martes, 26 de marzo de 2013

Cristo, quiso morir para darnos vida


Nuestro Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, que, siendo justo, llevó a cabo todos los misterios de la humana salvación y al que los profetas vieron representado en David, tuvo un interés particular en realizar una cosa: que el hombre, instruido en la ciencia divina, se convirtiera en digna morada de Dios. Y que el hombre está destinado a convertirse en morada de Dios, lo sabemos por el mismo Dios, quien dice por boca del profeta: Habitaré y caminaré con ellos, y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo; y de nuevo: Que se alegren con júbilo eterno y habitarás en medio de ellos.

Más tarde, el Señor dice en el evangelio: El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. Y también el Apóstol dice: Sois templos de Dios y el Espíritu de Dios habita en vosotros.

Dios viene a habitar en el alma de los creyentes no a través de una pasarela corporal, ni siquiera abriéndose una brecha en la espesura de la naturaleza humana, como si, saliendo de un lugar, se encerrase allí donde ha entrado; no, penetra en los corazones purificados de las pasiones terrenas, en virtud de una energía espiritual y se introduce como luz en las almas abiertas a la inocencia, para iluminarlas.

Por tanto, el Hijo unigénito de Dios, asumido con el cuerpo, jura que no entrará bajo el techo de su casa es decir, no retornará a su morada celestial, hasta que el corazón del hombre se haya convertido en sede del Señor. De igual modo hace voto de no subir al lecho de su descanso. El lecho significa el descanso de las fatigas humanas. Y como quiera que en el cielo está en continuo reposo, y la naturaleza divina es incapaz de experimentar el cansancio, Dios está siempre en el lecho, o sea, en actitud de descanso.

Nuestro Señor Jesucristo, permaneciendo Dios, asumió la condición de esclavo y se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz. ¡Ignoro si hubiera podido soportar un sufrimiento superior a la muerte! Y se sometió incluso a la muerte de cruz, sólo por esto: para ofrecernos la posibilidad de convertirnos en morada de Dios. El que es la vida, quiso no obstante morir y no dudó en asumir, con inagotable fuerza de amor, la precaria habitación del cuerpo para hacer suya, aun permaneciendo Dios, la condición de esclavo.

Se levantó, pues, del lecho de su eterna beatitud cuando, por obedecer la voluntad del Padre-Dios, se hizo hombre; de poderoso, débil, muerto. ¡El que da la vida, eterno juez de los tiempos, juzgado reo de cruz!

San Hilario de Poitiers, Tratado sobre el salmo 131 (6-7: CSEL 22, 666-667)

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