iglesia la memoria de la pasión de los mártires del Japón san Pablo Miki y sus compañeros. El texto del mártir san Ignacio de Antioquía se acomoda perfectamente. Que ellos intercedan por nosotros.


Oh Dios, fortaleza de todos los santos,
que has llamado a san Pablo Miki y a sus compañeros
a la vida eterna por medio de la cruz,
concédenos, por su intercesión,
mantener con vigor, hasta la muerte,
la fe que profesamos.

martes, 5 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


No agradar a los hombres, sino a Dios


Ignacio, por sobrenombre Teóforo, es decir, Portador de Dios, a la Iglesia que ha alcanzado misericordia por la majestad del Padre altísimo y de Jesucristo, su Hijo Único  a la Iglesia amada e iluminada por la voluntad de aquel que ha querido todo lo que existe, según la caridad de Jesucristo, nuestro Dios; Iglesia, además, que preside en el territorio de los romanos, digna de Dios, digna de honor, digna de ser llamada dichosa, digna de alabanza, digna de alcanzar sus deseos, de una loable integridad, y que preside a todos los congregados en la caridad, que guarda la ley de Cristo, que está adornada con el nombre del Padre: para ella mi saludo en el nombre de Jesucristo, Hijo del Padre. Y a los que están adheridos en cuerpo y alma a todos sus preceptos, constantemente llenos de la gracia de Dios y exentos de cualquier tinte extraño, les deseo una grande y completa felicidad en Jesucristo, nuestro Dios.

Por fin, después de tanto pedirlo al Señor, insistiendo una y otra vez, he alcanzado la gracia de ir a contemplar vuestro rostro, digno de Dios; ahora, en efecto, encadenado por Cristo Jesús, espero poder saludaros, si es que Dios me concede la gracia de llegar hasta el fin. Los comienzos por ahora son buenos; sólo falta que no halle obstáculos en llegar a la gracia final de la herencia que me está reservada. Porque temo que vuestro amor me perjudique. Pues a vosotros os es fácil obtener lo que queráis, pero a mí me sería difícil alcanzar a Dios, si vosotros no me tenéis consideración.

No quiero que agradéis a los hombres, sino a Dios, como ya lo hacéis. El hecho es que a mí no se me presentará ocasión mejor de llegar hasta Dios, ni vosotros, con sólo que calléis, podréis poner vuestra firma en obra más bella. En efecto, si no hacéis valer vuestra influencia, ya me convertiré en palabra de Dios; pero, si os dejáis llevar del amor a mi carne mortal, volveré a ser sólo un simple eco. El mejor favor que podéis hacerme es dejar que sea inmolado para Dios, mientras el altar está aún preparado; así, unidos por la caridad en un solo coro, podréis cantar al Padre por Cristo Jesús, porque Dios se ha dignado hacer venir al obispo de Siria desde oriente hasta occidente. ¡Qué hermoso es que el sol de mi vida se ponga para el mundo y vuelva a salir para Dios!

San Ignacio de Antioquía, Comienza la carta a los Romanos (1, 1-2, 2: Funck 1, 213-215)

lunes, 4 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


El culto espiritual


Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable.

Ahora Pablo exhorta a los creyentes en Cristo a que presenten sus cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios. Llama viva a la hostia portadora de vida, es decir, de Cristo, y dice: Llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se, manifieste en nuestra carne. La llama santa porque en ella inhabita el Espíritu Santo. Agradable a Dios, como separada de vicios y pecados. Todo esto constituye el culto razonable a Dios. De un culto semejante puede darse razón y demostrarse que es digno de Dios la inmolación de tales hostias. En cambio, ninguna razón recta y honesta consentirá en ofrecer al Dios inmortal e incorpóreo carneros, cabritos y becerros.

Resulta, pues, evidente que la hostia viva, santa, agradable a Dios es un cuerpo incontaminado. Y si bien en la Iglesia la primera hostia, después de los apóstoles, parece ser la de los mártires, la segunda la de las vírgenes y la tercera la de los continentes, pienso, sin embargo, que no se puede negar que también los que viven en el matrimonio y de común acuerdo y por cierto tiempo se dedican a la oración, si en lo demás se comportan con santidad y justicia, pueden asimismo ofrecer sus cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios. Así pues, todos los miembros de la Iglesia se ofrecen y consuman la hostia viva, santa, agradable a Dios, que ha de ser presentada de una manera razonable.

Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es voluntad de, Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.

Nos transformamos por la renovación de la mente ejercitándonos en la sabiduría, meditando la palabra de Dios y tratando de captar el sentido espiritual de su ley; y cuanto más provecho saca de la lectura diaria de las Escrituras, cuanto más penetra en ellas, tanto más se renueva según un proceso ininterrumpido y cotidiano. Dudo que pueda transformarse por la renovación de la mente el que se muestra perezoso en la lectura de las Escrituras y en el ejercicio de la inteligencia espiritual, que le capacite no sólo para entender lo que está escrito, sino para explicarlo con mayor claridad y comunicarlo con más diligencia

Y ciertamente que si la mente no ha sido renovada para un conocimiento pleno e iluminada totalmente por la sabiduría de Dios, no podrá discernir lo que es voluntad de Dios, pues muchas veces confundimos la voluntad de Dios con lo que no es. Y en esto yerran y se equivocan precisamente los que no han renovado su mente. Porque realmente es privativo no de cualquier mente, sino sólo de una mente muy renovada y transformada ya según la imagen de Dios, discernir en cada una de las cosas que hacemos, hablamos y pensamos lo que es voluntad de Dios; así como el no hacer, decir o pensar cosa alguna que viere no sintonizar con la voluntad de Dios.

Orígenes, Comentario sobre la carta a los Romanos (Lib 9 1: PG 14, 1204-1205; 1206-1207)

domingo, 3 de febrero de 2013

Una Meditación y una Bendición


La sabiduría de Dios


Son muchos, amadísimos hermanos, a quienes les asalta esta sospecha; muchos los hombres de escasa ciencia a los que este pensamiento les produce escrúpulo. Se preguntan en efecto: ¿por qué Jesucristo, el Señor, poder y sabiduría del Padre, no operó la salvación del hombre con el poder divino o simplemente con su palabra, sino en la humildad del cuerpo y el sufrimiento humano? El hubiera podido muy bien echar mano del poder y la majestad celestial para abatir al diablo y liberar al hombre de su tiranía.

Los hay que se extrañan de que no destruyera la muerte con su palabra, él que, según se nos dice, al principio con su palabra dio la vida: cuál es la razón de que no reparara lo perdido con la misma majestad con que supo crear lo que no existía. ¿Qué necesidad tenía nuestro Señor Jesucristo de padecer tan dura pasión, él que con su poder era muy capaz de liberar al género humano? ¿para qué su encarnación, a qué su infancia, el curso de la edad, las injurias, la cruz, la muerte, y la sepultura que él aceptó para reparar el pecado del hombre?

Veamos, en primer lugar, el significado de la cruz, cómo en ella se cancela el pecado del mundo, cómo la muerte es destruida y se triunfa sobre el diablo. La cruz, en rigor de justicia, es un castigo privativo de los pecadores: sabemos en efecto, que tanto la ley de Dios como la ley del mundo decretan la cruz para reos y criminales.

Por obra del diablo, actuando a través de Judas, de los reyes de la tierra y de los príncipes de los judíos que, juntos, conspiraron ante Pilato contra el Señor y contra su Mesías, Cristo es condenado a muerte; se condena al inocente, como dice el profeta en el salmo: Pero el justo ¿qué hizo? Y de nuevo: Aunque atenten contra la vida del justo y condenen a muerte al inocente...

Soportó pacientemente las injurias y los bofetones, la corona de espinas y la veste escarlata y demás escarnios de que nos habla el evangelio. Y lo soportó sin culpa alguna, para que, armado de paciencia, como oveja de matanza fuera conducido a la cruz. Soportó a los poderosos, según canta David, como hombre a quien nadie socorre, él que hubiera podido vengarse con su divina majestad. Silos que habían salido para prenderle, ante una simple pregunta: ¿A quién buscáis, retrocedieron y cayeron a tierra como muertos, ¿qué habría ocurrido si se hubiera puesto a increparles?

Pero cumplió el misterio de la cruz, que era la razón de su venida al mundo; para que mediante la cruz cancelara el recibo que nos pasaba el pecado y el poder del enemigo quedase prisionero en el anzuelo de la cruz y, sin alterar la justicia y la razón, el diablo perdiera la presa que retenía.

Amadísimos hermanos: esta es, según creo, la razón de por qué el Señor y Salvador nuestro nos liberó del poder del diablo no mediante una exhibición de poder, sino por la humildad, no acudiendo a la violencia, sino por la justicia. Por lo cual, nosotros a quienes la misericordia divina nos ha enriquecido con tan grandes beneficios sin ningún mérito precedente, colaboremos con él en la medida de nuestras posibilidades, para que la gracia de tan gran amor nos sea de provecho y no de condenación.

San Cesáreo de Arlés, Sermón 11 (1.4.6: CCL 103, 54.56-57)