domingo, 10 de marzo de 2013

Somos bendecidos por Cristo


Nadie puede arrogarse este honor: Dios es quien llama, como en el caso de Aarón. Tampoco Cristo se confirió a sí mismo la dignidad de sumo sacerdote, sino aquel que le dijo: «Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy», o como dice otro pasaje de la Escritura: «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec».

No puede decirse que el Hijo de Dios, en cuanto Palabra engendrada por el Padre, había ejercido el sacerdocio; ni que pertenecía a la estirpe sacerdotal, sino en cuanto que se hizo hombre por nosotros. Como se le da el título de profeta y de apóstol, se le da asimismo el de sacerdote, en virtud de la naturaleza humana que asumió. Los oficios serviles corresponden a quien se encuentra en una situación de siervo. Y ésta ha sido para él una situación de anonadamiento: el que es igual que el Padre y es asistido por el coro de los serafines y servido por millares de ángeles, después de haberse anonadado, sólo entonces es proclamado sacerdote de los consagrados y del verdadero tabernáculo. Es santificado juntamente con nosotros, él que es superior a toda criatura. El santificador y los santificados proceden todos del mismo. Por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos, cuando dice: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos».

Por eso Dios que santifica, cuando se hizo hombre y habitó entre nosotros, hasta el punto de llamarse hermano nuestro en razón de su naturaleza humana, entonces se afirma que se santificó con nosotros. Le fue posible ejercer el sacerdocio y santificarse con nosotros gracias a la humanidad que había asumido: todo esto hemos de referirlo a su anonadamiento, si queremos pensar rectamente. Estableció, pues, a Melquisedec como imagen y figura de Cristo, por lo cual puede denominarse «rey de justicia y rey de paz». Este título conviene místicamente sólo al Emmanuel: él es efectivamente el autor de la justicia y de la paz, de las que nos ha hecho don a los hombres. Depuesto el yugo del pecado, todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo. De nuestra miserable condición de pecadores, que nos había hecho esclavos separándonos de Dios, hemos obtenido la paz con Dios Padre, purificados y unidos a él por medio del Espíritu; pues el que se une al Señor es un espíritu con él.

Después afirma san Pablo que la bendición invocada sobre Abrahán y la ofrenda del pan y del vino eran símbolo y figura de un sacerdocio más excelente.

Así pues, somos bendecidos cada vez que acogemos como don del cielo y viático para la vida aquellos dones místicos y arcanos. Somos bendecidos por Cristo y por la oración que ha dirigido al Padre por nosotros. Efectivamente, Melquisedec bendijo a Abrahán con estas palabras: Bendito sea el Dios altísimo, que ha entregado tus enemigos a tus manos. Y nuestro Señor Jesucristo, nuestro intercesor: Padre santo —dijo—, santifícalos en la verdad.

De la misma interpretación de los nombres deduce Pablo por qué Melquisedec es figura de Cristo; como ejemplo, pone expresamente ante nuestros ojos su peculiar tipo de sacerdocio: Melquisedec ofreció pan y vino. Por eso dice de él: No se menciona el principio de sus días ni el fin de su vida. En virtud de esta semejanza con el Hijo de Dios, permanece sacerdote para siempre.

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el libro del Génesis (Lib 2, 7-9: PG 69, 99-106)

No hay comentarios:

Publicar un comentario