domingo, 8 de marzo de 2015

Somos las piedras vivas con las que se edifica el templo de Dios

Con frecuencia hemos advertido a vuestra Caridad que no hay que considerar los salmos como la voz aislada de un hombre que canta, sino como la voz de todos aquellos que están en el Cuerpo de Cristo. Y como en el Cuerpo de Cristo están todos, habla como un solo hombre, pues él es a la vez uno y muchos. Son muchos considerados aisladamente; son uno en aquel que es uno. El es también el templo de Dios, del que dice el Apóstol: El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros: todos los que creen en Cristo y creyendo, aman. Pues en esto consiste creer en Cristo: en amar a Cristo; no a la manera de los demonios, que creían, pero no amaban. Por eso, a pesar de creer, decían: ¿Qué tenemos nosotros contigo, Hijo de Dios? Nosotros, en cambio, de tal manera creamos que, creyendo en él, le amemos y no digamos: ¿Qué tenemos nosotros contigo?, sino digamos más bien: «Te pertenecemos, tú nos has redimido».

Efectivamente, todos cuantos creen así, son como las piedras vivas con las que se edifica el templo de Dios, y como la madera incorruptible con que se construyó aquella arca que el diluvio no consiguió sumergir. Este es el templo –esto es, los mismos hombres– en que se ruega a Dios y Dios escucha. Sólo al que ora en el templo de Dios se le concede ser escuchado para la vida eterna. Y ora en el templo de Dios el que ora en la paz de la Iglesia, en la unidad del cuerpo de Cristo. Este Cuerpo de Cristo consta de una multitud de creyentes esparcidos por todo el mundo; y por eso es escuchado el que ora en el templo. Ora, pues, en espíritu y en verdad el que ora en la paz de la Iglesia, no en aquel templo que era sólo una figura.

A nivel de figura, el Señor arrojó del templo a los que en el templo buscaban su propio interés, es decir, los que iban al templo a comprar y vender. Ahora bien, si aquel templo era una figura, es evidente que también en el Cuerpo de Cristo –que es el verdadero templo del que el otro era una imagen– existe una mezcolanza de compradores y vendedores, esto es, gente que busca su interés, no el de Jesucristo.

Y puesto que los hombres son vapuleados por sus propios pecados, el Señor hizo un azote de cordeles y arrojó del templo a todos los que buscaban sus intereses, no los de Jesucristo.

Pues bien, la voz de este templo es la que resuena en el salmo. En este templo —y no en el templo material— se ruega a Dios, como os he dicho, y Dios escucha en espíritu y en verdad. Aquel templo era una sombra, figura de lo que había de venir. Por eso aquel templo se derrumbó ya. ¿Quiere decir esto que se derrumbó nuestra casa de oración? De ningún modo. Pues aquel templo que se derrumbó no pudo ser llamado casa de oración, de la que se dijo: Mi casa es casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos. Y ya habéis oído lo que dice nuestro Señor Jesucristo: Escrito está: «Mi casa es casa de oración para todos los pueblos»; pero vosotros la habéis convertido en una «cueva de bandidos».

¿Acaso los que pretendieron convertir la casa de Dios en una cueva de bandidos, consiguieron destruir el templo? Del mismo modo, los que viven mal en la Iglesia católica, en cuanto de ellos depende, quieren convertir la casa de Dios en una cueva de bandidos; pero no por eso destruyen el templo. Pero llegará el día en que, con el azote trenzado con sus pecados, serán arrojados fuera. Por el contrario, este templo de Dios, este Cuerpo de Cristo, esta asamblea de fieles tiene una sola voz y como un solo hombre canta en el salmo. Esta voz la hemos oído en muchos salmos; oigámosla también en éste. Si queremos, es nuestra voz; si queremos, con el oído oímos al cantor, y con el corazón cantamos también nosotros. Pero si no queremos, seremos en aquel templo como los compradores y vendedores, es decir, como los que buscan sus propios intereses: entramos, sí, en la Iglesia, pero no para hacer lo que agrada a los ojos de Dios.

San Agustín de Hipona
Comentario sobre el salmo 130 (1-3: CCL 40, 1198-1200)

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