No
podemos negar que la carne puede ser humillada de muchas maneras:
circunstancias de lugar, de intensidad seductora, de la misma fragilidad que da
paso a la culpa. Y aun cuando fue engañado por un adversario nada despreciable,
la serpiente, gozaba no obstante de una gracia singular antes de caer en el
pecado: Adán vivía en presencia de Dios, en el paraíso habitaba en plena
lozanía, estaba iluminado por una gracia celestial, hablaba con Dios. ¿Has
leído que fuera humillado antes de que los humillara su propia prevaricación?
La herencia de este vicio ha pasado hasta nosotros, de modo que mientras
vivimos en esta envoltura corporal, no queremos desterrarnos del cuerpo y vivir
junto al Señor. Y obrando así, humillamos nuestra alma que pugna por elevarse
hacia Dios. Pero este nuestro cuerpo corruptible grava el alma y predomina el
apego a la morada terrestre, hasta el punto de que el alma consagrada a Dios se
inclina una y otra vez a las cosas del siglo sin lograr vivir sumisa a Dios,
pues la sabiduría de la carne no sabe de sumisión, sabiduría que condiciona
toda nuestra afectividad.
Si
esto decimos de nosotros, ¿qué diremos de la carne de nuestro Señor Jesucristo?
El, es verdad, asumió toda la realidad de esta carne, por lo cual se
rebajó hasta someterse a la muerte, y a una muerte de cruz (Flp 2, 8). Presta
atención y sopesa cada palabra. Observa que asumió voluntariamente esta nuestra
condición humana, con las obligaciones inherentes a tu condición de esclavo, y
hecho semejante a cualquier hombre; no semejante a la carne, sino semejante al
hombre pecador, ya que todo hombre nace bajo el dominio del pecado. Y así pasó
por uno de tantos. Por eso se escribió de él: Es hombre: ¿Quién lo
entenderá? (Cf. Jr 17, 9).
Hombre
según la carne; superhombre según su situación. Como hombre -dice— se
humilló a sí mismo, pues Dios vino a liberar a los que habían caído en
la abyección. Así que él mismo se humilló por nosotros.
Por
tanto, su cuerpo no es un cuerpo de muerte. ¡Todo lo contrario! Es un cuerpo de
vida. Y su carne no es sombra de muerte; al revés, era fulgor de la gloria. Ni
en él hay lugar para la aflicción, ya que en su cuerpo reside la gracia de la
consolación para todos. Escúchale si no cuando dice: Aprended de mí que
soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29). El se humilló, para que tú
fueras exaltado porque el que se humilla será enaltecido (Lc 14, 11). Pero
no todos los que son humillados serán enaltecidos, pues a muchos el crimen los
humilla para la ruina. El Señor se humilló hasta someterse a la muerte, para
ser enaltecido en el mismo umbral de la muerte.
Contempla
la gracia de Cristo, reflexiona sobre sus beneficios. Después de la venida de
Cristo, esta carne que era sombra de muerte, comenzó a resplandecer y a tener
luz propia gracias al Señor. Por eso se ha dicho: La lámpara del cuerpo
es el ojo( Mt 6, 22).
San Ambrosio de Milán, Comentario sobre el salmo 43 (75-77: PL
14,1125-1126)
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