martes, 7 de mayo de 2013

El que hace la voluntad de Dios permanece para siempre

¿Cómo podremos amar a Dios si amamos al mundo? Nos prepara, pues, para ser inhabitados por la caridad. Hay dos tipos de amor: el amor al mundo y el amor a Dios: si el amor al mundo habita en nosotros, no tiene cabida el amor a Dios. Que el amor al mundo ceda el puesto al amor de Dios: que el mejor ocupe la plaza. Amabas al mundo: no lo ames más; cuando vaciares tu corazón del amor terreno, te saciarás del amor divino y comenzará a habitar la caridad de la que ningún mal puede proceder. Escuchad ahora las palabras del que viene a purificar.

Se encuentra ante los corazones de los hombres como ante un campo. Pero, ¿en qué estado lo encuentra? Si se encuentra con una selva, la desbroza; si topa con un campo ya limpio, lo siembra. Quiere plantar allí un árbol: la caridad. Y ¿cuál es la selva que quiere desbrozar? El amor al mundo. Escucha al talador de la selva: No améis al mundo; y añade: ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre.

¿Quieres tener el amor del Padre, para ser coheredero con el Hijo? No ames el mundo. Excluye de ti el perverso amor del mundo, para dejarte llenar del amor de Dios. Eres un vaso, pero un vaso todavía lleno; derrama lo que tienes, para que recibas lo que no tienes. Es verdad que nuestros hermanos han renacido ya del agua y del Espíritu; también nosotros renacimos, hace unos años, del agua y del Espíritu. Nos conviene no amar al mundo, para que los sacramentos no permanezcan en nosotros como prueba de condenación, en lugar de ser instrumentos de salvación. El sostén de la salvación es poseer la raíz de la caridad, es tener la virtud de la piedad y no sólo la apariencia. Buena y santa es la apariencia: pero ¿de qué sirve si no tiene raíces?

No amemos, pues, al mundo ni lo que hay en el mundo. Porque lo que hay en el mundo son: las pasiones de la carne, la codicia de los ojos, y la arrogancia del dinero. Tres son las concupiscencias y mediante esta triple concupiscencia el Señor fue tentado por el diablo. Le tentó con la pasión de la carne, cuando se le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes. Pero ¿cómo rechazó al tentador y enseñó a luchar al soldado? Fíjate en lo que le dijo: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.

Fue asimismo tentado por la codicia de los ojos y la perspectiva del milagro, cuando le dijo: Tírate abajo, porque está escrito: «Encargará a sus ángeles que cuiden de ti y te sostendrán en sus manos para que tu pie no tropiece con las piedras». El resistió al tentador.

¿Cómo fue tentado el Señor con la arrogancia de la vida? Cuando lo llevó a una montaña altísima, y le dijo: Todo esto te daré si te postras y me adoras. Quiso tentar al rey de los siglos con la ambición de un reino terreno. Pero el Señor que hizo el cielo y la tierra, pisoteaba al diablo. ¿Qué tiene de extraordinario que el Señor venciera al diablo. ¿Qué es lo que le respondió al diablo sino lo que te enseñó que debes responderle tú? Está escrito: «Al Señor tu Dios, adorarás y a él solo darás culto».

Si sois fieles a estas palabras, escaparéis a la concupiscencia del mundo; y si no os domina la concupiscencia del mundo, no os esclavizará ni la pasión de la carne, ni la codicia de los ojos, ni la arrogancia del dinero; y así haréis sitio a la invasión de la caridad, que os hará amar a Dios. Oigamos las Escrituras: Yo declaro: «Sois dioses e hijos del Altísimo todos». Por tanto, si queréis ser dioses e hijos del Altísimo no améis al mundo ni lo que hay en el mundo. El mundo pasa, con sus pasiones. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.

San Agustín de Hipona, Tratado 2 sobre la primera carta de san Juan (8.9.11.14: SC 75, 166-181)

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