martes, 30 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


Los cristianos en el mundo

Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por su modo de vida. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres.

Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho.

Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños, y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad.

Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo. El alma, en efecto, se halla esparcida por todos los miembros del cuerpo; así también los cristianos se encuentran dispersos por todas las ciudades del mundo. El alma habita en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está encerrada en la cárcel del cuerpo visible; los cristianos viven visiblemente en el mundo, pero su religión es invisible. La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido de ella agravio alguno, sólo porque le impide disfrutar de los placeres; también el mundo aborrece a los cristianos, sin haber recibido agravio de ellos, porque se oponen a sus placeres.

El alma ama al cuerpo y a sus miembros, a pesar de que éste la aborrece; también los cristianos aman a los que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo, pero es ella la que mantiene unido el cuerpo; también los cristianos se hallan retenidos en el mundo como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo. El alma inmortal habita en una tienda mortal; también los cristianos viven como peregrinos en moradas corruptibles, mientras esperan la incorrupción celestial. El alma se perfecciona con la mortificación en el comer y beber; también los cristianos, constantemente mortificados, se multiplican más y más. Tan importante es el puesto que Dios les ha asignado, del que no les es lícito desertar.

De la carta a Diogneto (Caps 5-6: 1, 397-401)

lunes, 29 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


Gusté y vi

¡Oh Deidad eterna, oh eterna Trinidad, que por la unión de la naturaleza divina diste tanto valor a la sangre de tu Hijo unigénito! Tú, Trinidad eterna, eres como un mar profundo en el que cuanto más busco, más encuentro, y cuanto más encuentro, más te busco. Tú sacias al alma de una manera en cierto modo insaciable, pues en tu insondable profundidad sacias al alma de tal forma que siempre queda hambrienta y sedienta de ti, Trinidad eterna, con el deseo ansioso de verte a ti, la luz, en tu misma luz.

Con la luz de la inteligencia gusté y vi en tu luz tu abismo, eterna Trinidad, y la hermosura de tu criatura, pues, revistiéndome yo misma de ti, vi que sería imagen tuya, ya que tú, Padre eterno, me haces partícipe de tu poder y de tu sabiduría, sabiduría que es propia de tu Hijo unigénito. Y el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, me ha dado la voluntad que me hace capaz para el amor.

Tú, Trinidad eterna, eres el Hacedor y yo la hechura, por lo que, iluminada por ti, conocí, en la recreación que de mí hiciste por medio de la sangre de tu Hijo unigénito, que estás amoroso de la belleza de tu hechura.

¡Oh abismo, oh Trinidad eterna, oh Deidad, oh mar profundo!: ¿podías darme algo más preciado que tú mismo? Tú eres el fuego que siempre arde sin consumir; tú eres el que consumes con tu calor los amores egoístas del alma. Tú eres también el fuego que disipa toda frialdad; tú iluminas las mentes con tu luz, en la que me has hecho conocer tu verdad.

En el espejo de esta luz te conozco a ti, bien sumo, bien sobre todo bien, bien dichoso, bien incomprensible, bien inestimable, belleza sobre toda belleza, sabiduría sobre toda sabiduría; pues tú mismo eres la sabiduría, tú, el pan de los ángeles, que por ardiente amor te has entregado a los hombres.

Tú, el vestido que cubre mi desnudez; tú nos alimentas a nosotros, que estábamos hambrientos, con tu dulzura, tú que eres la dulzura sin amargor, ¡oh Trinidad eterna!

Santa Catalina de Siena, Diálogo sobre la divina providencia. Cap 167

domingo, 28 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


El aleluya pascual

Toda nuestra vida presente debe discurrir en la alabanza de Dios, porque en ella consistirá la alegría sempiterna de la vida futura; y nadie puede hacerse idóneo de la vida futura, si no se ejercita ahora en esta alabanza. Ahora, alabamos a Dios, pero también le rogamos. Nuestra alabanza incluye la alegría, la oración, el gemido. Es que se nos ha prometido algo que todavía no poseemos; y, porque es veraz el que lo ha prometido, nos alegramos por la esperanza; mas, porque todavía no lo poseemos, gemimos por el deseo. Es cosa buena perseverar en este deseo, hasta que llegue lo prometido; entonces cesará el gemido y subsistirá únicamente la alabanza.

Por razón de estos dos tiempos –uno, el presente, que se desarrolla en medio de las pruebas y tribulaciones de esta vida, y el otro, el futuro, en el que gozaremos de la seguridad y alegría perpetuas–, se ha instituido la celebración de un doble tiempo, el de antes y el de después de Pascua. El que precede a la Pascua significa las tribulaciones que en esta vida pasamos; el que celebramos ahora, después de Pascua, significa la felicidad que luego poseeremos. Por tanto, antes de Pascua celebramos lo mismo que ahora vivimos; después de Pascua celebramos y significamos lo que aún no poseemos. Por esto, en aquel primer tiempo nos ejercitamos en ayunos y oraciones; en el segundo, el que ahora celebramos, descansamos de los ayunos y lo empleamos todo en la alabanza. Esto significa el Aleluya que cantamos.

En aquel que es nuestra cabeza, hallamos figurado y demostrado este doble tiempo. La pasión del Señor nos muestra la penuria de la vida presente, en la que tenemos que padecer la fatiga y la tribulación, y finalmente la muerte; en cambio, la resurrección y glorificación del Señor es una muestra de la vida que se nos dará.

Ahora, pues, hermanos, os exhortamos a la alabanza de Dios; y esta alabanza es la que nos expresamos mutuamente cuando decimos: Aleluya. «Alabad al Señor», nos decimos unos a otros; y, así, todos hacen aquello a lo que se exhortan mutuamente. Pero procurad alabarlo con toda vuestra persona, esto es, no sólo vuestra lengua y vuestra voz deben alabar a Dios, sino también vuestro interior, vuestra vida, vuestras acciones.

En efecto, lo alabamos ahora, cuando nos reunimos en la iglesia; y, cuando volvemos a casa, parece que cesamos de alabarlo. Pero, si no cesamos en nuestra buena conducta, alabaremos continuamente a Dios. Dejas de alabar a Dios cuando te apartas de la justicia y de lo que a él le place. Si nunca te desvías del buen camino, aunque calle tu lengua, habla tu conducta; y los oídos de Dios atienden a tu corazón. Pues, del mismo modo que nuestros oídos escuchan nuestra voz, así los oídos de Dios escuchan nuestros pensamientos.

San Agustín de Hipona, Comentario sobre el salmo 148 (1-2: CCL 40, 2165-2166)

sábado, 27 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


Cristo, día sin ocaso

La resurrección de Cristo destruye el poder del abismo, los recién bautizados renuevan la tierra, el Espíritu Santo abre las puertas del cielo. Porque el abismo, al ver sus puertas destruidas, devuelve los muertos, la tierra, renovada, germina resucitados, y el cielo, abierto, acoge a los que ascienden.

El ladrón es admitido en el paraíso, los cuerpos de los santos entran en la ciudad santa y los muertos vuelven a tener su morada entre los vivos. Así, como si la resurrección de Cristo fuera germinando en el mundo, todos los elementos de la creación se ven arrebatados a lo alto.

El abismo devuelve sus cautivos, la tierra envía al cielo a los que estaban sepultados en su seno, y el cielo presenta al Señor a los que han subido desde la tierra: así, con un solo y único acto, la pasión del Salvador nos extrae del abismo, nos eleva por encima de lo terreno y nos coloca en lo más alto de los cielos.

La resurrección de Cristo es vida para los difuntos, perdón para los pecadores, gloria para los santos. Por esto el salmista invita a toda la creación a celebrar la resurrección de Cristo, al decir que hay que alegrarse y llenarse de gozo en este día en que actuó el Señor.

La luz de Cristo es día sin noche, día sin ocaso. Escucha al Apóstol que nos dice que este día es el mismo Cristo: La noche está avanzando, el día se echa encima. La noche está avanzando, dice, porque no volverá más. Entiéndelo bien: una vez que ha amanecido la luz de Cristo, huyen las tinieblas del diablo y desaparece la negrura del pecado porque el resplandor de Cristo destruye la tenebrosidad de las culpas pasadas.

Porque Cristo es aquel Día a quien el Día, su Padre, comunica el íntimo ser de la divinidad. El es aquel Día, que dice por boca de Salomón: Yo hice nacer en el cielo una luz inextinguible.

Así como no hay noche que siga al día celeste, del mismo modo las tinieblas del pecado no pueden seguir la santidad de Cristo. El día celeste resplandece, brilla, fulgura sin cesar y no hay oscuridad que pueda con él. La luz de Cristo luce, ilumina, destella continuamente y las tinieblas del pecado no pueden recibirla: por ello dice el evangelista Juan: La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.

Por ello, hermanos, hemos de alegramos en este día santo. Que nadie se sustraiga del gozo común a causa dela conciencia de sus pecados, que nadie deje de participar en la oración del pueblo de Dios, a causa del peso de sus faltas. Que nadie, por pecador que se sienta, deje de esperar el perdón en un día tan santo. Porque, si el ladrón obtuvo el paraíso, ¿cómo no va a obtener el perdón el cristiano?

San Máximo de Turín, Sermón 53 (1-2.4: CCL 23, 214-216)

viernes, 26 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


Sin motivo padece persecución, el que es inocente

Los nobles me perseguían sin motivo, y mi corazón temblaba por tus palabras. Están también los nobles de este mundo y los poderes que dominan estas tinieblas, que tratan de subyugar tu alma y suscitan en tu interior violentos ataques, prometiéndote los reinos de la tierra, honores y riquezas, si sucumbes en un momento de debilidad y te decides a obedecer sus mandatos. Estos nobles unas veces persiguen sin motivo, otras no sin motivo. Persiguen sin motivo a aquel en quien nada suyo encuentran y a quien pretenden subyugar; persiguen no sin motivo al que se ha abandonado a su dominio y se entrega en alma y cuerpo a la posesión de este siglo: con razón reivindican para sí el dominio sobre los que les pertenecen, reclamando de ellos el tributo de la iniquidad.

Con razón afirma el mártir que soporta injustamente los tormentos de las persecuciones, él que nada ha robado, que a nadie ha despóticamente oprimido, que no ha derramado sangre alguna, que no ha infringido ninguna ley, él que, sin embargo, se ve obligado a soportar los más graves suplicios infligidos a los ladrones; él que dice la verdad y nadie le escucha, que expone todo lo concerniente a la economía de salvación y es impugnado, hasta el punto de poder afirmar: Cuando les hablaba, me contradecían sin motivo. Así pues, sin motivo padece persecución, el que es combatido siendo inocente; es impugnado como culpable, cuando es digno de alabanza por su confesión; es impugnado como blasfemo por gloriarse en el nombre del Señor, siendo así que la piedad es el fundamento de todas las virtudes. Es ciertamente impugnado sin razón, quien ante los impíos e infieles es acusado de impiedad, siendo maestro de fe.

Ahora bien: quien sin motivo es impugnado, debe ser fuerte y constante. Entonces, ¿cómo es que añadió: Y mi corazón temblaba por tus palabras? Temblar es signo de debilidad, de temor, de miedo. Pero existe una debilidad que es saludable y hay un temor propio de los santos:

Todos sus santos, temed al Señor. Y: Dichoso quien teme al Señor. Dichoso, ¿por qué? Porque ama de corazón sus mandatos.

Imagínate ahora a un mártir rodeado de peligros por todas partes: por aquí, la ferocidad de las fieras que rugen para infundir terror, por allí, el crujido de las láminas incandescentes y la crepitante llama del horno encendido; por una parte se oye el rumor de pesadas cadenas que se arrastran, por otra, la presencia del cruento verdugo. Imagínate —repito— al mártir contemplando todos los instrumentos del suplicio y, en un segundo tiempo, considera a ese mismo mártir pensando en los mandamientos de Dios, en aquel fuego eterno, en aquel incendio sin fin preparado para los pérfidos, y el sofoco aquel de una pena que constantemente se recrudece; mírale temblar en su corazón ante el miedo de que, por escapar a la presente, se labre la eterna ruina; mírale profundamente turbado, al intuir en cierto modo aquella terrible espada del juicio. ¿No es verdad que esta trepidación puede conjugarse con la confianza del hombre constante? A una misma meta concurren la confianza de quien anhela las cosas eternas y del que teme los divinos castigos.

¡Ojalá mereciera yo ser uno de éstos! De modo que.si alguna vez el perseguidor se ensañare conmigo, no tome en consideración la acerbidad de mis suplicios, no pondere los tormentos ni las penas; no piense en la atrocidad de dolor alguno, sino que todo esto lo tenga por cosa sin importancia; que Cristo no me niegue por mi pusilanimidad, que no me excluya Cristo ni me rechace del colegio de los sacerdotes, por considerarme indigno de semejante asamblea; vea más bien que si es verdad que me aterrorizan las penas corporales, me horroriza mucho más el juicio futuro. Y si me llegare a decir: ¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?, me tienda su mano y, aunque turbado por el encrespado oleaje de este mundo, me estabilizará en la sólida esperanza del alma.

San Ambrosio de Milán, Comentario sobre el salmo 118 (Sermón 21, 6-9: PL 15,1581-1583)

jueves, 25 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


En Cristo murió nuestra culpa, no nuestra vida

¡Oh divino sacramento de la cruz, en la que está clavada la debilidad, es liberada la virtud, están crucificados los vicios; se enarbolan los trofeos! Por lo cual dice un santo: Traspasa mi carne con los clavos de tu temor: no con clavos de hierro, precisa, sino con los clavos del temor y de la fe; la estructura de la fe es efectivamente mucho más robusta que la de la pena. De hecho, cuando Pedro siguió al Señor hasta el palacio del sumo sacerdote, él a quien nadie había atado, se sentía encadenado por la fe; y al que la fe encadena, no lo suelta la pena. En otra ocasión, maniatado por los judíos, la devoción lo liberó, no lo retuvo la pena, pues no se apartó de Cristo.

Por tanto, crucifica tú también el pecado, para que mueras al pecado; pues el que muere al pecado, vive para Dios. Vive para aquel que no perdonó a su propio Hijo, para crucificar en su cuerpo nuestras pasiones. Sí, Cristo murió por nosotros, para que nosotros pudiéramos vivir en su cuerpo redivivo. En efecto, en él murió nuestra culpa, no nuestra vida. Cargado, dice, con nuestros pecados subió al leño, para que muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado.

Así pues, aquel leño de la cruz, cual otra arca de nuestra salvación, es nuestro vehículo, no nuestra pena. En realidad, no existe salvación posible al margen de este vehículo de salvación eterna: mientras espero la muerte, no la siento; despreciando la pena, no la sufro; ignorándolo, hago caso omiso del miedo.

¿Y quién es aquel cuyas heridas nos han curado, sino Cristo el Señor? Esto mismo profetizó de él Isaías al decir que sus heridas son nuestra medicina; de él escribió el apóstol Pablo en sus cartas: Él que no pecó ni en él pecó la naturaleza humana que había asumido.

San Ambrosio de Milán, Tratado sobre el Espíritu Santo (Lib 1, 108-111: PL 16, 759-760)

miércoles, 24 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


Cristo, luz de las naciones y cabeza de la Iglesia

Carísimos: Vuestra fe no ignora, y estamos seguros de este vuestro conocimiento porque así nos lo asegura el Maestro celestial, en quien habéis depositado vuestra esperanza que nuestro Señor Jesucristo –que por nosotros padeció y resucitó– es cabeza de la Iglesia y la Iglesia es su cuerpo y que, en este cuerpo, la unidad de los miembros y la trabazón de la caridad es el equivalente de la salud del cuerpo.

Por consiguiente, quien se enfría en la caridad, enferma en el cuerpo de Cristo. Pero el que exaltó ya a nuestra cabeza, tiene poder para sanar hasta los miembros enfermos, con tal de que no haya que amputarlos por su redomada impiedad y permanezcan unidos al cuerpo hasta lograr la salud. Pues no puede desesperarse de la salud de lo que todavía está unido al cuerpo, mientras que lo que una vez ha sido amputado, ni puede ser curado ni sanado. Siendo, pues, él la cabeza de la Iglesia y siendo la Iglesia el cuerpo de Cristo, el Cristo total se compone de cabeza y cuerpo. El ya ha resucitado. Por tanto, tenemos la cabeza en el cielo. Nuestra cabeza intercede por nosotros. Nuestra cabeza, libre ya del pecado y de la muerte, nos hace propicio a Dios por nuestros pecados, de modo que, resucitando finalmente también nosotros y transformados en la gloria celeste, sigamos a nuestra cabeza. Pues donde está la cabeza, allí debe estar el resto de los miembros. Pero mientras permanecemos aquí, somos miembros, no desesperemos: seguiremos a nuestra cabeza.

Considerad, hermanos, el amor de nuestra cabeza. Está ya en el cielo y trabaja aquí en la tierra, mientras en la tierra se fatiga la Iglesia. Aquí, en la tierra, Cristo padece hambre, tiene sed, está desnudo, es huésped, enferma, está en la cárcel. Y todo lo que aquí padece su cuerpo, afirma padecerlo él. Al final, poniendo a su cuerpo a la derecha y separando a su izquierda al resto de los que ahora le vejan dirá a los de la derecha: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.

Cuando hace un momento nos hablaba Cristo, nos decía que él es el buen pastor, nos decía que él es asimismo la puerta. Ambas afirmaciones encuentras en el texto: Yo soy la puerta y Yo soy el pastor. Es puerta como cabeza, pastor en relación al cuerpo. Pues dice a Pedro, sobre el que exclusivamente cimenta la Iglesia: Pedro, ¿me amas? El contestó: Señor, te amo. Pastorea mis ovejas. Y por tercera vez: Pedro, ¿me amas? Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: como si el que leyó en la conciencia del negador, no viera la fe del creyente.

Por tanto, después de su resurrección, el Señor le interrogó no porque desconociera con qué ánimo confesaba él su amor a Cristo, sino para que con la triple confesión del amor, borrase la triple negación del temor.

San Agustín de Hipona, Sermón 137 (1-3: PL 38, 754-756)

martes, 23 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


Sé tú mismo el sacrificio y el sacerdote de Dios

Os exhorto, por la misericordia de Dios, nos dice san Pablo. El nos exhorta, o mejor dicho, Dios nos exhorta por medio de él. El Señor se presenta como quien ruega porque prefiere ser amado que temido, y le agrada más mostrarse como Padre que aparecer como Señor. Dios, pues, suplica por misericordia para no tener que castigar con rigor.

Escucha cómo suplica el Señor: «Mirad y contemplad en mí vuestro mismo cuerpo, vuestros miembros, vuestras entrañas, vuestros huesos, vuestra sangre. Y si ante lo que es propio de Dios teméis, ¿por qué no amáis al contemplar lo que es de vuestra misma naturaleza? Si teméis a Dios como Señor, por qué no acudís a él como Padre?

Pero quizá sea la inmensidad de mi pasión, cuyos responsables fuisteis vosotros, lo que os confunde. No temáis. Esta cruz no es mi aguijón, sino el aguijón de la muerte. Estos clavos no me infligen dolor, lo que hacen es acrecentar en mí el amor por vosotros. Estas llagas no provocan mis gemidos, lo que hacen es introduciros más en mis entrañas. Mi cuerpo al ser extendido en la cruz os acoge con un seno más dilatado pero no aumenta mi sufrimiento. Mi sangre no es para mí una pérdida, sino el pago de vuestro precio.

Venid, pues, retornad, y comprobaréis que soy un padre, que devuelvo bien por mal, amor por injurias, inmensa caridad como paga de las muchas heridas».

Pero escuchemos ya lo que nos dice el Apóstol: Os exhorto, dice, a presentar vuestros cuerpos. Al rogar así, el Apóstol eleva a todos los hombres a la dignidad del sacerdocio: A presentar vuestros cuerpos como hostia viva.

¡Oh inaudita riqueza del sacerdocio cristiano: el hombre es, a la vez, sacerdote y víctima! El cristiano ya no tiene que buscar fuera de sí la ofrenda que debe inmolar a Dios: lleva consigo y en sí mismo lo que va a sacrificar a Dios. Tanto la víctima como el sacerdote permanecen intactos: la víctima sacrificada sigue viviendo, y el sacerdote que presenta el sacrificio no podría matar esta víctima.

Misterioso sacrificio en que el cuerpo es ofrecido sin inmolación del cuerpo, y la sangre se ofrece sin derramamiento de sangre. Os exhorto, por la misericordia de Dios –dice–, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva.

Este sacrificio, hermanos, es como una imagen del de Cristo que, permaneciendo vivo, inmoló su cuerpo por la vida del mundo: él hizo efectivamente de su cuerpo una hostia viva, porque, a pesar de haber sido muerto, continúa viviendo. En un sacrificio como éste, la muerte tuvo su parte, pero la víctima permaneció viva, la muerte resultó castigada, la víctima, en cambio, no perdió la vida. Así también, para los mártires, la muerte fue un nacimiento: su fin, un principio, al ajusticiarlos encontraron la vida y, cuando, en la tierra, los hombres pensaban que habían muerto, empezaron a brillar resplandecientes en el cielo.

Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva. Es lo mismo que ya había dicho el profeta: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo.

Hombre, procura, pues, ser tú mismo el sacrificio y el sacerdote de Dios. No desprecies lo que el poder de Dios te ha dado y concedido. Revístete con la túnica de la santidad, que la castidad sea tu ceñidor, que Cristo sea el casco de tu cabeza, que la cruz defienda tu frente, que en tu pecho more el conocimiento de los misterios de Dios, que tu oración arda continuamente, como perfume de incienso: toma en tus manos la espada del Espíritu: haz de tu corazón un altar, y así, afianzado en Dios, presenta tu cuerpo al Señor como sacrificio.

Dios te pide fe, no desea tu muerte; tiene sed de tu entrega, no de tu sangre; se aplaca, no con tu muerte, sino con tu buena voluntad.

San Pedro Crisólogo, Sermón 108 (PL 52, 499-500)

lunes, 22 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


El Espíritu, dador de vida

El Señor, que nos da la vida, estableció con nosotros la institución del bautismo, en el que hay un símbolo y principio de muerte y de vida: la imagen de la muerte nos la proporciona el agua, la prenda de la vida nos la ofrece el Espíritu.

En el bautismo se proponen como dos fines, a saber, la abolición del cuerpo de pecado, a fin de que no fructifique para la muerte, y la vida del Espíritu, para que abunden los frutos de santificación; el agua representa la muerte, haciendo como si acogiera al cuerpo en el sepulcro; mientras que el Espíritu es el que da la fuerza vivificante, haciendo pasar nuestras almas renovadas de la muerte del pecado a la vida primera.

Esto es, pues, lo que significa nacer de nuevo del agua y del Espíritu: puesto que en el agua se lleva a cabo la muerte, y el Espíritu crea la nueva vida nuestra. Por eso precisamente el gran misterio del bautismo se efectúa mediante tres inmersiones y otras tantas invocaciones, con el fin de expresar la figura de la muerte, y para que el alma de los que se bautizan quede iluminada con la infusión de la luz divina.

Porque la gracia que se da por el agua no proviene de la naturaleza del agua, sino de la presencia del Espíritu, pues el bautismo no consiste en limpiar una suciedad corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura.

Por el Espíritu Santo se nos concede de nuevo la entrada en el paraíso, la posesión del reino de los cielos, la recuperación de la adopción de hijos: se nos da la confianza de invocar a Dios como Padre, la participación de la gracia de Cristo, el podernos llamar hijos de la luz, el compartir la gloria eterna y, para decirlo todo de una sola vez, el poseer la plenitud de las bendiciones divinas, así en este mundo como en el futuro; pues, al esperar por la fe los bienes prometidos, contemplamos ya, como en un espejo y como si estuvieran presentes, los bienes de que disfrutaremos.

Y, si tal es el anticipo, ¿cuál no será la realidad? Y, si tan grandes son las primicias, ¿cuál no será la plena realización?

San Basilio Magno, Libro sobre el Espíritu Santo (Cap 15, 35-36: PG 32, 130-131)

domingo, 21 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


La Iglesia es en Cristo señal de unión con Dios

Por ser Cristo luz de las gentes, este sagrado Concilio, reunido bajo la inspiración del Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con su claridad, que resplandece sobre la faz de la Iglesia, anunciando el evangelio a toda la creación. Y como la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano, insistiendo en el ejemplo de los concilios anteriores, se propone declarar con mayor precisión a su fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión universal. Las condiciones de estos tiempos añaden a este deber de la Iglesia una mayor urgencia, para que todos los hombres, unidos hoy más íntimamente con toda clase de relaciones sociales, técnicas y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo.

El Padre eterno creó el mundo universo por un libérrimo y misterioso designio de su sabiduría y de su bondad, decretó elevar a los hombres a la participación de la vida divina y, caídos por el pecado de Adán, no los abandonó, dispensándoles siempre su apoyo en atención a Cristo redentor, que es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura. A todos los elegidos desde toda la eternidad, el Padre los predestinó a ser imagen de su Hijo para que él fuera el primogénito de muchos hermanos. Determinó convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia, que prefigurada ya desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en el antiguo Testamento, constituida en los últimos tiempos, fue manifestada por la efusión del Espíritu Santo, y se perfeccionará gloriosamente al fin de los tiempos. Entonces, como se lee en los santos Padres, todos los justos descendientes de Adán, desde Abel el justo hasta el último elegido, se congregarán ante el Padre en una Iglesia universal.

Vino, pues, el Hijo, enviado por el Padre, que nos eligió en él antes de crear el mundo y nos destinó a ser hijos adoptivos, porque en él proyectó recapitular todas las cosas. Cristo, pues, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y efectuó la redención con su obediencia. La Iglesia, o reino de Cristo, presente ya en el misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios. Comienzo y expansión significados por la sangre y el agua que manan del costado abierto de Cristo crucificado, y preanunciados por las palabras de Cristo sobre su muerte en la cruz: Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. Cuantas veces se renueva sobre el altar el sacrificio de la cruz, en que Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado, se efectúa la obra de nuestra redención. Al propio tiempo, en el sacramento del pan eucarístico se representa y se reproduce la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo. Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos.

De la Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II (Núms 1-3)

sábado, 20 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


Esperamos la eterna felicidad de la ciudad celeste

Y llegó Cristo: en su nacimiento y en su vida, en sus dichos y hechos, en su pasión y muerte, en su resurrección y ascensión tienen su cumplimiento todos los oráculos de los profetas. Envía al Espíritu Santo, colma a los fieles congregados en una casa, en la espera perseverante y anhelante del prometido Consolador.

Llenos del Espíritu Santo, de repente comenzaron a hablar las lenguas de todos los pueblos, refutan con valentía los errores, predican la salubérrima verdad, exhortan a la penitencia por las culpas de la mala vida pasada, prometen la indulgencia apoyados en la divina gracia. La predicación de la piedad y de la verdadera religión iba acompañada de los oportunos signos y milagros. Se alza contra ellos la temible infidelidad; toleran lo predicho, esperan lo prometido, enseñan lo mandado. Pocos en número, se dispersan por el mundo, convierten a los pueblos con admirable facilidad, se multiplican entre los enemigos, crecen con las persecuciones, se extienden hasta los confines de la tierra en medio de aflicciones y angustias. De hombres absolutamente sin pericia, abyectísimos y poquísimos, se dan a conocer, se ennoblecen y se multiplican preclarísimos ingenios y cultísimas elocuencias; someten a Cristo la admirable pericia de los hombres agudos, elocuentes y doctos, convirtiéndolos en predicadores de la piedad y de la salvación.

En la alternancia de la adversidad y la prosperidad, ejercitan una vigilante paciencia y sobriedad. Cuando el mundo camina hacia su fin y con la decadencia de las instituciones da pruebas de hallarse en el umbral de la última edad, ellos encuentran mayores motivos de confianza —pues también esto estaba anunciado— para esperar la eterna felicidad de la ciudad celeste. Y mientras tanto, la infidelidad de los impíos se alza contra la Iglesia de Cristo: ella vence padeciendo y haciendo profesión de una fe inquebrantable en medio de la saña de los adversarios. Habiendo llegado el sacrificio de la verdad revelada, durante siglos oculta bajo el velo de las místicas promesas, los antiguos sacrificios que lo prefiguraban, quedan abolidos con la misma destrucción del templo.

El mismo pueblo judío, rechazado por su infidelidad y desterrado de su patria, se dispersa un poco por todo elmundo, para llevar por doquier los sagrados Códices; de este modo los mismos enemigos se convierten en divulgadores del testimonio profético, que preanunciaba a Cristo y a la Iglesia, a fin de disipar la sospecha de estar amañado por nosotros con posterioridad. En las mismas Escrituras está preanunciada su incredulidad. Los templos y simulacros de los demonios, así como los ritos sacrílegos van desapareciendo poco a poco y según las alternancias predichas por los profetas. Pululan las herejías contra el nombre de Cristo, pero servidas como mercancía cristiana, para poner a prueba la doctrina de la santa religión. También esto estaba preanunciado.

Todo esto lo vemos cumplido, como leemos que estaba previsto. Y del cumplimiento de tantas y tales cosas, sacamos como conclusión la firme esperanza de que sucederá lo que todavía queda por cumplirse. ¿Y qué mente, ávida de eternidad e impresionada por la brevedad de la vida presente, se atreverá a contender contra la lumbre y la cumbre de esta divina autoridad?

San Agustín de Hipona, Carta 137 (16: PL 33, 523-524)

viernes, 19 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


Cristo entregó su cuerpo para la vida de todos

Por todos muero, dice el Señor, para vivificarlos a todos y redimir con mi carne la carne de todos. En mi muerte morirá la muerte y conmigo resucitará la naturaleza humana de la postración en que había caído.

Con esta finalidad me he hecho semejante a vosotros y he querido nacer de la descendencia de Abrahán para asemejarme en todo a mis hermanos».

San Pablo, al comprender esto, dijo: Los hijos de una misma familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también él; así, muriendo, aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo.

Si Cristo no se hubiera entregado por nosotros a la muerte, él solo por la redención de todos, nunca hubiera podido ser destituido el que tenía el poder de la muerte, ni hubiera sido posible destruir la muerte, pues él es el único que está por encima de todos.

Por ello se aplica a Cristo aquello que se dice en un lugar del libro de los salmos, donde Cristo aparece ofreciéndose por nosotros a Dios Padre: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y en cambio me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio, entonces yo dije: «Aquí estoy».

Cristo fue, pues, crucificado por todos nosotros, para que, habiendo muerto uno por todos, todos tengamos vida en él. Era, en efecto, imposible que la vida muriera o fuera sometida a la corrupción natural. Que Cristo ofreciese su carne por la vida del mundo es algo que deducimos de sus mismas palabras: Padre santo, dijo, guárdalos. Y luego añade: Por ellos me consagro yo.

Cuando dice consagro debe entenderse en el sentido de «me dedico a Dios» y «me ofrezco como hostia inmaculada en olor de suavidad». Pues según la ley se consagraba o llamaba sagrado lo que se ofrecía sobre el altar. Así Cristo entregó su cuerpo por la vida de todos, y a todos nos devolvió la vida. De qué modo lo realizó, intentaré explicarlo, si puedo.

Una vez que la Palabra vivificante hubo tomado carne, restituyó a la carne su propio bien, es decir, le devolvió la vida y, uniéndose a la carne con una unión inefable, la vivificó, dándole parte en su propia vida divina.

Por ello podemos decir que el cuerpo de Cristo da vida a los que participan de él: si los encuentra sujetos a la muerte, aparta la muerte y aleja toda corrupción, pues posee en sí mismo el germen que aniquila toda podredumbre.

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 4, cap 2: PG 73, 563-566)

jueves, 18 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


La cruz de Cristo, salvación del hombre

Nuestro Señor fue conculcado por la muerte, pero él, a su vez, conculcó la muerte, pasando por ella como si fuera un camino. Se sometió a la muerte y la soportó deliberadamente para acabar con la obstinada muerte. En efecto, nuestro Señor salió cargado con su cruz, como deseaba la muerte; pero desde la cruz gritó, llamando a los muertos a la resurrección, en contra de lo que la muerte deseaba.

La muerte le mató gracias al cuerpo que tenía; pero él, con las mismas armas, triunfó sobre la muerte. La divinidad se ocultó bajo los velos de la humanidad; sólo así pudo acercarse a la muerte, y la muerte le mató, pero él, a su vez, acabó con la muerte. La muerte destruyó la vida natural, pero luego fue destruida, a su vez, por la vida sobrenatural.

La muerte, en efecto, no hubiera podido devorarle si él no hubiera tenido un cuerpo, ni el abismo hubiera podido tragarle si él no hubiera estado revestido de carne; por ello quiso el Señor descender al seno de una virgen para poder ser arrebatado en su ser carnal hasta el reino de la muerte. Así, una vez que hubo asumido el cuerpo, penetró en el reino de la muerte, destruyó sus riquezas y desbarató sus tesoros.

Porque la muerte llegó hasta Eva, la madre de todos los vivientes. Eva era la viña, pero la muerte abrió una brecha en su cerco, valiéndose de las mismas manos de Eva; y Eva gustó el fruto de la muerte, por lo cual la que era madre de todos los vivientes se convirtió en fuente de muerte para todos ellos.

Pero luego apareció María, la nueva vid que reemplaza a la antigua; en ella habitó Cristo, la nueva Vida. La muerte, según su costumbre, fue en busca de su alimento y no advirtió que, en el fruto mortal, estaba escondida la Vida, destructora de la muerte; por ello mordió sin temorel fruto, pero entonces liberó a la vida, y a muchos juntamente con ella.

El admirable hijo del carpintero llevó su cruz a las moradas de la muerte, que todo lo devoraban, y condujo así a todo el género humano a la mansión de la vida. Y la humanidad entera, que a causa de un árbol había sido precipitada en el abismo inferior, por otro árbol, el de la cruz, alcanzó la mansión de la vida. En el árbol, pues, en que había sido injertado un esqueje de muerte amarga, se injertó luego otro de vida feliz, para que confesemos que Cristo es Señor de toda la creación.

¡A ti la gloria, a ti que con tu cruz elevaste como un puente sobre la misma muerte, para que las almas pudieran pasar por él desde la región de la muerte a la región de la vida!

¡A ti la gloria, a ti que asumiste un cuerpo mortal e hiciste de él fuente de vida para todos los mortales!

Tú vives para siempre; los que te dieron muerte se comportaron como los agricultores: enterraron la vida en el sepulcro, como el grano de trigo se entierra en el surco, para que luego brotara y resucitara llevando consigo a otros muchos.

Venid, hagamos de nuestro amor una ofrenda grande y universal; elevemos cánticos y oraciones en honor de aquel que, en la cruz, se ofreció a Dios como holocausto para enriquecernos a todos.

San Efrén de Nísibe, Sermón 20 sobre nuestro Señor (3-4.9: Opera, ed. Lamy, 1, 152-158.166-168)

miércoles, 17 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


La eucaristía, prenda de la resurrección

Si la carne no se salva, entonces el Señor no nos ha redimido con su sangre, ni el cáliz de la eucaristía es participación de su sangre, ni el pan que partimos es participación de su cuerpo. Porque la sangre procede de las venas y de la carne y de toda la substancia humana, de aquella substancia que asumió el Verbo de Dios en toda su realidad y por la que nos pudo redimir con su sangre, como dice el Apóstol: Por su sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados.

Y, porque somos sus miembros y quiere que la creación nos alimente, nos brinda sus criaturas, haciendo salir el sol y dándonos la lluvia según le place; y también porque nos quiere miembros suyos, aseguró el Señor que el cáliz, que proviene de la creación material, es su sangre derramada, con la que enriquece nuestra sangre, y que el pan, que también proviene de esta creación, es su cuerpo, que enriquece nuestro cuerpo.

Cuando la copa de vino mezclado con agua y el pan preparado por el hombre reciben la Palabra de Dios, se convierten en la eucaristía de la sangre y del cuerpo de Cristo y con ella se sostiene y se vigoriza la substancia de nuestra carne, ¿cómo pueden, pues, pretender los herejes que la carne es incapaz de recibir el don de Dios, que consiste en la vida eterna, si esta carne se nutre con la sangre y el cuerpo del Señor y llega a ser parte de este mismo cuerpo?

Por ello bien dice el Apóstol en su carta a los Efesios: Somos miembros de su cuerpo, hueso de sus huesos y carne de su carne. Y esto lo afirma no de un hombre invisible y mero espíritu —pues un espíritu no tiene carne y huesos—, sino de un organismo auténticamente humano, hecho de carne, nervios y huesos; pues es este organismo el que se nutre con la copa, que es la sangre de Cristo, y se fortalece con el pan, que es su cuerpo.

Del mismo modo que el esqueje de la vid, depositado en tierra, fructifica a su tiempo, y el grano de trigo, que cae en tierra y muere, se multiplica pujante por la eficacia del Espíritu de Dios que sostiene todas las cosas, y así estas criaturas trabajadas con destreza se ponen al servicio del hombre, y después, cuando sobre ellas se pronuncia la Palabra de Dios, se convierten en la eucaristía, es decir, en el cuerpo y la sangre de Cristo; de la misma forma nuestros cuerpos, nutridos con esta eucaristía y depositados en tierra, y desintegrados en ella, resucitarán a su tiempo, cuando la Palabra de Dios les otorgue de nuevo la vida para la gloria de Dios Padre. El es, pues, quien envuelve a los mortales con su inmortalidad y otorga gratuitamente la incorrupción a lo corruptible, porque la fuerza de Dios se realiza en la debilidad.

San Ireneo de Lyon, Tratado contra las herejías (Lib 5, 2, 2-3: SC 153, 30-38)

martes, 16 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


Destinados a salvarnos por la fe, ayudados por la gracia de Dios.

Si todo beneficio y todo don perfecto viene de arriba, del Padre de los astros, ¿cómo no va a ser también un don de la diestra del Padre el conocimiento de Cristo? ¿Cómo no considerar la comprensión de la verdad superior a cualquier otra gracia? El Padre ciertamente no otorga el conocimiento de Cristo a los impuros, ni infunde la utilísima gracia del Espíritu en los que se obstinan en correr tras una incurable incredulidad: no es efectivamente decoroso derramar en el fango el precioso ungüento.

De ahí que el santo profeta Isaías manda a quienes desean acercarse a Cristo que se purifiquen primero dedicándose a cualquier obra buena. Dice en efecto: Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal sus planes; que regrese al Señor, y él tendrá piedad, a nuestro Dios, que es rico en perdón.

Fíjate cómo primero nos dice que hay que abandonar los viejos caminos y renunciar a los criminales proyectos, para así conseguir el perdón de los pecados, indudablemente por la fe en Cristo. Pues somos justificados, no por la observancia de la ley, sino por la gracia que nos viene de él y por la abolición de los pecados que nos viene de arriba.

-Pero quizá alguno objete: ¿Qué se oponía a relegar al olvido y conceder a los judíos y a Israel la remisión de los pecados lo mismo que a nosotros? Este parecería ser el comportamiento adecuado de quien es bueno a carta cabal.

-Pero se le puede responder: ¿Cómo entonces mostrarse veraz, cuando nos dijo: No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores para que hagan penitencia?

¿Qué objetar a esto? La gracia del Salvador estaba destinada primeramente a solos los israelitas: pues —como él mismo afirma— sólo fue enviado a las ovejas descarriadas de la casa de Israel. Y ciertamente a los que quisieren aceptar la fe, les estaba igualmente permitido caminar decididos a la vida eterna. Todo el que se portaba honestamente y buscaba la verdad era destinado a salvarse por la fe, ayudado por la gracia de Dios Padre; en cambio los arrogantes fariseos y, con ellos, los pontífices y ancianos de dura cerviz se obstinaban en no creer, por más que habían sido con anterioridad instruidos por Moisés y los profetas.

Mas, habiéndose hecho —a causa de su perversidad—totalmente indignos de la vida eterna, no recibieron la iluminación que procede de Dios Padre. De esto tenemos un precedente en el antiguo Testamento. Lo mismo que se negó la entrada en la tierra prometida a los que en el desierto dudaron de Dios, así también a los que, por la incredulidad, desprecian a Cristo, se les niega el ingreso en el reino de los cielos, del que la tierra prometida era figura.

San Juan Crisóstomo, Comentario sobre el evangelio san Juan (Lib 4: PG 73, 606-607)

lunes, 15 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


Raza elegida, sacerdocio real

Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real. Este título honorífico fue dado por Moisés en otro tiempo al antiguo pueblo de Dios, y ahora con todo derecho Pedro lo aplica a los gentiles, puesto que creyeron en Cristo, el cual, como piedra angular, reunió a todos los pueblos en la salvación que, en un principio, había sido destinada a Israel.

Y los llama raza elegida a causa de la fe, para distinguirlos de aquellos que, al rechazar la piedra angular, se hicieron a sí mismos dignos de rechazo.

Y sacerdocio real porque están unidos al cuerpo de aquel que es rey soberano y verdadero sacerdote, capaz de otorgarles su reino como rey, y de limpiar sus pecados como pontífice con la oblación de su sangre. Los llama sacerdocio real para que no se olviden nunca de esperar el reino eterno y de seguir ofreciendo a Dios el holocausto de una vida intachable.

Se les llama también nación consagrada y pueblo adquirido por Dios, de acuerdo con lo que dice el apóstol Pablo comentando el oráculo del Profeta: Mi justo vivirá de fe, pero, si se arredra, le retiraré mi favor. Pero nosotros, dice, no somos gente que se arredra para su perdición, sino hombres de fe para salvar el alma. Y en los Hechos de los apóstoles dice: El Espíritu Santo os ha encargado guardar el rebaño, como pastores de la Iglesia de Dios, que él adquirió con la sangre de su Hijo. Nos hemos convertido, por tanto, en pueblo adquirido por Dios en virtud de la sangre de nuestro Redentor, como en otro tiempo el pueblo de Israel fue redimido de Egipto por la sangre del cordero. Por esto Pedro recuerda en el versículo siguiente el sentido figurativo del antiguo relato, y nos enseña que éste tiene su cumplimiento pleno en el nuevo pueblo de Dios, cuando dice: Para proclamar sus hazañas.

Porque así como los que fueron liberados por Moisés de la esclavitud egipcia cantaron al Señor un canto triunfal después que pasaron el mar Rojo, y el ejército del Faraón se hundió bajo las aguas, así también nosotros, después de haber recibido en el bautismo la remisión de los pecados, hemos de dar gracias por estos beneficios celestiales.

En efecto, los egipcios, que afligían al pueblo de Dios, y que por eso eran como un símbolo de las tinieblas y aflicción, representan adecuadamente los pecados que nos perseguían, pero que quedan borrados en el bautismo.

La liberación de los hijos de Israel, lo mismo que su marcha hacia la patria prometida, representa también adecuadamente el misterio de nuestra redención: Caminamos hacia la luz de la morada celestial, iluminados y guiados por la gracia de Cristo. Esta luz de la gracia quedó prefigurada también por la nube y la columna de fuego; la misma que los defendió, durante todo su viaje, de las tinieblas de la noche, y los condujo, por un sendero inefable, hasta la patria prometida.

San Beda el Venerable, Comentario sobre la primera carta de san Pedro (Cap 2: PL 93, 50-51)

domingo, 14 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


Señor, tú escuchas los deseos de los humildes.

La petición de venganza expresada por las almas, ¿qué otra cosa es sino el deseo del juicio final y de la resurrección de los cuerpos? Las grandes voces de las almas son su gran deseo. Cuanto menos vivo es el deseo, tanto menos grita. Y cuanto más fuerte es la voz que hace llegar a los oídos del Espíritu infinito, tanto más plenamente se sumerge en su deseo. El lenguaje de las almas es precisamente su deseo. Pues si el deseo no fuera una especie de lenguaje, no diría el profeta: Señor, tú escuchas los deseos de los humildes.

Ahora bien: siendo así que el talante del que pide suele estar en los antípodas del de aquel a quien se elevan las peticiones, y estando las almas de los santos tan unidas a Dios allá en el hondón del corazón, que en esta unión hallan su descanso, ¿cómo puede afirmarse que piden, cuando nos consta que su voluntad está en perfecta sintonía con la voz de Dios? ¿Cómo puede afirmarse que piden, cuando conocen con seguridad la voluntad de Dios y no ignoran el porvenir? Pues bien: de las almas radicadas en Dios se afirma que piden algo, no en el sentido de que deseen nada que discrepe de la voluntad de aquel en cuya contemplación están inmersas, sino en el sentido de que cuanto más ardientemente le están unidas, tanto más impulsadas se sienten por él a pedirle, lo que saben que él está dispuesto a hacer. Así que sacian su sed en el mismo que provoca su sed; y de un modo para nosotros todavía incomprensible, se sacian ya con la precomprensión de aquello de que hambrean en la plegaria. No irían de acuerdo con la voluntad del Creador, si no pidieran lo que vieren era su voluntad; le estarían menos estrechamente unidas, si llamaran con escaso interés a la puerta del que está dispuesto a dar.

A las cuales el oráculo divino les dijo: Tened calma todavía por un poco, hasta que se complete el número de vuestros compañeros de servicio y hermanos vuestros. Decir a unas almas anhelantes: Tened calma todavía por un poco es hacerles gustar ya, en medio de su ardiente deseo, las primicias de una pacificante consolación; es hacer que la voz de las almas sea su amoroso deseo; es hacer que la respuesta de Dios sea la confirmación en sus deseos, mediante la certeza de la retribución. Su respuesta de que deben esperar un poco hasta que se complete el número de sus hermanos, tiene la misión de inducirles a laaceptación voluntaria de la caritativa moratoria; de modo que, mientras aspiran a la resurrección de la carne, se gocen con el aumento de sus hermanos.

San Gregorio Magno, Tratados morales sobre el libro de Job (Lib 2, 11: SC 32, 188-190)

sábado, 13 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


Compañeros de Cristo en el sufrir

Si hemos pasado de la muerte a la vida, al pasar de la infidelidad a la fe, no nos extrañemos de que el mundo nos odie. Pues quien no ha pasado aún de la muerte a la vida, sino que permanece en la muerte, no puede amar a quienes salieron de las tinieblas y han entrado, por así decirlo, en esta mansión de la luz edificada con piedras vivas.

Jesús dio su vida por nosotros; demos también nuestra vida, no digo por él, sino por nosotros mismos y, me atrevería a decirlo, por aquellos que van a sentirse alentados por nuestro martirio.

Nos ha llegado, oh cristiano, el tiempo de gloriarnos. Pues dice la Escritura: Nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce constancia, la constancia, virtud probada, la virtud, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.

Si los sufrimientos de Cristo rebosan sobre nosotros, gracias a Cristo rebosa en proporción nuestro ánimo; aceptemos, pues, con gran gozo los padecimientos de Cristo, y que se multipliquen en nosotros, si realmente apetecemos un abundante consuelo, como lo obtendrán todos aquellos que lloran. Pero este consuelo seguramente superará a los sufrimientos, ya que, si hubiera una exacta proporción, no estaría escrito: Si los sufrimientos de Cristo rebosan sobre nosotros, rebosa en proporción nuestro ánimo.

Los que se hacen solidarios de Cristo en sus padecimientos participarán también, de acuerdo con su grado de participación, en sus consuelos. Tal es el pensamiento de Pablo, que afirma con toda confianza: Si sois compañeros en el sufrir, también lo sois en el buen ánimo.

Dice también Dios por el Profeta: En el tiempo de gracia te he respondido, en el día de salvación te he auxiliado. ¿Qué tiempo puede ofrecerse más aceptable que el momento en el que, por nuestra fe en Dios por Cristo, somos escoltados solemnemente al martirio, pero como triunfadores, no como vencidos?

Los mártires de Cristo, con su poder, derrotan a los principados y potestades y triunfan sobre ellos, para que, al ser solidarios de sus sufrimientos, tengan también parte en lo que él consiguió por medio de su fortaleza en los sufrimientos.

Por tanto, el día de salvación no es otro que aquel en que de este modo salís de este mundo.

Pero, os lo ruego: Para no poner en ridículo nuestro ministerio, nunca deis a nadie motivo de escándalo; al contrario, continuamente dad prueba de que sois ministros de Dios con lo mucho que pasáis, diciendo: Y ahora, Señor, ¿qué esperanza me queda? Tú eres mi confianza.

Orígenes, Exhortación al martirio (41-42: PG 11, 618-619)

viernes, 12 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


Preciosa y vivificante es la cruz de Cristo

¡Oh don preciosísimo de la cruz! ¡Qué aspecto tiene más esplendoroso! No contiene, como el árbol del paraíso, el bien y el mal entremezclados, sino que en él todo es hermoso y atractivo, tanto para la vista como para el paladar.

Es un árbol que engendra la vida, sin ocasionar la muerte; que ilumina sin producir sombras; que introduce en el paraíso, sin expulsar a nadie de él; es el madero al que Cristo subió, como rey que monta en su cuadriga, para derrotar al diablo que detentaba el poder de la muerte, y librar al género humano de la esclavitud a que la tenía sometido el diablo.

Este madero, en el que el Señor, cual valiente luchador en el combate, fue herido en sus divinas manos, pies y costado, curó las huellas del pecado y las heridas que el pernicioso dragón había infligido a nuestra naturaleza.

Si al principio un madero nos trajo la muerte, ahora otro madero nos da la vida: entonces fuimos seducidos por el árbol; ahora por el árbol ahuyentamos la antigua serpiente. Nuevos e inesperados cambios: en lugar de la muerte alcanzamos la vida; en lugar de la corrupción, la incorrupción; en lugar del deshonor, la gloria.

No le faltaba, pues, razón al Apóstol para exclamar: Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo. Pues aquella suprema sabiduría, que, por así decir, floreció en la cruz, puso de manifiesto la jactancia y la arrogante estupidez de la sabiduría mundana. El conjunto maravilloso de bienes que provienen de la cruz acabaron con los gérmenes de la malicia y del pecado.

Las figuras y profecías de este leño revelaron, ya desde el principio del mundo, las mayores maravillas. Mira, si no, si tienes deseos de saberlo. ¿Acaso no se salvó Noé de la muerte del diluvio, junto con sus hijos y mujeres y con los animales de toda especie, en un frágil madero?

¿Y qué significó la vara de Moisés? ¿Acaso no fue figura de la cruz? Una vez convirtió el agua en sangre; otra, devoró las serpientes ficticias de los magos; o bien dividió el mar con sus golpes y detuvo las olas, haciendo después que volvieran a su curso, sumergiendo así a los enemigos mientras hacía que se salvara el pueblo de Dios.

De la misma manera fue también figura de la cruz la vara de Aarón, florecida en un solo día para atestiguar quién debía ser el sacerdote legítimo.

Y a ella aludió también Abrahán cuando puso sobre el montón de maderos a su hijo maniatado. Con la cruz sucumbió la muerte, y Adán se vio restituido a la vida. En la cruz se gloriaron todos los apóstoles, en ella se coronaron los mártires y se santificaron los santos. Con la cruz nos revestimos de Cristo y nos despojamos del hombre viejo; fue la cruz la que nos reunió en un solo rebaño, como ovejas de Cristo, y es la cruz la que nos lleva al aprisco celestial.

San Teodoro de Studion, Sermón sobre la adoración de la cruz (PG 99, 691-694.695)

jueves, 11 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


La herencia del nuevo Testamento

El sacrificio celeste instituido por Cristo constituye efectivamente la rica herencia del nuevo Testamento que el Señor nos dejó, como prenda de su presencia, la noche en que iba a ser entregado para morir en la cruz.

Este es el viático de nuestro viaje, con el que nos alimentamos y nutrimos durante el camino de esta vida, hasta que saliendo de este mundo lleguemos a él; por eso decía el mismo Señor: Si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre, no tenéis vida en vosotros.

Quiso, en efecto, que sus beneficios quedaran entre nosotros, quiso que las almas, redimidas por su preciosa sangre, fueran santificadas por este sacramento, imagen de su pasión; y encomendó por ello a sus fieles discípulos, a los que constituyó primeros sacerdotes de su Iglesia, que siguieran celebrando ininterrumpidamente estos misterios de vida eterna; misterios que han de celebrar todos los sacerdotes de cada una de las Iglesias de todo el orbe, hasta el glorioso retorno de Cristo. De este modo los sacerdotes, junto con toda la comunidad de creyentes, contemplando todos los días el sacramento de la pasión de Cristo, llevándolo en sus manos, tomándolo en la boca y recibiéndolo en el pecho, mantendrán imborrable el recuerdo de la redención.

El pan, formado de muchos granos de trigo convertidos en flor de harina, se hace con agua y llega a su entero ser por medio del fuego; por ello resulta fácil ver en él una imagen del cuerpo de Cristo, el cual, como sabemos, es un solo cuerpo formado por una multitud de hombres de toda raza, y llega a su total perfección por el fuego del Espíritu Santo.

Cristo, en efecto, nació del Espíritu Santo y, como convenía que cumpliera todo lo que Dios quiere, entró en el Jordán para consagrar las aguas del bautismo, y después salió del agua lleno del Espíritu Santo, que había descendido sobre él en forma de paloma, como lo atestigua el evangelista: Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán.

De modo semejante, el vino de su sangre, cosechado de los múltiples racimos de la viña por él plantada, se exprimió en el lagar de la cruz y bulle por su propia fuerza en los vasos generosos de quienes lo beben con fe.

Los que acabáis de libraros del poder de Egipto y del Faraón, que es el diablo, compartid en nuestra compañía, con toda la avidez de vuestro corazón creyente, este sacrificio de la Pascua salvadora; para que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, al que reconocemos presente en sus sacramentos, nos santifique en lo más íntimo de nuestro ser: cuyo poder inestimable permanece por los siglos.

San Gaudencio de Brescia, Tratado 2 (CSEL 68, 30-32)

miércoles, 10 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


Cristo vive en su Iglesia

Es indudable, queridos hermanos, que la naturaleza humana fue asumida tan íntimamente por el Hijo de Dios, que no sólo en él, que es el primogénito de toda criatura, sino también en todos sus santos, no hay más que un solo Cristo; pues, del mismo modo que la cabeza no puede separarse de los miembros, tampoco los miembros de la cabeza.

Aunque no es propio de esta vida, sino de la eterna, el que Dios lo sea todo en todos, no por ello deja de ser ya ahora el Señor huésped inseparable de su templo que es la Iglesia, de acuerdo con lo que él mismo prometió al decir: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.

Por ello, todo cuanto el Hijo de Dios hizo y enseñó para la reconciliación del mundo, no sólo podemos conocerlo por la historia de los acontecimientos pasados, sino también sentirlo en la eficacia de las obras presentes.

Por obra del Espíritu Santo nació él de una Virgen, y por obra del mismo Espíritu Santo fecunda también su Iglesia pura, a fin de que, a través del bautismo, dé a luz a una multitud innumerable de hijos de Dios, de quienes está escrito: Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.

El es aquel vástago en quien fue bendecida la descendencia de Abrahán y por quien la adopción filial se extendió a todos los pueblos, llegando por ello Abrahán a ser el padre de todos los hijos nacidos, no de la carne, sino de la fe en la promesa.

El es también quien, sin excluir a ningún pueblo, ha reunido en una sola grey las santas ovejas de todas las naciones que hay bajo el cielo, realizando cada día lo que prometió cuando dijo: Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo pastor.

Porque, si bien fue a Pedro a quien dijo principalmente: Apacienta mis ovejas, sólo el Señor es quien controla el cuidado de todos los pastores, y alimenta a los que acuden a la roca de su Iglesia con tan abundantes y regados pastos, que son innumerables las ovejas que, fortalecidas con la suculencia de su amor, no dudan en morir por el nombre del pastor, como el buen Pastor se dignó ofrecer su vida por sus ovejas.

Es él también aquel en cuya pasión participa no sólo la gloriosa fortaleza de los mártires, sino también la fe de todos los que renacen en el bautismo.

Por este motivo la Pascua del Señor se celebra legítimamente con ázimo de sinceridad y de verdad si, desechado el fermento de la antigua malicia, la nueva criatura se embriaga y nutre del mismo Señor. Porque la participación del cuerpo y de la sangre de Cristo no hace otra cosa sino convertirnos en lo que recibimos: y seamos portadores, en nuestro espíritu y en nuestra carne, de aquel en quien y con quien hemos sido muertos, sepultados y resucitados.

San León Magno, Sermón 12 sobre la pasión del Señor (3.6.7: CCL 138A, 383-384.386-388)

martes, 9 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


Sacramento de unidad y de caridad

La edificación espiritual del cuerpo de Cristo, que se realiza en la caridad (según la expresión del bienaventurado Pedro, las piedras vivas entran en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo), esta edificación espiritual, repito, nunca se pide más oportunamente que cuando el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, ofrece el mismo cuerpo y la misma sangre de Cristo en el sacramento del pan y del cáliz: El cáliz que bebemos es comunión con la sangre de Cristo,y el pan que partimos es comunión con el cuerpo de Cristo; el pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan.

Y lo que en consecuencia pedimos es que con la misma gracia con la que la Iglesia se constituyó en cuerpo de Cristo, todos los miembros, unidos en la caridad, perseveren en la unidad del mismo cuerpo, sin que su unión se rompa.

Esto es lo que pedimos que se realice en nosotros por la gracia del Espíritu, que es el mismo Espíritu del Padre y del Hijo; porque la Santa Trinidad, en la unidad de naturaleza, igualdad y caridad, es el único, solo y verdadero Dios, que santifica en la unidad a los que adopta.

Por lo cual dice la Escritura: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.

Pues el Espíritu Santo, que es el mismo Espíritu del Padre y del Hijo, en aquellos a quienes concede la gracia de la adopción divina, realiza lo mismo que llevó a cabo en aquellos de quienes se dice, en el libro de los Hechos de los apóstoles, que habían recibido este mismo Espíritu. De ellos se dice, en efecto: En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo; pues el Espíritu único del Padre y del Hijo, que, con el Padre y el Hijo es el único Dios, había creado un solo corazón y una sola alma en la muchedumbre de los creyentes.

Por lo que el Apóstol dice que esta unidad del Espíritu con el vínculo de la paz ha de ser guardada con toda solicitud, y aconseja así a los Efesios: Yo, el prisionero por el Señor, os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados. Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz.

Dios acepta y recibe con agrado a la Iglesia como sacrificio cuando la Iglesia conserva la caridad que derramó en ella el Espíritu Santo: así, si la Iglesia conserva la caridad del Espíritu, puede presentarse ante el Señor como una hostia viva, santa y agradable a Dios.

San Fulgencio de Ruspe, Libros a Mónimo (Lib 2, 11-12: CCL 91, 46-48)

lunes, 8 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


El misterio de nuestra reconciliación

La majestad asume la humildad, el poder la debilidad, la eternidad la mortalidad; y, para saldar la deuda contraída por nuestra condición pecadora, la naturaleza invulnerable se une a la naturaleza pasible; de este modo, tal como convenía para nuestro remedio, el único y mismo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también él, pudo ser a la vez mortal e inmortal, por la conjunción en él de esta doble condición.

El que es Dios verdadero nace como hombre verdadero, sin que falte nada a la integridad de su naturaleza , humana, conservando la totalidad de la esencia que le es i propia y asumiendo la totalidad de nuestra esencia humana. Y, al decir nuestra esencia humana, nos referimos a la que fue plasmada en nosotros por el Creador, y que él asume para restaurarla.

Esta naturaleza nuestra quedó viciada cuando el hombre se dejó engañar por el maligno, pero ningún vestigio de este vicio original hallamos en la naturaleza asumida por el Salvador. El, en efecto, aunque hizo suya nuestra misma debilidad, no por esto se hizo partícipe de nuestros pecados. /

Tomó la condición de esclavo, pero libre de la sordidez del pecado, ennobleciendo nuestra humanidad sin mermar su divinidad, porque aquel anonadamiento suyo —por el cual, él, que era invisible, se hizo visible, y él, que es el Creador y Señor de todas las cosas, quiso ser uno más entre los mortales— fue una dignación de su misericordia, no una falta de poder. Por tanto, el mismo que, permaneciendo en su condición divina, hizo al hombre es el mismo que se hace él mismo hombre, tomando la condición de esclavo.

Y, así, el Hijo de Dios hace su entrada en la bajeza de este mundo, bajando desde el trono celestial, sin dejar la gloria que tiene junto al Padre, siendo engendrado en un nuevo orden de cosas.

En un nuevo orden de cosas, porque el que era invisible por su naturaleza se hace visible en la nuestra, el que era inaccesible a nuestra mente quiso hacerse accesible, el que existía antes del tiempo empezó a existir en el tiempo, el Señor de todo el universo, velando la inmensidad de su majestad, asume la condición de esclavo, el Dios impasible e inmortal se digna hacerse hombre pasible y sujeto a las leyes de la muerte.

El mismo que es Dios verdadero es también hombre verdadero, y en él, con toda verdad, se unen la pequeñez del hombre y la grandeza de Dios.

Ni Dios sufre cambio alguno con esta dignación de su piedad, ni el hombre queda destruido al ser elevado a esta dignidad. Cada una de las dos naturalezas realiza sus actos propios en comunión con la otra, a saber, la Palabra realiza lo que es propio de la Palabra, y la carne lo que es propio de la carne.

En cuanto que es la Palabra, brilla por sus milagros; en cuanto que es carne, sucumbe a las injurias. Y así como la Palabra retiene su gloria igual al Padre, así también su carne conserva la naturaleza propia de nuestra raza.

La misma y única persona, no nos cansaremos de repetirlo, es verdaderamente Hijo de Dios y verdaderamente hijo del hombre. Es Dios, porque en el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios; es hombre, porque la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.

San León Magno, Carta 28, a Flaviano (3-4: PL 54, 763-767)

domingo, 7 de abril de 2013

Una Meditación y una Bendición


La nueva creación en Cristo

Me dirijo a vosotros, niños recién nacidos, párvulos en Cristo, nueva prole de la Iglesia, gracia del Padre, fecundidad de la Madre, retoño santo, muchedumbre renovada, flor de nuestro honor y fruto de nuestro trabajo, mi gozo y mi corona, todos los que perseveráis firmes en el Señor.

Me dirijo a vosotros con las palabras del Apóstol: vestíos del Señor Jesucristo, y que el cuidado de vuestro cuerpo no fomente los malos deseos, para que os revistáis de la vida que se os ha comunicado en el sacramento. Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis revestido de Cristo. Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús.

En esto consiste la fuerza del sacramento: en que es el sacramento de la vida nueva, que empieza ahora con la remisión de todos los pecados pasados y que llegará a su plenitud con la resurrección de los muertos. Por el bautismo fuisteis sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos, así también andéis vosotros en una vida nueva. Pues ahora, mientras vivís en vuestro cuerpo mortal, desterrados lejos del Señor, camináis por la fe; pero tenéis un camino seguro que es Cristo Jesús en cuanto hombre, el cual es al mismo tiempo el término al que tendéis, quien por nosotros ha querido hacerse hombre. Él ha reservado una inmensa dulzura para los que le temen y la manifestará y dará con toda plenitud a los que esperan en él, una vez que hayamos recibido la realidad de lo que ahora poseemos sólo en esperanza.

Hoy se cumplen los ocho días de vuestro renacimiento: y hoy se completa en vosotros el sello de la fe, que entre los antiguos padres se llevaba a cabo en la circuncisión de la carne a los ocho días del nacimiento carnal.

Por eso mismo, el Señor al despojarse con su resurrección de la carne mortal y hacer surgir un cuerpo, no ciertamente distinto, pero sí inmortal, consagró con su resurrección el domingo, que es el tercer día después de su pasión y el octavo contando a partir del sábado; y, al mismo tiempo, el primero.

Por esto también vosotros, ya que habéis resucitado con Cristo –aunque todavía no de hecho, pero sí ya con esperanza cierta, porque habéis recibido el sacramento de ello y las arras del Espíritu–, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en gloria.

San Agustín de Hipona, Sermón 8, en la Octava de Pascua (1, 4: PL 46, 838.841)