lunes, 9 de septiembre de 2013

Éstos son los pastos que dio Dios a los creyentes

El Señor es mi pastor, nada me falta. Fijaos cómo se recomienda la Iglesia por boca de sus hijos: pues realmente aquel a quien Dios pastorea no puede caer y descarriarse. Este es nuestro rey, que día y noche rige nuestros corazones y nuestros cuerpos, conserva nuestros sentidos interiores y exteriores, y nada nos falta.

Es posible que haya quien afirme que aquel a quien Dios pastorea y nada le falta, tiene puestos los sentidos únicamente en las cosas temporales. ¿Qué significa «nada me falta», sino tener el oído atento a las peticiones que se le hacen? Rige y no niega nada. Lo que acaba de afirmar: Nada le falta es una gran cosa. Cuando no se peca contra Dios, él otorga la sabiduría, la prudencia, la templanza, la fortaleza y la justicia: y si éstas no faltan, ¿qué puede ambicionar el avaro? Dios mismo en su totalidad va involucrado en estas virtudes: y aquel en quien Dios está con toda su plenitud nunca será reo.

El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar. ¡Gran cosa son estos pastos! Estos banquetes siempre sacian, nunca faltan. Porque, ¿os interesa saber cómo alimenta Dios a los que le esperan, es decir, a los que en él tienen puesta su confianza? Dijo el profeta: Mirad que llegan días en que enviaré hambre a la tierra: no hambre de pan ni sed de agua, sino de escuchar la palabra del Señor. Cuando nuestra alma llega a este campo de la ley y a las flores de la alianza, se siente alimentada, apacentada, nutrida, engordada y exulta en la simplicidad del corazón: el alma allí colocada progresa, descansa, exulta y se gloría.

Este buen pastor, que da la vida por sus ovejas, otorgó tales pastos a los creyentes que esperan en él y llegan allí donde hace descansar a las almas en seguridad. Por tanto, en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. ¡Gran cosa es este agua! Lava la suciedad, quita las manchas, hace capaz al rudo: despojando de la vieja condición humana, con sus obras, y revistiendo de la nueva condición, creada a imagen de Dios.

Este agua ostenta la primicia entre los elementos. Pero cuando este elemento recibe el Espíritu Santo, se convierte en sacramento, de modo que ya no es agua para beber, sino para santificar; ya no es agua común, sino alimento espiritual. Por medio de este agua los conduce fuera purificados, los hace perfectos, iluminándolos y colmándolos con el esplendor de la gracia: si creció el delito, sobreabundará la gracia.

Me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa. Gracias, Señor Jesús, por habernos mostrado este aceite. En este aceite reconocemos el óleo del crisma. Cristo, en efecto, es llamado el Ungido, y los cristianos derivan su nombre de la «unción». Cuál sea esta copa, escuchad. Esta es la copa que el Señor tiene en la mano, un vaso lleno de vino drogado. Este es el cáliz respecto del cual gritó en el momento de su pasión: Padre, si es posible, pase de mí este cáliz. Y porque nos dio un modelo de obediencia, añadió a renglón seguido: Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres. De este cáliz bebe la Iglesia, este cáliz es el que emborrachó a los mártires. Mas para que podáis apreciar la esplendidez de este cáliz, fijaos en el resplandor que irradia por todo el mundo la pasión de los apóstoles y de los mártires.

Homilía 50 del Crisóstomo latino
(PLS 4, 825-826.828-830)

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