jueves, 7 de mayo de 2015

Somos hijos de Dios y constituimos una familia en Cristo

La Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos y ofreció sufragios por ellos, porque es una idea piadosa y santa rezar por los difuntos para que sean liberados del pecado. Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado un supremo testimonio de fe y de amor con el derramamiento de su sangre, nos están íntimamente unidos: a ellos junto con la bienaventurada Virgen María y los santos ángeles, profesó peculiar veneración e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión. A éstos luego se unieron también aquellos otros que habían imitado más de cerca la virginidad y la pobreza de Cristo y, en fin, otros cuyo preclaro ejercicio de virtudes cristianas y cuyos divinos carismas los hacían recomendables a la piadosa devoción e imitación de los fieles.

Al mirar la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos nos impulsan a buscar la ciudad futura y al mismo tiempo aprendemos cuál sea, entre las mundanas vicisitudes, el camino seguro, conforme al propio estado y condición de cada uno, que nos conduzca a la perfecta unión con Cristo, o sea, a la santidad. Dios manifiesta a los hombres en forma viva su presencia y su rostro en la vida de aquellos, hombres como nosotros, que con mayor perfección se transforman en la imagen de Cristo. En ellos, él mismo nos habla y nos ofrece un signo de ese reino suyo, hacia el cual somos poderosamente atraídos con tan gran nube de testigos que nos cubre y con tan gran testimonio de la verdad del evangelio.

Y no sólo veneramos la memoria de los santos del cielo por el ejemplo que nos dan, sino aún más, para que la unión de la Iglesia en el Espíritu sea corroborada por el ejercicio de la caridad fraterna. Porque así como la comunión cristiana entre los viadores nos conduce más cerca de Cristo, así el consorcio de los santos nos une con Cristo, de quien dimana como de fuente y cabeza toda la gracia y la vida del mismo pueblo de Dios. Conviene, pues, en sumo grado, que amemos a estos amigos y coherederos de Jesucristo, hermanos también nuestros y eximios bienhechores; rindamos a Dios las debidas gracias por ellos, «invoquémosle humildemente y, para impetrar de Dios beneficios por medio de su Hijo Jesucristo, único redentor y salvador nuestro, acudamos a sus oraciones, ayuda y auxilio». En verdad, todo genuino testimonio de amor ofrecido por nosotros a los bienaventurados, por su misma naturaleza, se dirige y termina en Cristo, que es la «corona de todos los santos», y por él a Dios, que es admirable en sus santos y en ellos es glorificado.

Porque todos los que somos hijos de Dios y constituimos una sola familia en Cristo, al unirnos en mutua caridad y en la misma alabanza de la Trinidad, correspondemos a la íntima vocación de la Iglesia y participamos con gusto anticipado de la liturgia de la gloria perfecta del cielo. Porque cuando Cristo aparezca y se verifique la resurrección gloriosa de los muertos, la claridad de Dios iluminará la ciudad celeste, y su lámpara será el Cordero. Entonces toda la Iglesia de los santos, en la suma beatitud de la caridad, adorará a Dios y al Cordero degollado, a una voz proclamando: Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos.

Constitución dogmática Lumen gentium
Concilio Vaticano II (Cap 7, 50-51)

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