miércoles, 31 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

El nacimiento del Señor es el nacimiento de la paz

Aunque aquella infancia, que la majestad del Hijo de Dios se dignó hacer suya, tuvo como continuación la plenitud de una edad adulta, y, después del triunfo de su pasión y resurrección, todas las acciones de su estado de humildad, que el Señor asumió por nosotros, pertenecen ya al pasado, la festividad de hoy renueva ante nosotros los sagrados comienzos de Jesús, nacido de la Virgen María; de modo que, mientras adoramos el nacimiento de nuestro Salvador, resulta que estamos celebrando nuestro propio comienzo.

Efectivamente, la generación de Cristo es el comienzo del pueblo cristiano, y el nacimiento de la cabeza lo es al mismo tiempo del cuerpo,

Aunque cada uno de los que llama el Señor a formar parte de su pueblo sea llamado en un tiempo determinado y aunque todos los hijos de la Iglesia hayan sido llamados cada uno en días distintos, con todo, la totalidad de los fieles, nacida en la fuente bautismal, ha nacido con Cristo en su nacimiento, del mismo modo que ha sido crucificada con Cristo en su pasión, ha sido resucitada en su resurrección y ha sido colocada a la derecha del Padre en su ascensión.

Cualquier hombre que cree –en cualquier parte del mundo–, y se regenera en Cristo, una vez interrumpido el camino de su vieja condición original, pasa a ser un nuevo hombre al renacer; y ya no pertenece a la ascendencia de su padre carnal, sino a la simiente del Salvador, que se hizo precisamente Hijo del hombre, para que nosotros pudiésemos llegar a ser hijos de Dios.

Pues si él no hubiera descendido hasta nosotros revestido de esta humilde condición, nadie hubiera logrado llegar hasta él por sus propios méritos.

Por eso, la misma magnitud del beneficio otorgado exige de nosotros una veneración proporcionada a la excelsitud de esta dádiva. Y, como el bienaventurado Apóstol nos enseña, no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el Espíritu que procede de Dios, a fin de que conozcamos lo que Dios nos ha otorgado; y el mismo Dios sólo acepta como culto piadoso el ofrecimiento de lo que él nos ha concedido.

¿Y qué podremos encontrar en el tesoro de la divina largueza tan adecuado al honor de la presente festividad como la paz, lo primero que los ángeles pregonaron en el nacimiento del Señor?

La paz es la que engendra los hijos de Dios, alimenta el amor y origina la unidad, es el descanso de los bienaventurados y la mansión de la eternidad. El fin propio de la paz y su fruto específico consiste en que se unan a Dios los que el mismo Señor separa del mundo.

Que los que no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios, ofrezcan, por tanto, al Padre la concordia que es propia de hijos pacíficos, y que todos los miembros de la adopción converjan hacia el Primogénito de la nueva creación, que vino a cumplir la voluntad del que le enviaba y no la suya: puesto que la gracia del Padre no adoptó como herederos a quienes se hallaban en discordia e incompatibilidad, sino a quienes amaban y sentían lo mismo. Los que han sido reformados de acuerdo con una sola imagen deben ser concordes en el espíritu.

El nacimiento del Señor es el nacimiento de la paz: y así dice el Apóstol: El es nuestra paz; él ha hecho de los dos pueblos una sola cosa, ya que, tanto los judíos como los gentiles, por su medio podemos acercarnos al Padre con un mismo Espíritu.

San León Magno
Sermón 6 en la Natividad del Señor (2-3: PL 54, 213-216)

martes, 30 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

La Palabra hecha carne nos diviniza

No prestamos nuestra adhesión a discursos vacíos ni nos dejamos seducir por pasajeros impulsos del corazón, como tampoco por el encanto de discursos elocuentes, sino que nuestra fe se apoya en las palabras pronunciadas por el poder divino. Dios se las ha ordenado a su Palabra, y la Palabra las ha pronunciado, tratando con ellas de apartar al hombre de la desobediencia, no dominándolo como a un esclavo por la violencia que coacciona, sino apelando a su libertad y plena decisión.

Fue el Padre quien envió la Palabra, al fin de los tiempos. Quiso que no siguiera hablando por medio de un profeta, ni que se hiciera adivinar mediante anuncios velados; sino que le dijo que se manifestara a rostro descubierto, a fin de que el mundo, al verla, pudiera salvarse.

Sabemos que esta Palabra tomó un cuerpo de la Virgen, y que asumió al hombre viejo, transformándolo. Sabemos que se hizo hombre de nuestra misma condición, porque, si no hubiera sido así, sería inútil que luego nos prescribiera imitarle como maestro. Porque, si este hombre hubiera sido de otra naturaleza, ¿cómo habría de ordenarme las mismas cosas que él hace, a mí, débil por nacimiento, y cómo sería entonces bueno y justo?

Para que nadie pensara que era distinto de nosotros, se sometió a la fatiga, quiso tener hambre y no se negó a pasar sed, tuvo necesidad de descanso y no rechazó el sufrimiento, obedeció hasta la muerte y manifestó su resurrección, ofreciendo en todo esto su humanidad como primicia, para que tú no te descorazones en medio de tus sufrimientos, sino que, aun reconociéndote hombre, aguardes a tu vez lo mismo que Dios dispuso para él.

Cuando contemples ya al verdadero Dios, poseerás un cuerpo inmortal e incorruptible, junto con el alma, y obtendrás el reino de los cielos, porque, sobre la tierra, habrás reconocido al Rey celestial; serás íntimo de Dios, coheredero de Cristo, y ya no serás más esclavo de los deseos, de los sufrimientos y de las enfermedades, porque habrás llegado a ser dios.

Porque todos los sufrimientos que has soportado, por ser hombre, te los ha dado Dios precisamente porque lo eras; pero Dios ha prometido también otorgarte todos sus atributos, una vez que hayas sido divinizado y te hayas vuelto inmortal. Es decir, conócete a ti mismo mediante el conocimiento de Dios, que te ha creado, porque conocerlo y ser conocido por él es la suerte de su elegido.

No seáis vuestros propios enemigos, ni os volváis hacia atrás, porque Cristo es el Dios que está por encima de todo: él ha ordenado purificar a los hombres del pecado, y él es quien renueva al hombre viejo, al que ha llamado desde el comienzo imagen suya, mostrando, por su impronta en ti, el amor que te tiene. Y, si tú obedeces sus órdenes y te haces buen imitador de este buen maestro, llegarás a ser semejante a él y recompensado por él; porque Dios no es pobre, y te divinizará para su gloria.

San Hipólito de Roma
Refutación de todas las herejías (Cap 10, 33-34: PG 16, 3452-3453)

lunes, 29 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

En la plenitud de los tiempos vino la plenitud de la divinidad

Ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre. Gracias sean dadas a Dios, que ha hecho abundar en nosotros el consuelo en medio de esta peregrinación, de este destierro, de esta miseria.

Antes de que apareciese la humanidad de nuestro Salvador, su bondad se hallaba también oculta, aunque ésta ya existía, pues la misericordia del Señor es eterna. ¿Pero cómo, a pesar de ser tan inmensa, iba a poder ser reconocida? Estaba prometida, pero no se la alcanzaba a ver; por lo que muchos no creían en ella. Efectivamente, en distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios por los profetas. Y decía: Yo tengo designios de paz y no de aflicción. Pero ¿qué podía responder el hombre que sólo experimentaba la aflicción e ignoraba la paz? ¿Hasta cuándo vais a estar diciendo: «Paz, paz», y no hay paz? A causa de lo cual los mensajeros de paz lloraban amargamente, diciendo: Señor, ¿quién creyó nuestro anuncio? Pero ahora los hombres tendrán que creer a sus propios ojos, ya que los testimonios de Dios se han vuelto absolutamente creíbles. Pues para que ni una vista perturbada pueda dejar de verlo, puso su tienda al sol.

Pero de lo que se trata ahora no es de la promesa de la paz, sino de su envío; no de la dilatación de su entrega, sino de su realidad; no de su anuncio profético, sino de su presencia. Es como si Dios hubiera vaciado sobre la tierra un saco lleno de su misericordia; un saco que habría de desfondarse en la pasión, para que se derramara nuestro precio, oculto en él; un saco pequeño, pero lleno. Ya que un niño se nos ha dado, pero en quien habita toda la plenitud de la divinidad. Ya que, cuando llegó la plenitud del tiempo, hizo también su aparición la plenitud de la divinidad. Vino en carne mortal para que, al presentarse así ante quienes eran carnales, en la aparición de su humanidad se reconociese su bondad. Porque, cuando se pone de manifiesto la humanidad de Dios, ya no puede mantenerse oculta su bondad. ¿De qué manera podía manifestar mejor su bondad que asumiendo mi carne? La mía, no la de Adán, es decir, no la que Adán tuvo antes del pecado.

¿Hay algo que pueda declarar más inequívocamente la misericordia de Dios que el hecho de haber aceptado nuestra miseria? ¿Qué hay más rebosante de piedad que la Palabra de Dios convertida en tan poca cosa por nosotros? Señor, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder? Que deduzcan de aquí los hombres lo grande que es el cuidado que Dios tiene de ellos; que se enteren de lo que Dios piensa y siente sobre ellos. No te preguntes, tú, que eres hombre, por lo que has sufrido, sino por lo que sufrió él. Deduce de todo lo que sufrió por ti, en cuánto te tasó, y así su bondad se te hará evidente por su humanidad. Cuanto más pequeño se hizo en su humanidad, tanto más grande se reveló en su bondad; y cuanto más se dejó envilecer por mí, tanto más querido me es ahora. Ha aparecido —dice el Apóstol— la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre. Grandes y manifiestos son, sin duda, la bondad y el amor de Dios, y gran indicio de bondad reveló quien se preocupó de añadir a la humanidad el nombre de Dios.

San Bernardo de Claraval
Sermón en la Epifanía del Señor (1-2: PL 183, 141-143)

domingo, 28 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

El ejemplo de Nazaret

Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio.

Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida.

Aquí se nos revela el método que nos hará descubrir quién es Cristo. Aquí comprendemos la importancia que tiene el ambiente que rodeó su vida durante su estancia entre nosotros, y lo necesario que es el conocimiento de los lugares, los tiempos, las costumbres, el lenguaje, las prácticas religiosas, en una palabra, de todo aquello de lo que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Aquí todo habla, todo tiene un sentido.

Aquí, en esta escuela, comprendemos la necesidad de una disciplina espiritual si queremos seguir las enseñanzas del Evangelio y ser discípulos de Cristo.

¡Cómo quisiéramos ser otra vez niños y volver a esta humilde pero sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo quisiéramos volver a empezar, junto a María, nuestra iniciación a la verdadera ciencia de la vida y a la más alta sabiduría de la verdad divina!

Pero estamos aquí como peregrinos y debemos renunciar al deseo de continuar en esta casa el estudio, nunca terminado, del conocimiento del Evangelio. Mas no partiremos de aquí sin recoger rápida, casi furtivamente, algunas enseñanzas de la lección de Nazaret.

Su primera lección es el silencio. Cómo desearíamos que se renovara y fortaleciera en nosotros el amor al silencio, este admirable e indispensable hábito del espíritu, tan necesario para nosotros, que estamos aturdidos por tanto ruido, tanto tumulto, tantas voces de nuestra ruidosa y en extremo agitada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento y la interioridad, enséñanos a estar siempre dispuestos a escuchar las buenas inspiraciones y la doctrina de los verdaderos maestros. Enséñanos la necesidad y el valor de una conveniente formación, del estudio, de la meditación, de una vida interior intensa, de la oración personal que sólo Dios ve.

Se nos ofrece además una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe el significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable, lo dulce e irreemplazable que es su pedagogía y lo fundamental e incomparable que es su función en el plano social.

Finalmente, aquí aprendemos también la lección del trabajo. Nazaret, la casa del hijo del artesano: cómo deseamos comprender más en este lugar la austera pero redentora ley del trabajo humano y exaltarla debidamente; restablecer la conciencia de su dignidad, de manera que fuera a todos patente, recordar aquí, bajo este techo, que el trabajo no puede ser un fin en sí mismo, y que su dignidad y la libertad para ejercerlo no provienen tan sólo de sus motivos económicos, sino también de aquellos otros valores que lo encauzan hacia un fin más noble.

Queremos finalmente saludar desde aquí a todos los trabajadores del mundo y señalarles al gran modelo, al hermano divino, al defensor de todas sus causas justas, es decir: a Cristo, nuestro Señor.

Pablo VI
Alocución en Nazaret (5 enero 1964)

sábado, 27 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

La misma vida se ha manifestado en la carne

Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos: la Palabra de la vida. ¿Quién es el que puede tocar con sus manos a la Palabra, si no es porque la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros?

Esta Palabra, que se hizo carne, para que pudiera ser tocada con las manos, comenzó siendo carne cuando se encarnó en el seno de la Virgen María; pero no en ese momento comenzó a existir la Palabra, porque el mismo san Juan dice que existía desde el principio. Ved cómo concuerdan su carta y su evangelio, en el que hace poco oísteis: En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios.

Quizá alguno entienda la expresión «la Palabra de la vida» o como referida a la persona de Cristo y no al mismo cuerpo de Cristo, que fue tocado con las manos. Fijaos en lo que sigue: Pues la vida se hizo visible. Así, pues, Cristo es la Palabra de la vida.

¿Y cómo se hizo visible? Existía desde el principio, pero no se había manifestado a los hombres, pero sí a los ángeles, que la contemplaban y se alimentaban de ella, como de su pan. Pero, ¿qué dice la Escritura? El hombre comió pan de ángeles.

Así, pues, la Vida misma se ha manifestado en la carne, para que, en esta manifestación, aquello que sólo podía ser visto con el corazón fuera también visto con los ojos, y de esta forma sanase los corazones. Pues la Palabra se ve sólo con el corazón, pero la carne se ve también con los ojos corporales. Éramos capaces de ver la carne, pero no lo éramos de ver la Palabra. La Palabra se hizo carne, a la cual podemos ver, para sanar en nosotros aquello que nos hace capaces de ver la Palabra.

Os damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba con el Padre y se nos manifestó, es decir, se ha manifestado entre nosotros, y, para decirlo aún más claramente, se manifestó en nosotros.

Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos. Que vuestra caridad preste atención: Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos. Ellos vieron al mismo Señor presente en la carne, oyeron las palabras de su boca y lo han anunciado a nosotros. Por tanto, nosotros hemos oído, pero no hemos visto.

Y por ello, ¿somos menos afortunados que aquellos que vieron y oyeron? ¿Y cómo es que añade: Para que estéis unidos con nosotros? Aquéllos vieron, nosotros no; y, sin embargo, estamos en comunión, pues poseemos una misma fe.

En esa unión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto, para que nuestra alegría sea completa. La alegría completa es la que se encuentra en la misma comunión, la misma caridad, la misma unidad.

San Agustín de Hipona
Tratado 1 sobre la primera carta de san Juan (1.3: PL 35, 1978. 1980)

viernes, 26 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

Las armas de la caridad

Ayer celebramos el nacimiento temporal de nuestro Rey eterno; hoy celebramos el triunfal martirio de su soldado.

Ayer nuestro Rey, revestido con el manto de nuestra carne y saliendo del recinto del seno virginal, se dignó visitar el mundo; hoy el soldado, saliendo del tabernáculo de su cuerpo, triunfador, ha emigrado al cielo.

Nuestro Rey, siendo la excelsitud misma, se humilló por nosotros; su venida no ha sido en vano, pues ha aportado grandes dones a sus soldados, a los que no sólo ha enriquecido abundantemente, sino que también los ha fortalecido para luchar invenciblemente. Ha traído el don de la caridad, por la que los hombres se hacen partícipes de la naturaleza divina.

Ha repartido el don que nos ha traído, pero no por esto él se ha empobrecido, sino que, de una forma admirable, ha enriquecido la pobreza de sus fieles, mientras él conserva sin mengua la plenitud de sus propios tesoros.

Así, pues, la misma caridad que Cristo trajo del cielo a la tierra ha levantado a Esteban de la tierra al cielo.

La caridad, que precedió en el Rey, ha brillado a continuación en el soldado.

Esteban, para merecer la corona que significa su nombre, tenía la caridad como arma, y por ella triunfaba en todas partes. Por la caridad de Dios, no cedió ante los judíos que lo atacaban; por la caridad hacia el prójimo, rogaba por los que lo lapidaban. Por la caridad, argüía contra los que estaban equivocados, para que se corrigieran; por la caridad, oraba por los que lo lapidaban, para que no fueran castigados.

Confiado en la fuerza de la caridad, venció la acerba crueldad de Saulo, y mereció tener en el cielo como compañero a quien conoció en la tierra como perseguidor. La santa e inquebrantable caridad de Esteban deseaba conquistar orando a aquellos que no pudo convertir amonestando.

Y ahora Pablo se alegra con Esteban, y con Esteban goza de la caridad de Cristo, triunfa con Esteban, reina con Esteban; pues allí donde precedió Esteban, martirizado por las piedras de Pablo, lo ha seguido éste, ayudado por las oraciones de Esteban.

¡Oh vida verdadera, hermanos míos, en la que Pablo no queda confundido de la muerte de Esteban, en la que Esteban se alegra de la compañía de Pablo, porque ambos participan de la misma caridad! La caridad en Esteban triunfó de la crueldad de los judíos, y en Pablo cubrió la multitud de sus pecados, pues en ambos fue la caridad respectiva la que los hizo dignos de poseer el reino de los cielos.

La caridad es la fuente y el origen de todos los bienes, egregia protección, camino que conduce al cielo. Quien camina en la caridad no puede temer ni errar; ella dirige, protege, encamina.

Por todo ello, hermanos, ya que Cristo construyó una escala de caridad, por la que todo cristiano puede ascender al cielo, guardad fielmente la pura caridad, ejercitadla mutuamente unos con otros y, progresando en ella, alcanzad la perfección.

San Fulgencio de Ruspe
Sermón 3 (1-3.5-6: CCL 91A 905-909)

miércoles, 24 de diciembre de 2014

FELIZ NAVIDAD

Paz es el nombre personal de Cristo

Al llegar el Señor y Salvador nuestro, y al hacer su aparición corporal, los ángeles, dirigiendo los coros celestiales, evangelizaban a los pastores diciendo: Os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo. Utilizando las mismas palabras de los santos ángeles, también nosotros os anunciamos una gran alegría. Hoy, en efecto, la Iglesia está en paz; hoy la nave de la Iglesia ha llegado a puerto; hoy, carísimos, es ensalzado el pueblo de Dios y humillados los enemigos de la verdad; hoy Cristo se alegra y el diablo gime; hoy los ángeles viven en la exultación y los demonios están en la confusión. ¿Qué más diré? Hoy Cristo, que es el rey de la paz, enarbolando su paz puso en fuga las divisiones, llenó de confusión a la discordia y, como al cielo con el esplendor del sol, así ilumina a la Iglesia con el fulgor de la paz. Porque hoy os ha nacido un salvador.

¡Qué deseable es la paz! ¡Qué fundamento más estable es la paz para la religión cristiana y qué ornato celeste para el altar del Señor! ¿Qué podríamos decir en elogio de la paz? La paz es el nombre personal de Cristo, como dice el Apóstol: Cristo es nuestra paz, él ha hecho de los dos pueblos una sola cosa. Ahora bien: así como ante la visita de un rey se limpian las plazas y toda la ciudad es un festín de luces y flores, de modo que no haya nada que ofenda la vista del ilustre visitante, lo mismo ahora: ante la venida de Cristo, rey de la paz, hay que quitar de en medio toda tristeza y, ante el resplandor de la verdad, debe ponerse en fuga la mentira, desaparecer la discordia, resplandecer la concordia.

Por eso, aun cuando en la tierra los santos hacen el panegírico de la paz, donde sus elogios logran la cota máxima es en el cielo: la alaban los santos ángeles y dicen: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama.

Ya veis, hermanos, cómo todas las criaturas del cielo y de la tierra se intercambian el don de la paz: los ángeles del cielo anuncian la paz a la tierra, y los santos de la tierra alaban al unísono a Cristo, que es nuestra paz, ascendido ya a los cielos; y los místicos coros cantan a una sola voz: ¡Hosanna en el cielo!

Digamos, pues, también nosotros con los ángeles: Gloria a Dios en el cielo, que humilló al diablo y exaltó a Cristo; gloria a Dios en el cielo, que puso en fuga a la discordia y consolidó la paz.

San Pedro Crisólogo
Sermón 149 (PL 52, 598-599)

Una Meditación y una Bendición

Todos verán la salvación de Dios

Habiendo cantado el profeta la liberación de Israel y el perdón de los pecados de Jerusalén; habiendo solicitado para ella el consuelo —un consuelo ya próximo y como quien dice, pisando los talones a lo ya dicho—, añadió: viene nuestro salvador. Le precede como precursor enviado por Dios el Bautista, que en el desierto de Judá grita y dice: Preparad el camino del Señor, allanad los senderos de nuestro Dios.

Habiéndoselo revelado el Espíritu, también el bienaventurado Zacarías, el padre de Juan, profetizó diciendo: Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor, a preparar sus caminos. De él dijo el mismo Salvador a los judíos: Juan era la lámpara que ardía y brillaba, y vosotros quisisteis gozar un instante de su luz. Pues el sol de justicia y la luz verdadera es Cristo.

La sagrada Escritura compara al Bautista con una lámpara. Pues si contemplas la luz divina e inefable, si te fijas en aquel inmenso y misterioso esplendor, con razón la medida de la mente humana puede ser comparada a una lamparita, aunque esté colmada de luz y sabiduría. Qué signifique: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos, lo explica cuando dice: Elévense los valles, desciendan los montes y colinas: que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale.

Pues hay vías públicas y senderos casi impracticables, escarpados e inaccesibles, que obligan unas veces a subir montes y colinas y otras a bajar de ellos, ora te ponen al borde de precipicios, ora te hacen escalar altísimas montañas. Pero si estos lugares señeros y abruptos se abajan y se rellenan las cavidades profundas, entonces sí, entonces lo torcido se endereza totalmente, los campos se allanan y los caminos, antes escarpados y tortuosos, se hacen transitables. Esto es, pero a nivel espiritual, lo que hace el poder de nuestro salvador. Mas una vez que se hizo hombre y carne —como dice la Escritura—, en la carne destruyó el pecado, y abatió a los soberanos, autoridades y poderes que dominan este mundo. A nosotros nos igualó el camino, un camino aptísimo para correr por las sendas de la piedad, un camino sin cuestas arriba ni bajadas, sin baches ni altibajos, sino realmente liso y llano.

Se ha enderezado todo lo torcido. Y no sólo eso, sino que se revelará la gloria del Señor, y todos verán la salvación de Dios. Ha hablado la boca del Señor. Pues Cristo era y es el Verbo unigénito de Dios, en cuanto que existía como Dios y nació de Dios Padre de modo misterioso, y en su divina majestad está por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro. El es el Señor de la gloria y hemos contemplado su gloria que antes no conocíamos, cuando hecho hombre como nosotros según el designio divino, se declaró igual a Dios Padre en el poder, en el obrar y en la gloria: sostiene el universo con su palabra poderosa, obra milagros con facilidad, impera a los elementos, resucita muertos y realiza sin esfuerzo otras maravillas.

Así pues, se ha revelado la gloria del Señor y todos han contemplado la salvación de Dios, a saber, del Padre, que nos envió desde el cielo al Hijo como salvador.

San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 3, t 4: PG 70, 802-803)

martes, 23 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

El que nació una vez de María, nace a diario en nosotros

La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan. ¡Qué amistad más excelente! La misericordia y la fidelidad se encuentran. ¿Eres pecador? Escucha lo que dice: «Misericordia». ¿Eres santo? Escucha lo que dice: «Fidelidad». Ni desesperes si eres pecador, ni te ensoberbezcas si eres santo. Ensayemos otra interpretación.

Dos son los pueblos creyentes: uno integrado por los paganos y otro formado por los judíos. A los judíos se les prometió un salvador; a nosotros que vivíamos al margen de la ley, no se nos prometió. Por tanto, la misericordia se ejercita con el pueblo de los paganos, la fidelidad, en el de los judíos, ya que se cumplió lo que se les había prometido, es decir, lo prometido a los padres tuvo su cumplimiento en los hijos.

La justicia y la paz se besan. Mirad lo que dice: la justicia y la paz se besan. Es lo mismo que dijo anteriormente: misericordia y fidelidad. Pues misericordia equivale a paz, y fidelidad es sinónimo de justicia. Si alguna cosa dice relación con la paz, dice relación con misericordia; y si algo tiene que ver con la fidelidad, tiene que ver con justicia. Mirad en efecto lo que dice: La justicia y la paz se besan. Esto es, la misericordia y la fidelidad se hicieron amigas, es decir, judíos y paganos están bajo el cayado de un solo pastor: Cristo.

La fidelidad brota de la tierra. Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. El que dijo: Yo soy la verdad, brotó de la tierra. Y ¿cuál es esta verdad que ha brotado de la tierra? Brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Y en otro lugar: Tú, oh Dios, ganaste la victoria en medio de la tierra. Mirad, la verdad, el Salvador, brotó de la tierra, es decir, de María.

Y la justicia mira desde el cielo. Era justo que el Salvador tuviera compasión de su pueblo. Mirad lo que dice: ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! La verdad brota de la tierra, esto es, el Salvador. Y de nuevo: Y la justicia mira desde el cielo. La justicia, esto es, el Salvador. ¿Cómo brotó de la tierra? ¿Cómo miró desde el cielo?

Brotó de la tierra, naciendo como hombre; miró desde el cielo, porque Dios está siempre en los cielos. Esto es, brotó, es verdad, de la tierra, pero el que nació de la tierra está siempre en el cielo. Esto es, apareció en la tierra sin abandonar el cielo, pues está en todas partes. Miró, porque mientras pecábamos, apartaba de nosotros su vista. Lo que dice es esto: Es justo que el alfarero tenga compasión de la obra de sus manos, que el pastor se compadezca de su rebaño. Nosotros somos su pueblo, somos sus criaturas. Para esto, pues, brotó de la tierra y miró desde el cielo: para cumplir toda justicia y tener compasión de su obra.

Finalmente, para que sepáis que la palabra «justicia» no connota crueldad, sino misericordia, mirad lo que dice: El Señor nos dará la lluvia. Para esto miró desde el cielo: para compadecerse de sus obras. Y nuestra tierra dará su fruto. La fidelidad brotó de la tierra, así, en pretérito. Ahora se expresa en futuro: Y nuestra tierra dará su fruto.

No debéis desesperar por haber nacido una sola vez de María: a diario nace en nosotros. Y la, tierra dará su fruto: También nosotros, si queremos, podemos engendrar a Cristo. Y la tierra dará su fruto: del que se confeccione el pan celestial. De él dice: Yo soy el pan bajado del cielo.

Todo lo dicho se refiere a la misericordia de Dios, que vino precisamente para salvar al género humano.

San Jerónimo
Tratado sobre el salmo 84 (CCL 78,107-108)

lunes, 22 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

Nos fue enviado el Señor como redentor, vida y salvación

Puesto que ha llegado el tiempo de hablar a vuestra venerable caridad de la venida y encarnación del Señor, no son días éstos en que se pueda callar. Regocíjate, Sión; mira que viene tu rey. Regocíjate, pues, Sión, es decir, nuestra alma, pensando en los bienes futuros, rechazando de sí los males. Mira, viene a habitar en medio de ti. ¿Quién es este morador sino el que quiso hacernos suyos, congregarnos y confirmarnos como pueblo predilecto? Este morador es aquel de quien en otro lugar cantó el profeta, diciendo: Habitaré y caminaré con ellos; seré su Dios, y ellos serán mi pueblo.

Cuando este morador se posesione de nuestro mundo interior, hará de modo que en nosotros todo sea santo, perfecto, irreprensible. Que él posea a quienes redimió, perfeccione lo que comenzó, conduzca a la meta a quienes sacó de Babilonia. Este nuestro morador descansa en nosotros, es glorificado en nosotros, cuando los hombres vean nuestras buenas obras y den gloria a nuestro Padre que está en el cielo. De este Padre somos hijos no a causa de nuestra obsequiosidad o de nuestros méritos ni tampoco de nuestro buen comportamiento, sino que por su misericordia hemos recibido la libertad y hemos sido escogidos para la adopción de hijos.

Así pues, Dios es glorificado en nosotros de este modo: cuando progresamos en sentimientos de caridad, hacemos lo que él mandó y nos mantenemos firmes en lo que él ordenó. Entonces es Dios glorificado en nosotros. Ahora sabemos que nos fue enviado el Señor como redentor, vida y salvación, piedad y gracia gratuita. Y cuando vemos que de la arcilla del suelo él nos eleva a los premios celestiales, alégrese y regocíjese el corazón de los creyentes: busque nuestra alma al Señor, no como muerta sino como exuberante de vida.

¿Cómo pagaremos al Señor por estos bienes? Dobleguemos la cerviz, agachemos la cabeza y golpeémonos el pecho, repitiendo lo que dijo el publicano: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador. Y como en su piedad perfecciona lo imperfecto, prosigue diciendo: Se escribían todas en tu libro. Alegraos por tantos beneficios, regocijaos de tantas bondades: no os apropiéis lo que de él habéis recibido, no sea que perdáis lo que tenéis. Debéis saber que nada poseéis que no hayáis recibido: Y, si lo habéis recibido, no os gloriéis como si no lo hubierais recibido, para que lo que habéis recibido se os mantenga y el bien de que carezcáis, se os dé en plenitud. Amén.

De unos sermones antiguos traducidos del griego al latín
Sermón 12: PLS 4, 770-771)

domingo, 21 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

Mirad, llegan días en que suscitaré a David un vástago legítimo

Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Si el Señor prometió a sus fieles estar con ellos todos los días, ¡cuánto más se nos ha de hacer presente el día de su nacimiento, si acentuamos el fervor de nuestro servicio! El que dice por Salomón: Yo —la sabiduría— salí de la boca del Altísimo, la primogénita de la creación; y de nuevo: El Señor me estableció al principio de sus tareas al comienzo de sus obras antiquísimas En un tiempo remoto fui formada; y por Jeremías dice: Yo lleno el cielo y la tierra, es el mismo que, nacido por un admirable designio de la economía divina, es colocado en un pesebre. Aquel a quien Salomón nos muestra existiendo eternamente antes de los siglos, Jeremías afirma no estar ausente de ningún lugar.

No puede faltarnos el que existe desde siempre, y en todas partes está presente. La veracidad y autenticidad de los testimonios de los antiguos vates sobre la eternidad de Cristo y sobre la inmensidad de su divina presencia, la pregona aquella sonora trompeta del mensajero celestial: Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre. Y el mismo Salvador a los judíos en el evangelio: Antes que naciera Abrahán existo yo. Pero comoquiera que poseía el ser antes de que existiera Abrahán o, mejor, antes de la creación, desde siempre y en unión con Dios Padre, quiso sin embargo nacer en el tiempo de la descendencia de Abrahán. De hecho, Dios Padre le dijo a Abrahán: Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia.

También el santo patriarca David mereció el insigne privilegio de una promesa semejante, cuando Dios Padre, instruyéndole en el secreto de su sabiduría, dijo: A uno de tu linaje pondré sobre tu trono. Y el profeta Isaías al considerar, bajo la acción del Espíritu Santo, la magnificencia de este nobilísimo vástago y la sublimidad y excelencia de su dulcísimo fruto, vaticinó así: Aquel día, el vástago del Señor será joya y gloria, fruto del país.

Estos dos padres que, con preferencia a otros, recibieron de modo muy explícito la promesa de la venida del Salvador, en la genealogía del Señor según san Mateó, merecieron justamente un primero y destacado lugar. El exordio del evangelio según san Mateo suena así: Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán. Con estas palabras del evangelio están de acuerdo tanto los oráculos de los profetas como la predicación apostólica. Que el Mediador entre Dios y los hombres debía nacer, según la carne, del linaje de Abrahán, el profeta Isaías se preocupó por inculcarlo de manera tajante, cuando dijo en la persona de Dios Padre: Tú, Israel, siervo mío; Jacob, mi elegido; estirpe de Abrahán, mi amigo. Tú, a quien cogí.

Aquel que, liberado de las tinieblas de la ignorancia e iluminado con la luz de la fe, llamó, en el evangelio, Hijo de Dios al Hijo de David, mereció recibir no sólo la luz del espíritu, sino también la corporal. Cristo, el Señor, quiere ser llamado con este nombre, porque sabe que no se nos ha dado otro nombre que pueda salvar al mundo. Por lo cual, amadísimos hermanos, para merecer ser salvados por él que es el Salvador, digamos todos individualmente: ¡Señor, Hijo de David, ten compasión de nosotros! Amén.

San Odilón de Cluny
Sermón 1 en la Navidad del Señor (PL 142, 993-994)

sábado, 20 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

El profeta inspirado vaticinó al Dios-con-nosotros

Está escrito: Mirad: la Virgen está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel. El ángel Gabriel, al revelar a la santa Virgen Madre de Dios el misterio, le dice: No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Él salvará a su pueblo de los pecados. ¿Se contradijeron aquí, acaso, el santo ángel y el profeta? En absoluto. Pues el profeta de Dios, hablando en espíritu del misterio, vaticinó al Dios-con-nosotros, dándole un nombre en sintonía con la naturaleza y la economía de la encarnación, mientras que el santo ángel le impuso un nombre de acuerdo con la misión y su eficacia propia: salvará a su pueblo. Por eso le llamó salvador.

Efectivamente: cuando por nosotros se sometió a esta generación según la carne, una multitud de ángeles anunció este fausto y feliz parto a los pastores, diciendo: No temáis, os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David, os ha nacido un salvador: el Mesías, el Señor. Es llamado Emmanuel porque se hizo por naturaleza Dios-con-nosotros, es decir, hombre; y Jesús, porque debía salvar al mundo, él, Dios mismo hecho hombre. Así que cuando salió del vientre de su madre —pues de ella nació según la carne—, entonces se pronunció su nombre. Sería inexacto llamar a Cristo el Dios Verbo antes de su nacimiento que tuvo lugar —repito— según la carne. ¿Cómo llamarle Cristo si todavía no había sido ungido?

Cuando nació hombre del vientre de su madre, entonces recibió una denominación adecuada a su nacimiento en la carne. Dice que Dios hizo de su boca una espada afilada. También esto es verdad. Pues de él está escrito, o mejor, dice el mismo profeta Isaías: La justicia será cinturón de sus lomos, y la lealtad, cinturón de sus caderas. Herirá al violento con la vara de su boca. La predicación divina y celestial, es decir, evangélica, anunciada por Cristo, era una espada aguda y sobremanera penetrante, blandida contra la tiranía del diablo, que eliminaba a los poderes que dominan este mundo de tinieblas y a las fuerzasdel mal. De hecho, disipó las tinieblas del error, irradió sobre los corazones de todos el verdadero conocimiento de Dios, indujo al orbe entero a una santa transformación de vida, convirtió a todos los hombres en entusiastas de las instituciones santas, destruyó y erradicó del mundo el pecado: justificando al impío por la fe, colmando del Espíritu Santo a quienes se acercan a él y haciéndoles hijos de Dios, comunicándoles un ánimo esforzado y valiente para la lucha, poniendo en sus manos la espada del espíritu, es decir, la palabra de Dios, para que, resistiendo a los que antes eran superiores a ellos, corran sin tropiezo a la consecución del premio al que Dios llama desde arriba.

Que esta disciplina e iniciación a los divinos misterios aportada por Cristo haya derrocado en los habitantes de la tierra el poder tiránico del demonio, lo afirma claramente el profeta Isaías cuando dice: Aquel día, castigará el Señor con su espada, grande, templada, robusta, al Leviatán, serpiente tortuosa, y matará al Dragón.

San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 4, or 4: PG 70,1035-1038)

viernes, 19 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

La Navidad del Señor está cerca

Hermanos, aunque yo callara, el tiempo nos advierte que la Navidad de Cristo, el Señor, está cerca, pues la misma brevedad de los días se adelanta a mi predicación. El mundo con sus mismas angustias nos está indicando la inminencia de algo que lo mejorará, y desea, con impaciente espera, que el resplandor de un sol más espléndido ilumine sus tinieblas.

Pues mientras este sol, y teniendo en cuenta la brevedad de las horas, teme que su curso se esté acabando, indica que abriga cierta esperanza de que su ciclo anual sufra una transformación. Esta expectación de la criatura nos persuade también a nosotros a esperar que el nacimiento de Cristo, nuevo sol, ilumine las tinieblas de nuestros pecados; a desear que el sol de justicia disipe, con la fuerza de su nacimiento, la densa niebla de nuestras culpas; a pedir que no consienta que el curso de nuestra vida se cierre con una trágica brevedad, sino más bien se prolongue gracias a su poder.

Así pues, ya que hemos llegado a conocer la Navidad del Señor incluso por las indicaciones que el mundo nos ofrece, hagamos también nosotros lo que acostumbra a hacer el mundo: como en ese día el mundo empieza a incrementar la duración de su luz, también nosotros ensanchemos las lindes de nuestra justicia; y al igual que la claridad de ese día es común a ricos y pobres, sea también una nuestra liberalidad para con los indigentes y peregrinos; y del mismo modo que el mundo comienza en esa fecha a disminuir la oscuridad de sus noches, amputemos nosotros las tinieblas de nuestra avaricia.

Estando, hermanos, a punto de celebrar la Navidad del Señor, vistámonos con puras y nítidas vestiduras. Hablo de las vestiduras del alma, no del cuerpo. Adornémonos no con vestidos de seda, sino con obras preciosas. Los vestidos suntuosos pueden cubrir los miembros, pero son incapaces de adornar la conciencia, si bien es cierto que ir impecablemente vestido mientras se procede con sentimientos corrompidos es vergüenza mucho más odiosa. Por tanto, adornemos antes el afecto del hombre interior, para que el vestido del hombre exterior esté igualmente adornado; limpiemos las manchas espirituales, para que nuestros vestidos sean resplandecientes. De nada sirve ir espléndidamente vestidos si la infamia mancilla el alma. Cuando la conciencia está en tinieblas, el cuerpo entero estará a oscuras. Tenemos un poderoso detergente para limpiar las manchas de la conciencia. Está escrito en efecto: Dad limosna y lo tendréis todo limpio. Buen mandato éste de la limosna: trabajan las manos y queda limpio el corazón.

San Máximo de Turín
Sermón 61a, (1-3: CCL 23, 249.250-251)

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

Dios Padre lo ha hecho para nosotros misericordia y justicia

Ya antes hablamos largamente de Ciro, rey de medos y persas, que devastó la región de Babilonia y la arrasó por la fuerza, mitigó la esclavitud que en ella sufría Israel y aflojó las cadenas de su cautividad, reconstruyó el templo de Jerusalén, y fue incitado contra los caldeos por el mismo Dios, que le abrió las puertas de bronce y quebró los cerrojos de hierro.

Pero en dicha narración se trataba de un hecho particular, ya que únicamente los israelitas debían ser colocados en condiciones de tranquilidad y liberados de la angustia de la cautividad. Inmediatamente después, todo el interés de la narración se centra en el Emmanuel, enviado por Dios Padre para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; para liberar del mal a los que se hallaban inevitablemente encadenados por sus pecados; para atraer nuevamente a sí a todos los moradores de la tierra, rescatados ya de la tiranía del diablo, y conducirlos de esta forma, por su mediación, a Dios Padre.

De este modo, se convirtió en el mediador entre Dios y los hombres, y por él somos reconciliados con el Padre en un solo espíritu, porque —como dice la Escritura— él es nuestra paz. Él restauró el lugar sagrado, esto es, su templo, que es la Iglesia. Pues él se la colocó ante sí como una virgen pura, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Por lo cual, nos es dado ver en Ciro y en sus gestas una maravillosa figura de los divinos y admirables beneficios concedidos por Dios a todos los habitantes de la tierra. Y este es el fin por el que estas gestas fueron recordadas.

Alégrese, pues, el cielo superior, esto es, los que viven en la ciudad del más-allá, afincados en una morada ilustre y admirable: los ángeles y los arcángeles. Decimos que fue motivo de alegría para los espíritus celestiales la conversión a Dios, por medio de Cristo, Salvador de todos nosotros, de los extraviados habitantes de la tierra, la recuperación de la vista por los ciegos, en una palabra, la salvación de lo que estaba perdido. Si se alegran ya por un solo pecador que hace penitencia, ¿cómo dudar de que exulten de gozo al contemplar salvado a todo el mundo? Por eso dice: Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad la victoria.

Entendemos por misericordia la caridad —que es el cumplimiento de la ley—, acompañada de la justicia evangélica, cuyo dispensador y doctor es, para nosotros, Cristo. Puede afirmarse también que la misericordia y la justicia, que nace y brota de la tierra, son nuestro Señor Jesucristo en persona, pues Dios Padre lo ha hecho para nosotros misericordia y justicia, si es que realmente hemos obtenido en él misericordia y, justificados con el perdón de las culpas pasadas, hemos recibido de él la justicia, que puede hacernos herederos de todos los bienes, y es el camino de nuestra salvación.

Y si a la tierra se le manda germinar la justicia, que nadie se ofenda, teniendo en cuenta que el salmista dice también de Dios Padre y del mismo Emmanuel: Obró la justicia en medio de la tierra. Cristo, en efecto, no se trajo nuestra carne de lo alto de los cielos, sino que, según la carne, nació de una mujer, una de las que están en la tierra. Así pues, cuando se dice que Cristo es fruto y germen de la tierra, debes entender —como acabo de decir— que nació según la carne de una mujer especialmente elegida para este ministerio, aun cuando era una más de las criaturas de la tierra.

San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 4, or 2: PG 70, 955-958)

martes, 16 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

Vendrá el Señor y su doctrina superará a la ley

Mirad, yo envío a mi mensajero, para que prepare el camino ante mí. Estas palabras proféticas han sido muy oportunamente acomodadas al misterio de Cristo. Dios Padre le hizo para nosotros Emmanuel: justicia, santificación y redención, purificación de toda inmundicia, liberación del pecado, rechazo de la deshonestidad, camino hacia un modo de vivir más santo y digno, puerta de acceso a la vida eterna; por él fueron enderezadas todas las cosas, derrocado el poder del diablo, reencontrada la justicia.

Mirad, yo envío a mi mensajero, para que prepare el camino ante mí. Estas palabras parecen anunciar al Bautista. Pues el mismo Cristo dijo en otro lugar: El es de quien está escrito: «Yo envío mi mensajero delante de mí para que prepare el camino ante ti». Esto mismo lo confirma san Juan cuando interpelaba a los que acudían a él para recibir el bautismo de conversión de esta manera: Yo os bautizo con agua, pero detrás de mí viene uno, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias: él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.

De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis. Fíjate cómo Cristo vino de improviso después de su Precursor: se mantuvo oculto a todos los judíos, apareciendo entre ellos de un modo repentino e inesperado. Decimos que al santo Bautista se le llama «ángel»: no por naturaleza, ya que Juan nació de una mujer, hombre como nosotros, sino porque se le confió la misión de predicarnos y anunciarnos a Cristo, misión típicamente angélica. Juan es «ángel» por su oficio, no por su condición de ángel.

Se dice que entrará en el santuario, bien porque la Palabra se hizo carne y en ella habitó como en un santuario, santuario que asumió del castísimo cuerpo de la santísima Virgen; bien en cuanto hombre perfecto, alma y cuerpo, que según la fe fue formado sin intermediario, por la divina providencia; o sencillamente por santuario se entiende Jerusalén, como ciudad santa y consagrada a Dios; o también la Iglesia de la que Jerusalén era tipo. Por lo demás, su venida o presencia Cristo la promulgó mediante muchas y estupendas obras: Proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo, como está escrito. Entrará, pues, el Señor –dice– a quien vosotros buscáis, los que decís en vuestro apocamiento: ¿Dónde está el Dios de la justicia? Vendrá, pues, y su doctrina superará a la ley, a los símbolos y a las figuras. Y será el mensajero de la alianza, otrora anunciado por boca de Dios Padre. En cierto pasaje de los libros santos se le dice al doctor Moisés: Suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo le mande.

Que Cristo es el mensajero del nuevo Testamento, lo atestigua Isaías de esta manera hablando de él: Porque la bota que pisa con estrépito y la túnica empapada en sangre serán combustible, pasto del fuego. Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado, y es su nombre: maravilla de Consejero. Consejero indudablemente de Dios Padre.

San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Malaquías, 3 (32: PG 72, 330-331)

lunes, 15 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

Los hombres de fe son los que reciben la bendición con Abrahán el fiel

Realmente el misterio de Cristo nos colma de estupor, y la excelencia de su bondad para con nosotros supera toda capacidad de admiración. Por eso, el profeta Habacuc, estupefacto ante la economía de la encarnación, se expresa con toda claridad: Señor, he oído tu fama, me ha impresionado tu obra. Pues el Unigénito, igual por naturaleza a Dios Padre, de rico que era en cuanto Dios se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza, para salvar lo que estaba perdido, consolidar lo débil, vendar las heridas, dar vida a lo muerto, purificar la impureza y honrar con la adopción filial a los que eran siervos por naturaleza. Que todos lo aclamen: ¿Quién como tú, oh Dios? Sí, es bueno hasta el punto de no recordar las injurias y perdonar los pecados del resto de su heredad, bajo cuyo nombre hay que incluir a los creyentes de Israel, ya que la gran mayoría fue a la ruina más completa por negarse a creer.

Y no contuvo su ira como memorial. Fuimos arrojados en Adán, pero recibidos en Cristo. Si por la transgresión de uno —dice— murieron todos, así por la justicia de uno solo vivirán muchos. Cesó de airarse: Porque Dios es misericordioso. En el momento de la conversión, esto es, de la encarnación o, lo que es lo mismo, de la asunción de la naturaleza humana, arrojó simbólicamente al mar los pecados de todos. Y como —dice— prometió a los santos padres Abrahán y Jacob multiplicar su descendencia como las estrellas del cielo, les dará —dice— lo que les prometió. Serán llamados padres de muchas naciones, esto es, no sólo de los descendientes de Israel según la carne, sino también de aquellos que son llamados hijos según la promesa.

Estos son los que, procedentes de la incircuncisión o de la circuncisión forman por la fe una sola unidad espiritual. Pues está escrito: No todos los descendientes de Israel son pueblo de Israel; es lo engendrado en virtud de la promesa lo que cuenta como descendencia. Los hombres de fe son los que reciben la bendición con Abrahán el fiel. Y por bendición puede entenderse la gracia de Cristo, por el cual y en el cual sea dada gloria a Dios Padre en unión del Espíritu Santo por los siglos. Amén.

San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Miqueas, 7 (72: PG 71, 774-775)

domingo, 14 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

En medio de vosotros hay uno que no conocéis

El bautismo de Juan es el bautismo del siervo; el bautismo de Cristo es el bautismo del Señor. El bautismo de Juan es un bautismo de conversión; el bautismo de Cristo es un bautismo para el perdón de los pecados. Mediante el bautismo de Juan, Cristo fue manifestado; mediante su propio bautismo, es decir, mediante su pasión, Cristo fue glorificado. Juan habla así de su bautismo: Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel. Por lo que a Cristo se refiere, una vez recibido el bautismo de Juan, habla así de su bautismo: Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! Finalmente, mediante el bautismo de Juan el pueblo se preparaba para el bautismo de Cristo; mediante el bautismo de Cristo el pueblo se capacita para el reino de Dios.

No cabe duda de que los que fueron bautizados con el bautismo de Juan –de Juan que decía al pueblo que creyesen en el que iba a venir después–, y salieron de esta vida antes de la pasión de Cristo, una vez que Cristo fue bautizado en su pasión, fueron absueltos de sus pecados por graves que fueran, entraron con él en el paraíso y con él vieron el reino de Dios. En cambio, los que despreciaron el plan de Dios para con ellos y, sin haber recibido el bautismo de Juan, abandonaron la luz de esta vida antes del susodicho bautismo de la pasión de Cristo, de nada les sirvió el antiguo remedio de la circuncisión; como tampoco les aprovechó la pasión de Cristo ni fueron sacados del infierno, porque no pertenecían al número de aquellos de quienes decía Cristo: Y por ellos me consagro yo.

Por otra parte, tampoco conviene olvidar que quienes recibieron el bautismo de Juan y sobrevivieron al momento en que, glorificado Jesús, fue predicado el evangelio de su bautismo, si no lo recibieron, si no juzgaron necesario ser bautizados con su bautismo, de nada les valió el haber recibido el bautismo de Juan. Consciente de ello el apóstol Pablo, habiendo encontrado unos discípulos, les preguntó: ¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe? Y de nuevo: Entonces, ¿qué bautismo habéis recibido? –se sobreentiende: si ni siquiera habéis oído hablar de un Espíritu Santo—, respondiendo ellos: El bautismo de Juan, les dijo: El bautismo de Juan era signo de conversión, y él decía al pueblo que creyesen en el que iba a venir después, es decir, en Jesús. Al oír esto, se bautizaron en el nombre del Señor Jesús; cuando Pablo les impuso las manos, bajó sobre ellos el Espíritu Santo.

¡Qué enorme diferencia entre el bautismo del siervo, en el que ni mención se hacía del Espíritu Santo, y el bautismo del Señor que no se confiere sino en el nombre del Espíritu Santo, a la vez que en el nombre del Padre y del Hijo, y en el que se otorga el Espíritu Santo para el perdón de los pecados! Luego bajo un nombre común, ambas realidades son denominadas bautismo; mas a pesar de la identidad de nombre el sentido profundo es muy diferente.

Ruperto de Deutz
Tratado sobre las obras del Espíritu Santo (Lib III, cap 3: SC 165, 26-28)

sábado, 13 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

Vino el perdón, y saltaron las cadenas del pecado

A la llegada del Salvador, los poderes adversos con sus legiones se estremecieron y fueron intimados a salir de los cuerpos humanos. Ellos rogaron se les permitiese entrar en los puercos. Conturbados los poderes maléficos, necesariamente hubieron de turbarse los adoradores de los ídolos, y el reino del pecado comenzar a declinar. Se trataba de un reino oneroso, que había subyugado con cruel esclavitud los ánimos de todos los pecadores, pues quien comete pecado es esclavo del pecado. El reino del pecado es el reino de la muerte, que dominó largos años en todo el mundo. Por eso dice el Apóstol: La muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre los que no habían pecado con un delito como el de Adán, que era figura del que había de venir.

Vino la realidad, y cesó la figura; vino la vida, y se esfumó el reino de la muerte; vino el perdón, y saltaron las cadenas del pecado. Anteriormente, hasta los delitos más leves caían bajo la ley de la muerte; después de la venida del divino Salvador, incluso las más graves infamias son susceptibles de perdón. Se siente resquebrajarse el reino de las fuerzas espirituales del mal que habitan en el aire, pues con la predicación de la doctrina evangélica ha comenzado a disminuir el culto a los ídolos y el atractivo del pecado. Se cuartea la perfidia a medida que la fe va tomando carta de ciudadanía en el corazón de los pueblos. Pierde pie el reino del pecado cuando se lee: Que el pecado no siga dominando en vuestro cuerpo mortal. Todos los reinos de la perfidia se tambalearon a la voz del Señor que dice: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré.

El Altísimo hizo oír su voz y la siguieron todos los pueblos paganos, huyendo de la dura servidumbre del pecado, de la atrocidad de la muerte eterna y de la intolerable servidumbre de toda clase de infamias, al prometerse a los agobiados el descanso, a los cautivos la liberación, a los esclavos la libertad, y, sacudido el yugo férreo del rey de Babilonia, ser sustituido en la cerviz de los fieles por el suave yugo de Cristo, para evitar que el enemigo volviera a ligar nuevamente el cuello libre de los paganos con las cadenas de su iniquidad. Pues Cristo libera a los que ata y desata a los que encadena.

El Señor hizo oír su voz en la pasión y temblaron todos los elementos; la tierra entera se conmovió para acabar con los ritos paganos y —como está escrito— La tierra y cuanto contiene fuera posesión del Señor; para que cesasen las falsas predicciones de los augures y el conocimiento de la fe y el amor de la piedad abolieran el sacrificio de la impiedad.

El Señor hace cada día oír su voz y esta voz resuena en cada corazón, para que el que crea con rectitud de corazón abandone todo deseo terreno, y todo sentimiento de las almas interiores pase con pía convicción, del error, de la corrupción de la lujuria y de la disolución al conocimiento de los misterios celestes, y de la maldad a la virtud.

San Ambrosio de Milán
Comentario sobre el salmo 45 (16-17: CSEL 64, 340-342)

viernes, 12 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

Israel echará brotes y flores

Hagamos las paces con él, hagamos las paces nosotros los que venimos, hijos de Jacob. Israel echará brotes y flores, y sus frutos cubrirán la tierra. Como si los judíos hubieran renunciado al amor y a la fe en Cristo, salvador del universo, como si el Amado los hubiese rechazado y hubiese trasladado su vocación a los paganos, y Cristo quisiera, por medio de los santos apóstoles, cazar en su red a todos los hombres hasta el confín de la tierra, el santo profeta se presenta como consejero de confianza a todas las gentes de todos los lugares, y les dice: «Israel se alejó, el primogénito tiró coces», reniega de su fe, se portó como un impío con su redentor. Nosotros, en cambio, que venimos —es decir, que pronto vendremos: vendremos de cualquier ángulo: de las tinieblas a la luz, de la griega ignorancia al conocimiento del verdadero Dios, del pecado a la justicia— hagamos las paces con él, esto es, depuesta la prístina aversión, estemos en paz con Dios.

Así, pues, eliminando el pecado y renunciando a Satanás, no habiendo nadie que pueda alejarnos y separarnos de Cristo, demos plena fe a sus profecías, hagamos lo que él quiere y dice, dobleguemos nuestra cerviz a la predicación del evangelio. Así es como haremos las paces con él, como dice asimismo el sapientísimo Pablo a los creyentes convertidos del paganismo: Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estemos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo.

Después de haber exhortado a los que vienen a la fe, el profeta se dirige a los santos apóstoles en persona. Y habiendo comprendido —o habiéndole revelado el Espíritu Santo— que todo el mundo debe ser conducido a Dios, lleno de entusiasmo, exclama en un arranque de alegría: Los hijos de Jacob brotarán, Israel florecerá, y sus frutos cubrirán la tierra. Los discípulos del Señor han nacido de la estirpe de Jacob, llamado también Israel. Pero después que desde la salida del sol hasta el ocaso, a toda la tierra alcanzó su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje, la muchedumbre de los paganos ha sido llamada al conocimiento de Dios y —según la expresión del profeta— el orbe entero se llenó de sus frutos. ¿Frutos de quién? De Israel naturalmente, esto es, de todos aquellos que proceden de la estirpe de Israel. Pues el fruto de los sudores apostólicos son los creyentes, a quienes Pablo llama «mi gozo y mi corona». Los que por ellos se han salvado, son realmente la gloria y los propagandistas de los santos mistagogos.

San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 3, t 1: PG 70, 593-594)

jueves, 11 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

Por la fe en Cristo hemos sacudido el enojoso y pesado yugo del pecado

Aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros. A la enseñanza de los misterios de la fe se une con toda naturalidad y lógica el tema de la resurrección de los muertos. Por eso al sernos conferido el bautismo y hacer la confesión de nuestra fe, afirmamos esperar la futura resurrección y así lo creemos.

Pero la muerte prevaleció contra nuestro primer padre Adán a causa de la transgresión, y como una fiera taimada y cruel le acechó y se apoderó de él. Desde entonces toda la tierra es un coro de lamentos y lloros, lágrimas y cantos fúnebres. Pero cesaron al venir Cristo, el cual, vencida la muerte, resucitó al tercer día convirtiéndose en modelo de la naturaleza humana para vencerla definitivamente.

Él es el primogénito de entre los muertos y primicia de todos los que duermen. A las primicias le seguirá todo el resto, empezando por los últimos, esto es, por nosotros. Así pues, el llanto se trocó en gozo, se rasgó el saco y hemos sido revestidos por Dios con la alegría de Cristo, de modo que, gozosos, podemos exclamar: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? El aguijón —dice—de la muerte es el pecado. Así que ha sido enjugada toda lágrima. Pues abrigando la esperanza de que muy pronto nos reuniremos con los muertos, no nos dejaremos arrastrar por una excesiva tristeza como los hombres sin esperanza. La culpabilidad del pueblo parece dar razón de la presencia de la muerte: por ella fuimos inducidos a la desobediencia y al pecado, éste abrió las puertas a la muerte, y la muerte dominó a todos los habitantes de la tierra.

Pero como a muchos les costaba aceptar el misterio de la resurrección por parecerles increíble dada su misma magnificencia, el santo profeta se vio obligado a añadir: Ha hablado la boca del Señor.

Aquel día se dirá: «Aquí está nuestro Dios de quien esperamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación. La mano del Señor se posará sobre este monte».

Conoceréis —dice— al que propina la alegría, además del vino; conoceréis también al que unge con ungüento a los que en Sión tienen menos capacidad para entender: conoceréis que es realmente Dios e Hijo de Dios por naturaleza, aun cuando se haya manifestado en forma de siervo, hecho hombre para salvación y vida de todos, y en todo semejante al hombre terreno menos en el pecado. Aquí está nuestro Dios de quien esperábamos que nos salvara; celebremos su salvación.

Pienso que estas palabras se refieren sobre todo a los israelitas, quienes bien nutridos con las palabras de Moisés y no ignorando las predicciones de los santos profetas, esperaron en su tiempo, la venida de nuestro Señor Jesucristo, salvador y redentor. De hecho, Zacarías el padre de Juan, lleno del Espíritu Santo, profetizó que Dios había suscitado una fuerza de salvación para el pueblo. También Simeón, tomando en brazos al Niño dijo: Mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos

Y cuando hayan reconocido a su salvador y redentor, al que es la esperanza de todos los hombres, al anunciarlo por los profetas, entonces dirán: Aquí está nuestro Dios. Y reconocerán al mismo tiempo que la mano del Señor se posará sobre este monte. Supongo que estarás de acuerdo conmigo en que por «monte» debe entenderse la Iglesia, pues en ella se nos da el descanso. Hemos efectivamente oído decir a Cristo: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Y es que por la fe en él hemos sacudido el enojoso y molesto peso del pecado. Este descanso tiene además otra motivación: nos vemos libres del terror al suplicio que hubiéramos debido padecer y de las penas que por nuestros pecados hubiéramos tenido que pagar. Y no para ahí la benevolencia de Cristo, nuestro salvador para con nosotros: hay que añadir los bienes que todavía esperamos: la posesión del reino de los cielos, la vida interminable y eterna, y la ausencia de los males que suelen ser el obligado cortejo de la tristeza.

San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 3, t l: PG 70, 563-566)

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

Su gloria llenará la tierra

Nuevo es el himno, o el cántico, como corresponde a la novedad de las cosas: El que es de Cristo es una criatura nueva. Pues está escrito: Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Los israelitas fueron rescatados de la tiranía de los egipcios por la mano del sapientísimo Moisés: fueron liberados del trabajo de los ladrillos y de los vanos sudores de las preocupaciones terrenas, de la sevicia de los capataces y de la crueldad del faraón. Atravesaron por medio del mar, comieron el maná en el desierto, bebieron el agua de la roca, atravesaron el Jordán a pie enjuto, entraron en la tierra prometida.

Pues bien: todo esto se renueva en nosotros de un modo incomparablemente mejor que en la antigüedad. En efecto, nos hemos emancipado, no de la esclavitud carnal sino de la espiritual, y en vez de las preocupaciones terrenas, hemos sido liberados de toda mancha de codicia carnal; no nos hemos librado de los capataces egipcios ni de un tirano impío y despiadado, hombre al fin y al cabo como nosotros, sino más bien de los malvados y nefandos demonios que nos inducen al pecado, y del jefe de semejante grey, o sea, de Satanás.

Hemos atravesado, como un mar, el oleaje de la presente vida con su cortejo de innumerables y vanas agitaciones. Hemos comido el maná espiritual e intelectual, y el pan del cielo que da vida al mundo; hemos bebido el agua que brotaba de la roca, es decir, de las aguas cristalinas de Cristo, abundantes, deliciosas. Hemos atravesado el Jordán a través del inapreciable don del bautismo. Hemos entrado en la tierra prometida y digna de los santos, de la que el mismo Salvador hace mención cuando dice: Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra.

Era por tanto conveniente que por estos acontecimientos nuevos el reino de Cristo, esto es, todos los que sumisos le obedecen, cantaran un cántico nuevo. Y este himno o, lo que es lo mismo, esta digna glorificación, debe ser cantado no sólo por los judíos, sino desde el uno al otro confín de la tierra, es decir, por todos cuantos viven en la tierra entera. En otro tiempo Dios se manifestaba en Judá y en solo Israel era grande su fama. Pero una vez que hemos sido llamados por Cristo al conocimiento de la verdad, el cielo y la tierra están llenos de su gloria. Así lo afirma el salmista: Su gloria llenará la tierra.

San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 4, or 1: PG 70, 859-861)

martes, 9 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

Cristo regirá como pastor las naciones que se le han confiado

Pídemelo: te daré en herencia las naciones, en posesión los confines de la tierra. Recibió en herencia las naciones que pidió. Y las pidió cuando dijo: Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique. En esto consiste su herencia: en dar a toda carne la vida eterna, en que todas las naciones bautizadas y adoctrinadas, sean regeneradas para la vida: no ya sometidas –según el famoso cántico de Moisés– a la dominación de Israel ni divididas según el número de los hijos de Dios, sino integradas en la familia del Señor y consideradas como domésticas de Dios, trasladadas finalmente del injusto, culpable y perverso derecho de los dominadores al eterno reino de Dios. Pues ya no es sólo Israel la porción del Señor, ni Jacob el único lote de su heredad, sino la totalidad de las naciones, divididas antes según el número de los hijos de Dios, pero reducidas ahora a la unidad y constituyendo el único pueblo del único Dios. Y del eterno

Heredero, primogénito de entre los muertos, todos estos resucitados son la eterna herencia.

Los gobernarás con cetro de hierro, los quebrarás como jarro de loza. A muchos que, o piensan equivocadamente o ignoran la fuerza o propiedad del lenguaje del Señor, este texto les parece contrario a la bondad de Dios, es decir, que a las naciones que pidió en posesión y se le concedieron en heredad, el Hijo de Dios vaya a gobernarlas con el terror del cetro de hierro y las quiebre como si fuesen objetos de alfarería. Ningún hombre honrado da o recibe algo que tiene la intención de destruir. Y el que no quiere la muerte sino la conversión del pecador, no parece que actuaría según la predisposición de su naturaleza, ni quebrara con cetro de hierro a los que pidió se le dieran como herencia. Los gobernarás, es decir, los regirás como pastor, teniendo buen cuidado de regirlos con afecto de pastor: pues él es el buen pastor y nosotros somos sus ovejas, por las que dio su vida.

Por el antiguo Testamento sabemos que a la predicación de la palabra se la llama «cetro». Leemos en efecto: Cetro de rectitud es tu cetro real. Cetro de rectitud es aquel que con su doctrina nos guía por el camino justo y útil; cetro real es indudablemente la doctrina del reino. Isaías llama «cetro» al Señor en persona en razón de la útil y moderada predicación de su doctrina: Brotará –dice– un cetro del tronco de Jesé. Y para que la palabra «cetro» no sugiriese a alguno la idea de una tiránica severidad, se apresuró el profeta a añadir: Y de su raíz florecerá un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor. De esta manera con la suavidad de la flor mitiga la severidad del cetro, pues el terror de la doctrina nos hace anhelar a todos el estado de una felicidad perfecta. Con este cetro regirá el Señor los pueblos que le han sido entregados: un cetro incorruptible, no caduco ni frágil, sino de hierro, es decir, inflexible y, debido a la solidez de su naturaleza, firmísimo.

Tratado sobre el salmo 2 (31.34 35.37: CSEL 22, 60.63.64.65)

lunes, 8 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

¡Oh Virgen, por tu bendición queda bendita toda criatura!

El cielo, las estrellas, la tierra, los ríos, el día y la noche, y todo cuanto está sometido al poder o utilidad de los hombres, se felicitan de la gloria perdida, pues una nueva gracia inefable, resucitada en cierto modo por ti, ¡oh Señora!, les ha sido concedida. Todas las cosas se encontraban como muertas, al haber perdido su innata dignidad de servir al dominio y al uso de aquellos que alaban a Dios, para lo que habían sido creadas; se encontraban aplastadas por la opresión y como descoloridas por el abuso que de ellas hacían los servidores de los ídolos, para los que no habían sido creadas. Pero ahora, como resucitadas, felicitan a María, al verse regidas por el dominio y honradas por el uso de los que alaban al Señor.

Ante la nueva e inestimable gracia, las cosas todas saltaron de gozo, al sentir que, en adelante, no sólo estaban regidas por la presencia rectora e invisible de Dios, su creador, sino que también, usando de ellas visiblemente, las santificaba. Tan grandes bienes eran obra del bendito fruto del seno bendito de la bendita María.

Por la plenitud de tu gracia, lo que estaba cautivo en el infierno se alegra por su liberación, y lo que estaba por encima del mundo se regocija por su restauración. En efecto, por el poder del Hijo glorioso de tu gloriosa virginidad, los justos que perecieron antes de la muerte vivificadora de Cristo se alegran de que haya sido destruida su cautividad, y los ángeles se felicitan al ver restaurada su ciudad medio derruida.

¡Oh mujer llena de gracia, sobreabundante de gracia, cuya plenitud desborda a la creación entera y la hace reverdecer! ¡Oh Virgen bendita, bendita por encima de todo, por tu bendición queda bendita toda criatura, no sólo la creación por el Creador, sino también el Creador por la criatura!

Dios entregó a María su propio Hijo, el único igual a él, a quien engendra de su corazón como amándose a sí mismo. Valiéndose de María, se hizo Dios un Hijo, no distinto, sino el mismo, para que realmente fuese uno y el mismo el Hijo de Dios y de María. Todo lo que nace es criatura de Dios, y Dios nace de María. Dios creó todas las cosas, y María engendró a Dios. Dios, que hizo todas las cosas, se hizo a sí mismo mediante María; y, de este modo, volvió a hacer todo lo que había hecho. El que pudo hacer todas las cosas de la nada no quiso rehacer sin María lo que había sido manchado.

Dios es, pues, el padre de las cosas creadas; y María es la madre de las cosas recreadas. Dios es el padre a quien se debe la constitución del mundo; y María es la madre a quien se debe su restauración. Pues Dios engendró a aquel por quien todo fue hecho; y María dio a luz a aquel por quien todo fue salvado. Dios engendró a aquel sin el cual nada existe; y María dio a luz a aquel sin el cual nada subsiste.

¡Verdaderamente el Señor está contigo, puesto que ha hecho que toda criatura te debiera tanto como a él!

Sermón 52 (PL 158, 955-956)

domingo, 7 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

Adelantémonos a la salida del sol, salgamos a su encuentro

Invitados por una tan extraordinaria gracia eclesial y por los premios prometidos a la devoción, adelantémonos a la salida del sol, salgamos a su encuentro antes de que nos diga: Aquí estoy. El Sol de justicia anhela ser precedido y espera que se le preceda.

Escucha cómo espera y desea ser precedido. Dice al ángel de la Iglesia de Pérgamo: A ver si te arrepientes, que, si no, iré en seguida. Al ángel de la Iglesia de Laodicea: Sé ferviente y arrepiéntete. Estoy a la puerta llamando: si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos. Sí, podrá entrar. Pues resucitado corporalmente, ni las mismas puertas atrancadas fueron capaces de retenerle, sino que inesperadamente se presentó a los apóstoles encerrados en el cenáculo. Pero desea poner a prueba el ardor de tu devoción; la de los apóstoles la tenía bien experimentada. Quizá sea él quien te preceda en la tribulación, pero en las épocas de paz desea ser precedido.

Tú procura preceder a este sol que ves: Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz. Si te adelantas a la salida de este sol, acogerás a Cristo-Luz. Primero él brillará allá en el hondón de tu corazón; y al decirle tú: Mi espíritu en mi interior madruga por ti, hará resplandecer la luz mañanera en las horas nocturnas, si meditas las palabras de Dios. Mientras meditas, tienes luz: y viendo la luz —luz de la gracia, no del tiempo—dirás: La norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. Y cuando el día te sorprenda meditando la Palabra de Dios y esta tan grata ocupación de orar y salmodiar sea las delicias de tu alma, nuevamente dirás al Señor Jesús: A las puertas de la aurora y del ocaso las llenas de júbilo.

Siguiendo las enseñanzas de Moisés, el pueblo judío, por medio de sus ancianos elegidos precisamente para este ministerio, repite las sagradas Escrituras noche y día ininterrumpidamente; y si al anciano le preguntamos sobre otra cuestión, no sabría hacer otra cosa que repetir la serie de la sagrada Escritura. Entre ellos no hay tiempo para los temas mundanos: la Escritura es el único tema de sus conversaciones; unos se suceden en la recitación, para que jamás cese el sagrado resonar de los mandatos celestiales. Y tú, cristiano, que tienes a Cristo por maestro, ¿duermes y no te avergüenzas de que pueda decirse de ti: Este pueblo ni con los labios me honra; el pueblo judío me honraba al menos con los labios, en cambio tú ni siquiera con los labios? Si el corazón del que le honra siquiera con los labios está lejos de Dios, ¿cómo puede el tuyo estar cerca de Dios, tú que ni con los labios le honras? ¡Qué esclavizado te tienen el sueño, los intereses del mundo, las preocupaciones de esta vida, las cosas de esta tierra!

Divide al menos tu tiempo entre Dios y el mundo. O bien, cuando no puedas ocuparte en público de los negocios de este mundo porque te lo impide la oscuridad de la noche, date a Dios, dedícate a la oración y, para evitar el sueño, canta salmos, defraudando a tu sueño con un fraude sagaz. Acude temprano a la iglesia llevando las primicias de tus buenos propósitos; y, después, si te reclaman los asuntos cotidianos de la vida, no te faltarán motivos para decir: Mis ojos se adelantan a las vigilias, meditando tu promesa, y marcharás tranquilo a tus ocupaciones.

¡Qué hermoso es comenzar la jornada con himnos y cánticos, con las bienventuranzas que lees en el evangelio! ¡Qué promesa de prosperidad ser bendecido por la palabra de Cristo y, mientras canturreas interiormente las bendiciones del Señor, te inspire el deseo de alguna virtud, para que puedas reconocer también en ti mismo la eficacia de la divina bendición.

Comentario sobre el salmo 118 (Sermón 19, 30-32: CSEL 62, 437-439)

jueves, 4 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

Mira, yo envío mi mensajero delante de ti

Para repeler y ahuyentar las densísimas y negras tinieblas de la ignorancia y de la muerte, que el autor de las tinieblas había introducido en el mundo, tuvo que venir la luz que ilumina a todo el mundo. Ahora bien: era natural que a esta inefable y eterna luz le precediera un sinnúmero de antorchas temporales y humanas. Me estoy refiriendo a los patriarcas de la antigua alianza. Iluminados y adoctrinados con su virtud, su ejemplaridad y su enseñanza, los pueblos fieles —disipada la calígine de la inveterada ceguera— fueron capaces de conocer si no en su totalidad, sí al menos en parte, aquella gran luz que se avecinaba.

Fueron, pues, antorchas: pero antorchas sin luz propia ni recibida de otra fuente, sino derivada de aquella suprema luz que los iluminaba. Es decir, que fueron amantes de los preceptos celestiales: unos antes de la ley, otros bajo la ley y otros finalmente bajo los jueces, los reyes y los profetas; pregoneros de los misterios del nacimiento del Señor, de su pasión, resurrección y ascensión. Tras ellos, apareció fulgurante Juan, el Precursor del Señor, quien con meridiana claridad, expuso públicamente las predicciones de todos los patriarcas y los vaticinios de los profetas.

Este hombre santo no sólo fue justo, sino que nació de padres justos. Justo en la predicación, justo en toda su conducta, justo en el martirio. El arcángel Gabriel anunció su nacimiento, su justicia, su santidad y toda su intachable conducta; y la narración evangélica trazó ampliamente su retrato. No hay palabras de humana sabiduría capaces de expresar los dones de santidad y de gracia celestial de que el Precursor del Señor fue enriquecido; pero no debemos silenciar lo que de él y a él se le dijo.

¿Pero qué puede añadir a un hombre tan grande la palabra de un pobre hombre? ¿Qué podrá decir en su elogio la pequeñez humana, cuando habla de él nada menos que la suma e inefable Trinidad? Habla de él Dios Padre en un salmo, habla también en el evangelio. En el salmo: Enciendo una lámpara para mi ungido. De él escribe el santo evangelista: Él era la lámpara que ardía y brillaba. En el evangelio se le dice: Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar.

Algunos testimonios que el Espíritu Santo enuncia a través de Isaías y Jeremías aludiendo primariamente a la persona del Salvador, pueden ser convenientemente atribuidos, según el magisterio celeste y el sentido católico, a la persona de su Precursor. De él dio testimonio mucho más claramente el Espíritu Santo del que estuvo repleto desde el vientre materno: a la llegada de la Madre del Señor —como nos cuenta el evangelio—, saltó milagrosamente de alegría, no por instinto natural, sino al impulso de la gracia. El mismo Señor Jesús, de quien Juan dio testimonio diciendo: Este es el cordero de Dios, éste es el que quita el pecado del mundo, durante su vida pública afirmó de él: No ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; al decir que es el más grande de los nacidos de mujer, insinuó que estaba exento del vicio de ligereza y de amor a los placeres; afirmó que era un profeta y un super-profeta; y aquel a quien él, con el poder de su divinidad, adornó con tal cúmulo de privilegios en virtud y gracia, que superó los méritos de todos los mortales, es llamado por Dios mensajero y fue enviado delante de él a preparar los caminos de la salvación, tal como el Señor nos lo enseñó aduciendo un oráculo del profeta Malaquías.

Sermón 10 sobre el admirable nacimiento de san Juan Bautista, el Precursor (PL 142, 1019-1020)

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Una Meditación y una Bendición

Mira, llego en seguida y traigo conmigo mi salario, para pagar a cada uno su propio trabajo

Siguiendo el consejo del Apóstol, llevemos ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios. Hay una religión del hombre para con el Señor, una honradez para con el prójimo y una sobriedad para consigo mismo. La venida del Señor puede sernos perniciosa, si no la esperamos religiosa, sobria y honradamente. Tres son las venidas del Señor: la primera en la carne, la segunda en el alma, la tercera en el juicio. La primera tuvo lugar a medianoche, la segunda por la mañana, la tercera al mediodía. Respecto a la primera venida citemos las palabras de verdad del evangelio: A medianoche se oyó una voz: «¡Que llega el esposo!». Pienso que era medianoche cuando, en medio de un profundo silencio, la noche llegó a la mitad de su carrera. Era noche para los judíos, cuyos ojos había oscurecido la malicia para que no pudieran ver. Y lo mismo el pueblo de los paganos, que caminaba en tinieblas. Llega el esposo y se oye una voz.

Rompióse el silencio en la noche. Llegó el que ilumina lo escondido en las tinieblas; ahuyentó la noche e hizo el día. ¿Y por qué a medianoche se oyó una voz, sino porque cuando un silencio sereno lo envolvía todo, y al mediar la noche en su carrera, la Palabra todopoderosa decidió descender desde el trono real de los cielos, conociendo los profetas la venida de Cristo, prorrumpieron en gritos de triunfo y alegría, rompiendo de la noche el profundo silencio? Grande era ciertamente el griterío, al que singular y colectivamente se sumó el coro de los profetas.

Si queremos que la venida de Cristo nos sea causa de redención, preparémonos para su llegada, como nos amonesta el profeta en la persona de Israel: Prepárate, Israel, y sal al encuentro del Señor que se acerca. También vosotros, hermanos, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.

La primera venida pertenece ya al pasado. Cristo apareció en el mundo y vivió entre los hombres. Cristo vino para dar personalmente cumplimiento a la ley por nosotros; y como, según el Apóstol, un testamento sólo adquiere validez a la muerte del testador, Cristo convalidó el testamento de nuestra redención en la cruz de palabra, por el Espíritu y con las obras.

Nos encontramos en el tiempo de la segunda venida, a condición sin embargo de que seamos tales que Cristo se digne venir a nosotros. Pero podemos estar seguros de que, si le amamos, él vendrá a nosotros y hará morada en nosotros. Esta venida a nosotros es incierta.

Por lo que se refiere a la tercera venida, hay una cosa ciertísima: que vendrá; y una cosa inciertísima: cuándo vendrá. ¿Hay algo más cierto que la muerte? Y sin embargo nada más incierto que la hora de la muerte. En esta vida sólo podemos estar seguros de una cosa: de que no estamos seguros. Tan pronto estamos sanos como caemos enfermos; tan pronto nos sonríen todos los éxitos como se dan cita todas las desgracias; hoy existimos, mañana dejamos de existir: la muerte no perdona ni edad ni sexo.

¡Dichoso el que puede decir confiado: Mi corazón está firme, Dios mío, mi corazón está firme! Este tal percibe el fruto de gracia de la primera venida, y recogerá de la segunda venida el fruto de salvación y de gloria. La primera da acceso a la segunda, y ésta prepara para la tercera. La primera venida fue oculta y humilde, la segunda es secreta y admirable; la tercera será manifiesta y terrible. En la primera vino a nosotros, para entrar en la segunda dentro de nosotros; en la segunda entró dentro de nosotros, para no tener que venir en la tercera contra nosotros. En la primera venida nos otorgó su misericordia, en la segunda nos confiere su gracia, y en la tercera nos dará la gloria, porque el Señor da la gracia y la gloria.

El Señor dará a los santos la recompensa de sus trabajos. De esta venida él mismo dice: Mira, llego en seguida y traigo conmigo mi salario, para pagar a cada uno su propio trabajo. Que Cristo Jesús, a quien hemos recibido como salvador y esperamos como juez, nos salve, no según las malas obras que hayamos hecho nosotros, sino según su gran misericordia.

Sermón 3 sobre la venida del Señor (PL 207, 569-572)