sábado, 31 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

Reformemos nuestras costumbres en Cristo, por el Espíritu Santo

El pecado de Adán se había transmitido a todo el género humano, como afirma el Apóstol: Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así pasó a todos los hombres. Por lo tanto, es necesario que la justicia de Cristo sea transmitida a todo el género humano. Y, así como Adán, por su pecado, fue causa de perdición para toda su descendencia, del mismo modo Cristo, por su justicia, vivifica a todo su linaje. Esto es lo que subraya el Apóstol cuando afirma: Si por la desobediencia de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos se convertirán en justos. Y así como reinó el pecado, causando la muerte, así también reinará la gracia, causando una justificación que conduce a la vida eterna.

Pero alguno me puede decir: «Con razón el pecado de Adán ha pasado a su posteridad, ya que fueron engendrados por él. ¿Pero acaso nosotros hemos sido engendrados por Cristo para que podamos ser salvados por él?» No penséis carnalmente, y veréis cómo somos engendrados por Cristo. En la plenitud de los tiempos, Cristo se encarnó en el seno de María: vino para salvar a la carne, no la abandonó al poder de la muerte, sino que la unió con su espíritu y la hizo suya. Estas son las bodas del Señor por las que se unió a la naturaleza humana, para que, de acuerdo con aquel gran misterio, se hagan los dos una sola carne, Cristo y la Iglesia.

De estas bodas nace el pueblo cristiano, al descender del cielo el Espíritu Santo. La substancia de nuestras almas es fecundada por la simiente celestial, se desarrolla en el seno de nuestra madre, la Iglesia, y cuando nos da a luz somos vivificados en Cristo. Por lo que dice el Apóstol: El primer hombre, Adán, fue un ser animado; el último Adán, un espíritu que da vida. Así es como engendra Cristo en su Iglesia por medio de sus sacerdotes, como lo afirma el mismo Apóstol: Os he engendrado para Cristo. Así, pues, el germen de Cristo, el Espíritu de Dios, da a luz, por manos de los sacerdotes, al hombre nuevo, concebido en el seno de la Iglesia, recibido en el parto de la fuente bautismal, teniendo como madrina de boda a la fe.

Pero hay que recibir a Cristo para que nos engendre, como lo afirma el apóstol san Juan: Cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios. Esto no puede ser realizado sino por el sacramento del bautismo, del crisma y del obispo. Por el bautismo se limpian los pecados, por el crisma se infunde el Espíritu Santo, y ambas cosas las conseguimos por medio de las manos y la boca del obispo. De este modo, el hombre entero renace y vive una vida nueva en Cristo: Así como Cristo fue resucitado de entre los muertos, así también nosotros andemos en una vida nueva, es decir, que, depuestos los errores de la vida pasada, reformemos nuestras costumbres en Cristo, por el Espíritu Santo.

Sermón sobre el bautismo (5-6: PL 13, 1092-1093)

viernes, 30 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

Revistámonos con las armas de la paz

Es la Verdad la que clama: Brille la luz del seno de las tinieblas. Sí, que brille la luz en la zona más oculta del hombre, es decir, en su corazón, e irradien los rayos de la ciencia que, con su esplendor, revelen al hombre interior, al discípulo de la luz, al familiar y coheredero de Cristo; sobre todo cuando el hijo bueno y piadoso haya llegado al conocimiento del augusto y venerable nombre del Padre bueno, que manda cosas fáciles y salutíferas a su hijo.

El que le obedece es superior con mucho a todas las cosas, sigue a Dios, obedece al Padre, llegó a conocerle por el camino del error, amó a Dios, amó al prójimo, cumplió lo mandado, espera el premio, exige lo prometido. El plan de Dios fue siempre el de salvar la grey de los hombres: por eso el Dios bueno envió al buen Pastor. En cuanto al Verbo, después de haber explicado la verdad, mostró a los hombres la grandeza de la salvación, para que, o bien movidos a penitencia consiguieran la salvación, o bien, si se negasen a obedecer, se hicieran reos de condenación. Esta es la predicación de la justicia, que es una buena noticia para quienes obedecen; en cambio, para los demás, para los que no quisieran obedecer, es motivo de condenación.

Ahora bien: una trompeta guerrera puede legítimamente congregar con su toque a los soldados y anunciar el comienzo de la batalla; ¿y no le va a estar permitido a Cristo, que hace oír su dulce himno de paz hasta los confines de la tierra, reunir a sus pacíficos guerreros? Sí, hombre; congregó con su sangre y su palabra un ejército incruento, al que ha hecho entrega del reino de los cielos.

La trompeta de Cristo es su evangelio. El mismo tocó la trompeta, y nosotros la hemos oído. Revistámonos con las armas de la paz: por coraza poneos la justicia, tened embrazado el escudo de la fe y puesto el casco de la salvación, y desenvainemos además la espada del Espíritu, es decir, la palabra de Dios. Con este atuendo de paz nos pertrecha el Apóstol. Estas son nuestras armas, armas que nos hacen invulnerables a todo evento. Pertrechados con estas armas, estemos firmes en el combate contra el adversario, apaguemos las flechas incendiarias del malo, intercambiando los beneficios recibidos con himnos de alabanza y honrando a Dios por medio del Verbo divino. Entonces clamarás al Señor —dice— y te dirá: «Aquí estoy».

¡Oh santo y dichoso poder, por el que Dios mora con los hombres! ¡Bien vale la pena que el hombre se convierta en imitador y adorador de una naturaleza tan sumamente buena y excelente! No es lícito, en efecto, imitar a Dios de otro modo que honrándolo santamente; ni honrarlo y venerarlo sino imitándolo. Porque sólo entonces el celestial y verdaderamente divino amor se granjea la voluntad de los hombres, cuando resplandeciere en la misma alma la verdadera belleza suscitada por el Verbo. Lo cual se realiza en grado superlativo, cuando la salvación corre a la par de una sincera voluntad; y la vida pende, por decirlo así, libremente del mismo yugo.

En conclusión: esta exhortación de la verdad es la única que permanece con nosotros hasta el último aliento, como el más fiel amigo; y si alguien se dirige hacia el cielo, ella es el mejor guía para el espíritu íntegro y perfecto del alma. ¿Que para qué te exhorto? Ni más ni menos que para que te salves. Esto es lo que Cristo quiere: y, para decirlo todo en una sola palabra, él es quien te comunica la vida. Y ¿quién es él? Te lo diré en pocas palabras: la Palabra de verdad, la Palabra que preserva de la muerte, que regenera al hombre reduciéndolo a la verdad; es el estímulo de la salvación, que ahuyenta la ruina, expulsa la muerte, edifica un templo en los hombres para establecer en ellos la morada de Dios. Procura que este templo sea puro, y abandona al viento y al fuego, como flores caducas, los placeres y la molicie. Cultiva, en cambio, con prudencia los frutos de la templanza, y consagra tu ser a Dios como primicia, para que suya sea no sólo la obra, sino también la gracia de la obra. Ambas cosas se requieren del discípulo de Cristo: que se muestre digno del reino y que sea juzgado digno del reino.

Exhortación a los paganos (Cap 11; PG 8, 235-238)

jueves, 29 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

La esperanza de los premios celestiales

Entra en el edificio de la ciudad celestial quien, en la santa Iglesia, considera la conducta de los buenos y la imita. Porque entrar es considerar aquel edificio situado en lo alto del monte, es decir, cómo los elegidos de la santa Iglesia, situados en la cima de la virtud, progresan en el amor.

Por ejemplo: éste lleva vida de casado, vive contento con lo suyo, no dilapida los bienes ajenos, da de lo suyo a los pobres en la medida de sus posibilidades, no se olvida de llorar a diario los pecados de que no está exenta la vida conyugal. Pues la misma preocupación de la familia es para él motivo de turbación, y le excita a las lágrimas.

En cambio, aquél ha abandonado ya todo lo del mundo, ni tiene apetencias mundanas, se alimenta exclusivamente de la contemplación, llora de alegría ante la perspectiva de los premios celestiales, se priva incluso de lo que le estaría permitido tener, procura tener cada día un rato de intimidad con Dios, ninguna preocupación de este mundo que pasa logra turbar su ánimo, ensancha constantemente su alma con la expectativa de los goces del cielo.

Aquel otro ha abandonado ya todo lo de este mundo y su alma se eleva en la contemplación de las realidades celestiales y, sin embargo, debiendo ocupar un puesto de gobierno para la edificación de muchos, él, que por gusto no sucumbe a las cosas transitorias, debe en ocasiones ocuparse de ellas por compasión hacia el prójimo, para, de esta forma, subvenir a la necesidad de los indigentes; predica a los oyentes la palabra de vida, suministra lo necesario a las almas y a los cuerpos. Y el que, por vocación, vuela ya, en la contemplación, al deseo de los bienes celestiales, debe afanarse, sin embargo, en las cosas temporales en provecho y utilidad del prójimo.

Por tanto, quienquiera que, en la santa Iglesia, se esfuerza solícitamente por progresar, bien en la vida de los buenos casados, bien en la cumbre de los que viven en continencia o de los que abandonaron todos los bienes de este mundo, o incluso en la cima de los predicadores, ya ha entrado en el edificio de la ciudad situada en lo alto del monte. Porque quien no se preocupa de observar la vida de los mejores para su propio progreso, todavía está fuera del edificio. Y si admira el honor de que la santa Iglesia goza ya en el mundo, es como quien contempla un edificio desde el exterior y queda maravillado. Y como sólo pone su atención en el exterior, no entra en el interior.

Homilía sobre el libro del profeta Ezequiel (Lib 2, Hom 1, 7: CCL 142, 213-214)

miércoles, 28 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

Es éste un gran misterio

Como Eva salió del costado de Adán, así también nosotros del costado de Cristo. Esto es lo que significa la expresión: Carne de mi carne y hueso de mis huesos.

Ahora bien: que Eva fue formada de una costilla de Adán es algo que todos sabemos y de ello nos informa cumplidamente la Escritura, a saber: que Dios infundió en Adán un letargo, que le sacó una costilla de la que formó a la mujer; en cambio, que la Iglesia naciera del costado de Cristo, ¿dónde podríamos averiguarlo? También esto nos los indica la Escritura.

En efecto, después de que Cristo, izado y clavado en la cruz, hubo expirado, acercándose uno de los soldados, con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. Pues de aquella sangre y agua nació toda la Iglesia. Testigo es aquel que dijo: El que no nazca de agua y de Espíritu, no puede entrar en el reino de los cielos: llama sangre al Espíritu. En realidad, nacemos del agua del bautismo, y nos alimentamos de la sangre. ¿Ves cómo somos carne de su carne y hueso de sus huesos, por nacer y alimentarnos de aquel agua y de aquella sangre?

Y lo mismo que la mujer fue formada mientras Adán dormía, de igual modo, muerto Cristo, la Iglesia nació de su costado. Sin embargo, la mujer ha de ser amada no sólo por el mero hecho de ser miembro de nuestro cuerpo y en nosotros tiene su origen, sino además porque sobre este punto Dios promulgó una ley en estos términos: Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. Y si Pablo nos recuerda esta ley es para inducirnos por todos los medios a este amor. Considera ahora conmigo la sabiduría apostólica: no nos induce a amar a las esposas apelando únicamente a las leyes divinas o a solas leyes humanas, sino a ambas a la vez: de suerte que los espíritus más selectos y cultivados se sensibilicen sobre todo a las leyes divinas, mientras que los más débiles y sencillos se sientan movidos mayormente por las incitaciones del amor natural.

Por eso expone primero esta doctrina comenzando por el ejemplo de Cristo. Dice así: Amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia, para volver luego nuevamente a las motivaciones humanas: Así deben los maridos amar a sus mujeres, como miembros suyos que son. A continuación, vuelve otra vez a Cristo: Porque somos miembros de su cuerpo, carne de su carne y hueso de sus huesos. Y retorna de nuevo a las motivaciones humanas: Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer. Y después de haber leído esto, continúa leyendo: Es éste —dice— un gran misterio.

Dime: ¿por qué es grande? ¿Cómo es que ocurre lo mismo en Cristo y la Iglesia? Como el esposo, abandonando a su padre, se apresura a ir al encuentro de la esposa, así también Cristo, abandonando el solio paterno, vino en busca de la Esposa: no nos convocó a las sublimes alturas del cielo, sino que espontáneamente vino él a nuestro encuentro. Pero al oír «venida», no pienses en una migración, sino en una acomodación: de hecho, cuando vivía entre nosotros, estaba con el Padre. Por esta razón escribe el Apóstol: Es éste un gran misterio. Es realmente grande ya entre los hombres, pero cuando lo considero referido a Cristo y a la Iglesia, entonces la grandeza del misterio me colma realmente de estupor. Por eso, después de haber dicho: Es éste un gran misterio, añadió inmediatamente: Y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.

Homilía 3 sobre cómo han de ser los desposados (3: PG 51, 229-230)

martes, 27 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

En la salmodia, todos deben salmodiar

Carísimos: Salmodiemos con los sentidos tan atentos y con la inteligencia tan despierta, como nos exhorta el salmista cuando dice: Porque Dios es el rey del mundo: tocad con maestría. Es decir, que el salmo ha de ser cantado no sólo con el «espíritu», o sea, con el sonido de la voz, sino también con la «mente», meditando interiormente lo que salmodiamos, no ocurra que, dominada la mente por pensamientos extraños, se afane infructuosamente. Todo debe celebrarse como quien se sabe en presencia de Dios y no con el deseo de agradar a los hombres o a sí mismo. Tenemos, en efecto, de esta consonancia de la voz un modelo y un ejemplo en aquellos tres dichosísimos jóvenes de que nos habla el libro de Daniel, diciendo:

Entonces los tres, al unísono, cantaban himnos y glorificaban a Dios en el horno, diciendo: «Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres».

Ya ves cómo, para nuestra enseñanza, se nos dice que los tres, al unísono, alababan juntos al Señor, para que también nosotros todos expresemos igualmente al unísono un mismo sentir, con idéntica modulación de la voz. Así pues, en la salmodia, todos deben salmodiar; cuando se ora, todos deben orar; cuando se hace la lectura, todos deben igualmente escuchar en silencio, no suceda que, mientras el lector proclama la lectura, un hermano dificulte la audición orando en voz alta. Y si en alguna ocasión llegares mientras la celebración de la palabra, una vez adorado el Señor y trazada sobre la frente la señal de la cruz, disponte solícito a la escucha de la palabra.

Te es dado orar cuando todos oramos, y te es dado orar cuando quisieres y cuantas veces quisieres orar privadamente; pero con el pretexto de orar no pierdas la lectura, pues la lectura no siempre puedes hacerla a tu antojo, mientras que la posibilidad de orar siempre está a tu alcance. Ni pienses que de la escucha de la lectura divina se derive escaso provecho: al oyente, la misma oración le resulta más rica, pues la mente, nutrida con la reciente lectura, discurre a través de las imágenes de las cosas divinas que acaba de oír.

De hecho, María, la hermana de Marta, que, sentada a los pies del Señor, abandonando a su hermana, escuchaba con mayor atención su palabra, escogió para sí la parte mejor, según la aseveración del Señor. Esta es la razón por la que el diácono, con voz bien timbrada y a modo de pregón, amonesta a todos que tanto en la oración como al arrodillarse, en la salmodia como al escuchar las lecturas, observen todos la uniformidad: pues Dios ama a los hombres de unas mismas costumbres y los hace morar en su casa.

Tratado sobre el bien de la salmodia (13-14: PLS 3, 196-198)

lunes, 26 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

Ésta es la escuela de Cristo: la caridad

Nosotros, hermanos, que por Cristo nos llamamos y somos cristianos, despreciando todos los bienes terrenos, transitorios y caducos junto con sus ciegos adoradores, deseosos de adherirnos a sólo Dios, cimentémonos en la caridad, para que merezcamos llamarnos y ser discípulos de aquel que a sus discípulos —y a nosotros por su medio— les dejó este mandato: La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros.

En esto, pues, se distinguirán los hijos de la luz de los hijos de la tiniebla, los discípulos de Cristo de los discípulos del diablo: si las entrañas de la caridad recíproca se hacen extensivas a todos. La caridad no excluye a ninguno, sino que a todos abarca, entregándose a todos sin distinción.

La caridad es el afecto del alma, que estrecha a Cristo con los brazos del amor. La caridad es el amor que abarca cielo y tierra: la caridad es el amor invencible, que no sabe ceder ni ante los suplicios ni ante las amenazas. La caridad es el vínculo indisoluble del amor y de la paz: la caridad, reina de las virtudes, no teme el encuentro con ningún vicio, sino que habiendo recibido en prenda la sangre de Cristo y llevando sobre la frente el estandarte de la cruz, pone en fuga a todos los adversarios, y no hay quien pueda resistir a su ímpetu.

Esta es la amiga del Rey eterno y no tiene temor alguno de acercarse a él con toda confianza. Si reina entre nosotros, hermanos, esta reina de las virtudes, inmediatamente conocerán todos, pequeños y grandes, que somos realmente discípulos del Señor. Quien no tiene caridad, no pertenece por este mero hecho a quien nos legó el mandamiento del amor. La caridad es el amor a Dios y al prójimo: y quien no ama al prójimo, no puede tampoco amar a Dios; y el que no ama, odia. Por eso, quien odia a su hermano, odia al autor de la caridad.

Por tanto, hermanos, nosotros, a quienes el amor de Cristo ha congregado en la unidad, amemos a Cristo, el Señor, con todo el corazón y con toda el alma, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Y por su amor, no amemos únicamente a los amigos, sino también a los enemigos, no sólo no odiándolos, sino amándolos de verdad. Esta es la escuela de Cristo, ésta es la doctrina del Espíritu Santo. Si alguien abandonare esta escuela y no perseverare en esta doctrina, creedme, hermanos, perecerá para siempre. En cambio, los discípulos de Jesucristo, los apasionados de la caridad, disfrutarán de una incomparable dulzura, de las riquezas de la eterna bienaventuranza, de los gozos de la eterna felicidad, gozos que se dignará otorgarnos aquel que, en la Trinidad perfecta, vive y reina, Dios, bendito por los siglos de los siglos. Amén.

Sermón 5 (5: PL 184, 901-902)

domingo, 25 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

El bautismo del Señor es nuestra sepultura

Leemos en las Escrituras que la salvación de todo el género humano fue conseguida al precio de la sangre del Salvador, como dice el apóstol Pedro: Os rescataron, no con bienes efímeros, con oro o plata, sino al precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha. Por tanto, si el precio de nuestra vida es la sangre del Señor, debes llegar a la conclusión de que lo que ha sido rescatado no estanto aquella terrena fragilidad del campo, como la sempiterna incolumidad del mundo entero. Dice, en efecto, el evangelista: Porque Cristo no vino al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

Pero quizá me preguntes: si el campo es el mundo, ¿quién es el alfarero capaz de ejercer el dominio sobre el mundo? Si no me equivoco, ese alfarero es el mismo que modeló de la arcilla del suelo los vasos de nuestro cuerpo, y del que dice la Escritura: Dios modeló al hombre de arcilla del suelo. El es el alfarero que, con sus manos, nos creó para la vida y por Cristo nos recreó para la gloria, como dice el Apóstol: Nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente; es decir, nosotros que, por nuestros pecados, caímos de la condición originaria, en el segundo nacimiento somos reparados por la misericordia de este alfarero. O dicho de otra forma: nosotros que por la transgresión de Adán nos precipitamos a la muerte, resucitemos nuevamente a la vida por la gracia del Salvador.

Así pues, con el precio de la sangre de Cristo se compró el Campo del Alfarero, para cementerio de peregrinos; de peregrinos —insisto—, los cuales, sin casa ni patria, de todas partes eran expulsados como desterrados; a éstos se les provee de un lugar de descanso con la sangre de Cristo, para que quienes nada poseen en el mundo, hallen en Cristo su sepultura. Y ¿quiénes son estos peregrinos, sino los cristianos más fervorosos, que, renunciando al siglo y no poseyendo nada en el mundo, descansan en la sangre de Cristo? En efecto, el cristiano que nada posee del mundo, tiene a Cristo como única posesión.

Se promete a los peregrinos la sepultura de Cristo, para que quien haya sabido abstenerse de los vicios de la carne como extranjero y peregrino, reciba como recompensa el descanso de Cristo. ¿Qué otra cosa es si no la sepultura de Cristo que el descanso del cristiano? Porque, en este mundo, nosotros somos peregrinos y vivimos como huéspedes sobre la tierra, según las palabras del Apóstol: Mientras vivimos, estamos desterrados lejos del Señor. Insisto, somos peregrinos y, con el precio de la sangre de Cristo, se nos ha comprado una sepultura. Dice el Apóstol:

Fuimos sepultados con él en la muerte. Así que el bautismo de Cristo es nuestra sepultura: en él morimos al pecado, estamos como sepultados a los delitos, y, al transformarse la naturaleza de nuestro viejo hombre interior en un segundo nacimiento, retornamos como a una nueva infancia.

Lo diré una vez más: el bautismo del Salvador es nuestra sepultura, pues en él nos despojamos de nuestro anterior tenor de vida, y, en él recibimos una nueva vida. Grande es, pues, la gracia de esta sepultura: en ella se nos infiere una muerte útil y se nos hace don de una vida todavía más útil; grande es la gracia de esta sepultura, que a un mismo tiempo purifica al pecador y vivifica al que está a punto de morir.

Sermón 59 (2-4: CCL 23, 236-238)

sábado, 24 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

Lo débil de Dios es más fuerte que los hombres

El mensaje de la cruz, anunciado por unos hombres sin cultura, tuvo una virtud persuasiva que alcanzó a todo el orbe de la tierra; y se trataba de un mensaje que no se refería a cosas sin importancia, sino a Dios y a la verdadera religión, a una vida conforme al Evangelio y al futuro juicio, un mensaje que convirtió en sabios a unos hombres rudos e ignorantes. Ello nos demuestra que lo necio de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres.

¿En qué sentido es más fuerte? En cuanto que invadió el orbe entero y sometió a todos los hombres, produciendo un efecto contrario al que pretendían todos aquellos que se esforzaban en extinguir el nombre del Crucificado, ya que hizo, en efecto, que este nombre obtuviera un mayor lustre y difusión. Ellos, por el contrario, desaparecieron y, aun durante el tiempo en que estuvieron vivos, nada pudieron contra un muerto. Por esto, cuando un pagano dice de mí que estoy muerto, es cuando muestra su gran necedad; cuando él me considera un necio, es cuando mi sabiduría se muestra superior a la suya; cuando me considera débil, es cuando él se muestra más débil que yo. Porque ni los filósofos, ni los maestros, ni mente humana alguna hubiera podido siquiera imaginar todo lo que eran capaces de hacer unos simples publicanos y pescadores.

Pensando en esto, decía Pablo: Lo débil de Dios es más fuerte que los hombres. Esta fuerza de la predicación divina la demuestran los hechos siguientes. ¿De dónde les vino a aquellos doce hombres, ignorantes, que vivían junto a lagos, ríos y desiertos, el acometer una obra de tan grandes proporciones y el enfrentarse con todo el mundo, ellos, que seguramente no habían ido nunca a la ciudad ni se habían presentado en público? Y más, si tenemos en cuenta que eran miedosos y apocados, como sabemos por la descripción que de ellos nos hace el evangelista, que no quiso disimular sus defectos, lo cual constituye la mayor garantía de su veracidad. ¿Qué nos dice de ellos? Que cuando Cristo fue apresado, unos huyeron y otro, el primero entre ellos, lo negó, a pesar de todos los milagros que habían presenciado.

¿Cómo se explica, pues, que aquellos que, mientras Cristo vivía, sucumbieron al ataque de los judíos, después, una vez muerto y sepultado, se enfrentaran contra el mundo entero, si no es por el hecho de su resurrección, que algunos niegan, y porque les habló y les infundió ánimos? De lo contrario, se hubieran dicho: «¿Qué es esto? No pudo salvarse a sí mismo, y ¿nos va a proteger a nosotros? Cuando estaba vivo, no se ayudó a sí mismo, y ¿ahora, que está muerto, nos tenderá una mano? El, mientras vivía, no convenció a nadie, y ¿nosotros, con sólo pronunciar su nombre, persuadiremos a todo el mundo? No sólo hacer, sino pensar algo semejante sería una cosa irracional».

Todo lo cual es prueba evidente de que, si no lo hubieran visto resucitado y no hubieran tenido pruebas bien claras de su poder, no se hubieran lanzado a una aventura tan arriesgada.

Homilía 4 sobre la primera carta a los Corintios (3.4: PG 61, 34-36)

viernes, 23 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

En su último discurso, Cristo consolidó más firmemente el amor en el corazón de sus discípulos con la palabra y el ejemplo

Renovamos cada día la oblación del cuerpo de Cristo — si bien Cristo padeció una vez para siempre—, porque cada día caemos en el pecado, sin el cual no podemos vivir marcados como estamos por la debilidad de nuestra carne.

Cristo quiso mostrarnos su cuerpo bajo la especie de pan, porque él es el pan vivo que ha bajado del cielo, y quiso designar la unión del cuerpo con la cabeza bajo la especie de pan, como dice el Apóstol: El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan. Así como de muchos granos se hace un único pan, así también, mediante la fusión de la fe, la esperanza y el amor, de miembros diversos formamos un único cuerpo de Cristo.

Por tanto, quien desee unirse al cuerpo de Cristo en calidad de miembro, ha de participar con los demás del pan celestial, pues el Señor partió el pan y lo distribuyó. Lo que es uno, quiso que fuera participado por todos, cuando dijo: Tomad por la conformidad, comed todos el mismo sacramento: Haced esto en conmemoración mía, para que recibiendo el cuerpo y la sangre, reavivemos la memoria de su pasión, de modo que así como él padeció por nosotros, también nosotros muramos por él si las circunstancias lo exigieren. Y lo mismo del cáliz, al que llamó «nuevo testamento», es decir, nueva promesa, porque por medio de aquella sangre no prometía bienes temporales, sino eternos. Esta conmemoración debe hacerse «hasta que venga», esto es, hasta el fin de los tiempos, cuando vendrá para juzgar.

En consecuencia, carísimos hermanos, puesto que el Señor quiso que, para conservar la unidad, asumiéramos y participáramos de su cuerpo, si alguien se apartare de la unidad cediendo a la ira o al odio o a la discordia, no podrá recibir dignamente el cuerpo del Señor, ni su participación podrá unirlo a Cristo. Pues así como el vínculo de la caridad agrupa a muchos, así también la discordia y el odio dividen lo que es uno. Vigilad, pues, hermanos, para que el veneno de la discordia no genere el odio entre vosotros, corrompiendo y aniquilando la dulzura de la caridad. Tened fija la vista en vuestra cabeza, considerad la causa de vuestra redención.

En efecto, Cristo nos salvó únicamente por amor, como dice el Apóstol: Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo —por pura gracia estáis salvados—. En efecto, cuando éramos todavía enemigos de Dios, fuimos reconciliados con él por la muerte de su Hijo. Nadie tiene amor más grande que el que da lavida por sus amigos. No obstante, Cristo tuvo un amor superior a éste, pues padeció la muerte no por los amigos, sino por los enemigos, es decir: Cuando todavía éramos enemigos, por su muerte fuimos reconciliados con Dios. De hecho, él murió, el inocente por los culpables: ahora bien, ¿quién habrá que muera por un justo? Ninguno. Así pues, antes de recomendar de palabra el amor, Cristo lo mostró en sus obras. Y si bien repetidas veces les había inculcado el amor, en su último discurso consolidó más firmemente el amor en el corazón de sus discípulos con la palabra y el ejemplo.

Sermón 21 en la Cena del Señor (PL 208, 839-840)

jueves, 22 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

El misterio de la Iglesia

Echemos mano del Apóstol para interpretar estos misterios. Pablo, en su carta a los Efesios, cuando nos presenta aquella gran aparición de Dios que tuvo lugar en la carne, dice en algún pasaje que no sólo a la naturaleza humana, sino también a los principados y potestades en los cielos se reveló la multiforme e inabarcable sabiduría de Dios, manifestada con la venida de Cristo entre los hombres. Dice así el texto: Mediante la Iglesia, los principados y potestades en los cielos conocen ahora la multiforme sabiduría de Dios, según el designio eterno, realizado en Cristo Jesús, Señor nuestro, por quien tenemos libre y confiado acceso a Dios por la fe en él.

Y efectivamente, mediante la Iglesia se da a conocer a las potestades supramundanas la multiforme e inabarcable sabiduría de Dios, que realiza cosas grandes y admirables por sus opuestos. ¿Cómo, en efecto, de la muerte puede brotar la vida, del pecado la justicia, de la maldición la bendición, de la ignominia la gloria y la fuerza de la debilidad? Porque, en los primeros tiempos, las potestades supramundanas sólo conocieron una sabiduría de Dios simple y uniforme, que obraba maravillas conforme a su naturaleza. Y en las cosas visibles no había variedad, dado que, siendo la naturaleza divina fuerza y poder, libremente formaba todas las criaturas con un simple acto de voluntad, imprimiendo a la naturaleza de las cosas una virtualidad generativa, y creaba todas las cosas muy bellas, surgiendo de la misma fuente de la belleza.

Ahora, en cambio, por medio de la Iglesia, les es claramente manifiesta la naturaleza variada y multiforme de la naturaleza divina, como resulta de la conexión de los contrarios, como por ejemplo: el Verbo que se hace carne, la Vida uncida a la muerte, sus llagas y contusiones que sanan nuestras heridas; cómo abate la potencia del adversario con la debilidad de la cruz, cómo se manifiesta en la carne lo que es invisible por naturaleza, cómo redime a los cautivos, siendo él a la vez el redentor y el precio del rescate: en efecto, él se entregó por nosotros a la muerte como precio de la redención; cómo es presa de la muerte sin que lo abandone la vida; cómo acepta la condición de esclavo y sigue siendo soberano.

Los amigos del Esposo, conociendo por medio de la Iglesia todas estas realidades y otras semejantes, tan variadas y multiformes, fueron enriquecidos en su inteligencia para descubrir en el misterio un nuevo aspecto de la sabiduría divina: y si no es demasiado audaz afirmarlo, contemplando a través de la Esposa la belleza del Esposo, quedaron altamente maravillados, como ante una realidad inesperada e incomprensible.

De hecho, Dios, a quien —como dice Juan— nadie ha visto jamás, ni puede verlo, ha hecho de la Iglesia —como atestigua Pablo— su propio cuerpo y, mediante la agregación de aquellos que van siendo llamados a la salvación, la edifica en la caridad, hasta que lleguemos todos al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud.

Ahora bien, si la Iglesia es el cuerpo de Cristo, y Cristo es la cabeza del cuerpo, configurando el rostro de la Iglesia con su propia fisonomía, quizá sea debido a esto el que los amigos del Esposo, al contemplar estas realidades, se sientan más capaces de comprender: de hecho, por medio de la Iglesia, pueden ver con mayor transparencia al Esposo mismo, que de suyo escapa a su campo visual. Y de la misma forma que los que no pueden mirar de hito en hito al sol, pueden, no obstante, verlo reflejado en el agua, así también aquéllos ven en un espejo limpio, es decir, en el rostro de la Iglesia, al Sol de justicia, que es comprendido por la mente en la medida en que se manifiesta.

Homilía 8 sobre el Cantar de los cantares (PG 44, 947-950)

miércoles, 21 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

Por la participación en la mesa eucarística, Cristo en nosotros y nosotros en Cristo formamos una sola realidad

Que seamos capaces de unirnos espiritualmente con Cristo mediante una disposición interior de caridad perfecta, con fe recta y firme, con ánimo sincero y deseoso de virtud, no es en absoluto impugnado por la doctrina de nuestros dogmas: al contrario, afirmamos que nos enseñan precisamente esto.

En efecto, ¿quién, en su sano juicio, puede poner en duda que si Cristo es comparado a la vid y nosotros a los sarmientos, es porque de él y por él tenemos la vida, sobre todo cuando Pablo afirma: El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos de un mismo pan? Que alguien nos diga la causa de la mesa mística y nos explique su eficacia. ¿Por qué tomamos la eucaristía? ¿No será quizá para que la eucaristía haga habitar en nosotros a Cristo, incluso corporalmente, mediante la participación y la comunión de su sagrada carne? Evidente. Pablo escribe efectivamente que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa.

¿Cómo los gentiles se han hecho miembros del mismo cuerpo? Pues precisamente, siendo admitidos al honor de participar de la ofrenda mística, se han hecho un mismo cuerpo con Cristo, lo mismo que cada uno de los apóstoles. De lo contrario, ¿por qué razón llama miembros de Cristo a sus propios miembros, más aún, a los miembros de todos lo mismo que a los suyos? Escribe efectivamente: ¿Se os ha olvidado que sois miembros de Cristo?, y ¿voy a quitarle un miembro a Cristo para hacerlo miembro de una prostituta? ¡Ni pensarlo!

Y el Salvador mismo dice: El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. En este pasaje vale la pena señalar que Cristo no se limita a decir que habitará en nosotros por una cierta relación afectiva, sino mediante una participación natural. Lo mismo que si fundimos al fuego dos trozos de cera de ambos se forma una sola masa, así también mediante la participación del cuerpo de Cristo y de su preciosa sangre, Cristo en nosotros y nosotros en Cristo formamos una sola realidad.

No de otro modo puede revitalizarse lo que por naturaleza es corruptible, si no es uniéndose corporalmente al cuerpo de quien es vida por naturaleza, es decir, uniéndose al Unigénito. Pero por si mis palabras no acaban de infundir en tu ánimo la persuasión, otorga tu credibilidad a Cristo que dice personalmente: Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.

Comentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 10: PG 74, 342)

martes, 20 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

La gracia del perdón es una e idéntica para todos

El bautismo de Cristo es una unción real y sacerdotal, por la que el mismo ungido, con preferencia a sus compañeros, es llamado Cristo, nombre que en hebreo se traduce por Mesías, en griego es Cristo, en latín se dice Ungido. Unción con la que él es el único en ser ungido tan cumplidamente, que es capaz de ungir individualmente a los demás y hacer hijos de adopción ungidos por él, que es el Ungido por excelencia, es decir, hace que se les llame con un nombre derivado de Cristo. Es lo que indica esta expresión: Ese es el que ha de bautizar con el Espíritu Santo.

Y este bautismo no posee solamente una virtualidad, sino una doble operación. Pues Cristo bautiza con Espíritu Santo, otorgando en primer lugar el perdón de los pecados; pero bautiza confiriendo, en un segundo momento, el ornato de las diversas gracias. Del perdón de los pecados dice, efectivamente, el mismo día de la resurrección, exhalando su aliento sobre los discípulos, a quienes ciertamente ya había lavado de sus pecados en su propia sangre: Recibid el Espíritu Santo. Que iba a enviarles el Espíritu para el perdón de los pecados, lo atestigua él mismo al añadir inmediatamente: A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.

De aquella profusión de dones, mediante la cual reparte el ornato de las diversas gracias, dice el mismo Lucas al escribir en los Hechos de los apóstoles: Juan bautizó con agua, dentro de pocos días seréis bautizados con Espíritu Santo. Así pues, nos bautiza con Espíritu Santo cuando, al bajar a la fuente bautismal y descender de una manera invisible la gracia del mismo Espíritu Santo, perdona todos los pecados de los que se bautizan. En la remisión de los pecados no existe naturalmente diferencia alguna,sino que, de modo uniforme e igualitario, la gracia del perdón es una e idéntica para todos, extinguiendo todas nuestras culpas y arrojando a lo hondo del mar todos nuestros delitos.

En cambio, en lo tocante a los dones de la gracia, no a todos se les da en la misma medida, pues a uno se le da el don de la fe, a otro hablar con inteligencia o sabiduría, a otro el don de lenguas, a otro el don de interpretarlas. El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece.

En los santos del nuevo Testamento vemos estos dones del que bautiza, estas insignes muestras del glorioso bautismo, dones que —según se lee— nadie de ellos recibió antes de aceptar el bautismo para el perdón de los pecados, excepto Cornelio y los que con él estaban, sobre los cuales, mientras Pedro estaba todavía hablando, cayó el Espíritu Santo, y hablaban lenguas extrañas y proclamaban la grandeza de Dios.

Por lo que a los padres del antiguo Testamento se refiere, algunos de ellos recibieron el don de curar, y, muchos, el don de profecía, aunque no habían recibido el bautismo que conlleva el perdón de los pecados. Pues es cosa averiguada que todos fueron bautizados cuando Cristo murió en la cruz, y de su costado, atravesado por la lanza, brotó un río de sangre y agua para la purificación de toda la Iglesia: de aquella que había comenzado a existir desde el principio del mundo hasta el momento mismo de su muerte; desde el primer justo, es decir, desde Abel hasta el ladrón, que, en la cruz, cuando aún no había brotado del costado de Cristo el río que provocó aquella tan enorme y tan salutífera inundación, confesó al Señor y, mediante la fe, compró su reino futuro con aquella repentina confesión.

Comentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 2: CCL CM 9, 60-62)

lunes, 19 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

Tenemos a Cristo que es nuestra paz y nuestra luz

El es nuestra paz, él ha hecho de los dos pueblos una sola cosa. Teniendo en cuenta que Cristo es la paz, mostraremos la autenticidad de nuestro nombre de cristianos si, con nuestra manera de vivir, ponemos de manifiesto la paz que reside en nosotros y que es el mismo Cristo. Él ha dado muerte al odio, como dice el Apóstol. No permitamos, pues, de ningún modo que este odio reviva en nosotros, antes demostremos que está del todo muerto. Dios, por nuestra salvación, le dio muerte de una manera admirable; ahora, que yace bien muerto, no seamos nosotros quienes lo resucitemos en perjuicio de nuestras almas, con nuestras iras y deseos de venganza.

Ya que tenemos a Cristo, que es la paz, nosotros también matemos el odio, de manera que nuestra vida sea una prolongación de la de Cristo, tal como lo conocemos por la fe. Del mismo modo que él, derribando la barrera de separación, de los dos pueblos creó en su persona un solo hombre, estableciendo la paz, así también nosotros atraigámonos la voluntad no sólo de los que nos atacan desde fuera, sino también de los que entre nosotros promueven sediciones, de modo que cese ya en nosotros esta oposición entre las tendencias de la carne y del Espíritu, contrarias entre sí; procuremos, por el contrario, someter a la ley divina la prudencia de nuestra carne, y así, superada esta dualidad que hay en cada uno de nosotros, esforcémonos en reedificarnos a nosotros mismos, de manera que formemos un solo hombre, y tengamos paz en nosotros mismos.

La paz se define como la concordia entre las partes disidentes. Por esto, cuando cesa en nosotros esta guerra interna, propia de nuestra naturaleza, y conseguimos la paz, nos convertimos nosotros mismos en paz, y así demostramos en nuestra persona la veracidad y propiedad de este apelativo de Cristo.

Además, considerando que Cristo es la luz verdadera sin mezcla posible de error alguno, nos damos cuenta de que también nuestra vida ha de estar iluminada con los rayos de la luz verdadera. Los rayos del sol de justicia son las virtudes que de él emanan para iluminarnos, para que dejemos las actividades de las tinieblas y nos conduzcamos como en pleno día, con dignidad, y, apartando de nosotros las ignominias que se cometen a escondidas y obrando en todo a plena luz, nos convirtamos también nosotros en luz, y, según es propio de la luz, iluminemos a los demás con nuestras obras.

Y si tenemos en cuenta que Cristo es nuestra santificación, nos abstendremos de toda obra y pensamiento malo e impuro, con lo cual demostraremos que llevamos con sinceridad su mismo nombre, mostrando la eficacia de esta santificación no con palabras, sino con los actos de nuestra vida.
Tratado sobre el perfecto modelo del cristiano (PG 46, 259-262)

domingo, 18 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

Gran cosa es que se nos hayan perdonado los pecados; pero lo es aún mayor que este perdón se nos haya otorgado por la sangre del Señor

Él nos ha destinado a ser sus hijos, queriendo, y queriéndolo ardientemente, que se manifieste la gloria de su gracia. Por pura iniciativa suya —dice—, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo... Por tanto, si nos ha hecho gratos para alabanza de su gracia y para manifestar su gracia, permanezcamos en ella.

Y ¿por qué quiere ser alabado y glorificado por nosotros? Para que de esta forma nuestro amor hacia él sea más ferviente. Pues de nosotros no desea otra cosa que nuestra salvación; no el servicio o la gloria u otra cosa por el estilo, y todo lo hace con este fin. Pues quien alaba y admira la gracia que se le ha otorgado, se vuelve más atento, más diligente.

El Señor ha actuado como uno que restituyera la lozana juventud a un ser marcado por la sarna, la peste, por la enfermedad o la vejez prematura, o reducido a la extrema pobreza y al hambre, haciendo de él el más hermoso de los hombres, con un rostro radiante, como si ocultase los rayos del sol con el destello de sus ojos centelleantes; lo situara a continuación en la flor de la juventud, y después lo vistiera de púrpura, le impusiera la diadema, adornándolo todo con ornato regio: pues así ha equipado el Señor nuestra alma, la hermoseó y la hizo deseable y amable, hasta el punto de que los mismos ángeles desean contemplarla. En efecto, prendado está el Rey de tu belleza, dice el salmista. Considera, pues, cuántas cosas malas decíamos antes, y qué palabras llenas de gracia profieren ahora nuestros labios. Ya no ambicionamos las riquezas, ni deseamos más los bienes presentes, sino los celestiales y las cosas que están en el cielo. ¿No tenemos por gracioso y educado al muchacho que a la elegancia y a la belleza corporales añade una notable gracia en su manera de hablar? Así son los fieles.

Fíjate de qué cosas hablan los que están iniciados en los misterios. ¿Es que puede haber algo tan gracioso como una boca, que dice cosas admirables y, con un corazón y unos labios puros, participa de la misma mesa mística, con gran esplendor y confianza? ¿Hay algo más sublime que las palabras con que renunciamos al diablo, por las que nos enrolamos en la milicia de Cristo, con las que hacemos la confesión que precede y sigue al bautismo? ¡Pensemos cuántos de nosotros hemos profanado el bautismo, y gimamos para que nos sea dado recuperarlo!

Por este Hijo —dice—, por su sangre, hemos recibido la redención. ¿Cómo? Lo admirable no es ya únicamente que nos haya dado a su Hijo, sino que nos lo haya dado de forma que, el mismo amado, haya sido muerto por nosotros. ¡Paradoja increíble: entregó al amado como precio de aquellos que lo odiaban! ¡Fijate lo que nos aprecia! Si cuando le odiábamos y éramos enemigos suyos nos entregó a su Hijo, ¿qué no hará cuando hayamos sido reconciliados por su gracia?

De las realidades más elevadas desciende a las más llanas: habiendo hablado primero de la adopción filial, de la santificación y de la vocación a la pureza, habla también ahora del pecado; pero lo hace, no restando interés al discurso o descendiendo de lo sublime a lo sencillo, sino elevándose de lo sencillo a lo sublime. En efecto, nada hay tan sublime como que por nosotros se haya derramado la sangre de Dios; y el no haber perdonado ni a su propio Hijo es más de apreciar que la misma adopción filial y que el resto de los dones. Gran cosa es que se nos hayan perdonado los pecados; pero lo es aún mayor que este perdón se nos haya otorgado por la sangre del Señor.

Comentario sobre la carta a los Efesios (Hom 1, 3: PG 62, 13-14)

sábado, 17 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

Surgió un hombre enviado por Dios

En el antiguo Testamento, Elías fue un modelo de vida eremítica; en el nuevo lo fue aquel que vino con el espíritu y poder de Elías, es decir, san Juan Bautista. A mí me parece que, así como Juan vino con el espíritu y el poder de Elías, así también Elías procedió con el espíritu y poder de Juan. En efecto, lo que literalmente leemos de Elías, según el espíritu lo entendemos dicho de Juan.

Sabéis bien, hermanos, cómo, siendo ya inminente el tiempo del hambre, la Escritura introduce a Elías en conversación con Ajab y diciendo: Elías, el tesbita, de Tisbé de Galaad, dijo a Ajab. Sin decirnos previamente nada ni de su genealogía, ni de su género de vida, ni de su religión, la Escritura lo introduce de modo imprevisto e inspirado como si no procediera de hombre o no viniera por conducto humano, sino como se escribió de nuestro Elías: Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Y ¿cuándo ocurrió esto? Ciertamente en el reinado de Ajab y de su impía esposa Jezabel. Con razón, durante su reinado, se abatió el hambre sobre la tierra, dejó de llover, no cayó rocío, se agostó todo. Por eso dijo Elías: ¡Vive el Señor, a quien sirvo! En estos años no caerá rocío ni lluvia si yo no lo mando.

No ignoréis, hermanos, cómo, siendo ya inminente la venida del Salvador, hasta tal punto la soberbia y la lujuria reinaban en el mundo, que nadie parecía exento del ansia de poder, casi no había ninguno libre de la corrupción de la lujuria. Con razón reinó el hambre, faltó el pan, escaseaba el agua. ¿Cuándo? Precisamente al hacer su aparición nuestro Elías. Pues la ley y los profetas duraron hasta que vino Juan.

La ley, el pan; la doctrina profética, el agua. Efectivamente, hasta la llegada de Juan estaban en vigor ambas cosas: se observaba la ley y se escuchaba la doctrina de los profetas. Pero he aquí que irrumpe el hambre y la sed: no el hambre de pan ni la sed de agua, sino de escuchar la palabra de Dios. Huye Elías de la presencia de Ajab. Y Juan emigró lejos y habitó en el desierto, como dice el evangelista: Juan vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel.

Y era necesario que así ocurriera, ya que el profeta que había de ser establecido sobre pueblos y reyes, para arrancar y arrasar, para destruir, edificar y plantar; que tenía la misión de corregir a los reyes y de degollar a los profetas de Baal; por medio del cual habría de enviarse sobre la tierra el rocío y la lluvia, primero debía retirarse a los lugares más recónditos y ser allí instruido en las realidades del espíritu.

Sermón sobre la interrelación Elías y Juan Bautista (Edit. C.H. Talbot, SSOC vol 1, p. 118)

viernes, 16 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

El misterio de Cristo en nosotros y en la Iglesia

Debemos continuar y completar en nosotros los estados y misterios de la vida de Cristo, y suplicarle con frecuencia que los consume y complete en nosotros y en toda su Iglesia.

Porque los misterios de Jesús no han llegado todavía a su total perfección y plenitud. Han llegado, ciertamente, a su perfección y plenitud en la persona de Jesús, pero no en nosotros, que somos sus miembros, ni en su Iglesia, que es su cuerpo místico. El Hijo de Dios quiere comunicar y extender en cierto modo y continuar sus misterios en nosotros y en toda su Iglesia, ya sea mediante las gracias que ha determinado otorgarnos, ya mediante los efectos que quiere producir en nosotros a través de estos misterios. En este sentido, quiere completarlos en nosotros.

Por esto, san Pablo dice que Cristo halla su plenitud en la Iglesia y que todos nosotros contribuimos a su edificación y a la medida de Cristo en su plenitud, es decir, a aquella edad mística que él tiene en su cuerpo místico, y que no llegará a su plenitud hasta el día del juicio. El mismo apóstol dice, en otro lugar, que él completa en su carne los dolores de Cristo.

De este modo, el Hijo de Dios ha determinado consumar y completar en nosotros todos los estados y misterios de su vida. Quiere llevar a término en nosotros los misterios de su encarnación, de su nacimiento, de su vida oculta, formándose en nosotros y volviendo a nacer en nuestras almas por los santos sacramentos del bautismo y de la sagrada eucaristía, y haciendo que llevemos una vida espiritual e interior, escondida con él en Dios.

Quiere completar en nosotros el misterio de su pasión, muerte y resurrección, haciendo que suframos, muramos y resucitemos con él y en él. Finalmente, completará en nosotros su estado de vida gloriosa e inmortal, cuando haga que vivamos, con él y en él, una vida gloriosa y eterna en el cielo. Del mismo modo, quiere consumar y completar los demás estados y misterios de su vida en nosotros y en su Iglesia, haciendo que nosotros los compartamos y participemos de ellos, y que en nosotros sean continuados y prolongados.

Según esto, los misterios de Cristo no estarán completos hasta el final de aquel tiempo que él ha destinado para la plena realización de sus misterios en nosotros y en la Iglesia, es decir, hasta el fin del mundo.

Tratado sobre el reino de Jesús (Parte 3, 4: Opera omnia 1, 310-312)

jueves, 15 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

El Poderoso ha hecho obras grandes por mí

Celebramos hoy, amadísimos hermanos, la gloriosa festividad de la bienaventurada Virgen María, fiesta llena de gozo y repleta de dones inmensos por su asunción a los cielos. Solemnidad ilustre por sus méritos, pero mucho más ilustre por la gracia con que es ilustrada no sólo la misma santísima Virgen, sino también, y por su medio, toda la Iglesia de Cristo. Pues la gloriosa virginidad no se granjeó la gracia a causa de sus méritos, sino que, en virtud de la gracia, recibió el premio de los méritos. Por eso, la presente celebración es tanto más gloriosa que la fiesta natalicia de los demás santos, por cuanto la bienaventurada Virgen y Madre del Señor es ilustrada con los inefables privilegios de los divinos misterios, ya que el crecimiento de los méritos arranca de su original plenitud de gracia. Por eso, me inclino a creer que no hay nadie capaz de pensar, pero es que ni siquiera de imaginar, lo grandes que ante el Señor son sus méritos y sus premios, ni de hablar adecuadamente, sino el que lograse estimar en lo que vale cuál y cuán grande sea la gracia de que está llena aquella por cuyo medio vino al mundo la majestad de Dios.

Hoy subió al cielo llamada por Dios, y recibió de mano del Señor, junto con la palma de la virginidad, la corona inmarcesible. Hoy ha sido acogida y sentada en el trono del reino. Hoy ha entrado en el tálamo nupcial, porque fue simultáneamente virgen y esposa. Hoy, en efecto, ha escuchado la acariciadora voz del que le decía desde su sede: «Ven, amada mía, y te pondré sobre mi trono, pues prendado está el rey de tu belleza».

Ante tal invitación, estamos persuadidos de que, gozosa y exultante, se desligó aquella dichosa alma y se dirigió al encuentro del Señor, y allí se convirtió ella misma en trono, ella que, en la carne, había sido el templo de la divinidad. Tanto más hermosa y sublime que los demás, cuanto más refulgente brilló por la gracia. Esta es ciertamente, hermanos, la recompensa divina, de la que se ha dicho: El que se humilla será enaltecido. Como estaba cimentada sobre una profunda humildad y dilatada en la caridad, por eso hoy ha sido tan sublimemente exaltada.

La Virgen se humilla en todo, para poder recibir en ella la plenitud de gracia del donante, pues la gracia que a los demás se les ha dado parcialmente, descendió sobre ella en toda su plenitud. De ella vale lo que dice el evangelista: De su plenitud todos hemos recibido. En efecto, la desbordante gracia de la bienaventurada Virgen María, mereció, amadísimos, los desbordantes premios de la eterna remuneración; y porque, en medio de la inmensidad de dones y de los mutuos intercambios con la divinidad, se mantuvo profundamente humilde, por eso hoy el Señor exalta inmensamente a la gloriosa.

Y la razón última de que Cristo humilde se encarnase en una humilde Virgen, elegida por él, es para, desde una humildad tan profunda, alzarse con el triunfo de la salvación, y para —como hemos cantado— elevarla a ella sobre los coros de los ángeles. Esta exaltación es ciertamente un privilegio de la gracia. Por lo cual, hemos de recordar estos místicos sacramentos de los dones de Dios con un temor y un temblor nacidos de una caridad perfecta, e intercambiar de esta forma los dones de gracia de esta celebración.

Pensad, pues, hermanos, con qué reverencia y con qué devoto obsequio hemos de participar en tan grandes misterios. El mismo ángel le comunicó reverentemente la buena noticia, no sin un santo temor y con el debido honor. Pues el ángel presentía que el Señor moraba ya de un modo especial en la santísima Virgen, y no desconocía los futuros sacramentos del divino misterio. Por eso le dijo con tanta reverencia: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.

Por tanto, demos también nosotros gracias a nuestro Creador, porque los privilegios que él nos ha otorgado son nuestra ofrenda, son nuestra masa, ya que la levadura que se metió en la especie se ha difundido por el género humano, hasta que todo haya fermentado, formando un solo cuerpo, una única masa nueva: Cristo y la Iglesia.

Por tanto, carísimos, es necesario que esta festividad que, mediante la fe, nos inflama el alma, sea poseída y contemplada por todos en la visión; y mientras ahora resplandece, por la fe, únicamente en los corazones, un día nuestros ojos puedan contemplarla en toda su gloria. Entonces será para nosotros una fiesta continua y eterna, la que ahora, en el alma, es diurna y hodierna; de modo que la que ahora nos hace arder en la fe y suspirar en la esperanza, pueda, a justo título, perpetuarse, vibrante, en la caridad, a fin de que podamos tomar parte en aquella festividad, en la que se halla presente la bienaventurada y gloriosa Madre de Dios y reina nuestra, que hoy ha sido asunta al cielo por Jesucristo, nuestro Señor, que vive y reina con Dios Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

Sermón 3 (PL 96, 254-257)

miércoles, 14 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

Adorna tu morada, Sión, porque el Señor te prefiere a ti

En otro tiempo, el glorioso rey y profeta del Señor, el santo David, comenzó a acariciar un religioso proyecto juzgando indigno que, mientras él vivía en una casa adecuada a su dignidad real, el Señor de los ejércitos no dispusiera aún de una casa en la tierra. También nosotros, hermanos, hemos de pensar seriamente en esto y llevarlo resueltamente a la práctica. Y el hecho de que, si bien el proyecto era del agrado de Dios, no fuera el profeta, sino Salomón quien lo llevó a realización, responde a un planteamiento que la premura del tiempo no nos permite ahora explicar.

Porque en realidad, oh alma, tú ciertamente vives en una sublime casa, que Dios mismo te ha preparado. Dichosa y muy dichosa el alma que puede decir: Es cosa que ya sabemos: Si se destruye este nuestro tabernáculo terreno, tenemos un sólido edificio construido por Dios, una casa que no ha sido levantada por mano de hombre y que tiene una duración eterna en los cielos. Por eso, oh alma, no des sueño a tus ojos, ni reposo a tus párpados, hasta que encuentres un lugar para el Señor, una morada para el Fuerte de Jacob.

Pero, ¿qué pensar, hermanos? ¿Dónde hallar un solar para este edificio, o qué arquitecto podría hacernos los planos? Porque este templo visible ha sido construido por nosotros, para nuestras asambleas, ya que el Altísimo no habita en templos construidos por hombres. ¿Qué templo podremos, pues, edificar a aquel que dice bien: Yo lleno el cielo y la tierra? Me atribularía profundamente y mi aliento desfallecería si no oyera al Señor decir de una determinada persona: Yo y el Padre vendremos a él y haremos morada en él.

Así que ya sé dónde preparar una morada para el Señor, pues sólo su imagen puede contenerlo. El alma es capaz de él, pues fue realmente creada a su imagen. Por tanto, ¡aprisa!, adorna tu morada, Sión, porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra será habitada. Alégrate, hija de Sión, tu Dios habitará en ti. Di con María: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

Por tanto, hermanos, con todo el deseo del corazón y con una digna acción de gracias, esforcémonos por construir un templo en nosotros; solícitos primero porque habite en cada uno de nosotros individualmente, y, luego, colectivamente, pues que el Señor no infravalora ni la individualidad ni la colectividad. Así pues, lo primero que cada cual ha de procurar es no estar dividido interiormente, pues todo reino en guerra civil va a la ruina y se derrumba casa tras casa, y Cristo no entrará en una casa en la que las paredes estén cuarteadas y los muros desplomados.

Sermón 2 en la dedicación de la Iglesia (1.2.3: Opera omnia, Edic. Cister. t. 5, 375-377)

martes, 13 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

Purificados nuestros sentidos de toda levadura de maldad, con mucho gusto habitará en nosotros nuestro Señor Jesucristo

Oremos al Señor para que, mientras exteriormente le edificamos templos visibles, edifique él interiormente en nosotros templos no visibles: a saber, aquella casa —como dice el Maestro— no levantada por mano de hombre, en la cual sabemos que entraremos al final de los tiempos, es decir, cuando veremos cara a cara lo que ahora vemos confusamente y con un conocimiento limitado.

Pero de momento, mientras todavía nos encontramos en el tabernáculo de nuestro cuerpo, como bajo las pieles de aquel antiguo tabernáculo del desierto y en tiendas, es decir, en la vasta aridez de este mundo, y nos precede la palabra de Dios en una columna de nubes, para cubrir nuestra cabeza el día de la batalla, o en una columna de fuego, para que podamos conocer en la tierra sus caminos que conducen al cielo, oremos para que, a través de estos tabernáculos de la iglesia lleguemos a la casa de Dios, donde reside el Señor mismo, aquella piedra sublime que el Señor nos la ha convertido en piedra angular, piedra desprendida del monte, que creció hasta convertirse en una montaña: ha sido un milagro patente.

Que él entre ahora en nuestra edificación en calidad de fundamento y remate, ya que él es el principio y el fin. Pero al construir, veamos qué es lo que de nuestra frágil y terrena sustancia podemos aportar que sea digno de este divino cimiento, para que cual piedras vivas, nos ajustemos a la misma piedra angular en la construcción del templo celestial. Fundamos en Cristo el oro de nuestros sentimientos y la plata de nuestra palabra: él que escruta las almas que le son gratas, después de habernos purificado en el horno de este mundo, nos convierta en oro acendrado al fuego y en moneda digna de llevar impresa su efigie. Nosotros, por nuestra parte, ofrezcámosle las piedras preciosas de nuestras obras realizadas en la luz.

Guardémonos de ser duros de corazón como el leño, o estériles en las obras como el helio seco, o inestables en la fe y en la caridad, débiles e inconsistentes como la paja. Al contrario, para que el fruto de nuestro albedrío no acabe en el fuego, sino que se yerga enhiesto en un clima de paz, pidamos al Altísimo aquella paz de nuestra edificación con la que en otro tiempo se construyeron los muros del templo, de suerte que, durante las obras, no se oyeron en él martillos, hachas ni herramientas.

Ni las incursiones del enemigo impidan o interrumpan la nueva construcción, como sucedió durante la restauración del templo mismo, a causa de la envidiosa enemistad de los persas.

De este modo nos convertiremos en casa de oración y de paz, a condición, sin embargo, de que no nos divida preocupación alguna de pensamientos carnales y de que ninguna agitación mundana turbe nuestra paz interior. Es conveniente, en efecto, que el Señor Jesús visite con frecuencia el templo de nuestro corazón, una vez edificado, con el látigo de su temor, para que arroje de nosotros las mesas de los cambistas y a los vendedores de bueyes y palomas, a fin de que nuestro ánimo no ejerza ningún comercio de avaricia, ni en nuestros sentidos se instale la lentitud bovina, ni nos convirtamos en vendedores de nuestra inocencia o de la gracia divina, ni hagamos de la casa de oración una cueva de bandidos. De esta forma, purificados nuestros sentidos de toda levadura de maldad, con mucho gusto habitará en nosotros nuestro Señor Jesucristo.

Carta 32 (23-24.25: CSEL 29, 297-300)

lunes, 12 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

Hemos de bañarnos en la misma fuente en que Cristo se bañó para llegar a ser lo que Cristo es

Como consta que Jesucristo no se acercó a recibir el bautismo en provecho propio, sino en atención a nosotros, debemos hermanos muy amados, apresurarnos a recibir la gracia de su bautismo y sacar de la fuente del Jordán, que él bendijo, la bendición de esa misma consagración, de modo que en las olas en que su santidad se sumergió queden sumergidos nuestros pecados. O sea, para que la misma agua que circundó al Señor purifique completamente también a sus siervos, de modo que en virtud del venerable baño de Cristo, el agua santa nos aproveche a nosotros, nos purifique con una acción mucho más eficaz gracias a las huellas mismas y a los misterios mediante los cuales recibió la bendición del Salvador y derrame sobre los cristianos la gracia que de Cristo recibió.

Hemos de bañarnos, pues, hermanos, en la misma fuente en que Cristo se bañó, para llegar a ser lo que Cristo es. Lo diré, salvaguardando en todo la fe: si bien ambos bautismos son bautismos del Señor, sin embargo pienso que el bautismo en que nosotros somos lavados es más rico de gracia que aquel con que el Salvador fue bautizado. En efecto, nuestro bautismo es administrado por Cristo, aquél fue celebrado por Juan; en aquél el Maestro se excusa, en éste el Salvador nos invita; en aquél la justicia aún no es completa, en éste la Trinidad es perfecta; a aquél se acerca un santo y santo sale, a éste se acerca un pecador y se retira un santo; en aquél la bendición recae sobre los misterios, en éste, mediante el misterio, se perdonan los pecados. Debemos, por tanto, hermanos, ser bautizados en la misma agua en que fue bautizado el Salvador.

Ahora bien, para sumergirnos en la misma fuente que el Salvador no es necesario que nos desplacemos al próximo oriente, no es necesario ir al río de la tierra judía: ahora Cristo está en todas partes, y en todas partes se encuentra el Jordán. La misma consagración que bendijo los ríos orientales santifica igualmente las corrientes occidentales. En consecuencia, aunque sea diverso en el tiempo el nombre de los ríos, no obstante, en ellos está presente el misterio que fluye del Jordán.

¡Hagamos, pues, nosotros por nosotros lo que vemos que el Señor hizo por nosotros! ¡Hagamos para con nosotros, lo que tanto deseó Juan que se hiciera para con él! Si él, que era profeta, maestro y santo, deseó ardientemente el bautismo del Salvador, ¡cuánto más nosotros, pobres e ignorantes pecadores, debemos ambicionar esta gracia! Fijaos en la misericordia del Salvador: ¡se nos ofrece espontáneamente a' nosotros lo que el profeta, pidiéndolo, no consiguió recibir! Pero advirtamos cuál fue la causa por la que, habiendo pedido Juan el bautismo, no logró recibirlo.

A su petición, el Señor contestó con estas palabras: Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere. Sabemos que Juan Bautista era el tipo de la ley. Era, pues, justo que fuera él quien bautizara al Señor, para que así como, según la carne, el Salvador nació de los judíos, así también, según el espíritu, el evangelio naciera de la ley; de suerte que de donde arrancaba su genealogía humana, de allí recibiera asimismo la consagración divina. Y esto es, en efecto, lo que dijo: Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere. Era, pues, justo, que cumpliera los mandatos de la ley que él mismo había promulgado, como dice en otra parte: No he venido a abolir la ley, sino a darle plenitud.

Sermón 13 (1-4: CCL 23, 51-52)

domingo, 11 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

La economía del madero nos ha manifestado al Verbo, que estaba oculto a nuestros ojos

Dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito, mostrando con antelación el perdón de los pecados que se realizará con su venida, perdón gracias al cual borró el protocolo que nos condenaba con sus cláusulas, clavándolo en la cruz, de modo que, así como por un árbol nos habíamos constituido en deudores de Dios, por un árbol recibiéramos también la cancelación de nuestra deuda.

Esto fue patentizado significativamente, entre otros muchos, por el profeta Eliseo. Estando la comunidad de profetas que vivían bajo su dirección cortando maderos para la construcción de una habitación y habiéndose des-prendido el hierro del hacha y caído en el Jordán sin posibilidad de recuperarlo, vino Eliseo al sitio del siniestro, y habiéndose enterado de lo ocurrido, tiró un palo al agua, hecho lo cual, el hierro del hacha sobrenadó, y alargando el brazo cogieron de la superficie del agua el hierro que habían perdido. Con este gesto demostraba el profeta que la sólida palabra de Dios, perdida negligentemente a causa de un árbol y que no conseguíamos recuperar, la recuperaríamos nuevamente mediante la economía del árbol.

Y como la palabra de Dios es semejante a un hacha, dice de ella Juan Bautista: Ya toca el hacha la base de los árboles. Y Jeremías dice textualmente: La palabra del Señor es martillo que tritura la piedra. Así pues, la economía del madero nos ha manifestado —lo hemos dicho ya— al Verbo que estaba escondido a nuestros ojos. Y como lo habíamos perdido por el madero, por el madero fue nuevamente revelado a todos, mostrando en sí lo ancho, lo largo y lo alto, y —como dijo alguno de los ancianos—, extendiendo las manos, reconcilió con Dios a los dos pueblos: dos eran las manos y dos los pueblos dispersos por toda la redondez de la tierra, pero en el centro sólo había una única cabeza, pues hay un Dios que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo.

Tratado contra las herejías (Lib 5, 17, 3-4: SC 153, 230-234)

sábado, 10 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

Administró la sangre sagrada de Cristo

La Iglesia de Roma nos invita hoy a celebrar el triunfo de san Lorenzo, que superó las amenazas y seducciones del mundo, venciendo así la persecución diabólica. El, como ya se os ha explicado más de una vez, era diácono de aquella Iglesia. En ella administró la sangre sagrada de Cristo; en ella, también, derramó su propia sangre por el nombre de Cristo. El apóstol san Juan expuso claramente el significado de la Cena del Señor, con aquellas palabras:

Como Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos. Así lo entendió san Lorenzo; así lo entendió y así lo practicó; lo mismo que había tomado de la mesa del Señor, eso mismo preparó. Amó a Cristo durante su vida, lo imitó en su muerte.

También nosotros, hermanos, si amamos de verdad a Cristo, debemos imitarlo. La mejor prueba que podemos dar de nuestro amor es imitar su ejemplo, porque Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. Según estas palabras de san Pedro, parece como si Cristo sólo hubiera padecido por los que siguen sus huellas, y que la pasión de Cristo sólo aprovechara a los que siguen sus huellas. Lo han imitado los santos mártires hasta el derramamiento de su sangre, hasta la semejanza con su pasión; lo han imitado los mártires, pero no sólo ellos. El puente no se ha derrumbado después de haber pasado ellos; la fuente no se ha secado después de haber bebido ellos.

Tenedlo presente, hermanos: en el huerto del Señor no sólo hay las rosas de los mártires, sino también los lirios de las vírgenes y las yedras de los casados, así como las violetas de las viudas. Ningún hombre, cualquiera que sea su género de vida, ha de desesperar de su vocación: Cristo ha sufrido por todos. Con toda verdad está escrito de él que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

Entendamos, pues, de qué modo el cristiano ha de seguir a Cristo, además del derramamiento de sangre, además del martirio. El Apóstol, refiriéndose a Cristo, dice: A pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. ¡Qué gran majestad! Al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. ¡Qué gran humildad!

Cristo se rebajó: esto es, cristiano, lo que debes tú procurar. Cristo se sometió: ¿como vas tú a enorgullecerte?

Finalmente, después de haber pasado por semejante humillación y haber vencido la muerte, Cristo subió al cielo: sigámoslo. Oigamos lo que dice el Apóstol: Ya que habéis resucitado con Cristo, aspirad a los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios.

Sermón 304 (1-4: PL 38, 1395-1397)

viernes, 9 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

La puerta de la vida se abre a los que creen en el Crucificado

Cristo se sometió al yugo de la ley, guardando plenamente la ley y muriendo por la ley y por medio de la ley. Liberó, por ello, a los que desean recibir la vida del Señor. Pero no la pueden recibir, salvo que ellos mismos se ofrezcan la suya propia. Porque los que han sido bautizados en Cristo Jesús, en su muerte han sido bautizados. Son sumergidos en su vida para devenir miembros de su cuerpo y padecer y morir con él, como miembros suyos.

Esta vida vendrá abundantemente en el día glorioso, pero ya ahora, mientras vivimos en la carne, participamos de ella, si creemos que Cristo ha muerto por nosotros para darnos la vida. Con esa fe nos unimos con él como los miembros se unen con su cabeza; esta fe nos abre a la fuente de su vida. Por eso, la fe en el Crucificado, es decir, esa fe viva que lleva aparejada un amor entregado, viene a ser para nosotros puerta de la vida y comienzo de la gloria; de ahí que la Cruz constituya nuestra gloria: Fuera de mí gloriarme en otra cosa que no sea la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo esta crucificado para mí y yo para el mundo.

Quien elige a Cristo ha muerto para el mundo y el mundo para él. Lleva en su cuerpo los estigmas de Cristo, se ve rodeado de flaquezas y despreciado por los hombres, pero, por este mismo motivo, se halla robusto y vigoroso, ya que la fuerza, sino que él mismo se crucifica en ella. Los que son de Jesucristo han crucificado la carne con su vicios y concupiscencias. Combatieron un duro combate contra su naturaleza a fin de que la vida del pecado muriese en ellos y poder así dar amplia cabida a la vida en el Espíritu. Para esta pelea se precisa una singular fortaleza. Pero la Cruz no es el fin; la Cruz es la exaltación y mostrará el cielo. La Cruz no sólo es signo, sino también la invicta armadura de Cristo: báculo de pastor con el que el divino David se enfrenta contra el nefando Goliath; báculo con el que Cristo pulsa enérgicamente la puerta del cielo y la abre. Cuando se cumplan todas estas cosas, la luz divina se difundirá y colmará a cuantos siguen al Crucificado.

Del libro "La Ciencia de la Cruz"

jueves, 8 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

Este sacramento que recibes se realiza por la palabra de Cristo

Vemos que el poder de la gracia es mayor que el de la naturaleza y, con todo, aún hacemos cálculos sobre los efectos de la bendición proferida en nombre de Dios. Si la bendición de un hombre fue capaz de cambiar el orden natural, ¿qué diremos de la misma consagración divina, en la que actúan las palabras del Señor y Salvador en persona? Porque este sacramento que recibes se realiza por la palabra de Cristo. Y si la palabra de Elías tuvo tanto poder que hizo bajar fuego del cielo, ¿no tendrá poder la palabra de Cristo para cambiar la naturaleza de los elementos? Respecto a la creación de todas las cosas, leemos que él lo dijo, y existieron; él lo mandó, y surgieron. Por tanto, si la palabra de Cristo pudo hacer de la nada lo que no existía, ¿no podrá cambiar en algo distinto lo que ya existe? Mayor poder supone dar el ser a lo que no existe que dar un nuevo ser a lo que ya existe.

Mas, ¿para qué usamos de argumentos? Atengámonos a lo que aconteció en su propia persona, y los misterios de su encarnación nos servirán de base para afirmar la verdad del misterio. Cuando el Señor Jesús nació de María, ¿por ventura lo hizo según el orden natural? El orden natural de la generación consiste en la unión de la mujer con el varón. Es evidente, pues, que la concepción virginal de Cristo fue algo por encima del orden natural. Y lo que nosotros hacemos presente es aquel cuerpo nacido de una virgen. ¿Por qué buscar el orden natural en el cuerpo de Cristo, si el mismo Señor Jesús nació de una virgen, fuera de las leyes naturales? Era real la carne de Cristo que fue crucificada y sepultada; es, por tanto, real el sacramento de su carne.

El mismo Señor Jesús afirma: Esto es mi cuerpo. Antes de las palabras de la bendición celestial, otra es la realidad que se nombra; después de la consagración, es significado el cuerpo de Cristo. Lo mismo podemos decir de su sangre. Antes de la consagración, otro es el nombre que recibe; después de la consagración, es llamada sangre. Y tú dices: «Amén», que equivale a decir: «Así es». Que nuestra mente reconozca como verdadero lo que dice nuestra boca, que nuestro interior asienta a lo que profesamos externamente.

Por esto, la Iglesia, contemplando la grandeza del don divino, exhorta a sus hijos y miembros de su familia a que acudan a los sacramentos, diciendo: Comed, mis familiares, bebed y embriagaos, hermanos míos. Compañeros, comed y bebed, y embriagaos, mis amigos. Qué es lo que hay que comer y beber, nos lo enseña en otro lugar el Espíritu Santo por boca del salmista: Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él. En este sacramento está Cristo, porque es el cuerpo de Cristo. No es, por tanto, un alimento material, sino espiritual. Por ello, dice el Apóstol, refiriéndose a lo que era figura del mismo, que nuestros padres comieron el mismo alimento espiritual, y bebieron la misma bebida espiritual. En efecto, el cuerpo de Dios es espiritual, el cuerpo de Cristo es un cuerpo espiritual y divino, ya que Cristo es Espíritu, tal como leemos: El espíritu ante nuestra faz, Cristo, el Señor. Y en la carta de Pedro leemos también: Cristo murió por vosotros. Finalmente, este alimento fortalece nuestro corazón, y esta bebida alegra el corazón del hombre, como recuerda el salmista.

San Ambrosio de Milán
Tratado sobre los misterios (52-54.58: SC 25bis, 186-188.190)

miércoles, 7 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

Instrucción a los recién bautizados sobre la eucaristía

Los recién bautizados, enriquecidos con tales distintivos, se dirigen al altar de Cristo, diciendo: Me acercaré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud. En efecto, despojados ya de todo resto de sus antiguos errores, renovada su juventud como un águila, se apresuran a participar del convite celestial. Llegan, pues, y, al ver preparado el sagrado altar, exclaman: Preparas una mesa ante mí. A ellos se aplican aquellas palabras del salmista: El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Y más adelante: Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.

Es, ciertamente, admirable el hecho de que Dios hiciera llover el maná para los padres y los alimentase cada día con aquel manjar celestial, del que dice el salmo: El hombre comió pan de ángeles. Pero los que comieron aquel pan murieron todos en el desierto; en cambio, el alimento que tú recibes, este pan vivo que ha bajado del cielo, comunica el sostén de la vida eterna, y todo el que coma de él no morirá para siempre, porque es el cuerpo de Cristo.

Considera, pues, ahora qué es más excelente, si aquel pan de ángeles o la carne de Cristo, que es el cuerpo de vida. Aquel maná caía del cielo, éste está por encima del cielo; aquél era del cielo, éste del Señor de los cielos; aquél se corrompía si se guardaba para el día siguiente, éste no sólo es ajeno a toda corrupción, sino que comunica la incorrupción a todos los que lo comen con reverencia. A ellos les manó agua de la roca, a ti sangre del mismo Cristo; a ellos el agua los sació momentáneamente, a ti la sangre que mana de Cristo te lava para siempre. Los judíos bebieron y volvieron a tener sed, pero tú, si bebes, ya no puedes volver a sentir sed, porque aquello era la sombra, esto la realidad.

Si te admira aquello que no era más que una sombra, mucho más debe admirarte la realidad. Escucha cómo no era más que una sombra lo que acontecía con los padres: Bebían —dice el Apóstol— de la roca que los seguía, y la roca era Cristo; pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto. Estas cosas sucedieron en figura para nosotros. Los dones que tú posees son mucho más excelentes, porque la luz es más que la sombra, la realidad más que la figura, el cuerpo del Creador más que el maná del cielo.

San Ambrosio de Milán
Tratado sobre los misterios (43. 47-49: SC 25bis, 178-180.182)

martes, 6 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

El Señor iluminó el corazón de los pueblos paganos

Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, enséñame tus leyes. El Señor ilumina a sus santos y brilla en el corazón de los justos. Por eso, cuando vieres un sabio, has de saber que sobre él ha descendido la gloria de Dios, ha iluminado su mente con el fulgor de la ciencia y del divino conocimiento.

Iluminó hasta corporalmente la cara de Moisés y se transfiguró la gloria de su rostro, tanto que, al verla los judíos, se llenaron de temor; lo cual motivó que Moisés se echase un velo por la cara, para que no lo vieran los hijos de Israel y se llenaran de espanto.

El rostro de Moisés es el fulgor de la ley; el fulgor de la ley no radica en la letra, sino en la inteligencia de su contenido espiritual. Por eso, mientras Moisés vivió, cuando hablaba al pueblo judío se echaba un velo sobre la cara;mas después de la muerte de Moisés, Josué, hijo de Nun, ya no hablaba a los ancianos y al puebla a través del velo ,sino con la cara descubierta, y nadie se echaba a temblar. De hecho, Dios le había prometido que estaría con él como había estado con Moisés, y que igualmente lo glorificaría, pero no con la gloria del rostro, sino con el éxito en sus empresas. Con esto quería el Espíritu Santo dar a entender que había de venir el verdadero Jesús: si alguno se convirtiera a él y quisiera escucharle, se le quitaría el velo del corazón, y podría ver a cara descubierta al verdadero Salvador.

Así pues, Dios, Padre todopoderoso, iluminó el corazón de los pueblos paganos con la gloria reflejada en Cristo, mediante su venida. Es lo que declara evidentemente el apóstol, cuando escribe: El Dios que dijo: «Brille la luz del seno de la tiniebla», ha brillado en nuestros corazones, para que nosotros iluminemos, dando a conocer la gloria de Dios, reflejada en Cristo Jesús.

Por eso David dice al Señor Jesús: Haz brillar tu rostro sobre tu siervo. Deseaba ver el rostro de Cristo, para que su alma pudiera ser iluminada: lo cual puede entenderse de la encarnación. De hecho, muchos profetas y justos desearon ver, como señaló el mismo Señor. No que buscase lo que le fue negado a Moisés, esto es, ver corporalmente el rostro del Dios incorpóreo; si es que el mismo Moisés, tan sabio y erudito, llegó realmente a solicitar esto sin más y no en el misterio; no obstante es muy humano desear sobre nuestras posibilidades. Y no sin razón deseaba ver el rostro del que había de venir por mediación de la Virgen, para ser iluminado en su corazón, como eran también iluminados los que se decían: ¿No ardía nuestro corazón mientras nos explicaba las Escrituras?

San Ambrosio de Milán
Comentario sobre el salmo 118 (Sermón 17, 26-29; PL 15, 1524-1525)

lunes, 5 de agosto de 2013

Una Meditación y una Bendición

El agua no purifica sin la acción del Espíritu Santo

Antes se te ha advertido que no te limites a creer lo qúe ves, para que no seas tú también de estos que dicen: «¿Este es aquel gran misterio que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar? Veo la misma agua de siempre, ¿esta es la que me ha de purificar, si es la misma en la que tantas veces me he sumergido sin haber quedado nunca puro?» De ahí has de deducir que el agua no purifica sin la acción del Espíritu.

Por esto, has leído que en el bautismo los tres testigos se reducen a uno solo: el agua, la sangre y el Espíritu, porque, si prescindes de uno de ellos, ya no hay sacramento del bautismo. ¿Qué es, en efecto, el agua sin la cruz de Cristo, sino un elemento común, sin ninguna eficacia sacramental? Pero tampoco hay misterio de regeneración sin el agua, porque el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. También el catecúmeno cree en la cruz del Señor Jesús, con la que ha sido marcado, pero si no fuere bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, no puede recibir el perdón de los pecados ni el don de la gracia espiritual.

Por eso, el sirio Naamán, en la ley antigua, se bañó siete veces, pero tú has sido bautizado en el nombre de la Trinidad. Has profesado —no lo olvides— tu fe en el Padre, en el Hijo, en el Espíritu Santo. Vive conforme a lo que has hecho. Por esta fe has muerto para el mundo y has resucitado para Dios y, al ser como sepultado en aquel elemento del mundo, has muerto al pecado y has sido resucitado a la vida eterna. Cree, por tanto, en la eficacia de estas aguas.

Finalmente, aquel paralítico (el de la piscina Probática) esperaba un hombre que lo ayudase. ¿A qué hombre, sino al Señor Jesús, nacido de una virgen, a cuya venida ya no era la sombra la que había de salvar a uno,por uno, sino la realidad la que había de salvar a todos? El era, pues, al que esperaban que bajase, acerca del cual dijo el Padre a Juan Bautista: Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que ha de bautizar con Espíritu Santo. Y Juan dio testimonio de él, diciendo: He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Y si el Espíritu descendió como paloma, fue para que tú vieses y entendieses en aquella palma que el justo Noé soltó desde el arca una imagen de esta paloma y reconocieses en ello una figura del sacramento.

¿Te queda aún lugar a duda? Recuerda cómo en el Evangelio el Padre te proclama con toda claridad: Este es mi Hijo, mi predilecto; cómo proclama lo mismo el Hijo, sobre el cual se mostró el Espíritu Santo como una paloma; cómo lo proclama el Espíritu Santo, que descendió como una paloma; cómo lo proclama el salmista: La voz del Señor sobre las aguas, el Dios de la gloria ha tronado, el Señor sobre las aguas torrenciales; cómo la Escritura te atestigua que, a ruegos de Yerubaal, bajó fuego del cielo, y cómo también, por la oración de Elías, fue enviado un fuego que consagró el sacrificio.

En los sacerdotes, no consideres sus méritos personales, sino su ministerio. Y si quieres atender a los méritos, considéralos como a Elías, considera también en ellos los méritos de Pedro y Pablo, que nos han confiado este misterio que ellos recibieron del Señor Jesús. Aquel fuego visible era enviado para que creyesen; en nosotros, que ya creemos, actúa un fuego invisible; para ellos, era una figura, para nosotros, una advertencia. Cree, pues, que está presente el Señor Jesús, cuando es invocado por la plegaria del sacerdote, ya que dijo: Donde dos o tres están reunidos, allí estoy yo también. Cuánto más se dignará estar presente donde está la Iglesia, donde se realizan los sagrados misterios.

Descendiste, pues, a la piscina bautismal. Recuerda tu profesión de fe en el Padre, en el Hijo, en el Espíritu Santo. No significa esto que creas en uno que es el más grande, en otro que es menor, en otro que es el último, sino que el mismo tenor de tu profesión de fe te induce a que creas en el Hijo igual que en el Padre, en el Espíritu igual que en el Hijo, con la sola excepción de que profesas que tu fe en la cruz se refiere únicamente a la persona del Señor Jesús.

San Ambrosio de Milán
Tratado sobre los misterios (19-21.24.26-38: SC 25bis, 164-170)