martes, 9 de diciembre de 2014

Cristo regirá como pastor las naciones que se le han confiado

Pídemelo: te daré en herencia las naciones, en posesión los confines de la tierra. Recibió en herencia las naciones que pidió. Y las pidió cuando dijo: Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique. En esto consiste su herencia: en dar a toda carne la vida eterna, en que todas las naciones bautizadas y adoctrinadas, sean regeneradas para la vida: no ya sometidas –según el famoso cántico de Moisés– a la dominación de Israel ni divididas según el número de los hijos de Dios, sino integradas en la familia del Señor y consideradas como domésticas de Dios, trasladadas finalmente del injusto, culpable y perverso derecho de los dominadores al eterno reino de Dios. Pues ya no es sólo Israel la porción del Señor, ni Jacob el único lote de su heredad, sino la totalidad de las naciones, divididas antes según el número de los hijos de Dios, pero reducidas ahora a la unidad y constituyendo el único pueblo del único Dios. Y del eterno

Heredero, primogénito de entre los muertos, todos estos resucitados son la eterna herencia.

Los gobernarás con cetro de hierro, los quebrarás como jarro de loza. A muchos que, o piensan equivocadamente o ignoran la fuerza o propiedad del lenguaje del Señor, este texto les parece contrario a la bondad de Dios, es decir, que a las naciones que pidió en posesión y se le concedieron en heredad, el Hijo de Dios vaya a gobernarlas con el terror del cetro de hierro y las quiebre como si fuesen objetos de alfarería. Ningún hombre honrado da o recibe algo que tiene la intención de destruir. Y el que no quiere la muerte sino la conversión del pecador, no parece que actuaría según la predisposición de su naturaleza, ni quebrara con cetro de hierro a los que pidió se le dieran como herencia. Los gobernarás, es decir, los regirás como pastor, teniendo buen cuidado de regirlos con afecto de pastor: pues él es el buen pastor y nosotros somos sus ovejas, por las que dio su vida.

Por el antiguo Testamento sabemos que a la predicación de la palabra se la llama «cetro». Leemos en efecto: Cetro de rectitud es tu cetro real. Cetro de rectitud es aquel que con su doctrina nos guía por el camino justo y útil; cetro real es indudablemente la doctrina del reino. Isaías llama «cetro» al Señor en persona en razón de la útil y moderada predicación de su doctrina: Brotará –dice– un cetro del tronco de Jesé. Y para que la palabra «cetro» no sugiriese a alguno la idea de una tiránica severidad, se apresuró el profeta a añadir: Y de su raíz florecerá un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor. De esta manera con la suavidad de la flor mitiga la severidad del cetro, pues el terror de la doctrina nos hace anhelar a todos el estado de una felicidad perfecta. Con este cetro regirá el Señor los pueblos que le han sido entregados: un cetro incorruptible, no caduco ni frágil, sino de hierro, es decir, inflexible y, debido a la solidez de su naturaleza, firmísimo.

Tratado sobre el salmo 2 (31.34 35.37: CSEL 22, 60.63.64.65)

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