sábado, 27 de julio de 2013

Alegrémonos, pues hemos merecido ser templo de Dios

El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros. La razón de que se construyan estos templos de madera y piedra es para que en ellos puedan reunirse los templos vivos de Dios, y de este modo pasen a formar el único templo de Dios. Un cristiano, un templo de Dios; muchos cristianos, muchos templos de Dios. Ved, pues, hermanos, lo hermoso que es el templo formado por muchos templos; y así como una pluralidad de miembros constituyen un solo cuerpo, así también una multitud de templos forman un único templo.

Ahora bien, estos templos de Cristo, esto es, las almas santas de los cristianos, están esparcidos por todo el mundo: cuando llegue el día del juicio, todos se reunirán y, en la vida eterna, formarán un único templo. Lo mismo que los múltiples miembros de Cristo forman un solo cuerpo y tienen una única cabeza, Cristo, así aquellos templos tendrán un único morador, Cristo, pues él es nuestra cabeza. Así se expresa efectivamente el Apóstol: Que el Padre os conceda por medio de su Espíritu: robusteceros en lo profundo de vuestro ser; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones.

Alegrémonos, porque hemos merecido ser templo de Dios; pero vivamos al mismo tiempo en el temor de destruir con nuestras malas obras el templo de Dios. Temamos lo que dice el Apóstol: Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él. Pues el Dios que sin trabajo alguno creó el cielo y la tierra con el poder de su Palabra se digna habitar en ti. Debes, en consecuencia, comportarte de modo que no llegues a ofender a tan distinguido huésped. Que Dios no encuentre en ti, es decir, en su templo, nada sórdido, nada tenebroso, nada soberbio: porque en el momento mismo en que allí recibiera la menor ofensa, inmediatamente se marcharía; y si se marchare el redentor, en seguida se acercaría el seductor.

Por tanto, hermanos, ya que Dios ha querido hacer de nosotros su templo, y en nosotros, se ha dignado fijar su morada, tratemos, en la medida de nuestras posibilidades y secundados por su ayuda, de eliminar lo superfluo y atesorar lo que es útil. Si, con la ayuda de Dios, actuamos de esta suerte, hermanos, es como si cursáramos a Dios una invitación para habitar de una manera permanente en el templo de nuestro corazón y de nuestro cuerpo.

Sermón 229 (2: CCL 104, 905-907)

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