jueves, 7 de marzo de 2013

Cristo se ofreció por nosotros


La ciudad santa es la Iglesia, cuyos habitantes, a mi modo de ver, son los que van camino de la perfecta santidad alimentados por el pan vivo. También aquel bendito de David se acuerda de esta tan augusta y admirable ciudad, diciendo: ¡Qué pregón tan glorioso para ti, ciudad de Dios!

Cristo, que es la vida y dador de vida, estableció su morada en nosotros: por eso aleja de los consagrados al exterminador. Pues, una vez instituida aquella sagrada mesa, veladamente significada por la hora de aquella cena, ya no le está permitido vencer. Nos libertó Cristo, prefigurado en la persona de David. Pues al ver que los habitantes del país eran presa de la muerte, se erigió en abogado defensor de nuestra causa, se sometió espontáneamente a la muerte y paró los pies al exterminador afirmando que la culpa era suya. Y no porque él personalmente hubiera cometido pecado alguno, sino porque, como dice la Escritura, fue contado entre los pecadores, él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores –aunque personalmente no conoció el pecado–, haciéndose por nosotros un maldito.

Además, Cristo afirma ser más equitativo que sea el pastor y no las ovejas, quien expíe las penas: pues, como buen pastor, él dio la vida por las ovejas. Después, por inspiración divina, el santo David erigió un altar en el mismo sitio en que había visto detenerse el ángel exterminador, y ofreció holocaustos y sacrificios de comunión. Por la era del jebuseo has de entender la Iglesia: cuando Cristo llegó a ella y finalmente se detuvo, la muerte quedó destruida, y el exterminador retiró aquella mano que antes todo lo arrasaba con la violencia de su furor. La Iglesia es efectivamente la casa de aquella vida, que es vida por su misma naturaleza, es decir, de Cristo.

Decimos que la era de Arauná es la Iglesia, basados en cierta similitud figurativa. En ella, cual gavillas de trigo, se recogen aquellos que, en el campo de las preocupaciones seculares, son segados por los santos segadores, es decir por la predicación de los apóstoles y evangelistas, para ser almacenados en la era celestial y depositados, como trigo ya limpio, en los graneros del Señor, esto es, en aquella celestial Jerusalén; una vez depuestas las inútiles y superfluas no sólo acciones, sino incluso sensaciones del alma, que puedan ser parangonadas con la paja.

Cristo dijo efectivamente a los santos apóstoles: ¿No decís vosotros que faltan todavía cuatro meses para la cosecha? Yo os digo: Levantad los ojos y contemplad los campos, que están ya dorados para la siega; el segador ya está recibiendo el salario y almacenando fruto para la vida eterna. Y de nuevo: La mies es abundante y los obreros pocos: rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies.

Pienso que apellidó mies espiritual a la muchedumbre de los que habían de creer, y que llamó santos segadores a los que en la mente y en la boca tienen aquella palabra viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos.

Esta era espiritual, es decir, la Iglesia, Cristo la compró por medio kilo de plata, lo cual supone un precio considerable; pues él mismo se dio por ella y en ella erigió un altar. Y siendo al mismo tiempo sacerdote y víctima, se ofreció a sí mismo, a semejanza y en figura de los bueyes de la trilla, convirtiéndose en holocausto y sacrificio de comunión.

San Cirilo de Alejandría, Sobre la adoración en espíritu y en verdad (Lib 3: PG 68, 290-291)

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