miércoles, 30 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

Cristo nos ha abierto las puertas de la eternidad

Si la inmolación de aquel cordero pascual lo hubiera perfeccionado todo, ¿de qué hubieran servido los sacrificios posteriores? Porque si los tipos y figuras hubieran aportado la esperada felicidad, habrían evacuado la verdad y la misma realidad. ¿Qué sentido tendría seguir hablando de enemistades canceladas por la muerte de Cristo, de muros quitados de en medio, de la paz y de la justicia que brotarían en los días del Salvador, si ya antes del sacrificio de Cristo los hombres fueran justos y amigos de Dios? Existe además otra razón evidente.

En realidad, lo que entonces nos unía a Dios era la ley; ahora, en cambio, es la fe, la gracia o algo similar. De donde se deduce que entonces la comunión de los hombres con Dios se reducía a una mera servidumbre; ahora en cambio, se trata nada menos que de la adopción filial y de la amistad. Pues es evidente que la ley es cosa de siervos, mientras que la gracia, la fe y la confianza es propia de los amigos y de los hijos. De todo lo cual se sigue que el Salvador es el primogénito de entre los muertos, y que ningún muerto podía revivir para la inmortalidad antes de que él hubiera resucitado. Por idéntica razón, sólo él pudo hacer de guía a los hombres por los caminos de la santidad y de la justicia. Lo corrobora Pablo cuando escribe que Cristo entró por nosotros como precursor más allá de la cortina. Y penetró después de haberse ofrecido al Padre, introduciendo a cuantos quisieren participar de su sepultura. Pero no muriendo ciertamente como él, sino sometiéndose simbólicamente a su muerte en el baño bautismal y que, ungidos, anuncian en la sagrada mesa y toman de modo inefable como alimento al mismo que murió y ha resucitado. Y así introducido por estas puertas, le conduce al reino y a la corona.

En efecto, el que reconcilió, aunó y pacificó el mundo celeste con el terrestre y derribó el muro que los separaba, no puede negarse a sí mismo, según escribe san Pablo. Abiertas para Adán las puertas del Paraíso, era natural que se cerraran al no guardar él lo que guardar debía. Puertas que Cristo abrió por sí mismo, él que no cometió pecado y que ni pecar podía. Su justicia —dice David—dura por siempre. Deben, por lo mismo, permanecer siempre abiertas de par en par para dar acceso a la vida, sin permitir que nadie salga de ella. He venido —dice el Salvador—para que tengan vida. Y la vida que el Señor ha venido a traer es ésta: la participación en su muerte y la comunión en su pasión por medio de estos misterios, sin lo cual no conseguiremos eludir la muerte.

De la vida en Cristo (Lib 1: PG 150, 510-511)

martes, 29 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

El bautismo, un injerto para la inmortalidad

Para que en adelante nadie quedara en los infiernos, allí descendió Cristo en persona. Quien sirviéndose de la carne de que estaba revestido como cebo contra el infierno y derrocando su imperio con el poder de la deidad, en un momento rasgó el antiguo recibo de la ley, para conducir a los hombres al cielo. Al cielo, es decir, a un lugar que desconoce la muerte, el albergue de la incorrupción, obrador de la justicia.

En el marco de estos bienes has sido bautizado tú, recién iluminado; la iniciación se ha convertido para ti, oh recién iluminado, en prenda de resurrección; el bautismo es para ti una garantía de la futura vida en el cielo. Mediante la inmersión en el agua has imitado el sepulcro del Señor, pero de allí has vuelto a emerger, viendo antes que cualquiera otras, las obras de la resurrección. Recibe ahora la realidad misma de los bienes cuyos símbolos contemplaste. Toma como testigo de lo dicho a Pablo, quien se expresa así: Porque, si hemos sido injertados a él en una muerte como la suya, también lo seremos en una resurrección como la suya. Bellamente dice injertados, ya que el bautismo es un injerto para la inmortalidad, plantado en la pila bautismal y que fructifica frutos del cielo. Allí la gracia del Espíritu actúa de manera misteriosa; pero cuídate de minusvalorar el milagro confundiéndolo con las leyes operativas de la naturaleza. El agua tiene un fin utilitario, la gracia en cambio opera la regeneración y, en la pila bautismal, como en el seno materno, da nueva forma al que en ella se sumerge. En el agua, como en una fragua, forja al que a ella desciende. Le obsequia con los misterios de la inmortalidad y le confiere el sello de la resurrección.

La misma túnica bautismal te ofrece, oh recién iluminado, los símbolos de estos prodigios. Contémplate a ti mismo como portador de las imágenes de estos bienes: esa túnica, espléndida y fúlgida, te esboza las señales de la inmortalidad; el paño blanco que, a manera de diadema, ciñe tu cabeza, te predica la libertad; la mano lleva las insignias de la victoria alcanzada sobre el diablo. Pues Cristo te presenta ya resucitado: de momento, por medioce símbolos; en un futuro próximo, en su plena realidad, a condición, claro está, de no manchar con el pecado la túnica de la fe, de no extinguir con nuestras malas acciones la lámpara de la gracia, de conservar la corona del Espíritu. Entonces el Señor, con voz terrible a la vez que placentera para los hombres, clamará desde el cielo: Venid, vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. A él la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.

De una antigua homilía pascual de autor desconocido
(PG 28, 1080-1082)

lunes, 28 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

No es lícito mentir a Dios

Habéis advertido lo que sucedió a aquellos dos esposos que, habiendo vendido una propiedad, se quedaron con parte del precio del campo, poniendo el resto a disposición de los apóstoles, como si se tratara de la totalidad. Severamente reprendidos, ambos cayeron muertos, el marido y su mujer. Hay quienes consideran excesiva tal severidad: morir dos criaturas humanas por el simple hecho de haber sustraído una cantidad del dinero que, al fin y al cabo, les pertenecía. No lo hizo el Espíritu Santo por avaricia; lo hizo por sancionar una mentira. Habéis, en efecto, escuchado las palabras del bienaventurado Pedro: ¿No podías tenerla para ti sin venderla? Y si la vendías, ¿no eras dueño de quedarte con el dinero? Si no querías vender, ¿quién te obligó a hacerlo? Y si querías hacer donación de la mitad, di que es la mitad. Pero presentar la mitad como si fuera la totalidad, esto es una mentira digna de castigo.

Sin embargo, hermanos, no os parezca la muerte corporal una severa corrección. ¡Y ojalá que la venganza divina no haya excedido los límites de la muerte corporal! ¿Qué de extraordinario les ha ocurrido a unos mortales que un día u otro acabarían por morir? Pero a través de la pena temporal Dios quiso llamarnos a todos al orden. Hemos de creer, en efecto, que, después de esta vida, Dios les otorgó su perdón, ya que su misericordia es infinita.

De esta muerte que a veces Dios manda como castigo, dice en cierto lugar el apóstol Pablo, reprendiendo a los que trataban sin el debido miramiento el cuerpo y la sangre del Señor. Dice así: Esa es la razón de que haya entre vosotros muchos enfermos y achacosos y de que hayan muerto tantos, es decir, todos los necesarios para restablecer el orden. Sobre algunos se abatía la mano del Señor: enfermaban, morían. Y a continuación, añade el Apóstol: Si el Señor nos juzga es para corregirnos, para que no salgamos condenados con el mundo. En consecuencia, ¿qué importa que a aquellos dos esposos les sucediera algo por el estilo? Fueron castigados con el azote de la muerte, para no ser sancionados con un suplicio eterno.

Que vuestra caridad reflexione sobre un solo extremo: si a Dios le desagrada la sustracción del dinero que se le había ofrecido —dinero que, sin embargo, iba destinado al necesario uso del hombre—, ¿cuánto más no se irritará Dios cuando se le consagra la castidad y no se observa la castidad?, ¿o cuando se le consagra la virginidad, y la virginidad es mancillada? Y en estos casos, la ofrenda se hace para servicio exclusivo de Dios y no en beneficio del hombre. Y ¿qué significa lo que acabo de decir: para servicio de Dios? Pues que en los que a él se consagran, Dios establece su morada, los convierte en templos suyos, en los que se complace en habitar. Y no cabe duda de que quiere que su templo se conserve santo.

A una virgen consagrada que se casa podría decírsele lo que dijo Pedro refiriéndose al dinero: ¿No te pertenecía tu propia virginidad? ¿No podías reservártela, antes de consagrarla a Dios? Todas las que esto hicieren, las que esto prometieren y no lo cumplieren, no piensen que serán únicamente castigadas con la muerte temporal, sino que han de ser condenadas al fuego eterno.

Sermón 148 (PL 38, 799-800)

domingo, 27 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

La Pascua espiritual

La Pascua que celebramos es el origen de la salvación de todos los hombres, empezando por el primero de ellos, Adán, que pervive aún en todos los hombres y en nosotros recobra ahora la vida.

Aquellas instituciones temporales que existían al principio para prefigurar la realidad presente eran sólo imagen y prefiguración parcial e imperfecta de lo que ahora aparece; pero una vez presente la realidad, conviene que su imagen se eclipse; del mismo modo que, cuando llega el rey, a nadie se le ocurre venerar su imagen, sin hacer caso de su persona.

En nuestro caso es evidente hasta qué punto la imagen supera la realidad, puesto que aquélla conmemoraba la momentánea preservación de la vida de los primogénitos judíos, mientras que ésta, la realidad, celebra la vida eterna de todos los hombres.

No es gran cosa, en efecto, escapar de la muerte por un cierto tiempo, si poco después hay que morir; sí lo es, en cambio, poderse librar definitivamente de la muerte; y éste es nuestro caso una vez que Cristo, nuestra Pascua, se inmoló por nosotros.

El nombre mismo de esta fiesta indica ya algo muy grande si lo explicamos de acuerdo con su verdadero sentido. Pues Pascua significa «paso», ya que el exterminador aquel que hería a los primogénitos de los egipcios pasaba de largo ante las casas de los hebreos. Y entre nosotros vuelve a pasar de largo el exterminador, porque pasa sin tocarnos, una vez que Cristo nos ha resucitado a la vida eterna.

Y, ¿qué significa, en orden a la realidad, el hecho de que la Pascua y la salvación de los primogénitos tuvieron lugar en el comienzo del año? Es sin duda porque también para nosotros el sacrificio de la verdadera Pascua es el comienzo de la vida eterna.

Pues el año viene a ser como un símbolo de la eternidad, por cuanto con sus estaciones que se repiten sin cesar, va describiendo un círculo que nunca finaliza. Y Cristo, el padre del siglo futuro, la víctima inmolada por nosotros, es quien abolió toda nuestra vida pasada y por el bautismo nos dio una vida nueva, realizando en nosotros como una imagen de su muerte y de su resurrección.

Así, pues, todo aquel que sabe que la Pascua ha sido inmolada por él, sepa también que para él la vida empezó en el momento en que Cristo se inmoló para salvarle. Y Cristo se inmoló por nosotros si confesamos la gracia recibida y reconocemos que la vida nos ha sido devuelta por este sacrificio.

Y quien llegue al conocimiento de esto debe esforzarse en vivir de esta vida nueva y no pensar ya en volver otra vez a la antigua, puesto que la vida antigua ha llegado a su fin. Por ello dice la Escritura: Nosotros, que hemos muerto al pecado, ¿cómo vamos a vivir más en pecado?

Una homilía pascual de un autor antiguo
(PG 59, 723-724)

sábado, 26 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

¿Qué mejor noticia podemos dar que ésta: el Salvador ha resucitado?

¿Qué es la Iglesia? El Cuerpo de Cristo. Añádele la cabeza y tendrás un hombre completo. Cabeza y cuerpo forman un solo hombre. ¿Quién es la cabeza? Aquel que nació de la Virgen María, que asumió una carne mortal sin pecado, que fue abofeteado, flagelado, despreciado y crucificado por los judíos, que fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación. El es la cabeza de la Iglesia, él es el pan que procede de aquella tierra. Y, ¿cuál es su cuerpo? Su esposa, esto es, la Iglesia. Serán los dos una sola carne. Es éste un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia. Así se expresó también el Señor en el evangelio, cuando dijo hablando del varón y de la mujer: De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Quiso por tanto que fuesen un solo hombre Dios-Cristo y la Iglesia. Allí está la cabeza, aquí los miembros. No quiso resucitar con los miembros, sino antes que ellos, para motivar la esperanza de los miembros. Y si la cabeza quiso morir, fue para ser el primero en resucitar, el primero en subir a los cielos, de modo que los demás miembros depositaran la esperanza en su Cabeza, y aguardaran el cumplimiento en sí mismos de lo que previamente se había realizado en su cabeza.

¿Qué necesidad tenía Cristo de morir, él la Palabra de Dios, por la que se hizo todo y de la que se ha escrito: En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo? Y, sin embargo, fue crucificado, fue escarnecido, herido por la lanza, sepultado. Por medio de la Palabra se hizo todo.

Pero como se dignó ser la cabeza de la Iglesia, ésta podría haber desesperado de la propia resurrección, de no haber asistido a la resurrección de su cabeza. Fue visto primero por las mujeres, quienes se lo anunciaron a los hombres. Fueron las mujeres las primeras en ver al Señor resucitado, y el evangelio fue anunciado por las mujeres a los futuros apóstoles y evangelistas, y por mediación de las mujeres les fue anunciado Cristo. La palabra evangelio significa buena noticia. Los que dominan el griego, saben qué quiere decir evangelio. Así pues, evangelio equivale a buena noticia. ¿Qué mejor noticia podemos dar que ésta: que ha resucitado nuestro Salvador?

Sermón 45 sobre el Antiguo Testamento (5: CCL 41, 519-520)

viernes, 25 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

El bautismo nos hace inmortales y nos deifica

Bautismo auténtico es el que, después de la aparición o visible manifestación del Hijo y del Espíritu Santo, ejerce su acción liberadora cada día o, mejor, a cada hora o, para expresarme con mayor exactitud, a cada momento; sobre todos los que descienden a las aguas bautismales; sobre todo tipo de pecado y para siempre. Además, este bautismo, a los que ya son hermanos por la gracia, los convierte en primogénitos y recién nacidos, sin exceptuar ni a los de corta edad ni a los de edad avanzada. Incluso a quienes —según la prudencia humana— no se les confían las riquezas terrenas por no ofrecer suficiente garantía de seguridad, bien por su escasa, bien por su excesiva edad, incluso a éstos se les hace entrega con plena seguridad de todo el patrimonio divino, hasta el punto de que cantan alborozados: El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas. Y: Preparas una mesa ante mí enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.

El mismo ángel que removía el agua era precursor del Espíritu Santo; y Juan es paralelamente llamado ángel del Señor, fue constituido precursor del Señor, y bautizaba en el agua. Y el crisma con que fueron ungidos Aarón y Moisés y posteriormente todos cuantos eran ungidos con la cuerna sacerdotal —y que por razón del crisma fueron denominados «cristos», es decir, ungidos—, eran tipo del crisma santificado que nosotros recibimos. Crisma que aunque fluya corporalmente, espiritualmente aprovecha. Pues tan pronto como la fe de la Trinidad beatísima desciende sobre nuestro corazón, la palabra del Espíritu sobre nuestra boca y el sello de Cristo brilla en nuestra frente; tan pronto como se ha recibido el bautismo y nos ha confirmado el crisma, inmediatamente –repito– encontramos propicia a la Trinidad, ella que es por naturaleza la dispensadora de todos los bienes; inmediatamente viene a nosotros, y en el mismo momento los espíritus inmundos se retiran de los que ya están limpios, cede el interés por los asuntos mundanos, huye de nosotros todo tipo de pasiones corporales, se nos perdonan todos los delitos, nuestros nombres son inscritos en libros indelebles, se nos dispensan los bienes celestiales: tanto, que la misma Trinidad, inefablemente generosa y próvida como es, queriendo ser el principio de toda obra buena, previene y antecede incluso nuestros proyectos de bondad.

Llamarán santos a todos los inscritos en Jerusalén entre los vivos; porque el Señor lavará la suciedad de los hijos y de las hijas de Sión, y fregará la sangre de en medio de ellos, con el soplo del juicio, con el soplo ardiente. En su primera carta, nos enseña Pedro que si antiguamente el bautismo, que no era sino una figura, salvaba, con mucha mayor razón el bautismo, que es la realidad, nos hace inmortales y nos deifica. Escribe, en efecto; Aquello fue un símbolo del bautismo que actualmente os salva: que no consiste en limpiar una suciedad corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura, por la resurrección de Cristo Jesús, que llegó al cielo, se le sometieron los ángeles, autoridades y poderes, y está a la derecha de Dios.

Nosotros que vamos transformándonos en espirituales, no sólo vemos y percibimos estas cosas, sino que gratuitamente somos iluminados por el Espíritu Santo, y disfrutamos de ellas cada vez que participamos del Cuerpo de Cristo y degustamos la fuente de la inmortalidad.

Tratado sobre la Trinidad (Lib 2,14: PG 39, 710-718)

jueves, 24 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

Constantemente somos saciados con el cuerpo del Salvador y constantemente participamos de la sangre del Cordero

Los seguidores de Moisés inmolaban el cordero pascual una vez al año, el día catorce del primer mes, al atardecer. En cambio, nosotros, los hombres de la nueva Alianza, que todos los domingos celebramos nuestra Pascua, constantemente somos saciados con el cuerpo del Salvador, constantemente participamos de la sangre del Cordero; constantemente llevamos ceñida la cintura de nuestra alma con la castidad y la modestia, constantemente están nuestros pies dispuestos a caminar según el evangelio, constantemente tenemos el bastón en la mano y descansamos apoyados en la vara que brota de la raíz de Jesé, constantemente nos vamos alejando de Egipto, constantemente vamos en busca de la soledad de la vida humana, constantemente caminamos al encuentro con Dios, constantemente celebramos la fiesta del «paso» (Pascua).

Y la palabra evangélica quiere que hagamos todo esto no sólo una vez al año, sino siempre, todos los días. Por eso, todas las semanas, el domingo, que es el día del Salvador, festejamos nuestra Pascua, celebramos los misterios del verdadero Cordero, por el cual fuimos liberados. No circuncidamos con cuchillo nuestro cuerpo, pero amputamos la malicia del alma con el agudo filo de la palabra evangélica. No tomamos ázimos materiales, sino únicamente los ázimos de la sinceridad y de la verdad. Pues la gracia que nos ha exonerado de los viejos usos, nos ha hecho entrega del hombre nuevo creado según Dios, de una ley nueva, de una nueva circuncisión, de una nueva Pascua, y de aquel judío que se es por dentro. De esta manera nos liberó del yugo de los tiempos antiguos.

Cristo, exactamente el quinto día de la semana, se sentó a la mesa con sus discípulos, y mientras cenaba, dijo: He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros antes de padecer. En realidad, aquellas Pascuas antiguas o, mejor, anticuadas, que había comido con los judíos, no eran deseables; en cambio, el nuevo misterio de la nueva Alianza, de que hacía entrega a sus propios discípulos, con razón era deseable para él, ya que muchos antiguos profetas y justos anhelaron ver los misterios de la nueva Alianza. Más aún, el mismo Verbo, ansiando ardientemente la salvación universal, les entregaba el misterio Y, que todos los hombres iban a celebrar en lo sucesivo, y declaraba haberlo él mismo deseado.

La pascua mosaica no era realmente apta para todos los pueblos, desde el momento en que estaba mandado celebrarla en lugar único, es decir, en Jerusalén, razón por la cual no era deseable. Por el contrario, el misterio del Salvador, que en la nueva Alianza era apto para todos los hombres, con toda razón era deseable.

En consecuencia, también nosotros debemos comer con Cristo la Pascua, purificando nuestras mentes de todo fermento de malicia, saciándonos con los panes ázimos de la verdad y la simplicidad, incubando en el alma aquel judío que se es por dentro, y la verdadera circuncisión, rociando las jambas de nuestra alma con la sangre del Cordero inmolado por nosotros, con miras a ahuyentar a nuestro exterminador. Y esto no una sola vez al año, sino todas las semanas.

Nosotros celebramos a lo largo del año unos mismos misterios, conmemorando con el ayuno la pasión del Salvador el Sábado precedente, como primero lo hicieron los apóstoles cuando se les llevaron el Esposo. Cada domingo somos vivificados con el santo Cuerpo de su Pascua de salvación, y recibimos en el alma el sello de su preciosa sangre.

Tratado sobre la solemnidad de Pascua (7.9.10-12: PG 24, 702-706)

miércoles, 23 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

Si alguien ha sido reconciliado por la sangre de Cristo, que no se relacione más con lo que es enemigo de Dios

Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra, pues el que se conduce de esta manera, da pruebas de creer en el que resucitó a nuestro Señor Jesucristo de entre los muertos y a éste tal la fe realmente se le cuenta en su haber. Pues es imposible que a quien retenga en sí una dosis cualquiera de injusticia, la justicia se le cuente en su haber, aunque crea en el que resucitó al Señor Jesús de entre los muertos, ya que la injusticia nada puede tener en común con la justicia, como nada tiene que ver la luz con las tinieblas ni la vida con la muerte. Por tanto, a los que creen en Cristo, pero no se despojan de la vieja condición humana, con sus obras injustas, la fe no se les puede apuntar en su haber.

Paralelamente podemos afirmar que lo mismo que al injusto no se le puede contar la justicia en su haber, así tampoco al impúdico la honestidad, al inicuo la equidad, al avaro la liberalidad, ni al impío puede imputársele la piedad, mientras no deponga la vetusta vestimenta de los vicios y se revista de la nueva condición creada según Dios y que se va renovando como imagen de su creador, hasta llegar a conocerlo.

Fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación, para demostrarnos que también nosotros hemos de aborrecer y desechar todo aquello por lo que Cristo fue entregado. Porque si creemos que Cristo fue entregado por nuestros pecados, ¿cómo no considerar extraño y hostil todo tipo de pecado, por el que sabemos que nuestro Redentor fue entregado a la muerte? En efecto, si nuevamente entablamos relaciones de interés o de amistad con el pecado demostramos no valorar debidamente la muerte de Cristo Jesús, toda vez que abrazamos y secundamos lo que él expugnó y venció.

Así que fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación. Porque si hemos resucitado con Cristo, que es la justicia, y andamos en una vida nueva, y vivimos según la justicia, Cristo resucitó para nuestra justificación. Pero si todavía no nos hemos despojado de la vieja condición humana, con sus obras, sino que vivimos en la injusticia, me atrevo a decir que Cristo no ha resucitado aún para nuestra justificación ni fue entregado por nuestros pecados. Y si estoy convencido de esto, ¿cómo amo lo que a él le llevó a la muerte? Si creo que él ha resucitado para mi justificación, ¿cómo me deleito en la injusticia? Luego Cristo justifica únicamente a los que, a ejemplo de su resurrección, emprendieron una nueva vida, y rechazan como causa de muerte, los viejos vestidos de la injusticia y de la iniquidad.

Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos: y nos gloriamos, apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios. Pero para mejor penetrar el sentido de las palabras del Apóstol, examinemos qué significa la palabra «paz», la paz que nos viene por nuestro Señor Jesucristo.

Dícese que hay paz donde nadie disiente, donde nadie está en desacuerdo, donde no hay ni hostilidad ni barbarie. Así pues, nosotros que en un tiempo fuimos enemigos de Dios, siguiendo las consignas del enemigo hostil, del diablo, si ahora arrojamos sus armas, estamos en paz con Dios, pero esto gracias a nuestro Señor Jesucristo, quien por la ofrenda de su sangre, nos reconcilió con Dios. Por tanto, si alguien está en paz con Dios y ha sido reconciliado por la sangre de Cristo, que no se relacione en adelante con lo que es enemigo de Dios.

Comentario sobre la carta a los Romanos (Lib 4,7: PG 14, 986-988)

martes, 22 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

Con razón en estos días desbordamos de gozo, como si ya estuviéramos con el Esposo

Éstas son las nuevas enseñanzas, antiguamente envueltas en símbolos, pero sacadas recientemente a plena luz. Y también nosotros inauguramos cada año esta solemnidad con unos períodos cíclicos de preparación. Así, antes de la fiesta y como preparación para la misma, nos ejercitamos en las prácticas cuaresmales, a imitación de los santos Moisés y Elías, iterando luego la fiesta misma año tras año. Emprendido de este modo el camino hacia Dios, nos ceñimos cuidadosamente la cintura con el ceñidor de la templanza y, protegiendo cautamente los pasos de nuestra alma, iniciamos –bien calzados– la carrera de nuestra vocación celestial; y usando la vara de la palabra divina y no tan sólo el poder intercesor de la oración para repeler a los enemigos, con toda alegría y decisión nos aventuramos por la senda que nos lleva al cielo, haciéndonos pasar de las cosas de esta tierra a las celestiales, de la vida mortal a la inmortalidad.

De esta forma, realizado felizmente este «paso», nos espera otra solemnidad aún mayor –solemnidad que los hebreos llaman Pentecostés– y que es imagen del reino de los cielos. Dice, en efecto, Moisés: A partir del día en que metas la hoz en la mies, contarás siete semanas y de la nueva cosecha presentarás al Señor panes nuevos. Con esta figura profética se simbolizaba: por la mies, la vocación de los gentiles, y por los panes nuevos, las almas ofrecidas a Dios por los méritos de Cristo, así como las Iglesias integradas por paganos, por cuyo motivo se organizan los máximos festejos ante el acatamiento de Dios, rico en misericordia. Pues recolectados por las racionales hoces de los apóstoles, congregadas todas las Iglesias de la tierra como gavillas en la era, formando un solo cuerpo por el concorde sentir de la fe, sazonados con la sal de las doctrinas y mandatos divinos, regenerados por el agua y el fuego del Espíritu Santo, somos ofrecidos por Cristo como panes festivos, apetitosos y gratos a Dios.

Así pues, confrontados los proféticos símbolos de Moisés con la autenticidad de una realidad de más santos efectos, hemos aprendido a celebrar una solemnidad más gozosa que la que se nos transmitió, cual si ya estuviéramos reunidos con nuestro Salvador, como si gozáramos ya de su reino. Por ese motivo, durante estas fiestas no se nos permite ninguna práctica ascética, sino que se nos estimula a presentar la imagen del descanso que esperamos disfrutar en el cielo. Por cuya razón ni nos arrodillamos en la oración ni nos afligimos con el ayuno. Pues a quienes fue concedida la gracia de resucitar en Dios, no parece oportuno que sigan postrándose en tierra; ni que los que han sido liberados de las pasiones, sufran lo mismo que quienes todavía son esclavos de sus apetitos.

Por eso, tras la Pascua y al término de siete íntegras semanas, celebramos la fiesta de Pentecostés; de la misma manera que, previamente a la fiesta de Pascua y durante un período de seis semanas, aguantamos varonilmente las prácticas cuaresmales. Pues el número seis es, por así decirlo, un número que se traduce en actividad y eficacia. Por esta razón se dice que Dios creó en seis días todas las cosas. Con razón, pues, a las fatigas que supusieron la preparación de la primera solemnidad les siguen las siete semanas preparatorias de la segunda solemnidad, en que se nos concede un largo período de descanso, simbolizado por el número siete.

Considerando, pues, los santos días de Pentecostés como una imagen del futuro descanso, no sin razón nuestras almas desbordan de gozo, e incluso condescendemos con nuestro cuerpo, concediéndole un respiro, como si ya estuviéramos con el Esposo. Por lo cual no nos está permitido ayunar.

Tratado sobre la solemnidad de la Pascua (4-5: PG 24, 698-699)

lunes, 21 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

¡Oh mística largueza! ¡Oh Pascua divina!

Ya brillan los rayos de la sagrada luz de Cristo, ya aparecen las puras luminarias del Espíritu puro, que nos abren los tesoros de la gloria celeste y de la regia divinidad. Disipóse la densa y oscura noche, y la odiosa muerte ha sido relegada a la oscuridad; a todos se les brinda la vida, todo rebosa de luz indeficiente y los que van naciendo entran en posesión del universo de los renacidos: y el nacido antes de la aurora, grande e inmortal, Cristo, resplandece para todos más que el sol. Por eso, en él nos ha amanecido a los creyentes un día rutilante, interminable, eterno, la Pascua mística, ya prefigurada y celebrada por la ley; la Pascua, obra admirable de la fuerza y el poder de la divinidad, es realmente la fiesta y el memorial legítimo y sempiterno: es paso de la pasión a la impasibilidad, de la muerte a la inmortalidad, de la juventud a la madurez; es curación tras la herida, resurrección tras la caída, ascensión tras el descenso. Así es como Dios realiza cosas grandes, así es como de lo imposible crea cosas estupendas, para demostrar que él es el único que puede todo lo que quiere.

Y así, haciendo uso de su regio poder, rompe, después de la vida, las ataduras de la muerte, como cuando gritó: Lázaro, ven afuera, o Niña, levántate, para mostrar la eficacia de su poder. Por eso se entregó totalmente a la muerte: para matar en sí mismo a esa fiera voraz y deshacer el nudo insoluble. En aquel cuerpo impecable, incansablemente buscaba la muerte los manjares que le son propios: miraba a ver si había en él voluptuosidad, ira, desobediencia, si había finalmente pecado, que es el alimento preferido de la muerte: El aguijón de la muerte es el pecado. Pero como no encontraba en él nada de qué alimentarse, prisionera de sí misma y extenuada por falta de alimento, ella misma fue su propia muerte, tal como muchos justos venían anunciando y profetizando que sucedería cuando el Primogénito resucitase de entre los muertos. El permaneció efectivamente tres días bajo tierra, a fin de salvar en sí mismo a todo el género humano, incluso a los que existieron antes de la ley.

Las mujeres fueron las primeras en ver al Resucitado. Para que así como fue una mujer la que introdujo en el mundo el primer pecado, fuera asimismo la mujer la primera en anunciar al mundo la vida. Por eso las mujeres oyen la voz sagrada, Alegraos, para que el dolor primero fuera suplantado por el gozo de la resurrección; y para que los incrédulos dieran fe a su resurrección corporal de entre los muertos. Cuando hubo transformado en hombre celestial la imagen entera del hombre viejo que había sumido, entonces subió al cielo llevando consigo aquella imagen de esta forma transformada. Y viendo las potencias angélicas aquel magnífico misterio de un hombre que ascendía juntamente con Dios, gozosas recibieron el encargo de gritar a los ejércitos celestiales: ¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria.

Y ellas a su vez, viendo un nuevo milagro, es decir, a un hombre unido a Dios, gritan y dicen: ¿Quién es ese Rey de la gloria? Y las potencias angélicas interrogadas vuelven a contestar: El Señor de los ejércitos: él es el Rey de la gloria, el héroe valeroso, el héroe de la guerra.

¡Oh mística largueza! ¡oh solemnidad espiritual! ¡oh Pascua divina, que desciende del cielo a la tierra y de nuevo asciende desde la tierra! ¡oh Pascua, nueva iluminación de las lámparas, decoro virginal de las candelas! Por eso, ya no se extinguen las lámparas de las almas, pues por un efecto divino y espiritual en todos es visible el fuego de la gracia, alimentado por el cuerpo, el espíritu y el óleo de Cristo.

Te rogamos, pues, Señor Dios, Cristo, rey espiritual y eterno, que extiendas tus manos poderosas sobre tu santa Iglesia y sobre tu pueblo santo, defendiéndolo, custodiándolo y conservándolo siempre. Exhibe ahora tus trofeos en favor nuestro, y concédenos la gracia de poder cantar con Moisés el canto de victoria, porque tuya es la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.

Homilía 6 en la Pascua [atribuida] (1,5: PG 59, 735, 743-746)

domingo, 20 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea

En la madrugada del sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro. Y de pronto tembló fuertemente la tierra, pues un ángel del Señor, bajando del cielo y acercándose, corrió la piedra y se sentó encima. Su aspecto era de relámpago y su vestido blanco como la nieve; los centinelas temblaron de miedo y quedaron como muertos.

El ángel habló a las mujeres:

«Vosotras, no temáis; ya sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí. Ha resucitado, como había dicho. Venid a ver el sitio donde yacía e id aprisa a decir a sus discípulos: "Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis". Mirad, os lo he anunciado».

Ellas se marcharon a toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría, corrieron a anunciarlo a los discípulos.

De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «Alegraos».

Ellas se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies. Jesús les dijo:

«No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán».

Lectura del santo evangelio según san Mateo 28, 1-10

sábado, 19 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

Con su muerte corporal, Cristo redimió la vida de todos

Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía.

Fue contado entre los muertos el que por nosotros murió según la carne; huelga decir que él tiene la vida en sí mismo y en el Padre, pues ésta es la realidad. Mas para cumplir todo lo que Dios quiere, es decir, para compartir todas las exigencias inherentes a la condición humana, sometió el templo de su cuerpo no sólo a la muerte voluntariamente aceptada, sino asimismo a aquella serie de situaciones que son secuelas de la muerte: la sepultura y la colocación en una tumba.

El evangelista precisa que en el huerto había un sepulcro y que este sepulcro era nuevo. Lo cual, a nivel de símbolo, significa que con la muerte de Cristo se nos preparaba y concedía el retorno al paraíso. Y allí, en efecto, entró Cristo como precursor nuestro.

La precisión de que el sepulcro era nuevo indica el nuevo e inaudito retorno de Jesús de la muerte a la vida, y la restauración por él operada como alternativa a la corrupción. Efectivamente, en lo sucesivo nuestra muerte se ha transformado, en virtud de la muerte de Cristo, en una especie de sueño o de descanso. Vivimos, en efecto, como aquellos que –según la Escritura–, viven para el Señor. Por esta razón, el apóstol san Pablo, para designar a los que han muerto en Cristo, usa casi siempre la expresión «los que se durmieron».

Es verdad que en el pasado prevaleció la fuerza de la muerte contra nuestra naturaleza. La muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre los que no habían pecado con un delito como el de Adán, y, como él, llevamos la imagen del hombre terreno, soportando la muerte que nos amenazaba por la maldición de Dios. Pero cuando apareció entre nosotros el segundo Adán, divino y celestial que, combatiendo por la vida de todos, con su muerte corporal redimió la vida de todos y, resucitando, destruyó el reino de la muerte, entonces fuimos transformados a su imagen y nos enfrentamos a una muerte, en cierto sentido, nueva. De hecho esta muerte no nos disuelve en una corrupción sempiterna, sino que nos infunde un sueño lleno de consoladora esperanza, a semejanza del que para nosotros inauguró esta vía, es decir, de Cristo.

Comentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 12: PG 74, 679-682)

viernes, 18 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

El valor de la sangre de Cristo

¿Quieres saber el valor de la sangre de Cristo? Remontémonos a las figuras que la profetizaron y recorramos las antiguas Escrituras.

Inmolad —dice Moisés— un cordero de un año; tomad su sangre y rociad las dos jambas y el dintel de la casa. «¿Qué dices, Moisés? La sangre de un cordero irracional, ¿puede salvar a los hombres dotados de razón?». «Sin duda —responde Moisés—: no porque se trate de sangre, sino porque en esta sangre se contiene una profecía de la sangre del Señor».

Si hoy, pues, el enemigo, en lugar de ver las puertas rociadas con sangre simbólica, ve brillar en los labios de los fieles, puertas de los templos de Cristo, la sangre del verdadero Cordero, huirá todavía más lejos.

¿Deseas descubrir aún por otro medio el valor de esta sangre? Mira de dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó a brotar de la misma cruz y su fuente fue el costado del Señor. Pues muerto ya el Señor, dice el Evangelio, uno de los soldados se acercó con la lanza y le traspasó el costado, y al punto salió agua y sangre: agua, como símbolo del bautismo; sangre, como figura de la eucaristía. El soldado le traspasó el costado, abrió una brecha en el muro del templo santo, y yo encuentro el tesoro escondido y me alegro con la riqueza hallada. Esto fue lo que ocurrió con el cordero: los judíos sacrificaron el cordero, y yo recibo el fruto del sacrificio.

Del costado salió sangre y agua. No quiero, amado oyente, que pases con indiferencia ante tan gran misterio, pues me falta explicarte aún otra interpretación mística. He dicho que esta agua y esta sangre eran símbolos del bautismo y de la eucaristía. Pues bien, con estos dos sacramentos se edifica la Iglesia: con el agua de la regeneración y con la renovación del Espíritu Santo, es decir, con el bautismo y la eucaristía, que han brotado ambos del costado. Del costado de Jesús se formó, pues, la Iglesia, como del costado de Adán fue formada Eva.

Por esta misma razón, afirma san Pablo: Somos miembros de su cuerpo, formados de sus huesos, aludiendo con ello al costado de Cristo. Pues del mismo modo que Dios hizo a la mujer del costado de Adán, de igual manera Jesucristo nos dio el agua y la sangre salida de su costado, para edificar la Iglesia. Y de la misma manera que entonces Dios tomó la costilla de Adán, mientras éste dormía, así también nos dio el agua y la sangre después que Cristo hubo muerto.

Mirad de qué manera Cristo se ha unido a su esposa, considerad con qué alimento la nutre. Con un mismo alimento hemos nacido y nos alimentamos. De la misma manera que la mujer se siente impulsada por su misma naturaleza a alimentar con su propia sangre y con su leche a aquel a quien ha dado a luz, así también Cristo alimenta siempre con su sangre a aquellos a quienes él mismo ha hecho renacer.

Catequesis 3 (13-19: SC 50, 174-177)

jueves, 17 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

El que era inmortal se revistió de mortalidad para poder morir por nosotros

Apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir. Es posible, en efecto, encontrar quizás alguno que se atreva a morir por un hombre de bien; pero por un inicuo, por un malhechor, por un pecador, ¿quién querrá entregar su vida, a no ser

Cristo, que fue justo hasta tal punto que justificó incluso a los que eran injustos?

Ninguna obra buena habíamos realizado, hermanos míos; todas nuestras acciones eran malas. Pero, a pesar de ser malas las obras de los hombres, la misericordia de Dios no abandonó a los humanos. Y siendo dignos de castigo, en lugar del castigo que se merecían, les gratificó la gracia que no se merecían. Y Dios envió a su Hijo para que nos rescatara, no con oro o plata, sino a precio de su sangre, la sangre de aquel Cordero sin mancha, llevado al matadero por el bien de los corderos manchados, si es que debe decirse simplemente manchados y no totalmente corrompidos. Tal ha sido, pues, la gracia que hemos recibido. Vivamos, por tanto, dignamente, ayudados por la gracia que hemos recibido y no hagamos injuria a la grandeza del don que nos ha sido dado. Un médico extraordinario ha venido hasta nosotros, y todos nuestros pecados han sido perdonados. Si volvemos a enfermar, no sólo nos dañaremos a nosotros mismos, sino que seremos además ingratos para con nuestro médico.

Sigamos, pues, las sendas que él nos indica e imitemos en particular, su humildad, aquella humildad por la que él se rebajó a sí mismo en provecho nuestro. Esta senda de humildad nos la ha enseñado él con sus palabras y, para darnos ejemplo, él mismo anduvo por ella, muriendo por nosotros. En efecto, no habría muerto, si no se hubiera humillado.

¿Quién hubiera podido matar a Dios, si Dios no se hubiera humillado? Y Cristo es Hijo de Dios, y el Hijo de Dios es ciertamente Dios. El es el Hijo de Dios, la Palabra de Dios, de la que dice Juan: En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada. ¿Quién hubiera podido matar a aquel por quien se hizo todo y sin el que no se hizo nada? ¿Quién hubiese podido matarlo, si no se hubiera humillado? ¿Y cómo se humilló?

Dice el mismo Juan: La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Pues la Palabra de Dios no hubiera podido sufrir la muerte. Para poder morir por nosotros, siendo como era inmortal, la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros. Así, el que era inmortal, se revistió de mortalidad para poder morir por nosotros y destruir nuestra muerte con su muerte.

Esto fue lo que hizo el Señor, éste es el don que nos otorgó. Siendo grande, se humilló; humillado, quiso morir; habiendo muerto, resucitó y fue exaltado para que nosotros no quedáramos abandonados en el abismo, sino que fuéramos exaltados con él en la resurrección de los muertos, los que, ya desde ahora, hemos resucitado por la fe y por la confesión de su nombre.

Sermón 23 A, sobre el antiguo Testamento (2-3: CCL 41, 322)

miércoles, 16 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

Sus cicatrices nos curaron

Nos cuenta san Juan que Jesús había dicho: Destruid este templo y en tres días lo levantaré. Pero él —anota el evangelista— hablaba del templo de su cuerpo. Y si es verdad que el Padre lo hizo todo por su Palabra, por su Hijo, no es menos evidente que la resurrección de su carne la llevó a cabo por su mismo Hijo. Luego por medio de él lo resucita y por medio de él le da la vida. En cuanto hombre es resucitado según la carne, y en cuanto hombre recibe la vida, quien actuó como un hombre cualquiera.

Pero él es asimismo quien, en su calidad de Dios, levanta su propio templo y comunica vida a su propia carne. Mientras en una parte nos dice: A quien el Padre consagró y envió al mundo, en otra parte afirma: Por ellos me consagro yo para que también se consagren ellos en la verdad. Y cuando dice: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, habla en representación nuestra, ya que tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Y como dice Isaías: Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores.

Así que no fue abrumado de dolores por su causa, sino por la nuestra; ni fue él abandonado de Dios, sino nosotros; y por nosotros, los abandonados, vino él al mundo. Y cuando dice: Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre», habla del templo de su cuerpo.

No es efectivamente el Altísimo quien es exaltado, sino la carne del Altísimo; y es a la carne del Altísimo a la que se concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre». Y cuando dice: Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado, habla de la carne de Cristo que aún no había sido glorificada. Pues no es glorificado el Señor de la gloria, sino la carne del Señor de la gloria; ésta recibió la gloria cuando junto con él subió al cielo. De ahí que el Espíritu de adopción no se hubiera todavía dado a los hombres, porque las primicias que el Verbo había tomado de la naturaleza humana aún no habían subido al cielo.

Por tanto, cuando la Escritura utiliza expresiones tales como: «el Hijo recibió» o «el Hijo fue glorificado», se refieren a su humanidad, no a su divinidad. Así, mientras unos textos dicen: El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, otros afirman: Como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella.

Dios, que es inmortal, no vino a salvarse a sí mismo, sino a liberarnos a nosotros que estábamos muertos; ni padeció por sí mismo, sino por nosotros. Hasta tal punto que si asumió nuestra miseria y nuestra pobreza, fue con el fin de enriquecernos con su riqueza. Pues su pasión es nuestro gozo; su sepultura, nuestra resurrección; y su bautismo, nuestra santificación. Dice, en efecto: Por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad. Y sus sufrimientos son nuestra salvación, pues sus cicatrices nos curaron. El castigo soportado por él es nuestra paz, ya que nuestro castigo saludable cayó sobre él, esto es, él fue castigado para merecernos ,la paz.

Y cuando en la cruz exclama: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu, en él encomienda al Padre a todos los hombres, que en él son vivificados. Somos, de hecho, miembros suyos y, aun siendo muchos miembros, formamos un solo cuerpo, que es la Iglesia. Es lo que dice san Pablo escribiendo a los Gálatas: Porque todos sois uno en Cristo Jesús. Así que, en él, nos encomienda a todos.

Libro sobre la encarnación del Verbo contra los arrianos (2-5- PG 26, 987-991)

martes, 15 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

Con perseverancia y tesón se tolera todo, para que en Cristo se consume la plena y perfecta paciencia

El que afirmó haber bajado del cielo para hacer la voluntad del Padre, entre otros maravillosos milagros con que dio pruebas de una majestad divina, fue un fiel trasunto de la paciencia paterna por su admirable mansedumbre. Desde el primer momento de su venida, toda su conducta estuvo sazonada de paciencia. Ante todo, al descender de aquella celestial sublimidad a las cosas terrenas, el Hijo de Dios no desdeñó revestir la carne humana y, no siendo él pecador, cargar con los pecados ajenos; despojándose eventualmente de la inmortalidad consintió en hacerse mortal, para poder morir, él inocente, por la salvación de los no inocentes. El Señor es bautizado por el siervo y el que ha venido a perdonar los pecados no desdeñó lavar su cuerpo con el baño del segundo nacimiento.

Ayuna por espacio de cuarenta días el que sacia a los demás: padece hambre y sed, para que quienes tenían hambre de la palabra y de la gracia fueran saciados con el pan del cielo. Combate con el diablo tentador y, contento de haber vencido a enemigo tan poderoso, se mantiene en el nivel de una victoria dialéctica.

No preside a sus discípulos como a siervos con poder señorial, sino que, siendo benigno y manso, los amó con amor de caridad, e incluso se dignó lavar los pies de los apóstoles, para enseñarnos con su ejemplo que si tal es el comportamiento del Señor con sus siervos, deduzcamos cuál deba ser el del consiervo con sus semejantes e iguales.

Y no debe maravillarnos un tal comportamiento con los que le obedecían, él que fue capaz de soportar a Judas hasta el fin con infinita paciencia, de sentarse a la mesa con el enemigo, de conocer al enemigo doméstico sin delatarlo, de no rehusar el beso del traidor.

Y en la misma pasión y cruz, antes de llegar a la sentencia de muerte y a la efusión de su sangre, cuántas injurias y ultrajes no tuvo que oír con exquisita paciencia, qué vergonzosas insolencias no hubo de tolerar, hasta el punto de ser el blanco de los salivazos de quienes le insultaban, él que con su saliva había poco antes restituido la vista al ciego. Soportó ser flagelado aquel en cuyo nombre los que ahora son sus siervos fustigan al diablo y a sus ángeles; es coronado de espinas el que corona a los mártires con flores de eternidad; es abofeteado con las palmas de la mano quien otorga las verdaderas palmas a los vencedores; es despojado de un vestido terreno quien viste a los demás las vestiduras de la inmortalidad; es abrevado con hiel quien nos trajo el pan del cielo; se le da a beber vinagre a quien nos obsequió con la bebida de la salvación.

Al Inocente, al Justo, más aún, al que es la misma inocencia y la misma justicia, lo consideraron como un malhechor y la verdad fue vejada por falsos testigos; es juzgado el que nos juzgará a todos y el que es la Palabra de Dios se deja conducir en silencio al patíbulo.

Y cuando ante la cruz del Señor los astros se llenen de confusión, se conmuevan los elementos, tiemble la tierra, la noche oscurezca el día para que el sol no obligue a contemplar el crimen de los judíos sustrayendo sus rayos y no dando luz a los ojos, él no habla, no se mueve, no exhibe su majestad ni siquiera durante la pasión: con perseverancia y tesón se tolera todo, para que en Cristo se consume la plena y perfecta paciencia.

Sobre los bienes de la paciencia (6-7: CCL III A, 121-122)

lunes, 14 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

La muerte de Cristo es fuente de vida

En nuestro último sermón, carísimos hermanos, os invitamos —no inoportunamente, según creo— a una real participación de la cruz de Cristo, de modo que la vida de los creyentes actúe en sí misma el sacramento pascual, y lo que veneramos en la fiesta lo celebremos en la vida. Cuán útil sea esto, vosotros mismos lo habéis podido comprobar, y vuestra misma devoción os ha enseñado lo provechosos que son, así para las almas como para los cuerpos, los ayunos prolongados, la intensificación de la oración y una más generosa limosna. Apenas si habrá quien no haya sacado provecho de este ejercicio y no haya atesorado en el secreto de su corazón algo de lo que justamente pueda alegrarse.

Habiéndonos, pues, propuesto como objetivo en la observancia de estos cuarenta días, experimentar algo del misterio de la cruz en este tiempo de la pasión del Señor, hemos de esforzarnos por conseguir asimismo una participación en la resurrección de Cristo, y pasar —mientras todavía vivimos en el cuerpo— de la muerte a la vida. Pues el signo de todo hombre que pasa de uno a otro estado —cualquiera que sea el tipo de mutación que en él se opere— es el de no ser lo que era, y, nacido, ser lo que no era. Pero lo interesante es saber para quién uno vive y para quién muere, ya que existe una muerte que es fuente de vida y una vida que es causa de muerte. Y sólo en este efímero mundo puede optarse por uno u otro tipo de muerte de modo que la diferencia de la eterna retribución depende de la calidad de las acciones temporales. Hemos, pues, de morir al diablo y vivir para Dios, darnos de baja a la iniquidad, para darnos de alta a la justicia. Sucumba lo viejo, para que nazca lo nuevo. Y puesto que —como dice la Verdad— nadie puede servir a dos señores, sea nuestro señor no el que a los erguidos arrastra a la ruina, sino el que a los abatidos levanta a la gloria.

Dice el Apóstol: El primer hombre, hecho de tierra, era terreno; el segundo hombre es del cielo. Pues igual que el terreno son los hombres terrenos; igual que el celestial son los hombres celestiales. Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial. Debemos gozarnos enormemente de esta transformación, mediante la cual pasamos de la innoble condición terrena a la dignidad de la condición celestial, por la inefable misericordia de aquel que, para elevarnos hasta él, descendió hasta nosotros, de suerte que no sólo asumió la sustancia, sino también la condición de la naturaleza pecadora, consintiendo que la divina impasibilidad padeciera en su persona, lo que, en su extrema miseria, experimenta la humana mortalidad.

Sermón 71, sobre la resurrección del Señor (1-2: CCL 138A, 434-436)

domingo, 13 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición


Carguemos con la cruz del Señor para que, crucificando nuestra carne, destruya el pecado

Quien ama los preceptos del Señor, sujeta con clavos la propia carne, sabiendo que cuando su hombre viejo esté con Cristo crucificado en la cruz, destruirá la lujuria de la carne. Sujétala, pues, con clavos y habrás destruido los incentivos del pecado. Existe un clavo espiritual capaz de sujetar esa tu carne al patíbulo de la cruz del Señor. Que el temor del Señor y de sus juicios crucifique esta carne, reduciéndola a servidumbre. Porque si esta carne rechaza los clavos del temor del Señor, indudablemente tendrá que oír: Mi aliento no durará por siempre en el hombre, puesto que es carne. Por tanto, a menos que esta carne sea clavada a la cruz y se le sujete con los clavos del temor de nuestro Dios, el aliento de Dios no durará en el hombre.

Está clavado con estos clavos, quien muere con Cristo, para resucitar con él; está clavado con estos clavos, quien lleva en su cuerpo la muerte del Señor Jesús; está clavado con estos clavos, quien merece escuchar, dicho por Jesús: Grábame como un sello en tu brazo, como un sello en tu corazón, porque es fuerte el amor como la muerte, es cruel la pasión como el abismo. Graba, pues, en tu pecho y en tu corazón este sello del Crucificado, grábalo en tu brazo, para que tus obras estén muertas al pecado.

No te escandalice la dureza de los clavos, pues es la dureza de la caridad; ni te espante el poderoso rigor de los clavos, porque también el amor es fuerte como la muerte. El amor, en efecto, da muerte a la culpa y a todo pecado; el amor mata como una puñalada mortal. Finalmente, cuando amamos los preceptos del Señor, morimos a las acciones vergonzosas y al pecado.

La caridad es Dios, la caridad es la palabra de Dios, una palabra viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Que nuestra alma y nuestra carne estén sujetas con estos clavos del amor, para que también ella pueda decir: Estoy enferma de amor. Pues también el amor tiene sus propios clavos, como tiene su espada con la que hiere al alma. ¡Dichoso el que mereciere ser herido por semejante espada!

Ofrezcámonos a recibir estas heridas, heridas por las que si alguno muriere, no sabrá lo que es la muerte. Tal es, en efecto, la muerte de los que seguían al Señor, de los cuales se dijo: Algunos de los aquí presentes no morirán sin antes haber visto llegar al Hijo del hombre con majestad. Con razón no temía Pedro esta muerte, no la temía aquel que se decía dispuesto a morir por Cristo, antes que abandonarlo o negarlo. Carguemos, pues, con la cruz del Señor para que, crucificando nuestra carne, destruya el pecado. Es el temor que crucifica la carne: El que no coge la cruz y me sigue, no es digno de mí. Es digno aquel que está poseído por el amor de Cristo, hasta el punto de crucificar el pecado de la carne. Este temor va seguido de la caridad que, sepultada con Cristo, no se separa de Cristo, muere en Cristo, es enterrada con Cristo, resucita con Cristo.

Comentario sobre el salmo 118 (Hom 15, 37-40: PL 15, 1423-1424)

sábado, 12 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición


Gloriémonos también nosotros en la cruz de nuestro Señor Jesucristo

La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es una prenda de gloria y una enseñanza de paciencia. Pues, ¿qué dejará de esperar de la gracia de Dios el corazón de los fieles, si por ellos el Hijo único de Dios, coeterno con el Padre, no se contentó con nacer como un hombre entre los hombres, sino que quiso incluso morir por mano de los hombres, que él mismo había creado?

Grande es lo que el Señor nos promete para el futuro, pero es mucho mayor aun aquello que celebramos recordando lo que ya ha hecho por nosotros. ¿Dónde estaban o quienes eran los impíos, cuando por ellos murió Cristo? ¿Quién dudará que a los santos pueda dejar el Señor de darles su vida, si él mismo les entregó su muerte? ¿Por qué vacila todavía la fragilidad humana en creer que un día será realidad el que los hombres vivan con Dios?

Lo que ya se ha realizado es mucho más increíble: Dios ha muerto por los hombres.

Porque, ¿quién es Cristo, sino aquel de quien dice la Escritura: En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios? Esta Palabra de Dios se hizo carne y acampó entre nosotros. Porque no habría poseído lo que era necesario para morir por nosotros, si no hubiera tomado de nosotros una carne mortal. Así el inmortal pudo morir, así pudo dar su vida a los mortales; y hará que más tarde tengan parte en su vida aquellos de cuya condición él primero se había hecho partícipe. Pues nosotros, por nuestra naturaleza, no teníamos posibilidad de vivir, ni él, por la suya, posibilidad de morir. El hizo, pues, con nosotros este admirable in tercambio: tomó de nuestra naturaleza la condición mortal, y nos dio de la suya la posibilidad de vivir.

Por tanto, no sólo no debemos avergonzarnos de la muerte de nuestro Dios y Señor, sino que hemos de confiar en ella con todas nuestras fuerzas y gloriarnos en ella por encima de todo: pues al tomar de nosotros la muerte, que en nosotros encontró, nos prometió con toda su fidelidad que nos daría en si mismo la vida que nosotros no podemos llegar a poseer por nosotros mismos. Y si aquel que no tiene pecado nos amó hasta tal punto que por nosotros, pecadores, sufrió lo que habían merecido nuestros pecados, ¿cómo después de habernos justificado, dejará de darnos lo que es justo? Él, que promete con verdad, ¿cómo no va a darnos los premios de los santos, si soportó, sin cometer iniquidad, el castigo que los inicuos le infligieron?

Confesemos, por tanto, intrépidamente, hermanos, y declaremos bien a las claras que Cristo fue crucificado por nosotros: y hagámoslo no con miedo, sino con júbilo, no con vergüenza, sino con orgullo.

El apóstol Pablo, que cayó en la cuenta de este misterio, lo proclamó como un título de gloria. Y siendo así que podía recordar muchos aspectos grandiosos y divinos de Cristo, no dijo que se gloriaba de estas maravillas –que hubiese creado el mundo, cuando, como Dios que era, se hallaba junto al Padre, y que hubiese imperado sobre el mundo, cuando era hombre como nosotros–, sino que dijo: Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.

Sermón Güelferbitano 3 (PLS 2, 545-546)

viernes, 11 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

Por nosotros los hombres, envió Dios a su único Hijo, para ser muerto por nosotros y para nosotros

Desde el comienzo del género humano hasta el fin del mundo seguirán existiendo dos ciudades, que ahora se hallan físicamente mezcladas, si bien separadas en sus aspiraciones: la ciudad de los inicuos y la ciudad de los santos, dos ciudades que en el día del juicio serán incluso corporalmente separadas.

Todos los hombres y todos los espíritus que humildemente buscan la gloria de Dios y no la propia, y siguen a Dios por el camino de la piedad, pertenecen a una misma sociedad. Sin embargo, el Dios lleno de misericordia se muestra paciente incluso con los hombres impíos y les da un plazo para que se arrepientan y corrijan. Pues si es verdad que borró a todos mediante el diluvio, a excepción de un único justo con su familia, a quien quiso salvar en el arca, es porque sabía que los demás no tenían voluntad de corregirse. No obstante, durante los cien años que duró la construcción del arca, se les predicaba el inminente castigo que se iba a abatir sobre ellos; y si se hubiesen convertido a Dios, Dios les hubiera perdonado, como más tarde perdonó a la ciudad de Nínive que hizo penitencia. Con el sacramento del diluvio —del que los justos fueron liberados por el leño del arca— se preanunciaba la futura Iglesia, a la que Cristo, su rey y su Dios, libró del naufragio a este mundo mediante el misterio de su cruz. Pues no ignoraba Dios que incluso de aquellos que habían sido salvados en el arca, nacerían hombres malos, que habían nuevamente de cubrir la tierra con sus perversiones. Y sin embargo, exhibió una muestra del juicio futuro y preanunció la liberación de los santos mediante el misterio del madero.

Pero ni siquiera entonces faltaron justos que buscaran piadosamente a Dios y vencieran la soberbia del diablo, ciudadanos de aquella ciudad santa, a quienes curó la futura humillación de Cristo, su rey, revelada por el Espíritu Santo. Entre éstos, fue elegido Abrahán, piadoso y fiel siervo de Dios, a quien le fue demostrado el misterio del Hijo de Dios, de modo que los creyentes de todos los pueblos, imitando su fe, fueran llamados hijos suyos en las generaciones venideras. De él nació aquel pueblo que adoraría al único verdadero Dios, que hizo el cielo y la tierra. En este pueblo fue con mayor evidencia prefigurada la futura Iglesia. Se componía de una muchedumbre de gente carnal, que daba culto a Dios sólo por los beneficios materiales. Pero entre esta muchedumbre había un resto con la mira puesta en el futuro descanso y que buscaba la patria celestial. A este resto le fue proféticamente revelada la futura humillación de Dios, nuestro rey y nuestro Señor Jesucristo, para que en virtud de esta fe, fueran sanados del tumor de la soberbia. No sólo las palabras, sino la misma vida, el matrimonio, los hijos y las acciones de aquellos hombres que precedieron en el tiempo al nacimiento del Señor, fueron una profecía de este tiempo en que, por la fe en la Pasión de Cristo, se congrega la Iglesia con hombres de todos los pueblos. Y en todo esto se preanunciaban los misterios espirituales, que se refieren a Cristo y a la Iglesia. De esta Iglesia eran también miembros aquellos santos, que vivieron en esta tierra antes de que Cristo, el Señor, naciera según la carne.

Pues la ley se cumple sólo cuando, no por codicia de bienes temporales, sino por amor al legislador, se observa lo que él mandó ¿Quién no se esforzará en devolver al Dios justísimo y misericordiosísimo el amor con que él nos amó primero a nosotros injustísimos y llenos de soberbia, hasta el punto de que, por nosotros, no sólo envió a su único Hijo a vivir en nuestra compañía, sino a ser muerto por nosotros y para nosotros?

Catequesis para adultos (31-32. 33.39: PL 40, 333.334.338)

jueves, 10 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

El misterio del agua

La piscina es la oficina de la Trinidad para la salvación de todos los hombres fieles, y a los que en ella se lavan, los cura de la mordedura de la serpiente y, permaneciendo virgen, se convierte en madre de todos por obra del Espíritu Santo.

En ella, en efecto, recibimos la distribución de todos los carismas; en ella se refrendan y se suscriben las gracias del paraíso celestial; en ella, el que creó nuestra alma la toma por esposa, conforme al dicho de Pablo: Quise desposaros con un solo marido, presentándoos a Cristo como una virgen fiel. Pero, ¿por qué no mencionar –siquiera brevemente– lo que de más grande y sublime hay en ella? Aquel a quien los ángeles en el cielo no osan llamar padre, nosotros aprendemos a llamarlo así en la tierra sin temor alguno Esto es lo que canta el Salmista en el salmo 26: Mi padre y mi madre me abandonaron, que es como si dijera: pues Adán y Eva no mantuvieron la inmortalidad. Pero el Señor me recoge, que es como si dijera: Me ha dado a la piscina por madre y al Altísimo por padre y por hermano al Salvador, que por nosotros fue bautizado. Ahora efectivamente estoy de veras regenerado y salvado, pues ya no oigo: Llorad al muerto, porque se ha extinguido la luz, sino aquella voz tan deseada: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré, ungiendo, lavando, vistiendo a cada uno inseparablemente con toda mi persona, y alimentando con mi cuerpo y mi sangre.

Pero es llegado el momento de recoger una parte de los testimonios de la Escritura, procedentes del antiguo Testamento, y relativos al Espíritu de Dios y al bautismo de la inmortalidad: en la medida de lo posible, lo pondré por escrito.

Conociendo desde siempre la indivisa e inefable Trinidad, la debilidad y fragilidad del género humano, al producir de la nada el húmedo elemento, dispuso el remedio para los hombres y la salud que habría de obtenerse a través del agua Por eso consta que el Espíritu Santo, cuando se cernía sobre las aguas, en el mismo momento las santificó, y les comunicó una fuerza vital y las fecundó.

Esto queda suficientemente demostrado por el hecho de que, al bautizarse el Señor, apareció el Espíritu Santo sobre las aguas del Jordán y se posó sobre él. Apareció en aquella ocasión en forma de paloma, por ser éste un animal simple. Por eso dice el Señor: Sed sencillos como palomas.

También el diluvio, que purificó el mundo de su inveterada perversión, preanunciaba en cierto modo, de manera mística y velada, la expiación de los pecados que había de operarse a través de la piscina sagrada. Y la misma arca, que salvó a los que en ella entraron, era imagen de la venerable Iglesia y de la feliz esperanza que en ella tiene su origen. Y la paloma, que trajo al arca una hoja de olivo y anunció que la tierra estaba ya seca, significaba la venida del Espíritu Santo y la reconciliación con el cielo; pues el olivo es símbolo de la paz.

Igualmente el Mar Rojo, que acogió a los israelitas que no vacilaron ni dudaron, y los liberó de los males que, en Egipto, les esperaban de parte del Faraón y de su ejército —y, en consecuencia, toda la historia de su huida de Egipto—, era un símbolo de la salvación que nosotros conseguimos en el bautismo.

Tratado sobre la santísima Trinidad (Lib 2, 13-14: PG 39, 691-698)

miércoles, 9 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

Hemos de adorar en espíritu y en verdad

Existen magníficos ejemplos de caridad, tanto de la caridad para con Dios como de la que tiene al prójimo como objetivo, y en estos dos preceptos radica el cumplimiento de la ley. Y todo el que llegue a este grado de gloria, será ilustre y digno de admiración y se le tendrá por uno de los más fieles siervos de Dios, cuando Cristo proclame en alta voz: Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu Señor.

Entrará, pues, y entrará inmediatamente en aquella celestial Jerusalén, habitará en aquellas mansiones celestiales y disfrutará de unos bienes que superan nuestra capacidad de comprensión y de expresión. Algo de esto insinúa el profeta Isaías cuando dice: Tus ojos verán a Jerusalén, morada tranquila, tienda estable, cuyas estacas no se arrancarán, cuyas cuerdas no se soltarán; porque –como dicen las Escrituras– la representación de este mundo se termina; en cambio, aquella esperanza de los bienes futuros es firmísima e inconmovible.

Ahora bien, cuando se disuelvan las cosas presentes, conviene que se nos encuentre santos e inmaculados en su presencia, venerándole con hostias espirituales como Salvador y Redentor y observando una conducta santa, intachable y conforme a los preceptos evangélicos. Este venerable género de vida, digno de toda admiración, se lo bosquejó ya la ley a aquellos hombres primitivos, cuando ordenó sacrificar animales y presentar oblaciones cruentas; les mandó además consagrar a Dios las décimas y las primicias, y finalmente, les prescribió la presentación de ofrendas de acción de gracias por los beneficios recibidos. Pero estableció que todo esto no se hiciera fuera del tabernáculo.

Además, la ley consagró a Dios a la selecta estirpe de los levitas, con lo cual nos dio una figura que nos concernía: pues en las sagradas Escrituras se nos llama raza elegida sacerdocio real, nación consagrada, pueblo de su propiedad, a nosotros que por añadidura entramos en un tabernáculo más verdadero, construido por Dios y no por el hombre, es decir, en la Iglesia. Y no para agradar al Creador de todas las cosas con becerros y machos cabríos, sino porque, adornados con una fe recta e inmaculada,quemamos víctimas espirituales en olor de suavidad, con una comprensión mucho más profunda. Esos son los sacrificios que agradan a Dios; y los que lo adoran –como dijo nuestro Salvador– deben adorarlo en espíritu y en verdad.

Sobre la adoración en espíritu y en verdad (Lib 9: PG 68, 587-589)

martes, 8 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

Cristo, al tiempo de su pasión, no rehusó morir por los impíos y los injustos

Cuando nosotros estábamos todavía sin fuerza, Cristo en el tiempo fijado, murió por los impíos —difícilmente se encuentra uno que quiera morir por un justo; puede ser que esté dispuesto a morir por un hombre bueno—. Deseando Pablo exponer más ampliamente las cualidades del amor que —como nos había dicho— ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo, explica los motivos por los que debemos comprender esto, advirtiéndonos que Cristo no murió por los píos, sino por los impíos. En realidad, antes de convertirnos a Dios, éramos impíos y, ciertamente, Cristo aceptó por nosotros la muerte antes de que abrazáramos la fe. Lo que indudablemente no hubiera hecho de no abrigar hacia nosotros una grande e infinita caridad: y eso tanto nuestro Señor Jesucristo en persona muriendo por los impíos, como Dios Padre entregando a su Unigénito para redención de los impíos.

Si difícilmente se encuentra uno que quiera morir por un justo y cualquiera de nosotros dudaría en aceptar la muerte aun cuando el motivo de la misma fuera justo, ¡qué grande es Cristo y cuán inmensa no ha de ser su caridad para con nosotros, él que, al tiempo de su pasión, no rehusó morir por los impíos y los injustos! Esta es la prueba irrecusable de su bondad realmente infinita.

A buen seguro que si no procediera de aquella divina esencia y no fuera Hijo de tal Padre, del que se dijo: No hay nadie bueno más que uno: Dios Padre, no hubiera podido derrochar tal caudal de bondad para con nosotros. Y puesto que de una semejante prueba de amor se deduce que precisamente él es ese único bueno, quizá haya alguien dispuesto a morir por este bueno.

Pues desde el momento en que uno se dé cuenta del caudal de bondad con que Cristo le ha enriquecido y de la caridad que ha derramado en su corazón, no sólo deseará morir por este bueno, sino que querrá morir heroicamente. Es lo que sucede de hecho con harta frecuencia, cuando aquellos en cuyos corazones la caridad de Cristo se ha derramado con largueza, se ofrecen a sus perseguidores espontáneamente y con toda valentía, para confesar el nombre de Cristo en presencia de todo el mundo, ángeles y hombres, de modo que están dispuestos a padecer no sólo ultrajes por su nombre, sino a sufrir la muerte por este bueno, muerte que difícilmente uno acepta por un justo. Pues es tan grande el amor de la vida presente que, aun cuando la muerte acaeciere por razones justas, difícilmente se encuentra quien la acepte con resignación. Sólo la muerte que se acepta por Dios, se la acepta con heroísmo; cualquier otra muerte apenas si se la tolera aunque sea justa o sea tributo de la simple condición humana.

Pero la prueba del amor que Dios nos tiene nos la ha dado en esto: Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores. Y ya que ahora estamos justificados por su sangre, con más razón seremos salvados por él de la cólera. Habiendo dicho el Apóstol que Cristo, en el tiempo fijado, murió por los impíos, ahora quiere demostrar la inmensidad de la caridad de Dios para con los hombres con este razonamiento: si el amor de Dios para con los impíos y pecadores fue tan grande que por su salvación les entregó a su Hijo único, ¿cuánto más amplia y abundante no lo será para con los convertidos, para con los que —como él mismo dice— han sido comprados y redimidos por su sangre?

Comentario sobre la carta a los Romanos (4, 10 11: PG 14, 997-999)

lunes, 7 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

La Iglesia, sacramento visible de la unidad

Mirad que llegan días –oráculo del Señor– en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Todos me conocerán, desde el pequeño al grande –oráculo del Señor–. Alianza nueva que estableció Cristo, es decir, el nuevo Testamento en su sangre, convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles, que se congregara en unidad, no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo pueblo de Dios.

Pues los que creen en Cristo, renacidos de germen no corruptible, sino incorruptible, por la palabra de Dios vivo, no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo, son hechos por fin una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, que antes era «no pueblo», y ahora es «pueblo de Dios».

Este pueblo mesiánico tiene por cabeza a Cristo, que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación, y ahora, después de haber conseguido un nombre que está sobre todo nombre, reina gloriosamente en los cielos.

Este pueblo tiene como propia condición la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo.

Tiene por ley el mandato de amar como el mismo Cristo nos amó. Tiene, por último, como fin, la dilatación del reino de Dios, iniciado por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea consumado por él mismo al fin de los tiempos, cuando se manifieste Cristo, nuestra vida, y la creación misma se vea liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Este pueblo mesiánico, por tanto, aunque de momento no abarque a todos los hombres, y no raras veces aparezca como una pequeña grey, es, sin embargo, el germen más firme de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano.

Constituido por Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad, es empleado también por él como instrumento de la redención universal, y es enviado a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra.

Y así como al pueblo de Israel según la carne, peregrino en el desierto, se le llama ya Iglesia, así al nuevo Israel, que va avanzando en este mundo hacia la ciudad futura y permanente, se le llama también Iglesia de Cristo, porque proveyó de medios aptos para una unión visible y social. La congregación de todos los creyentes, que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios para que sea sacramento visible de esta unidad salutífera para todos y cada uno.

Constitución dogmática Lumen Gentium  sobre la Iglesia
Concilio Vaticano II (Núm 9).

domingo, 6 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

Por la penitencia, nos purificamos de la impureza de nuestra lepra

Dice el Apóstol: Todo esto les sucedía como un ejemplo: y fue escrito para escarmiento nuestro. Me pregunto qué lección sacar del texto que se nos ha leído. Aarón y María murmuraron contra Moisés, por lo cual fueron castigados; María fue incluso herida de lepra. Este castigo reviste una importancia tal, que durante la semana que duró la lepra de María, el pueblo de Dios no prosiguió su marcha hacia la tierra prometida y no se desplazó la tienda del encuentro.

La primera lección que yo saco de este episodio —útil y necesaria lección—, es que no debo calumniar a mi hermano ni hablar mal de mi prójimo ni abrir la boca para criticar, no digo ya a los santos, pero es que a ninguno, viendo la magnitud de la indignación de Dios y la gravedad del castigo infligido.

Éstos, pues, por haber murmurado contra Moisés, tienen la lepra en el alma, son leprosos en «el hombre interior», por cuya razón son excluidos del campamento de la Iglesia de Dios. Así pues, los herejes que critican a Moisés o los miembros de la Iglesia que hablan mal de sus hermanos o murmuran contra su prójimo, todos cuantos están tocados de semejante vicio, tienen indudablemente un alma leprosa.

Gracias a la intercesión del gran sacerdote Aarón, María sanó al séptimo día; nosotros, en cambio, si a causa del vicio de la detracción, contraemos la lepra del alma, permaneceremos leprosos e inmundos hasta el fin de la semana de este mundo, es decir, hasta el momento de la resurrección. A menos que, mientras es posible la penitencia, nos corrijamos y, retornados al Señor Jesús y humillándonos en su presencia, nos purifiquemos mediante la penitencia de la impureza de nuestra lepra.

Pero escucha a continuación la alabanza que el Espíritu Santo hace de Moisés: El Señor -dice- bajó en la columna de nube y se colocó a la entrada de la tienda, y llamó a Aarón y María. Ellos se adelantaron y el Señor les dijo:

-Escuchad mis palabras: Cuando hay entre vosotros un profeta del Señor, me doy a conocer a él en visión y le hablo en sueños; no así a mi siervo Moisés, el más fiel de todos mis siervos. A él le hablo cara a cara; en presencia y no por enigmas contempla la figura del Señor. ¿Cómo os habéis atrevido a hablar contra mi siervo Moisés?

La ira del Señor se encendió contra ellos, y el Señor se marchó.

Al apartarse la nube de la tienda, María tenía toda la piel descolorida como nieve.

¡Ved de qué castigo se hicieron acreedores los detractores y qué elogios se granjeó aquel a quien ellos criticaban! Ellos la vergüenza, él el honor; ellos la lepra, él la gloria; ellos el oprobio, él la magnificencia.

Por eso, el Apóstol, explicando el significado de las figuras y de los símbolos, dice: Nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos fueron bautizados en Moisés por la nube y el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo.

Ves cómo Pablo interpreta los símbolos de la ley y nos descubre su sentido, explicando además cómo la roca que seguía a Moisés era una imagen. Pues la roca era Cristo. Ahora Dios habla cara a cara por medio de la ley. Antiguamente el bautismo estaba simbolizado en la nube y en el mar; ahora, la regeneración se opera en realidad, en el agua y en el Espíritu Santo. Entonces y en símbolo, el manjar era el maná; ahora y en realidad, la carne de Cristo es el verdadero alimento, como él mismo dice: Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.

Homilía 7 sobre el libro de los Números (1-2: Ed. GCS t. 8, 37 40: SC 29, 133-136)

sábado, 5 de abril de 2014

Una Meditación y una Bendición

Que toda la actividad del hombre se purifique en el misterio pascual

La sagrada Escritura, con la que está de acuerdo la experiencia de los siglos, enseña a la familia humana que el progreso, que es un gran bien para el hombre, también encierra un grave peligro, pues una vez turbada la jerarquía de valores y mezclado el bien con el mal, no le queda al hombre o al grupo más que el interés propio, excluido el de los demás.

De esta forma, el mundo deja de ser el espacio de una auténtica fraternidad, mientras el creciente poder del hombre, por otro lado, amenaza con destruir al mismo género humano.

Si alguno, por consiguiente, se pregunta de qué manera es posible superar esa mísera condición, sepa que para el cristiano hay una respuesta: toda la actividad del hombre, que por la soberbia y el desordenado amor propio se ve cada día en peligro, debe purificarse y ser llevada a su perfección en la cruz y resurrección de Cristo.

Pues el hombre, redimido por Cristo y hecho nueva criatura en el Espíritu Santo, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. De Dios las recibe y, como procedentes continuamente de la mano de Dios, las mira y las respeta.

Por ellas da gracias a su Benefactor y, al disfrutar de todo lo creado y hacer uso de ello con pobreza y libertad de espíritu, llega a posesionarse verdaderamente del mundo, como quien no tiene nada, pero todo lo posee. Todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios.

La Palabra de Dios, por quien todo ha sido hecho, que se hizo carne y acampó en la tierra de los hombres, penetró como hombre perfecto en la historia del mundo, tomándola en sí y recapitulándola. El es quien nos revela que Dios es amor y, al mismo tiempo, nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana y, por consiguiente, de la transformación del mundo es el mandamiento nuevo del amor.

En consecuencia, a quienes creen en el amor divino les asegura que el camino del amor está abierto para el hombre, y que el esfuerzo por restaurar una fraternidad universal no es una utopía. Les advierte, al mismo tiempo, que esta caridad no se ha de poner solamente en la realización de grandes cosas, sino, y principalmente, en las circunstancias ordinarias de la vida.

Al admitir la muerte por todos nosotros, pecadores, el Señor nos enseña con su ejemplo que hemos de llevar también la cruz, que la carne y el mundo cargan sobre los hombros de quienes buscan la paz y la justicia.

Constituido Señor por su resurrección, Cristo, a quien se ha dado todo poder en el cielo y en la tierra, obra ya en los corazones de los hombres por la virtud de su Espíritu, no sólo excitando en ellos la sed de la vida futura, sino animando, purificando y robusteciendo asimismo los generosos deseos con que la familia humana se esfuerza por humanizar su propia vida y someter toda la tierra a este fin.

Pero son diversos los dones del Espíritu: mientras llama a unos para que den abierto testimonio con su deseo de la patria celeste y lo conserven vivo en la familia humana, a otros los llama para que se entreguen al servicio temporal de los hombres, preparando así, con este ministerio, la materia del reino celeste.

A todos, sin embargo, los libera para que, abnegado el amor propio y empleado todo el esfuerzo terreno en la vida humana, dilaten su preocupación hacia los tiempos futuros, cuando la humanidad entera llegará a ser una oblación acepta a Dios.

De la Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual
Concilio Vaticano II (Núms 37-38)