miércoles, 12 de noviembre de 2014

Dichosos los que derraman su sangre por causa de Dios

Todos cuantos ejecutan los mandatos del Salvador, en cada una de sus acciones son mártires, es decir, testigos, haciendo lo que él quiere, llamándolo consiguientemente Señor, y dando testimonio con los hechos de que están convencidos de que lo es de verdad; éstos han crucificado su carne con sus pasiones y deseos. Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu. El que siembra para la carne, de ella cosechará corrupción; el que siembra para el espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna. A los hombres débiles les parece violentísima la muerte con que se da testimonio cruento al Señor, ignorando que esta puerta de la muerte es el principio de la verdadera vida: no quieren comprender ni los honores que se rinden después de la muerte a los que vivieron santamente, ni los suplicios de quienes se condujeron injusta y licenciosamente, y no me refiero tan sólo al testimonio de nuestras Escrituras, pero es que ni siquiera a los discursos de los suyos quieren dar oídos. Pues Pitágoras escribe a Teano: «En realidad, la vida sería un suculento banquete para los malvados que mueren después de haber cometido toda clase de fechorías, si el alma no fuese inmortal: la muerte sería para ellos una ganancia».

Sabemos que Dios hace que todas las cosas contribuyan al bien de los que le aman, de los que han sido llamados según su voluntad. A los que de antemano conoció, a ésos los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que sea él el primogénito entre muchos hermanos. A los que predestinó también los llamó; y a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó. Fíjate cómo el martirio se nos enseña por conducto del amor. Y si quisieras ser mártir para obtener la remuneración de los buenos, nuevamente oirás: Porque en esperanza fuimos salvados. Y una esperanza que se ve ya no es esperanza. ¿Cómo seguirá esperando uno aquello que ve? Cuando esperamos lo que no vemos, esperamos con perseverancia. Y Pedro dice: Dichosos vosotros si tenéis que sufrir por causa de la justicia.

Así pues, el gnóstico jamás considerará la vida material como el fin de la vida, sino que tratará más bien de ser siempre feliz, bienaventurado y amigo regio de Dios, y aun cuando alguien quisiere tildarle de infamia, castigarlo con el destierro o con la confiscación de los bienes o, finalmente, condenarlo a muerte, nunca podrá privarle de la libertad y, sobre todo, nada podrá separarlo del amor de Dios: El amor todo lo aguanta, todo lo soporta, porque está convencido de que la divina providencia lo gobierna todo con justicia.

Aunque somos hombres y procedemos como tales, no militamos con miras humanas; las armas de nuestro servicio no son humanas, es Dios quien les da potencia para derribar fortalezas: derribamos sofismas y cualquier torreón que se yerga contra el conocimiento de Dios. Pertrechado con estas armas el gnóstico dice: ¡Oh Señor, bríndame la ocasión y acepta mi actuación; que me suceda cualquier cosa grave y terrible: yo desprecio los peligros porque tengo mi amor puesto en ti!

Como elegidos de Dios, santos y amados, vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Y, por encima de todo, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón; a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo. Y sed agradecidos vosotros los que todavía moráis en el cuerpo, como los antiguos justos, tomando posesión de la tranquilidad del alma y de la inmunidad de las pasiones.

Los tapices (Lib 4, 7: PG 8, 1255.1259.1263.1266.1267)

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