sábado, 21 de febrero de 2015

Rasgad los corazones, no las vestiduras

La Iglesia —que durante el Concilio ha examinado con mayor atención sus relaciones, no sólo con los hermanos separados, sino también con las religiones no cristianas–ha descubierto con gozo cómo casi en todas partes y en todos los tiempos la penitencia ocupa un papel de primer plano, por estar íntimamente unida al íntimo sentido religioso que penetra la vida de los pueblos más antiguos, y a las expresiones más elaboradas de las grandes religiones que marchan de acuerdo con el progreso de la cultura.

En el antiguo Testamento se descubre cada vez con una riqueza mayor, el sentido religioso de la penitencia. Aunque a ella recurra el hombre después del pecado para aplacar la ira divina, o con motivo de graves calamidades, o ante la inminencia de especiales peligros, o más frecuentemente para obtener beneficios del Señor, sin embargo, podemos advertir que el acto penitencial externo va acompañado de una actitud interior de «conversión», es decir, de reprobación y alejamiento del pecado y de acercamiento a Dios. Se priva del alimento y se despoja de sus propios bienes (el ayuno va generalmente acompañado de la oración y de la limosna), aun después que el pecado ha sido perdonado, e independientemente de la petición de gracias, se ayuna y se emplea el cilicio para someter a aflicción el alma, para humillarse ante Dios, para volver la mirada al Señor Dios, para disponerse a la oración, para «comprender» más íntimamente las cosas divinas, para prepararse al encuentro con Dios.

La penitencia es, consiguientemente —ya en el antiguo Testamento—, un acto religioso, personal, que tiene como término el amor y el abandono en el Señor: ayunar para Dios, no para sí mismo. Así había de establecerse también en los diversos ritos penitenciales sancionados por la ley. Cuando esto no se realiza, el Señor se lamenta con su pueblo: No ayunéis como ahora, haciendo oír en el cielo vuestras voces... Rasgad los corazones y no las vestiduras; convertíos al Señor, Dios vuestro.

No falta en el antiguo Testamento el aspecto social de la penitencia: las liturgias penitenciales de la antigua alianza no son solamente una toma de conciencia colectiva del pecado, sino que también constituyen la condición de pertenencia al pueblo de Dios.

También podemos advertir que la penitencia se presenta, antes de Cristo, igualmente, como medio y prueba de perfección y santidad: Judit, Daniel, la profetisa Ana y otras muchas almas elegidas, servían a Dios noche y día con ayunos y oraciones, con gozo y alegría.

Finalmente, encontramos en los justos del antiguo Testamento, quienes se ofrecen a satisfacer, con su penitencia personal, por los pecados de la comunidad; así lo hizo Moisés en los cuarenta días que ayunó para aplacar al Señor por las culpas del pueblo infiel; sobre todo así se nos presenta la figura del Siervo de Yavé, el cual soportó nuestros sufrimientos y sobre el cual cargó el Señor todos nuestros crímenes.

Sin embargo, todo esto no era más que sombra de lo que había de venir. La penitencia —exigencia de la vida interior confirmada por la experiencia religiosa de la humanidad y objeto de un precepto especial de la revelación divina– adquiere en Cristo y en la Iglesia dimensiones nuevas, infinitamente más vastas y profundas.

Pablo VI
Constitución apostólica «Paenitemini» (AAS t. 58. 1966, 178-179)

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