viernes, 31 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

Dichoso el hombre a cuya puerta llama el Señor

Nosotros somos ciudadanos del cielo. Este es el cielo donde está la fe, la gravedad, la continencia, la doctrina, lavida celestial. Pues así como se llamó «tierra» al que habiendo perdido, por el pecado, la gracia celestial y, arrojado a los vicios terrenos, se enredó en los lazos de su prevaricación, así por el contrario se llama «cielo» al que, mediante la guarda de su integridad, lleva una vida angelical y modera su cuerpo con la sobriedad de la continencia; al que gobierna su alma con serena tranquilidad y reparte su dinero a los pobres con misericorde liberalidad. Existe, pues, también un cielo en la tierra, en el que pueden florecer virtudes celestiales. El texto: el cielo es mi trono, lo entiendo más por el afecto del justo que como un lugar concreto. Llamo «cielo» a aquel a cuya alma viene Cristo, y llama a su puerta; si le abre, entrará a él. Y no entra solo sino con el Padre, como él mismo dice: Yo y el Padre vendremos a él y haremos morada en él.

Ya ves que el Verbo de Dios provoca al ocioso y despierta al dormido. Pues quien viene y llama a la puerta, señal de que quiere entrar. Si no siempre entra, si no siempre permanece, eso ya depende de nosotros. Que tu puerta esté abierta de par en par para el que viene: ábrele tu alma, ensancha el regazo de tu inteligencia, para que pueda ver la riqueza de simplicidad, los tesoros de paz, la suavidad de la gracia. Dilata tu corazón, sal al encuentro del sol de la luz eterna, que alumbra a todo hombre. En realidad la luz verdadera luce para todos: pero si uno cierra sus ventanas, él mismo se privará de la luz eterna.

Así que, excluyes también a Cristo, si cierras las puertas de tu alma. Y aunque él podría entrar, no quiere parecer inoportuno, no quiere obligar a nadie. Nacido de la Virgen, salió de su seno llenando de resplandor el mundo entero, para que todos pudieran ser iluminados. Lo reciben quienes hambrean la claridad del fulgor eterno, que ninguna noche puede ofuscar. De hecho, mientras a este sol que todos los días vemos, le sucede una noche tenebrosa, el sol de justicia no tiene ocaso, porque a la sabiduría no le sucede la malicia.

¡Dichoso aquel a cuya puerta llama Cristo! Nuestra puerta es la fe: si la fe es fuerte, defiende toda la casa. Por eso la Iglesia dice en el Cantar de los cantares: Oigo a mi amado que llama. Mira cómo llama, mira cómo desea entrar: Ábreme, amada mía, mi paloma sin mancha, que tengo la cabeza cuajada de rocío, mis rizos, del relente de la noche. Fíjate cuándo el Verbo divino llama con más intensidad a tu puerta: cuando su cabeza está cuajada de rocío. Se digna visitar a los que se encuentran en la prueba y en la tribulación, para que no acaben por sucumbir, víctima de la angustia.

Pero si duermes y tu corazón no está en vela, se va sin ni siquiera llamar. Pero si tu corazón vigila, llama y te pide que le abras la puerta, ábrele, pues; desea entrar, quiere encontrar a la esposa vigilante.

San Ambrosio de Milán, Comentario sobre el salmo 118 (Hom 12, 12-15: CSEL 62, 258-259)

jueves, 30 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Acerquémonos a Cristo con fervor

Cristo nos dio su carne para saciarnos, invitándonos a una amistad cada vez más íntima. Acerquémonos, pues, a él con fervor y con una ardiente caridad, y no incurramos en castigo. Pues cuanto mayores fueren los beneficios recibidos, tanto más gravemente seremos castigados si nos hiciéramos indignos de tales beneficios.

Los magos adoraron también este cuerpo recostado en un pesebre. Y siendo hombres irreligiosos y paganos, abandonando casa y patria, recorrieron un largo camino, y al llegar, lo adoraron con gran temor y temblor. Imitemos al menos a estos extranjeros nosotros que somos ciudadanos del cielo. Ellos se acercaron efectivamente con gran temor a un pesebre y a una gruta, sin descubrir ninguna de las cosas que ahora te es dado contemplar: tú, en cambio, no lo ves en un pesebre, sino sobre un altar; no contemplas a una mujer que lo tiene en sus brazos, sino al sacerdote que está de pie en su presencia y al Espíritu, rebosante de riqueza, que se cierne sobre las ofrendas. No ves simplemente, como ellos, este mismo cuerpo, sino que conoces todo su poder y su economía de salvación, y nada ignoras de cuanto él ha hecho, pues al ser iniciado, se te enseñaron detalladamente todas estas cosas. Exhortémonos, pues, mutuamente con un santo temor, y demostrémosle una piedad mucho más profunda que la que exhibieron aquellos extranjeros para que, no acercándonos a él temeraria y desconsideradamente, no se nos tenga que caer la cara de vergüenza.

Digo esto no para que no nos acerquemos, sino para que no nos acerquemos temerariamente. Porque así como es peligroso acercarse temerariamente, así la no participación en estas místicas cenas significa el hambre y la muerte. Pues esta mesa es la fuerza de nuestra alma, la fuente de unidad de todos nuestros pensamientos, la causa de nuestra esperanza: es esperanza, salvación, luz, vida. Si con este bagaje saliéramos de aquel sacrificio, con confianza nos acercaríamos a sus atrios sagrados, como si fuéramos armados hasta los dientes con armadura de oro.

¿Hablo quizá de cosas futuras? Ya desde ahora este misterio te ha convertido la tierra en un cielo. Abre, pues, las puertas del cielo y mira; mejor dicho, abre las puertas no del cielo sino del cielo de los cielos, y entonces contemplarás lo que se ha dicho. Todo lo que de más precioso hay allí, te lo mostraré yo aquí yaciendo en la tierra. Pues así como lo más precioso que hay en el palacio real no son los muros ni los techos dorados, sino el rey sentado en el trono real, así también en el cielo lo más precioso es la persona del Rey.

Y la persona del Rey te es dado contemplarla ya ahora en la tierra. Pues no te presento a los ángeles, ni a los arcángeles, ni a los cielos, ni a los cielos de los cielos, sino al mismo Señor de todos ellos. ¿Te das cuenta cómo en la tierra contemplas lo que hay de más precioso? Y no solamente lo ves, sino que además lo tocas; y no sólo lo tocas, sino que también lo comes; y después de haberlo recibido, te vuelves a tu casa. Purifica, por tanto, tu alma, prepara tu menté a la recepción de estos misterios.

San Juan Crisóstomo, Homilía 24, sobre la primera carta a los Corintios (4: PG 61, 204-205)

miércoles, 29 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

El Verbo, sabiduría de Dios, se hizo hombre

El apóstol san Pablo nos dice que dos hombres dieron origen al género humano, a saber, Adán y Cristo. Dos hombres semejantes en su cuerpo, pero muy diversos en su obrar; totalmente iguales por el número y orden de sus miembros, pero totalmente distintos por su respectivo origen. Dice, en efecto, la Escritura: El primer hombre, Adán, fue un ser animado; el último Adán, un espíritu que da vida.

Aquel primer Adán fue creado por el segundo, de quien recibió el alma con la cual empezó a vivir; el último Adán, en cambio, se configuró a sí mismo y fue su propio autor, pues no recibió la vida de nadie, sino que fue el único de quien procede la vida de todos. Aquel primer Adán fue plasmado del barro deleznable; el último Adán se formó en las entrañas preciosas de la Virgen. En aquél, la tierra se convierte en carne; en éste, la carne llega a ser Dios.

Y ¿qué más podemos añadir? Este es aquel Adán que, cuando creó al primer Adán, colocó en él su divina imagen. De aquí que recibiera su naturaleza y adoptara su mismo nombre, para que aquel a quien había formado a su misma imagen no pereciera. El primer Adán es, en realidad, el nuevo Adán; aquel primer Adán tuvo principio, pero este último Adán no tiene fin. Por lo cual, este último es, realmente, también el primero, como él mismo afirma: Yo soy el primero y yo soy el último.

«Yo soy el primero, es decir, no tengo principio. Yo soy el último, porque, ciertamente, no tengo fin. No es primero lo espiritual –dice–, sino lo animal. Lo espiritual viene después. El espíritu no fue lo primero –dice–, primero vino la vida y después el espíritu». Antes, sin duda, es la tierra que el fruto, pero la tierra no es tan preciosa como el fruto; aquélla exige lágrimas y trabajo, éste, en cambio, nos proporciona alimento y vida. Con razón el profeta se gloría de tal fruto, cuando dice: Nuestra tierra ha dado su fruto. ¿Qué fruto? Aquel que se afirma en otro lugar: A un fruto de tus entrañas lo pondré sobre tu trono. Y también: El primer hombre, hecho de tierra, era terreno; el segundo hombre es del cielo.

Igual que el terreno son los hombres terrenos; igual que el celestial son los hombres celestiales. ¿Cómo, pues, los que no nacieron con tal naturaleza celestial llegaron a ser de esta naturaleza y no permanecieron tal cual habían nacido, sino que perseveraron en la condición en que habían renacido? Esto se debe, hermanos, a la acción misteriosa del Espíritu, el cual fecunda con su luz el seno materno de la fuente virginal, para que aquellos a quienes el origen terreno dé su raza da a luz en condición terrena y miserable vuelvan a nacer en condición celestial, y lleguen a ser semejantes a su mismo Creador. Por tanto, renacidos ya, recreados según la imagen de nuestro Creador, realicemos lo que nos dice el Apóstol: Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seamos también imagen del hombre celestial.

Renacidos ya, como hemos dicho, a semejanza de nuestro Señor, adoptados como verdaderos hijos de Dios, llevemos íntegra y con plena semejanza la imagen de nuestro Creador: no imitándolo en su soberanía, que sólo a él corresponde, sino siendo su imagen por nuestra inocencia, simplicidad, mansedumbre, paciencia, humildad, misericordia y concordia, virtudes todas por las que el Señor se ha dignado hacerse uno de nosotros y ser semejante a nosotros.

San Pedro Crisólogo, Sermón 117 (PL 52, 520-521)

martes, 28 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

Como Adán es la primicia de la muerte, así Cristo es la primicia de la resurrección

Esta es la voluntad de mi Padre, que me envió: que todo el que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. ¿Quién es el que esto dice? Precisamente el que, habiendo muerto, resucitó los cuerpos de muchos difuntos. Si no creemos en Dios, ¿no daremos fe a los hechos? No creemos lo que prometió, ¿cuándo realizó incluso lo que no había prometido? Y por lo que a él se refiere, ¿habría tenido razón de morir, si no hubiera tenido un motivo para resucitar?

Y como Dios no podía morir –pues la sabiduría no puede morir–, y no podía resucitar lo que no había muerto, asumió una carne capaz de morir, para que muriendo según la ley común, resucitara lo que había muerto. No es posible la resurrección sino mediante el hombre, pues, si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección de los muertos. Así pues, resucitó el hombre, porque era el hombre el que había muerto; resucita el hombre, pero resucitándolo Dios, entonces hombre según la carne, ahora Dios en plenitud; ahora ya no conocemos a Cristo según la carne, pero tenemos la gracia de la carne y así podemos afirmar que conocemos al que es las primicias de los que duermen, al primogénito de entre los muertos.

Y pensemos que las primicias son del mismo género y de igual naturaleza que el resto de la cosecha; se ofrecen a Dios los primeros productos en la esperanza de obtener una cosecha más abundante: don sacro en representación del conjunto y cual libación de una naturaleza renovada. Pues bien: Cristo es la primicia de los que duermen.

Pero ¿de todos los muertos o sólo de sus muertos, es decir, de aquellos que, exentos en cierto modo de la muerte, descansan en un dulce sopor? Si en Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida. Por tanto, como Adán es la primicia de la muerte, así Cristo es la primicia de la resurrección.

Todos resucitan, pero que nadie se inquiete, ni le duela al justo esta copartición global en la resurrección, pues cada cual recibirá el premio correspondiente a su virtud. Todos resucitan, pero cada uno —como dice el Apóstol— en su puesto. Es común el fruto de la divina clemencia, pero distinta la jerarquía de los méritos. El día amanece para todos, el sol caldea a todos los pueblos, todos los campos son regados y fecundados por la lluvia benéfica. Todos nacemos, todos resucitamos, pero diversa es para cada uno la gracia de vivir y de revivir, distinta la condición. En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al toque de la última trompeta, los muertos despertarán incorruptibles, y nosotros nos veremos transformados. Incluso en la misma muerte unos descansan, otros viven. Bueno es el descanso, pero mejor es la vida. Por eso, Pablo despierta para la vida a los que descansan, diciendo: Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz.

San Ambrosio de Milán, Libro sobre la muerte de su hermano Sátiro (Lib 2, 89-93: CSEL 73, 298-300)

lunes, 27 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

Qué significa resucitar con Cristo

Lo que se colige de las palabras del Apóstol a través de un conocimiento más elevado, es esto: que así como ningún vivo puede ser enterrado con un muerto, así ninguno que todavía vive para el pecado puede ser sepultado, en el bautismo, con Cristo que murió al pecado. Por eso, los que se preparan para el bautismo, deben procurar morir antes al pecado, para poder así ser sepultados con Cristo por el bautismo, de modo que también ellos puedan decir: Continuamente nos están entregando a la muerte, por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal.

Cómo la vida de Jesucristo pueda manifestarse en nuestra carne, nos lo aclara Pablo cuando dice: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Es lo mismo que el apóstol Juan escribe en su carta, diciendo: Todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne es de Dios. Naturalmente que no es quien se limita a pronunciar estas sílabas con sus labios y a hacer pública confesión el que dará muestras de ser conducido por el Espíritu de Dios, sino el que de tal manera ha conformado su vida y ha dado en la práctica tales frutos, que manifiesta con la misma santidad de sus acciones y sentimientos que Cristo ha venido en carne y que él está muerto al pecado y vive para Dios.

Veamos nuevamente qué es lo que dice: Para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Si hemos sido sepultados con Cristo, tal como arriba dijimos, esto es, en cuanto que hemos muerto al pecado, es lógico que al resucitar Cristo de entre los muertos, resucitemos también nosotros con él; y al subir él a los cielos subamos también nosotros con él; y al sentarse él a la derecha del Padre, sabemos que también nosotros nos sentaremos con él en los cielos, según lo que el Apóstol dice en otro lugar: Nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él. Resucitó Cristo por la gloria del Padre; y si nosotros estamos muertos al pecado, hemos sido sepultados con Cristo, y todo el que viere nuestras buenas obras da gloria a nuestro Padre que está en el cielo, con razón se dirá de nosotros que hemos resucitado con Cristo, para que andemos en una vida nueva.

Andemos en una vida nueva, mostrándonos al que nos resucitó con Cristo, nuevos cada día y como quien dice más hermosos, reflejando en Cristo, como en un espejo, el esplendor de nuestro rostro, y proyectando en él la gloria del Señor, nos vayamos transformando en su imagen, como Cristo, resucitado de entre los muertos, subió de la humildad de nuestra tierra a la gloria de la majestad paterna.

Orígenes, Comentario sobre la carta a los Romanos (Lib 5, 8: PG 14, 1041-1042)


domingo, 26 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

Bendito sea Dios por los siglos de los siglos

Según mi criterio, no es suficiente afirmar, en la confesión de mi fe, que el Señor Jesucristo, mi Dios y tu Unigénito, no es una mera criatura; ni soporto que se emplee una tal expresión al referirse a tu santo Espíritu, que procede de ti y es enviado por medio de él. Yo siento una gran veneración por las cosas que a ti te conciernen. Sabiendo que sólo tú eres el Ingénito y que el Unigénito ha nacido de ti, no se me ocurrirá no obstante decir que el Espíritu Santo ha sido engendrado, ni jamás afirmaré que ha sido creado. Me temo que, de esta manera de hablar, que me es común con el resto de tus representantes, pudieran derivarse para ti hasta ciertas mal disimuladas injurias. Según el Apóstol, tu Espíritu Santo sondea y conoce tus profundidades y tu abogado en favor mío te dice cosas que yo jamás sería capaz de decir: ¿y yo, a la potencia de su naturaleza permanente que procede de ti a través de tu Unigénito, no sólo la llamaré, sino que además la infamaré llamándola «creada»? Nada, sino algo que te pertenezca, puede penetrar tu intimidad: ni el abismo de tu inmensa majestad puede ser mensurado por fuerza alguna que te sea ajena o extraña. Todo lo que está en ti es tuyo: ni puede serte ajeno lo que es capaz de sondearte.

Para mí es inenarrable el que te dice, en favor mío, palabras que yo no puedo expresar. Pues, así como en la generación de tu Unigénito, antes de todos los tiempos, queda en suspenso toda ambigüedad de expresión y toda dificultad de comprensión, y resta solamente que ha sido engendrado por ti, así también, aun cuando no llegue a percibir con los sentidos la procesión de tu Espíritu Santo de ti a través de él, lo percibo no obstante con la conciencia.

En efecto, en las cosas espirituales soy tardo de comprensión, como dice tu Unigénito: No te extrañes de que te haya dicho: «Tenéis que nacer de nuevo»; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu. Habiendo obtenido la fe de mi regeneración, no la entiendo; y poseo ya lo que ignoro. Renazco sin yo sentirlo, con sola la virtualidad de renacer. Al Espíritu no se le puede canalizar: habla cuando quiere, lo que quiere y donde quiere. Si, pues, desconozco el motivo de sus idas y venidas, aun siendo consciente de su presencia, ¿cómo podré colocar su naturaleza entre las cosas creadas y limitarla pretendiendo definir su origen? Todo se hizo por el Hijo, que en el principio estaba junto a ti, oh Dios, y la Palabra era Dios, como dice tu evangelista Juan. Y Pablo enumera todas las cosas creadas por medio de él: celestes y terrestres, visibles e invisibles. Y mientras recuerda que todo ha sido creado en Cristo y por Cristo, del Espíritu Santo juzgó suficiente con indicar que es tu Espíritu.

Abrigando, como abrigo, los mismos sentimientos en tales materias que estos santos varones expresamente elegidos por ti, de suerte que no me atreveré a afirmar de tu Unigénito nada que, según su criterio, supere el nivel de mi propia comprensión, excepto que ha nacido; de idéntico modo tampoco diré de tu Espíritu Santo nada que, según ellos, vaya más allá de las posibilidades de la inteligencia humana, excepto que es tu Espíritu. Ni quiero perderme en una inútil pugna de palabras, sino mantenerme más bien en la perenne profesión de una fe inquebrantable.

Conserva, te lo ruego, esta incontaminada norma de mi fe y, hasta mi postrer aliento, concede esta voz a mi conciencia, para que me mantenga siempre fiel a lo que he profesado en el Símbolo de mi nuevo nacimiento, cuando fui bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo: a saber, que pueda siempre adorarte a ti, Padre nuestro, junto con tu Hijo, y merezca a tu Espíritu Santo, que procede de ti a través de tu Unigénito. Porque para mí, mi Señor Jesucristo es idóneo testigo para creer, él que dijo: Padre, todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío; él que permanece siempre Dios en ti, de ti y junto a ti. ¡Bendito él por los siglos de los siglos! Amén.

San Hilario de Poitiers, Tratado sobre la Trinidad (Lib 12, 55-56: PL 10, 468-472)

sábado, 25 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

Cantar salmos con el espíritu y con la mente

¿Qué cosa hay más agradable que los salmos? Como dice bellamente el mismo salmista: Alabad al Señor, que los salmos son buenos; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa. Y con razón: los salmos, en efecto, son la bendición del pueblo, la alabanza de Dios, el elogio de los fieles, el aplauso de todos, el lenguaje universal, la voz de la Iglesia, la profesión armoniosa de nuestra fe, la expresión de nuestra entrega total, el gozo de nuestra libertad, el clamor de nuestra alegría desbordante. Ellos calman nuestra ira, rechazan nuestras preocupaciones, nos consuelan en nuestras tristezas. De noche son un arma, de día una enseñanza; en el peligro son nuestra defensa, en las festividades nuestra alegría; ellos expresan la tranquilidad de nuestro espíritu, son prenda de paz y de concordia, son como la cítara que aúna en un solo canto las voces más diversas y dispares. Con los salmos celebramos el nacimiento del día, y con los salmos cantamos a su ocaso.

En los salmos rivalizan la belleza y la doctrina; son a la vez un canto que deleita y un texto que instruye. Cualquier sentimiento encuentra su eco en el libro de los salmos. Leo en ellos: Cántico para el amado, y me inflamo en santos deseos de amor; en ellos voy meditando el don de la revelación, el anuncio profético de la resurrección, los bienes prometidos; en ellos aprendo a evitar el pecado y a sentir arrepentimiento y vergüenza de los delitos cometidos.

¿Qué otra cosa es el Salterio sino el instrumento espiritual con que el hombre inspirado hace resonar en la tierra la dulzura de las melodías celestiales, como quien pulsa la lira del Espíritu Santo? Unido a este Espíritu, el salmista hace subir a lo alto, de diversas maneras, el canto de la alabanza divina, con liras e instrumentos de cuerda, esto es, con los despojos muertos de otras diversas voces; porque nos enseña que primero debemos morir al pecado y luego, no antes, poner de manifiesto en este cuerpo las obras de las diversas virtudes, con las cuales pueda llegar hasta el Señor el obsequio de nuestra devoción.

Nos enseña, pues, el salmista que nuestro canto, nuestra salmodia, debe ser interior, como lo hacía Pablo, que dice: Quiero rezar llevado del Espíritu, pero rezar también con la inteligencia; quiero cantar llevado del Espíricu, pero cantar también con la inteligencia; con estas palabras nos advierte que debemos orientar nuestra vida y nuestros actos a las cosas de arriba, para que así el deleite de lo agradable no excite las pasiones corporales, las cuales no liberan nuestra alma, sino que la aprisionan más aún; el salmista nos recuerda que en la salmodia encuentra el alma su redención: Tocaré para ti la cítara, Santo de Israel; te aclamarán mis labios, Señor, mi alma, que tú redimiste.

San Ambrosio de Milán, Comentario sobre el salmo 1 (9-12: CSEL 64, 7.9-10)

viernes, 24 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

En la Iglesia, cuerpo de Cristo, cada uno ejercemos distintas funciones

Que cada uno sepa y entienda el cupo de gracia que Dios le ha concedido en atención a su fe. A veces recibe uno de Dios el don de ejercer la caridad, o de visitar, o de practicar la misericordia con los pobres, o de cuidar a los enfermos, o de defender a los huérfanos y a las viudas, o de ejercer la hospitalidad con solicitud. Todos estos dones los otorga Dios a cada uno según la medida de la fe.

Pero si quien ha recibido uno cualquiera de estos dones no conoce la medida de la gracia que se le ha dado, sino que pretende ser un experto en la sabiduría de Dios, en la doctrina o en el planteamiento de una ciencia más profunda, para lo cual no recibió una determinada gracia; y abriga la pretensión no ya de aprender, sino de enseñar lo que no sabe, este tal, cuanto menos sabe, más pretende saber lo que no conviene.

No tiene la necesaria moderación para mantener la medida de fe que Dios otorgó a cada uno. Y para exponer con mayor claridad su pensamiento, el Apóstol acude a un ejemplo: Pues así como nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros y no desempeñan todos los miembros la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros. De esta forma, Pablo estructura con gran precisión todo el organismo de la Iglesia. Así como los miembros del cuerpo tienen cada uno su propia función y cada cual desempeña su particular cometido, sin que esto quiera decir que no puedan suplirse recíprocamente, así también, dice, en la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, cada uno ejercemos distintas funciones.

Por ejemplo: uno centra todo su interés en el estudio de la sabiduría de Dios y la docrina de la palabra, perseverando día y noche en la meditación de la ley divina: es el ojo de este macrocuerpo. Otro se ocupa del servicio a los hermanos y a los indigentes: es la mano de este santo cuerpo. Otro es ávido oyente de la palabra de Dios: es el oído del cuerpo. Otro se muestra incansable en visitar a los postrados en cama, en buscar a los atribulados y en sacar de apuros a los que se encuentran en alguna necesidad: podemos indudablemente llamar a éste pie del cuerpo de la Iglesia. Y de este modo descubrirás que cada cual tiene una especial propensión hacia un determinado servicio y a él se entrega con especialísima dedicación.

Orígenes, Comentario sobre la carta a los Romanos (Lib 9, 2: PG 14, 1211-1212)

jueves, 23 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

La Iglesia, cuerpo de Cristo

Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Dicho esto y habiéndolo demostrado con plena evidencia a través de un recuento pormenorizado de todos los miembros, añade: Así es también Cristo. Cuando esperábamos que dijera: Así es también la Iglesia, como era natural, no lo dijo, sino que en su lugar puso a Cristo, elevando el tono y causando así mayor impresión en el oyente.

En realidad, es esto lo que quiere decir: Así es también el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Lo mismo que el cuerpo y la cabeza forman un solo hombre, así también la Iglesia y Cristo son una sola realidad. Por eso puso Cristo en vez de Iglesia, llamando así a su cuerpo. Que es como si dijera: lo mismo que nuestro cuerpo es uno aunque lo integren muchos miembros, así también en la Iglesia todos somos uno. Y aun cuando la Iglesia consta de muchos miembros, todos esos miembros forman un solo cuerpo.

Una vez reanimado y levantado el ánimo, con este ejemplo de evidencia inmediata, del que se creía en inferioridad de condiciones, nuevamente abandona el lenguaje corriente para elevarse a hablar de otra cabeza, de la cabeza espiritual, reportándonos un consuelo más profundo, al demostrarnos que existe una gran igualdad en el honor. Y ¿cuál es esa cabeza? Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Esto es: lo que ha hecho que seamos un solo cuerpo y nos ha regenerado es un único Espíritu: pues éste y aquél no han sido bautizados uno en uno y otro en otro espíritu. Ya que no sólo es uno el que nos bautiza, sino que también es uno aquel en quien bautiza, es decir, por medio de quien bautiza. Pues no fuimos bautizados para formar cuerpos diversos, sino para que todos cooperemos unánimes por mantener la perfecta conexión del único cuerpo; o lo que es lo mismo: hemos sido bautizados para ser todos un solo cuerpo.

Así pues, tanto el que construyó el cuerpo como el cuerpo construido son uno. Y no dijo: «para que seamos un mismo cuerpo», sino: «para que todos seamos un cuerpo», procurando en todo momento utilizar aquellas palabras que den más énfasis a la expresión.

Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. El cuerpo tiene muchos miembros, no uno solo. Esto es, hemos sido iniciados en unos mismos misterios y nos hemos sentado a una misma mesa. Y ¿por qué no dijo: «Comemos el mismo cuerpo y bebemos la misma sangre»? Pues porque al mencionar el Espíritu, significó ambas cosas: el cuerpo y la sangre: a través de ambos hemos bebido del mismo Espíritu. Todos hemos bebido del mismo Espíritu y hemos recibido la misma gracia. En efecto, si nos ha unido un solo Espíritu, es que nos ha llamado a formar todos un mismo cuerpo. Es esto precisamente lo que significa:

Hemos sido bautizados para formar un solo cuerpo; se nos ha obsequiado con una misma mesa y abrevado en una misma fuente. Es lo que significa la frase: Todos hemos bebido de un solo Espíritu.

San Juan Crisóstomo, Homilía 30 sobre la primera carta a los Corintios (1-2: PG 61, 250-251)

miércoles, 22 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

La caridad no busca su propio interés, sino el de Cristo

La institución de la vida común está avalada y se apoya sobre un estimable, firme y sólido principio de autoridad. La Iglesia primitiva fue fundada sobre el esquema de la vida común; la infancia de la Iglesia naciente tiene su origen en la vida común. La vida común recibió de los mismos apóstoles el peculiar modelo de su existencia, su timbre de honor, el privilegio de su dignidad, el testimonio de su autoridad, su abogado defensor, la firmeza de su esperanza.

Siendo muchos, somos un solo cuerpo, pero cada miembro está al servicio de los demás miembros. Un mismo espíritu anima todo nuestro cuerpo a través de los miembros, junturas y ligamentos, armonizándolos entre sí, armonía que contribuye a la conservación de la misma unidad del espíritu; este espíritu conserva a los miembros en la mutua obsequiosidad y la paciencia mutua. Amadísimos hermanos en Cristo, ¿a qué nos están invitando estos ejemplos sino a la mutua paciencia, a la mutua humildad, a la caridad mutua? ¿No es verdad que Dios grabó ennosotros la ley de su amor, que nos enseña a conocemos? El que nos dio el precepto, nos otorgue también su bendición, nos confirme en la integridad de nuestro corazón y con el discernimiento de nuestras acciones nos guíe por el camino de la paz, a fin de mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz, para conservar el amor de Dios en el amor al prójimo.

Si unánimes y concordes amamos a Dios de acuerdo con la pureza de nuestra profesión, es indudable que el amor de Dios se derrama en nuestros corazones con el Espíritu Santo. Y el único Espiritu de Dios nos vivifica como a un solo cuerpo, de modo que ninguno de nosotros viva para sí, sino para Dios; y a fin de que todos nosotros conjuntamente vivamos, por el único Espíritu que habita en nosotros, en la unidad del Espíritu.

Esta unidad de espíritu que hallamos en nosotros gracias a la caridad de Dios, la conservamos mediante el amor al prójimo, que a la vez nos radica en el amor a Dios; y permaneciendo en este amor, estemos en Dios y Dios en nosotros. Así pues, mediante el amor al prójimo, como por un nexo de amor y un vínculo de paz, se mantiene y conserva en nosotros el amor de Dios y la unidad del Espíritu. Pues el que no ama al hermano se aparta de la unidad del Espíritu, no ama a Dios ni vive del Espíritu de Dios, sino de su espíritu, como quien vive ya para sí y no para Dios.

Al amor del prójimo pertenece la comunión, y donde el amor es pleno, también es plena la comunión. Comunión plena es sólo aquella en que se ponen en común todas las cosas, como está escrito: Lo tenían todo en común. Pero lo que sigue: Lo repartían entre todos según la necesidad de cada uno, puede plantearnos este interrogante: ¿Hasta qué punto lo tenían todo en común cuando cada cual poseía algo en propiedad? Y el Apóstol hace todavía más problemática la cuestión cuando afirma: En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común; y, cada uno tiene el don particular que Dios le ha dado; unos uno y otros otro. Y de nuevo: Hay diversidad de dones, hay diversidad de ministerios, hay diversidad de funciones.

¿Cómo puede haber comunión en plenitud allí donde hay tanta diversidad de carismas, donde cada uno posee su propio don?

Por tanto, quien haya recibido de Dios su don particular, pórtese de modo que no lo tenga sólo para sí, sino para Dios y para el prójimo: para Dios, de manera que no usufructúe el don de Dios para su personal exaltación, sino para gloria de Dios; para el prójimo, de modo que atienda siempre la común utilidad y no la propia. La caridad no busca su propio interés, sino el de Jesucristo.

Balduino de Cantorbery, Tratado 15 sobre la vida cenobítica (PL 204, 545.556-558)

martes, 21 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

La mesa mística

Después de haber cuidadosamente demostrado que los Corintios son reos de varias culpas, Pablo adopta en la acusación un tono más suave, abandonando la vehemencia inicial. A continuación centra sus reflexiones sobre la mesa mística, para infundirles mayor temor. Yo, dice, he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido. ¿Dónde está la lógica? ¿Estás hablando de una comida fraterna y traes a colación tan estupendos misterios? Naturalmente, contesta.

En efecto, si aquella tremenda mesa se propone indistintamente a todos, ricos y pobres, y de ella no se aprovecha más el rico y menos el pobre, sino que todos tienen igual dignidad y un mismo acceso; si hasta que todos han comulgado y participado de esta espiritual y sagrada mesa, no se retiran las ofrendas que se han presentado, sino que todos los sacerdotes esperan, de pie, hasta que llegue el más vil y miserable, con mayor razón debe observarse idéntica cortesía en esta mesa material. Por eso traje a la memoria la cena del Señor: Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por muchos para el perdón de los pecados. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre».

Seguidamente se ocupa con detención de aquellos que participan indignamente de estos misterios, atacándolos e increpándoles con vehemencia, demostrándoles que quienes temeraria y negligentemente reciben la sangre y el cuerpo de Cristo, padecerán la misma pena que los que mataron a Cristo. Inmediatamente vuelve al tema anterior, diciendo: Así que, hermanos, cuando os reunís para comer, esperaos unos a otros; si uno está hambriento, que coma en su casa, para que vuestras reuniones no acaben con una sanción. Y concluye el discurso con el temor del suplicio diciendo: Para que vuestras reuniones no acaben con una sanción, o sea, en sentencia condenatoria y en el bochorno. No es posible, dice, compaginar una comida o una mesa con la humillación del hermano, con la falta de respeto a la asamblea, con tanta voracidad e intemperancia. Tal mesa no constituye un placer, sino que es un suplicio y una pena. Pues os atraéis una severa venganza al afrentar a los hermanos, despreciar a la asamblea y al convertir el lugar santo en casa propia, cuando tenéis mesa aparte. Oyendo esto, hermanos, tapad la boca de quienes interpretan temerariamente las palabras y la doctrina del Apóstol; corregid a los que utilizan las Escrituras en propio y ajeno perjuicio. Sabéis muy bien a propósito de qué dijo Pablo: Porque hasta partidos tiene que haber entre vosotros, a saber, de las disensiones que suelen surgir con motivo de los banquetes, ya que mientras uno pasa hambre, el otro está borracho.

Con fe sincera, demos testimonio de una vida coherente con la doctrina, mostremos una gran benevolencia para con los pobres y preocupémonos en serio de los indigentes; cuidémonos de los intereses del espíritu y no indaguemos más de lo necesario. Estas son las riquezas, esta es la especulación, este el tesoro inexhaurible, si transferimos todos nuestros bienes al cielo, y, libres de temor, confiamos plenamente en la seguridad de nuestro depósito.

Que todos nosotros, después de haber vivido esta vida según su voluntad, podamos conseguir el gozo eterno, preparado para los que obtienen la salvación, por la gracia y la misericordia del verdadero Dios y Salvador nuestro Jesucristo, de quien es la gloria y el imperio junto con el Padre y su santísimo Espíritu por los siglos de los siglos. Amén.

San Juan Crisóstomo, Homilía sobre la primera carta a los Corintios 11, 19 (4-5: PG 51, 259-260)

lunes, 20 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

Cristo es cabeza del hombre

Dios es ungido por Dios: cuando oyes ungido, debes entender Cristo, pues Cristo se deriva de crisma. El nombre que lleva Cristo significa unción. En ningún otro reino del mundo eran ungidos los reyes y sacerdotes fuera de aquel en el que fue profetizado y ungido Cristo, y de donde habría de derivarse el nombre de Cristo, nombre que no encontramos en ningún otro lugar, nación o reino. Luego es ungido Dios por Dios: ¿con qué aceite, sino con el aceite espiritual?

El aceite visible es un signo, el aceite invisible es un sacramento, el aceite espiritual es totalmente interior. Dios es ungido para nosotros y enviado a nosotros; y el mismo Dios, para poder ser ungido, se hizo hombre. Pero era hombre sin dejar de ser Dios, y era Dios sin desdeñarse de ser hombre: verdadero hombre, verdadero Dios. En nada falaz, en nada falso, porque es siempre veraz, siempre es la verdad. Así pues, Dios se hizo hombre y de esta suerte Dios fue ungido, porque el hombre es Dios, y se ha hecho Cristo.

Todo esto estaba prefigurado en aquella piedra que Jacob se puso a guisa de almohada. Mientras dormía apoyado en aquella piedra a guisa de almohada, tuvo un sueño: Una rampa, que arrancaba del suelo y tocaba el cielo con la cima. Angeles de Dios subían y bajaban por ella. Acabada la visión, se despertó, ungió la piedra y se marchó. Comprendió Jacob que en aquella piedra estaba prefigurado Cristo y por eso la ungió.

Fijaos desde cuándo es predicado Cristo. ¿Qué significa la unción de aquella piedra, especialmente entre los patriarcas que daban culto a un solo Dios? Sucedió en figura y pasó. Pues ungió la piedra y ya no volvió más allí a adorar o a ofrecer sacrificios. Se expresó un misterio, no se incoó un sacrilegio. Observad la piedra: La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular. Y como Cristo es cabeza del hombre, la piedra se colocó a la cabeza. Prestad atención al gran misterio: La piedra es Cristo. Piedra viva, recalca Pedro, desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios. Y la piedra a la cabeza, porque Cristo es cabeza del hombre. Y la piedra es ungida, porque Cristo se deriva de crisma.

San Agustín de Hipona, Comentario sobre el salmo 44 (1920: CCL 38, 507-508)

domingo, 19 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

El Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena

Que la presente solemnidad, amadísimos, ha de ser venerada entre las principales fiestas, es algo que intuye cualquier corazón católico: pues no es posible dudar de la gran reverencia que nos merece este día, que fue consagrado por el Espíritu Santo con el estupendo milagro de su don. Este día es, en efecto, el décimo a partir de aquel en que el Señor subió a la cúspide de los cielos para sentarse a la derecha del Padre, y el quincuagésimo a partir del día de su resurrección, día que brilló para nosotros en aquel en quien tuvo su origen y que contiene en sí grandes misterios tanto de la antigua como de la nueva economía. En ellos se pone de manifiesto clarísimamente que la gracia fue preanunciada por la ley y que la ley ha recibido su plenitud por la gracia. En efecto, así como cincuenta días después de la inmolación del cordero le fue entregada en otro tiempo la ley, en el monte Sinaí, al pueblo hebreo, liberado de los egipcios, del mismo modo, después de la pasión de Cristo en la que fue degollado el verdadero Cordero de Dios, cincuenta días después de su resurrección, descendió el Espíritu Santo sobre los apóstoles y sobre el grupo de los creyentes, a fin de que fácilmente conozca el cristiano atento que los comienzos del antiguo Testamento sirvieron de base a la primera andadura del evangelio, y que la segunda Alianza fue pactada por el mismo Espíritu que había instituido la primera.

Pues, como nos asegura la historia apostólica, todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. ¡Oh, qué veloz es la palabra de la sabiduría, y, cuando el maestro es Dios, qué pronto se aprende lo que se enseña! No fue necesario intérprete para entender, ni aprendizaje para poder utilizarlas ni tiempo para estudiarlas, sino que, soplando donde quiere el Espíritu de verdad, los diferentes idiomas de cada nación se convirtieron en lenguas comunes en boca de la Iglesia. Pues a partir de este día resonó la trompeta de la predicación evangélica; a partir de este día la lluvia de carismas y los ríos de bendiciones regaron todo lugar desierto y toda la árida tierra: porque para repoblar la faz de la tierra, el Espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas, y para ahuyentar las antiguas tinieblas, destellaban los fulgores de una nueva luz, cuando al reclamo del esplendor de unas lenguas centelleantes, nació la norma del Señor que ilumina y la palabra inflamada, a las que, para iluminar las inteligencias y aniquilar el pecado, se les confirió la capacidad de iluminar y la fuerza de abrasar.

Ahora bien, aun cuando la forma misma, amadísimos, en que se desarrollaron los acontecimientos fuera realmente admirable, ni quepa la menor duda de que, en aquella exultante armonía de todos los lenguajes humanos, estuvo presente la majestad del Espíritu Santo, sin embargo nadie debe caer en el error de creer que en aquellos fenómenos que los ojos humanos contemplaron se hizo presente su propia sustancia. No, la naturaleza invisible, que posee en común con el Padre y el Hijo, mostró el carácter de su don y de su obra mediante los signos que ella misma se escogió, pero retuvo en la intimidad de su deidad lo que es propio de su esencia: pues lo mismo que el Padre y el Hijo no pueden ser vistos por ojos humanos, lo mismo ocurre con el Espíritu Santo. En efecto, en la Trinidad divina nada hay diferente, nada desigual; y cuantos atributos pueden pensarse de aquella sustancia, no se distinguen ni en el poder, ni en la gloria, ni en la eternidad. Y aun cuando en la propiedad de las personas uno es el Padre, otro el Hijo y otro distinto el Espíritu Santo, no obstante, no es diversa ni la deidad ni la naturaleza. Y si es cierto que el Hijo unigénito nace del Padre y que el Espíritu Santo es espíritu del Padre y del Hijo, sin embargo, no lo es como una criatura cualquiera que fuera propiedad conjunta del Padre y del Hijo, sino como quien comparte la vida y el poder con ambos, y lo comparte desde toda la eternidad puesto que es subsistente lo mismo que el Padre y el Hijo.

Por eso, el Señor, la víspera de su pasión, al prometer a los discípulos la venida del Espíritu Santo, les dijo: Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará. De donde se deduce que el Padre, el Hijo y el Espíritu no viven en régimen de separación de bienes, sino que todo lo que tiene el Padre, lo tiene el Hijo y lo tiene el Espíritu Santo; ni hubo momento alguno en que en la Trinidad no se diera esta comunión, pues en la Trinidad poseerlo todo y existir siempre son conceptos sinónimos. Tratándose de la Trinidad debemos excluir las categorías de tiempo, de procedencia o diferenciales; y si nadie puede explicar lo que Dios es, que no se atreva tampoco a afirmar lo que no es. Más excusable es, en efecto, no expresarse dignamente sobre esta inefable naturaleza, que definir lo que le es contrario.

Así pues, todo cuanto un corazón piadoso es capaz de concebir referente a la sempiterna e inconmutable gloria del Padre, debe entenderlo inseparable e indiferentemente a la vez del Hijo y del Espíritu Santo. En consecuencia, confesamos que esta Trinidad es un solo Dios, puesto que en estas tres personas no se da diversidad alguna ni en la sustancia, ni en el poder, ni en la voluntad ni en la operación.

San León Magno, Tratado 75 (1-3: CCL 138A, 465-468)

sábado, 18 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

La fuerza del Espíritu Santo

Amadísimos: Ningún humano discurso es capaz de dar a entender los grandiosos dones que en el día de hoy nos ha otorgado nuestro benignísimo Dios. Por eso, gocémonos todos a la par, y alabemos a nuestro Señor rebosando de alegría. La festividad de este día debe, en efecto, reunir a todo el pueblo en pleno. Pues así como en la naturaleza las cuatro estaciones o solsticios del año se suceden unos a otros, así también en la Iglesia del Señor una solemnidad sucede a otra solemnidad transmitiéndonos sucesivamente las variadas facetas del misterio. Así, hemos recientemente celebrado la fiesta de la Pasión, de la Resurrección y, finalmente, la Ascención de nuestro Señor a los cielos; hoy, por último, hemos llegado al mismo culmen de los bienes, al fruto mismo de las promesas del Señor.

Porque si me voy, dice, os enviaré otro Paráclito, y no os dejaré desamparados. ¡Ved cuánta solicitud! ¡Ved qué inefable bondad! Hace sólo unos días subió al cielo, recibió el trono real, recuperó su sede a la derecha del Padre; y hoy hace descender sobre nosotros el Espíritu Santo y, con él, nos colma de mil bienes celestiales. Porque, pregunto, ¿hay alguna de cuantas gracias operan nuestra salvación, que no nos haya sido dispensada a través del Espíritu Santo?

Por él somos liberados de la esclavitud, llamados a la libertad, elevados a la adopción, somos, por decirlo así, plasmados de nuevo, y deponemos la pesada y fétida carga de nuestros pecados; gracias al Espíritu Santo vemos los coros de los sacerdotes, tenemos el colegio de los doctores; de esta fuente manan los dones de revelación y las gracias de curar, y todos los demás carismas con que la Iglesia de Dios suele estar adornada emanan de este venero. Es lo que Pablo proclama, diciendo: El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece. Como a él le parece, dice, no como se le ordena; repartiendo, no repartido; por propia autoridad no sujeto a autoridad. Pablo, en efecto, atribuye al Espíritu Santo el mismo poder que, según él tiene el Padre.

Y así como dice del Padre: Dios es el que obra todo en todos, afirma igualmente del Espíritu Santo: El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece. ¿No advertís su plena potestad? Los que poseen idéntica naturaleza, es lógico que posean idéntica potestad; y los que tienen una igual majestad de honor, también tienen una misma fuerza y poder. Por él hemos obtenido la remisión de los pecados; por él nos purificamos de todas nuestras inmundicias; por la donación del Espíritu, de hombres nos convertimos en ángeles, nosotros que nos acogimos a la gracia, no cambiando de naturaleza, sino, lo que es todavía más admirable, permaneciendo en nuestra humana naturaleza, llevamos una vida de ángeles. ¡Tan grande es el poder del Espíritu Santo!

San Juan Crisóstomo, Homilía 2 en la solemnidad de Pentecostés (1: PG 50, 463-465)

viernes, 17 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

El Espíritu Santo nos dará valentía para ser sus testigos

El Señor Jesús en la conversación que mantuvo con sus discípulos después de la cena, próximo ya a la pasión, como quien está para partir y privarlos de su presencia corporal, aunque permaneciendo con todos los suyos, con su presencia espiritual, hasta el fin del mundo, les exhortó a soportar las persecuciones de los impíos, a quienes designó con el nombre de mundo. Y sin embargo afirma que ha escogido a sus discípulos sacándolos del mundo, para que supieran que por la gracia de Dios son lo que son, y por sus vicios fueron lo que eran. A continuación añade: Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el espíritu de la Verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí: y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. ¿Qué relación tienen estas palabras con lo que antes había dicho: Pero ahora han visto y, a pesar de eso, nos han tomado odio a mí y a mi Padre. Pero así se cumple lo escrito en la ley: «Me odiaron sin razón»?

¿Es que cuando vino el Paráclito, el Espíritu de la Verdad, convenció a los que habían visto y odiado con un testimonio más evidente? Efectivamente, ya que su manifestación convirtió a la fe, activa en la práctica del amor, incluso a algunos de aquellos que vieron y todavía odiaban.

Para mejor comprenderlo, recordemos la sucesión de los hechos. El día de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió sobre ciento veinte hombres que estaban juntos, entre los cuales se hallaban también todos los Apóstoles. Cuando éstos, llenos del Espíritu, empezaron a hablar en lenguas extranjeras, varios de los que odiaban, estupefactos ante semejante maravilla y traspasado el corazón, se convirtieron. Y entonces, obtuvieron el perdón merced a aquella preciosa sangre tan impía y cruelmente derramada, de suerte que fueron redimidos por la misma sangre que ellos derramaron. Pues la sangre de Cristo de tal manera fue derramada para el perdón de todos los pecados que tiene poder de cancelar incluso el pecado por el que fue derramada. Intuyendo esto el Señor, decía: Me odiaron sin razón. Cuando venga el Paráclito, él dará testimonio de mí. Como si dijera: Viéndome, me odiaron y me mataron; pero el Paráclito dará de mí un testimonio tal que les hará creer cuando no me vean.

Y también vosotros, dice, daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. Lo dará el Espíritu Santo, lo daréis también vosotros. Pues por estar conmigo desde el principio, podéis anunciar lo que sabéis, y para que no lo hagáis todavía, aún no se os ha comunicado la plenitud de aquel Espíritu. Así pues, él dará testimonio de mí, y también vosotros; os dará valentía para ser mis testigos el amor de Dios, que ha sido derramado en vuestros corazones con el Espíritu Santo, que os será dado.

San Agustín de Hipona, Tratado 92 sobre el evangelio de san Juan (1-2: CCL 36, 555-556)

jueves, 16 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

Dos vidas

La Iglesia sabe de dos vidas, ambas anunciadas y recomendadas por el Señor; de ellas, una se desenvuelve en la fe, la otra en la visión; una durante el tiempo de nuestra peregrinación, la otra en las moradas eternas; una en medio de la fatiga, la otra en el descanso; una en el camino, la otra en la patria; una en el esfuerzo de la actividad, la otra en el premio de la contemplación.

La primera vida es significada por el apóstol Pedro, la segunda por él apóstol Juan. La primera se.desarrolla toda ella aquí, hasta el fin de este mundo, que es cuando terminará; la segunda se inicia oscuramente en este mundo, pero su perfección se aplaza hasta el fin de él, y en el mundo futuro no tendrá fin. Por eso se le dice a Pedro: Sígueme, en cambio de Juan se dice: Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú, sígueme. «Tú, sígueme por la imitación en soportar las dificultades de esta vida; él, que permanezca así hasta mi venida para otorgar mis bienes». Lo cual puede explicarse más claramente así: «Sígame una actuación perfecta, impregnada del ejemplo de mi pasión; pero la contemplación incoada permanezca así hasta mi venida para perfeccionarla».

El seguimiento de Cristo consiste, pues, en una amorosa y perfecta constancia en el sufrimiento, capaz de llegar hasta la muerte; la sabiduría, en cambio, permanecerá así, en estado de perfeccionamiento, hasta que venga Cristo para llevarla a su plenitud. Aquí, en efecto, hemos de tolerar los males de este mundo en el país de los mortales; allá, en cambio, contemplaremos los bienes del Señor en el país de la vida.

Aquellas palabras de Cristo: Si quiero que se quede hasta que yo venga, no debemos entenderlas en el sentido de permanecer hasta el fin o de permanecer siempre igual, sino en el sentido de esperar; pues lo que Juan representa no alcanza ahora su plenitud, sino que la alcanzará con la venida de Cristo. En cambio, lo que representa Pedro, a quien el Señor dijo: Tú, sígueme, hay que ponerlo ahora por obra, para alcanzar lo que esperamos. Pero nadie separe lo que significan estos dos apóstoles, ya que ambos estaban incluidos en lo que significaba Pedro y ambos estarían después incluidos en lo que significaba Juan. El seguimiento del uno y la permanencia del otro eran un signo. Uno y otro, creyendo, toleraban los males de esta vida presente; uno y otro, esperando, confiaban alcanzar los bienes de la vida futura.

Y no sólo ellos, sino que toda la santa"Iglesia, esposa de Cristo, hace lo mismo, luchando con las tentaciones presentes, para alcanzarla felicidad futura. Pedro y Juan fueron, cada uno, figura de cada una de estas dos vidas. Pero uno y otro caminaron por la fe, en la vida presente; uno y otro habían de gozar para siempre de la visión, en la vida futura.

Por esto, Pedro, el primero de los apóstoles, recibió las llaves del reino de los cielos, con el poder de atar y desatar los pecados, para que fuese el piloto de todos los santos, unidos inseparablemente al cuerpo de Cristo, en medio de las tempestades de esta vida; y, por esto, Juan, el evangelista, se reclinó sobre el pecho de Cristo, para significar el tranquilo puerto de aquella vida arcana.

En efecto, no sólo Pedro, sino toda la Iglesia ata y desata los pecados. Ni fue sólo Juan quien bebió, en la fuente del pecho del Señor, para enseñarla con su predicación, la doctrina acerca de la Palabra que existía en el principio y estaba en Dios y era Dios y lo demás acerca de la divinidad de Cristo, y aquellas cosas tan sublimes acerca de la trinidad y unidad de Dios, verdades todas estas que contemplaremos cara a cara en el reino, pero que ahora, hasta que venga el Señor, las tenemos que mirar como en un espejo y oscuramente, sino que el Señor en persona difundió por toda la tierra este mismo Evangelio, para que todos bebiesen de él, cada uno según su capacidad.

San Agustín de Hipona, Tratado 124 sobre el evangelio de san Juan (5.7: CCL 36, 685-687)

miércoles, 15 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

Por la caridad nos amamos y amamos a Dios

Esto os mando, dice el Señor: que os améis unos a otros. De lo cual debemos colegir que éste es nuestro fruto, del que dice: Yo os he elegido para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. Y lo que añade: De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dé, demuestra que ciertamente nos lo dará, si nos amamos unos a otros. Pues incluso esto es donación de aquel que nos eligió cuando no dábamos fruto –pues no fuimos nosotros quienes le elegimos a él–, y nos destinó para que diéramos fruto, esto es, para que nos amáramos mutuamente. Sin él, nosotros no podemos producir este fruto, como los sarmientos no son capaces de dar fruto separados de la vid. La caridad es, pues, nuestro fruto, fruto que el Apóstol define: El amor brota del corazón limpio, de la buena conciencia y de la fe sincera. Por esta caridad nos amamos mutuamente, por la caridad amamos a Dios.

Pues no podríamos amarnos mutuamente con amor sincero, si no amásemos a Dios. Se ama al prójimo como a sí mismo, si se ama a Dios, ya que si no ama a Dios, no se ama a sí mismo. Estos dos mandamientos del amor sostienen la ley entera y los profetas. Este es nuestro fruto. Éste es el fruto que nos exige a nosotros al decir: Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros. Por eso el apóstol Pablo, queriendo recomendar el fruto del Espíritu en oposición a las obras de la carne, coloca en primer lugar al amor, diciendo: El fruto del Espíritu es: el amor; y a continuación enumera los restantes como emanados del amor y en íntima conexión con él. Son: alegría, paz, longanimidad, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí.

¿Quién puede alegrarse de verdad, si no ama el bien del que dimana su alegría? ¿Quién puede tener auténtica paz, si no la tiene con quien ama de verdad? ¿Quién es longánime conservándose perseverante en el bien, si no posee el fervor de la caridad? ¿Quién es servicial sin amar al que socorre? ¿Quién es bueno si no lo es por el amor? ¿Quién es provechosamente fiel, sino en virtud de una fe activa en la práctica del amor? Con razón, pues, el Maestro bueno nos recomienda tan a menudo el amor, como el único mandamiento posible, sin el cual todas las demás cualidades buenas no sirven de nada, y que no puede poseerse sin estas otras buenas cualidades, que hacen bueno al hombre.

San Agustín de Hipona, Tratado 87 sobre el evangelio de san Juan (1: CCL 36, 543-544)

martes, 14 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

Después de la partida de Cristo, era necesario el Espíritu

Habiendo el Señor Jesús predicho a sus discípulos las persecuciones de que iban a ser objeto después de su partida, continuó diciendo: Esto no os lo he dicho antes, porque estaba con vosotros, pero ahora me voy al que me envió. ¿Qué significan estas palabras, sino lo que aquí dice del Espíritu Santo, esto es, que vendría sobre ellos y que daría testimonio cuando fueren objeto de persecuciones, no lo había dicho antes porque estaba con ellos?

Por consiguiente, aquel consolador o abogado se había hecho necesario después de la partida de Cristo y, por eso, no había hablado de él desde el principio cuando estaba con ellos, porque su presencia física los consolaba. Pero al marcharse él, era oportuno que les hablara de la venida del Espíritu, con el cual el amor iba a derramarse en sus corazones, capacitándoles para predicar la palabra de Dios con valentía, mientras él, desde dentro, da testimonio de Cristo en lo íntimo de sus almas. Así también ellos podrían dar testimonio de Cristo, sin escandalizarse cuando los judíos, sus adversarios, les echaran de las sinagogas y les diesen muerte pensando que daban culto a Dios. De hecho, la caridad, que debía ser derramada en sus corazones con el don del Espíritu Santo, todo lo aguanta.

El sentido pleno de sus palabras sería, por tanto, éste: que se disponía a hacer en ellos sus mártires, es decir, sus testigos por medio del Espíritu Santo, de modo que, actuando él en ellos, fueran capaces de soportar la persecución y toda clase de contrariedades sin que se enfriara en ellos el fervor de la predicación, inflamados con aquel fuego divino. Os he hablado –dice– de esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que yo os lo había dicho. Es decir, os he hablado de esto no solamente porque habréis de sufrir persecuciones, sino porque cuando venga el Paráclito, él dará testimonio de mí, para que vosotros no calléis esto por temor, con lo cual también vosotros daréis testimonio. No os lo he dicho antes, porque estaba con vosotros, y yo os consolaba con mi presencia corporal, accesible a vuestros sentidos humanos, que, aunque pequeños, erais capaces de percibir.

Pero ahora me voy al que me envió, y ninguno de vosotros –dice– me pregunta: ¿adónde vas? Quiere dar a entender que se va a ir de tal manera, que nadie tendrá por qué preguntarle, ya que lo verán manifiestamente irse ante sus mismos ojos. Anteriormente, en efecto, sí que le preguntaron dónde pensaba irse, y les había contestado que se iba a un lugar donde ellos no eran por entonces capaces de ir. Ahora, en cambio, promete irse de modo que ninguno tenga necesidad de preguntarle adónde se va. Una nube le ocultó a sus ojos cuando ascendió dejándolos a ellos. Y al subir al cielo, no le hicieron pregunta alguna: simplemente le siguieron con la mirada.

San Agustín de Hipona, Tratado 94 sobre el evangelio de san Juan (1-3: CCL 36, 561-563)

lunes, 13 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

Por medio del Espíritu Santo el alma es purificada

Queridos hermanos: No os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios. Y ¿quién es el que discierne los espíritus? Hermanos míos, nos plantea un difícil problema; lo mejor es que nos diga él mismo los criterios de discernimiento. Escuchad atentamente lo que dice: Queridos hermanos: No os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios.

En el evangelio, el Espíritu Santo viene designado con el nombre de agua, cuando el Señor gritaba diciendo: El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba; de sus entrañas manarán torrentes de agua viva. El evangelista declaró a qué se refería, cuando escribe a continuación: Decía esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él. ¿Por qué el Señor no bautizó a muchos? ¿Qué es lo que dice Juan? Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado. Debido, pues, a que, teniendo el bautismo, no habían todavía recibido el Espíritu Santo, que el Señor envió desde el cielo el día de Pentecostés, se esperaba a que el Señor fuera glorificado para derramar el Espíritu.

Mientras tanto, antes de ser glorificado y antes de enviar el Espíritu, invita a los hombres a que se preparen para recibir el agua, de la que dijo: El que tenga sed, que venga a mí; y: el que cree en mí, que beba; de sus entrañas manarán torrentes de agua viva. ¿Qué significa: torrentes de agua viva? ¿Qué significa aquella agua? Que nadie me pregunte; pregunta al evangelio: Decía esto, subraya, refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él. Así pues, una cosa es el agua del sacramento, y otra el agua que simboliza al Espíritu Santo.

El agua del sacramento es visible; el agua del Espíritu es invisible. La primera lava el cuerpo y significa lo que produce en el alma; por medio del Espíritu el alma misma es purificada y alimentada. Este es el Espíritu de Dios, que no pueden poseer quienes rompen con la Iglesia. E incluso los que no rompen abiertamente con la Iglesia, pero están de ella apartados por el pecado, y dentro de ella oscilan como la paja y no son grano, incluso éstos están privados del Espíritu.

Este Espíritu es designado por el Señor con el nombre de agua. Lo hemos oído en esta carta: No os fiéis de cualquier espíritu, y lo atestiguan aquellas palabras de Salomón: Abstenerse del agua ajena. ¿Qué es el agua? El Espíritu. ¿Pero siempre el agua significa el Espíritu? No siempre: en algunos pasajes significa el bautismo, en otros los pueblos, en otros la sabiduría. Por tanto, la palabra agua tiene diversos significados en distintos textos de la Escritura. Hace un momento, sin embargo, habéis oído llamar agua al Espíritu Santo, y no debido a una interpretación personal, sino según el testimonio evangélico que afirma: Decía esto refiriéndose al Espíritu Santo, que habían de recibir los que creyeran en él.

San Agustín de Hipona, Tratado 6 sobre la primera carta de san Juan (11: SC 75, 300-304)

domingo, 12 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Pregunta a tu corazón si hay en él un lugar para el amor fraterno

Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros. Ya veis que este es su mandamiento; ya veis que quien obra contra este mandamiento comete pecado, pecado de que carece el que ha nacido de Dios. Tal como nos lo mandó: que nos amemos mutuamente. Quien guarda sus mandamientos. Ya veis que no se nos manda otra cosa, sino que nos amemos unos a otros. Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio.

¿Acaso no es evidente que la obra del Espíritu Santo en el hombre, es que en él esté la dilección y el amor? ¿Acaso no es evidente lo que dice el apóstol Pablo: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado? Hablaba, pues, del amor y decía que debemos interrogar nuestro corazón en presencia de Dios. En caso de que no nos condene nuestra conciencia, esto es, si da testimonio de que el amor fraterno es la fuente de todo lo que de bueno hay en nuestras obras. Añadamos además que, hablando del mandamiento, Juan dice: Y éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros. Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio. En efecto, si compruebas poseer la caridad, posees el Espíritu de Dios para comprender, lo cual es sobremanera necesario.

En los primeros tiempos, el Espíritu Santo descendía sobre los creyentes, y hablaban en lenguas que no habían aprendido, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. Eran signos apropiados a los tiempos. Pues era muy conveniente que el Espíritu Santo fuera significado por este don de la universalidad de lenguas, ya que a través de todas las lenguas habría de difundirse el evangelio de Dios por todo el orbe de la tierra. Una vez significado esto, el signo pasó.

¿Acaso esperamos hoy que aquellos sobre quienes se imponen las manos para que reciban el Espíritu Santo, se pongan a hablar en lenguas? ¿O es que cuando impusimos las manos a estos niños, estaba cada uno de vosotros pendiente a ver si se ponían a hablar lenguas? Y al comprobar que no hablaban en lenguas, ¿hubo alguno de vosotros de corazón tan perverso que dijera: «Estos no han recibido el Espíritu Santo, pues de haberlo recibido, hablarían en lenguas como sucedía entonces»? Y si ahora no se testifica la presencia del Espíritu Santo mediante este tipo de milagros, ¿qué hacer, cómo conocer que uno ha recibido el Espíritu Santo?

Que cada uno interrogue su corazón: si ama al hermano, el Espíritu Santo permanece en él. Que vea y se examine a los ojos de Dios, que vea si ama la paz y la unidad, si ama a la Iglesia extendida por toda la tierra. Que mire de no amar solamente al hermano que tiene ante sí: pues son muchos los hermanos que no vemos y a los que estamos vinculados en la unidad del Espíritu. ¿Hay algo de extraño en que no estén con nosotros? Formamos un solo cuerpo, tenemos una sola cabeza en el cielo. Por tanto, si quieres saber si has recibido el Espíritu Santo, pregunta a tu corazón, no sea que tengas el sacramento y te falte la virtud del sacramento. Pregunta a tu corazón; si en él hay un lugar para el amor fraterno, estáte tranquilo. No puede haber amor sin el Espíritu de Dios, puesto que Pablo exclama: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.

San Agustín de Hipona, Tratado 6 sobre la primera carta de san Juan (9-10: SC 75, 296-300)

sábado, 11 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

No amemos de palabra, sino de verdad y con obras

En esto hemos conocido el amor. Habla de la perfección del amor, de aquella perfección que os hemos recomendado: En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos. Ved a qué venía aquel: Pedro, ¿me amas? Pastorea mis ovejas. Pues para que comprendáis que así es como él quería que apacentase sus ovejas: hasta dar la vida por las ovejas, le dijo a continuación: Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías, pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras. Esto dijo, subraya el evangelista, aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios; de este modo enseñaba al que había dicho: Pastorea mis ovejas, a dar su vida por las ovejas.

¿Dónde comienza, hermanos, la caridad? Estad atentos un poco todavía: ya habéis oído cómo alcanza su perfección. El Señor mismo nos dio a conocer en el evangelio la meta y el modo: Nadie, dice, tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Así pues, en el evangelio pone de manifiesto la perfección de la caridad, aquí, en la carta, se nos invita a conseguir tal perfección. Pero vosotros os preguntáis y os decís: ¿Cuándo podremos obtener esta caridad? No desesperes en seguida de ti: quizás ha nacido ya, pero no ha alcanzado aún su perfección; aliméntala, no sea que se ahogue. Pero me dirás: ¿Y cómo conocerla? Ya hemos oído cómo alcanza su perfección; oigamos ahora cómo comienza.

Si uno tiene de qué vivir y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios? Ved cómo comienza el amor. Si todavía no te sientes capaz de morir por el hermano, sé al menos capaz de darle una parte de tus bienes.

Pero quizá me dirás: ¿Qué tengo que ver con él? ¿Tendré que darle yo mi dinero, para que él no sufra molestia alguna? Si es esto lo que te responde tu corazón, señal de que no habita en ti el amor del Padre. Y si el amor del Padre no habita en ti, es que no has nacido de Dios. ¿Cómo puedes gloriarte de ser cristiano? Tienes el nombre, pero no las obras. Si, en cambio, al nombre lo acompaña el comportamiento, podrán llamarte pagano; tú con obras demuestras que eres cristiano. Y si con las obras no demuestras tu cristianismo, aunque te llamen cristiano, ¿de qué te aprovecha el nombre si el nombre no se corresponde con la realidad? Pero si uno tiene de qué vivir y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar con él el amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras.

San Agustín de Hipona, Tratado 5 sobre la primera carta de san Juan (11-13: SC 75, 266-271)

viernes, 10 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

Toda la vida delcristiano es un santo deseo

Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues, ¡lo somos! Pues quienes se llaman y no son, ¿de qué les aprovecha el nombre si no responde a la realidad? ¡Cuántos se llaman médicos y no saben curar! ¡Cuántos se llaman serenos y se pasan la noche durmiendo! Igualmente abundan los que se llaman cristianos cuya conducta no rima con su nombre, pues no son lo que dicen ser: en la vida, en las costumbres, en la fe, en la esperanza, en el amor. Todo el mundo es cristiano, y todo el mundo es impío; hay impíos por todo el mundo, y por todo el mundo hay píos: unos y otros no se reconocen entre sí. Por eso el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. El mismo Señor Jesús caminaba, en la carne era Dios, oculto en la debilidad de la carne. Y ¿por qué no fue reconocido? Porque reprochaba a los hombres todos sus pecados. Ellos, amando los deleites del pecado, no reconocían a Dios; amando lo que la fiebre de las pasiones les sugería, injuriaban al médico.

Y nosotros, ¿qué? Hemos ya nacido de él; pero como vivimos bajo la economía de la esperanza, dijo: Queridos, ahora somos hijos de Dios. ¿Ya desde ahora? Entonces, ¿qué es lo que esperamos, si somos ya hijos de Dios? Y aún –dice– no se ha manifestado lo que seremos. ¿Es que seremos otra cosa que hijos de Dios? Oíd lo que sigue: Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es. ¿Qué es lo que se nos ha prometido? Seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es. La lengua ha expresado lo que ha podido; lo restante ha de ser meditado por el corazón. En comparación de aquel que es, ¿qué pudo decir el mismo Juan? ¿Y qué podemos decir nosotros, que tan lejos estamos -de igualar sus méritos?

Volvamos, pues, a aquella unción de Cristo, volvamos a aquella unción que nos enseña desde dentro lo que nosotros no podemos expresar, y, ya que ahora os es imposible la visión, sea vuestra tarea el deseo. Toda la vida del buen cristiano es un santo deseo. Lo que deseas no lo ves todavía, mas por tu deseo te haces capaz de ser saciado cuando llegue el momento de la visión.

Deseemos, pues, hermanos, ya que hemos de ser colmados. Ved de qué manera Pablo ensancha su deseo, para hacerse capaz de recibir lo que ha de venir. Dice, en efecto: No es que ya haya conseguido el premio, o que ya esté en la meta; hermanos, yo no pienso haber conseguido el premio. ¿Qué haces, pues, en esta vida, si aún no has conseguido el premio? Sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta para ganar el premio, al que Dios desde arriba me llama.

Afirma de sí mismo que está lanzado hacia lo que está por delante y que va corriendo hacia la meta final. Es porque se sentía demasiado pequeño para captar aquello que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar. Tal es nuestra vida: ejercitarnos en el deseo. Ahora bien: este santo deseo está en proporción directa de nuestro desasimiento de los deseos que suscita el amor del mundo. Ensanchemos, pues, nuestro corazón, para que, cuando venga, nos llene, ya que seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.

San Agustín de Hipona, Tratado 4 sobre la primera carta de san Juan (4-6: SC 75, 224-232)

jueves, 9 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición

Últimas palabras de Cristo antes de subir al cielo

Nuestro Señor Jesucristo, al subir al cielo a los cuarenta días de su resurrección, nos recomendó su cuerpo que debía permanecer aquí abajo. Lo hizo porque previó que muchos iban a rendirle honores por haber ascendido al cielo, y vio también que este honor sería inútil, si pisoteaban sus miembros en la tierra. Y para que nadie fuera inducido a error, conculcando los pies en la tierra mientras adora a la cabeza en el cielo, declaró dónde se hallaban sus miembros.

Estando, pues, para subir al cielo pronunció sus últimas palabras; después de estas palabras no volvió a hablar ya en la tierra. Estando para ascender la cabeza al cielo, recomendó a los miembros en la tierra. Y desapareció. Ya no encuentras a Cristo hablando en la tierra: le encuentras hablando, pero en el cielo. ¿Y por qué desde el cielo? Porque sus miembros eran pisoteados en la tierra. A Saulo, el perseguidor, le dijo desde lo alto: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Subí al cielo, pero permanezco aún en la tierra; aquí estoy sentado a la derecha del Padre, allí padezco todavía hambre y sed, y soy peregrino.

¿Y de qué modo nos recomendó su cuerpo en la tierra cuando estaba para subir al cielo? Como le preguntasen sus discípulos: Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?, les respondió a punto de partir: No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos. Ved ahora por dónde va a difundir su cuerpo, ved dónde no quiere ser pisoteado: Recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo. Ved dónde permanezco, yo que asciendo. Asciendo porque soy cabeza; permanece todavía mi cuerpo. ¿Dónde permanece? Por toda la tierra. Cuida de no herirlo, cuida de no violarlo, cuida de no pisotearlo: éstas son las últimas palabras de Cristo antes de partir para el cielo.

Reflexionad, hermanos, con entrañas cristianas: si para los herederos son tan dulces, tan gratas, de tanto peso las palabras del que está al borde del sepulcro, ¡cuáles no deberán ser para los herederos de Cristo las últimas palabras no del que está para bajar al sepulcro, sino del que está a unto de subir al cielos El alma de quien vivió y murió es transportada a otras regiones, mientras que su cuerpo se deposita en la tierra: que se cumplan o no sus últimas disposiciones, es algo que a él no le incumbe; otras son ya sus ocupaciones o sus sufrimientos; en su sepulcro yace un cadáver sin sentido. Y sin embargo, se respetan las últimas voluntades del finado. ¿Qué es lo que esperan los que no respetan las últimas palabras del que está sentado en el cielo, del que observa desde arriba si se aprecian o se desprecian?, ¿del que dijo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?, ¿del que reserva para el juicio lo que ve que sus miembros padecen?

San Agustín de Hipona, Tratado 10 sobre, la primera carta de san Juan (9: SC 75, 432-436)

miércoles, 8 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Si no tengo amor, no soy nada

Yo y el Padre, dice el Hijo, vendremos a él, esto es, al hombre santo, y haremos morada en él. Pienso que no de otro cielo hablaba el profeta cuando dijo: Aunque tú habitas en el santuario, esperanza de Israel. Y más claramente el Apóstol: Que Cristo habite por la fe en nuestros corazones.

Nada tiene de extraño que el Señor Jesús habite gustoso en este cielo, toda vez que no lo creó, como a los demás con un simple «hágase», sino que luchó por conquistarlo, murió para redimirlo. Por eso, después de la fatiga, dijo con mayor deseo: Esta es mi mansión por siempre aquí viviré, porque la deseo. Dichosa el alma a la que dice el Señor: «Ven amada mía, y pondré en ti mi trono». ¿Por qué te acongojas ahora, alma mía, por qué te me turbas? ¿Piensas también tú encontrar en ti un lugar para el Señor? Pero, ¿qué lugar hay en nosotros que podamos considerar idóneo para semejante gloria, adecuado para tal majestad? ¡Ojalá fuera digno de postrarme ante el estrado de sus pies! ¡Quién me concediera seguir siquiera las pisadas de cualquier alma santa, que Dios se escogió como heredad! Sin embargo, si se dignara infundir también en mi alma el óleo de su misericordia, de modo que yo mismo pudiera decir: Correré por el camino de tus mandatos, cuando me ensanches el corazón, quizá podría también yo mostrarle en mí mismo, si no una sala grande arreglada, donde pueda sentarse a la mesa con sus discípulos, sí al menos un lugar donde pueda reclinar su cabeza.

Después, es necesario que ella (es decir, el alma) crezca y se dilate, para que sea capaz de Dios. Porque su anchura es su amor, como dijo el Apóstol: Ensanchaos en la caridad. Pues si bien el alma, por ser espíritu, no es susceptible de cuantidad extensa, sin embargo, la gracia le concede lo que la naturaleza le niega. Y así, crece y se extiende, pero espiritualmente. Crece y progresa hasta llegar al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud; crece también hasta formar un templo consagrado al Señor.

Así que la grandeza de cualquier alma se estima por la medida de la caridad que posee, de modo que la que posee mucha es grande; la que poca, pequeña; y la que ninguna, nada. Pues como dice Pablo: Si no tengo caridad, no soy nada.

San Bernardo de Claraval, Sermón 27 sobre el Cantar de los cantares (8-10: Opera omnia, Edit Cisterc 1, 1957, 187-189)

martes, 7 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición


El que hace la voluntad de Dios permanece para siempre

¿Cómo podremos amar a Dios si amamos al mundo? Nos prepara, pues, para ser inhabitados por la caridad. Hay dos tipos de amor: el amor al mundo y el amor a Dios: si el amor al mundo habita en nosotros, no tiene cabida el amor a Dios. Que el amor al mundo ceda el puesto al amor de Dios: que el mejor ocupe la plaza. Amabas al mundo: no lo ames más; cuando vaciares tu corazón del amor terreno, te saciarás del amor divino y comenzará a habitar la caridad de la que ningún mal puede proceder. Escuchad ahora las palabras del que viene a purificar.

Se encuentra ante los corazones de los hombres como ante un campo. Pero, ¿en qué estado lo encuentra? Si se encuentra con una selva, la desbroza; si topa con un campo ya limpio, lo siembra. Quiere plantar allí un árbol: la caridad. Y ¿cuál es la selva que quiere desbrozar? El amor al mundo. Escucha al talador de la selva: No améis al mundo; y añade: ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre.

¿Quieres tener el amor del Padre, para ser coheredero con el Hijo? No ames el mundo. Excluye de ti el perverso amor del mundo, para dejarte llenar del amor de Dios. Eres un vaso, pero un vaso todavía lleno; derrama lo que tienes, para que recibas lo que no tienes. Es verdad que nuestros hermanos han renacido ya del agua y del Espíritu; también nosotros renacimos, hace unos años, del agua y del Espíritu. Nos conviene no amar al mundo, para que los sacramentos no permanezcan en nosotros como prueba de condenación, en lugar de ser instrumentos de salvación. El sostén de la salvación es poseer la raíz de la caridad, es tener la virtud de la piedad y no sólo la apariencia. Buena y santa es la apariencia: pero ¿de qué sirve si no tiene raíces?

No amemos, pues, al mundo ni lo que hay en el mundo. Porque lo que hay en el mundo son: las pasiones de la carne, la codicia de los ojos, y la arrogancia del dinero. Tres son las concupiscencias y mediante esta triple concupiscencia el Señor fue tentado por el diablo. Le tentó con la pasión de la carne, cuando se le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes. Pero ¿cómo rechazó al tentador y enseñó a luchar al soldado? Fíjate en lo que le dijo: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.

Fue asimismo tentado por la codicia de los ojos y la perspectiva del milagro, cuando le dijo: Tírate abajo, porque está escrito: «Encargará a sus ángeles que cuiden de ti y te sostendrán en sus manos para que tu pie no tropiece con las piedras». El resistió al tentador.

¿Cómo fue tentado el Señor con la arrogancia de la vida? Cuando lo llevó a una montaña altísima, y le dijo: Todo esto te daré si te postras y me adoras. Quiso tentar al rey de los siglos con la ambición de un reino terreno. Pero el Señor que hizo el cielo y la tierra, pisoteaba al diablo. ¿Qué tiene de extraordinario que el Señor venciera al diablo. ¿Qué es lo que le respondió al diablo sino lo que te enseñó que debes responderle tú? Está escrito: «Al Señor tu Dios, adorarás y a él solo darás culto».

Si sois fieles a estas palabras, escaparéis a la concupiscencia del mundo; y si no os domina la concupiscencia del mundo, no os esclavizará ni la pasión de la carne, ni la codicia de los ojos, ni la arrogancia del dinero; y así haréis sitio a la invasión de la caridad, que os hará amar a Dios. Oigamos las Escrituras: Yo declaro: «Sois dioses e hijos del Altísimo todos». Por tanto, si queréis ser dioses e hijos del Altísimo no améis al mundo ni lo que hay en el mundo. El mundo pasa, con sus pasiones. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.

San Agustín de Hipona, Tratado 2 sobre la primera carta de san Juan (8.9.11.14: SC 75, 166-181)

lunes, 6 de mayo de 2013

Una Meditación y una Bendición


En la caridad consiste el amor fraterno

En esto, dice Juan, sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos. ¿Qué mandamientos? Veamos si mandamiento no es otro nombre del amor. Fíjate en el evangelio, a ver si no está mandado esto: Os doy, dice, un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. Quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él. Los llama perfectos en el amor. Y ¿cuál es la perfección del amor? Amar incluso a los enemigos y amarlos para que se conviertan en hermanos. Pues nuestro amor no debe ser según la carne. Ama a tus enemigos, deseando tenerlos por hermanos; ama a tus enemigos, de modo que se sientan llamados a tu comunión. Así amó aquel que, pendiente de la cruz, decía: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Alejaba de ellos la muerte sempiterna con una plegaria henchida de misericordia y de eficacísimo poder. Muchos de entre ellos aceptaron la fe y se les perdonó el haber derramado la sangre de Cristo. Primero la derramaron por odio, luego la bebieron por la fe. Quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él. Precisamente hablándonos de esta perfección de la caridad consistente en amar a los enemigos, nos amonesta el Señor diciendo: Por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.

Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. ¿Quiénes son los que tropiezan o hacen tropezar? Los que se escandalizan de Cristo y de la Iglesia. Si tuvieras caridad, no te escandalizarías ni de Cristo ni de la Iglesia; no abandonarás ni a Cristo ni a la Iglesia. El que abandona la Iglesia, ¿cómo puede estar en Cristo, sin estar en el cuerpo de Cristo? Tropiezan los que abandonan a Cristo o a la Iglesia. Lo mismo que aquel que está sometido al cauterio, grita: No lo tolero, no lo aguanto, y se sustrae a la cura, así los que no soportan algunos comportamientos eclesiales y se sustraen al nombre de Cristo o de la Iglesia, padecen escándalo.

Ved si no, cómo se escandalizaron aquellos hombres carnales, a quienes Cristo, hablando de su carne, decía: El que no come la carne del Hijo del hombre y no bebe su sangre, no tiene vida en sí mismo. Unos setenta hombres dijeron: Este modo de hablar es inaceptable, y se separaron de él; los Doce se quedaron. Y para que no pensaran los hombres que creyendo en Cristo prestaban un servicio a Cristo y no más bien al contrario, que son realmente ellos los que de Cristo reciben un beneficio, el Señor les dice: ¿También vosotros queréis marcharos? Para que os deis cuenta de que yo os soy necesario, no vosotros a mí. Ellos le contestaron por boca de Pedro: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna.

¿Por qué, pues, no hay escándalo en el que ama a su hermano? Pues porque quien ama al hermano, todo lo tolera por salvaguardar la unidad; en la unidad de la caridad consiste efectivamente el amor fraterno. Oye lo que dice el Señor: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. ¿Qué es la ley, sino un mandamiento? Y ¿por qué no se escandalizan sino porque se soportan unos a otros? Lo dice Pablo: Sobrellevaos mutuamente por amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz. Que ésta sea la ley de Cristo, escucha de nuevo al Apóstol recomendando esta misma ley: Arrimad todos el hombro a las cargas de los otros, que con eso cumpliréis la ley de Cristo.

San Agustín de Hipona, Tratado 1 sobre la primera carta de san Juan (9.12: SC 75, 132-144)